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lunes, 28 de mayo de 2012

Los Santos. Sus imagenes y Reliquias. Reliquias de la Cruz. Peregrinaciones.

¿Por qué rezan los católicos a la Virgen y a los santos? El unico Mediador entre Dios y los hombres es Jesucristo (I Tim. II, 5). El es también el único Abogado con el Padre (I Juan II, 1). 
La Doctrina de la Iglesia sobre la invocación de los santos fue resumida así por el Concilio de Trento: "Los santos que ahoran reinan con Jesucristo ruegan a Dios por los hombres. Es bueno y provechoso invocarlos con preces y encomendarnos en sus oraciones e intercesión para que nos alcancen de Dios beneficios por Jesucristo su Hijo, nuestro único Redentor y Salvador. Los que condenan la invocación de los santos, que gozan de eterna bienaventuranza en el cielo; los que niegan que los santos pidan por nosotros; los que afirman que pedir a los santos que rueguen por cada uno de nosotros es idolatría, opuesto a la palabra de Dios y al honor debido a Jesucristo, único Mediador entre Dios y los hombres, esos tales son impíos" (sesión XXV). 
Los dos Testamentos, Antiguo y Nuevo, abundan en pasajes donde se recomienda la práctica de encomendarnos en las oraciones de nuestros hermanos, especialmente cuando éstos son justos. Dios mandó a Abimelec que pidiese oraciones a Abraham: "El pedirá por ti, y tú vivirás" (Gén. XX, 7, 17). Gracias a los ruegos de Moisés, Dios miró con ojos de misericordia a los israelitas que habían pecado en el desierto (Salm. XV, 23). Dijo Dios a los amigos de Job: "Mi siervo Job pedirá por vosotros; Yo aceptaré su oración" (Job XLIII, 8). Finalmente, en las cartas de San Pablo vemos que el apóstol pedía constantemente a sus hermanos que rogasen a Dios por él (Rom. XV, 30; Efes. 6, 18; 1 Tes. V, 25).
¿No es absurdo pensar que el cristiano que en esta vida se esmeró en rogar caritativamente a Dios por sus hermanos va a perder todo interés por ellos una vez que sube al cielo y está delante del Omnipotente? La tradición cristiana nos dice todo lo contrario. Los santos, en el cielo, conocen mejor nuestras necesidades y los deseos que Dios tiene de despachar favorablemente sus súplicas. 
Oigamos a San Jerónimo: "Si los apóstoles y los mártires rogaban tanto por otros cuando aún estaban acá en la tierra y necesitaban rogar por sí mismos, ¿qué harán ahora en el cielo, seguros ya como están, pues han sido coronados por sus triunfos y victorias? Moisés, un hombre sólo, alcanza de Dios perdón para seiscientos mil hombres armados, y Esteban ruega por sus verdugos. ¿Serán acaso menos poderosos cuando estén con Jesucristo? San Pablo nos dice que sus oraciones en el navio salvaron a ciento setenta y seis tripulantes. Una vez muerto, ¿va a cerrar sus labios y no va a rogar por todos aquellos que acá y allá han creído en el evangelio, que él predicó? (Adv Vigil 6). 
Sabemos que los ángeles ruegan a Dios por los hombres (Zac I, 12-13).
Dijo el ángel Rafael a Tobías: "Cuando rogabas con lágrimas..., yo ofrecía tu oración al Señor" (Tob. XII, 12). El mismo Jesucristo nos dijo que los ángeles se interesaban por nosotros: "Se alegrarán los ángeles de Dios cuando un pecador haga penitencia" (Luc. XV, 10). En otro lugar nos manda que no escandalicemos a los niños, porque tienen ángeles que interceden por ellos en el cielo (Mat. XVIII, 10). Pues si los ángeles interceden por nosotros, con mayor motivo lo harán los santos, que están unidos con nosotros por el vínculo de la misma naturaleza humana, y por el vínculo sobrenatural de la comunión de los santos, tienen el mismo poder y el mismo privilegio. Esta doctrina sobre la intercesión de los santos puede verse desarrollada en los escritos de los Santos Padres, que la defienden unánimemente. No citaremos más que algunos testimonios.
Escribe San Hilario (366): "A los que hagan lo que está de su parte para permanecer fieles, no les faltará ni la vigilancia de los santos ni la protección de los ángeles" (In Ps 124). 
San Cirilo de Jerusalén (315-386): "Conmemoramos a los que han dormido en el Señor, a los patriarcas, a los apóstoles, a los mártires, para que Dios, por su intercesión, despache favorablemente nuestras peticiones" (Muys 5, 9).
San Juan Crisóstomo (344-407): "Cuando veas que Dios te castiga, no te pases al enemigo... Acude más bien a los amigos de Dios, a los mártires, a los santos y a los que le agradaron, porque éstos tienen ahora gran poder" (Orat 8; Adv Jus 6).
Los católicos estamos firmemente persuadidos de que el único Mediador es Jesucristo (I Tim II, 5), y el Concilio de Trento hace especial hincapié en esto al hablar de la invocación de los santos. La Iglesia católica enseña que el único que nos redimió fue Jesucristo, que murió por nosotros en la cruz y nos reconcilió con Dios, haciéndonos participantes de su gracia en esta vida y de su gloria en la otra. 
Ningún don divino nos puede venir si no es por Jesucristo y por su sagrada Pasión. Por tanto, nuestras oraciones todas, así como las de la Santísima Virgen y las de los ángeles y santos, tienen eficacia sólo por medio de Jesucristo. Lo que hacen los santos es unir sus plegarias a las nuestras. Ahora bien: esas plegarias no pueden menos de ser agradables a los ojos divinos, por la amistad íntima que los santos tienen con Dios. Sin embargo, la eficacia de esas plegarias está vinculada a los méritos del único Mediador. Nuestro Señor Jesucristo. 

¿Por qué adoran los católicos a las imágenes y oran delante de ellas? Dios prohibió las imágenes y demás obras de escultura (Exodo XX, 5). ¿No es cierto que los católicos suprimieron el segundo mandamiento, porque en él se prohibían las imágenes? ¿Por qué dividen los católicos los mandamientos de diferentes maneras?
Es falso que los católicos adoren a las imágenes y se encomienden a ellas
Dice así el Concilio de Trento: "Las imágenes de Jesucristo, las de la Virgen Madre de Dios y las de otros santos deben ser guardadas en las iglesias, donde se les debe tributar especial honor y veneración; no porque creamos que haya en ellas divinidad o virtud alguna por la cual las debamos adorar o pedir favores, pues no queremos imitar en esto a los gentiles de la antigüedad, que ponían toda su confianza en los ídolos, sino porque al honrar a las imágenes honramos a los que las imágenes representan; de suerte que, cuando besamos la imagen o nos arrodillamos o descubrimos ante ella, adoramos a Jesucristo y veneramos al santo retratado en su imagen" (sesión XXV). 
Estas palabras son repetición de las del segundo Concilio de Nicea (787), que condenó a los iconoclastas orientales por decir que la reverencia tributada a las imágenes era obra del demonio y una nueva forma de idolatría. 
En cuanto al texto del Exodo, decimos que, aun cuando Dios hubiera prohibido a los judíos esculpir imágenes, esa prohibición no rezaba con los cristianos, pues la ley de Moisés quedó abrogada por la ley de Jesucristo (Rom. VIII, 1-2; Gál. III, 23-25). No hay maldad intrínseca en la escultura de imágenes. La ley eterna no puede ser abrogada jamás; siempre será pecaminoso "adorarlas y servirlas". Sabemos que los judíos no interpretaron esa prohibición en sentido absoluto, pues vemos que tenían en el templo bastantes imágenes. Por ejemplo, tenían la serpiente de bronce (Núm. XXI, 9), el querubín de oro (III Rey. VI, 23), las guirnaldas de flores, frutos y árboles (Núm. VIII, 4), los leones que sostenían los lebrillos y el trono regio (III Rey. VII, 24) y el efod o vestidura sacerdotal (Jueces VIII, 27; III Reyes XIX, 13).  
Los judíos dispersos, a pesar del odio innato que tenían a la idolatría, decoraban sus cementerios con pinturas de pájaros, bestias, peces, hombres y mujeres. 
Los cristianos primitivos adornaban las catacumbas con frescos de Jesucristo, la Virgen y los santos, y describían en ellos escenas y pasajes de las Sagradas Escrituras. Entre estos frescos merecen especial mención Moisés, hiriendo la roca, el arca de Noé, Daniel en la cueva de los leones, el Nacimiento, la venida de los Reyes Magos, las bodas de Caná, la resurrección de Lázaro y Jesucristo, el Buen Pastor. Las estatuas escaseaban mucho, por la sencilla razón de que eran muy costosas y los cristianos eran pobres. Cuando la Iglesia salió triunfante de las catacumbas y empezó a esparcirse por la faz de la tierra, cobijando bajo su manto a todos, patricios y plebeyos, comenzó a decorar los templos con mosaicos de mucho precio, esculturas, pinturas y estatuas artísticas. 
Ahora bien: ninguno se atreverá a llamar idólatras a aquellos cristianos primitivos que daban gustosos su vida antes que consentir en adorar a los dioses del Imperio. La Iglesia no ha suprimido jamás el segundo mandamiento: lo que ha hecho es resumirlo abreviándolo en los catecismos para el pueblo, imitando en esto a la Biblia (IV Reyes XVII, 35), donde también se resume este mandamiento. El Antiguo Testamento nos dice que los mandamientos son diez (Exodo XX, 1-17; Deut V, 6-11), pero no da regla ninguna sobre la manera en que se han de dividir. 
Los católicos, siguiendo a San Agustín, comprenden en el primer mandamiento la idolatría y el culto falso, y en los mandamientos nono y décimo comprenden los pecados de lujuria y avaricia, respectivamente. 
En la división hecha por los protestantes no hay más que un mandamiento para los dos pecados de adulterio y robo; en cambio, ponen dos mandamientos para el culto falso. Esta división está basada en Filón, Josefo y Orígenes. 
Hablemos con claridad: los protestantes se hicieron iconoclastas por las ansias que tenían de incautarse de las múltiples obras artísticas encerradas en las iglesias católicas y en los monasterios. Los luteranos, en el continente, y los príncipes Tudores, en Inglaterra, confiscaron con gran alborozo todos los tesoros que poseía la Iglesia católica. No se movieron, pues, por religión, sino por avaricia. La religión ocupaba un lugar secundario. Lutero, por ejemplo, odíaba a las imágenes, porque creía falsamente que el pueblo las erigía para ganar méritos delante de Dios y para ejecutar obras buenas que él abominaba. Asimismo se propuso atacar a la Iglesia en un punto que le pareció vital. En realidad, nunca comprendió el carácter profundamente moral y religioso de la veneración de las imágenes ni su influencia consoladora que se reflejaba en las peregrinaciones de su tiempo.

¿No es superstición venerar las reliquias de los santos? ¿Qué eficacia pueden tener los huesos de hombres y mujeres ya difuntos, o los vestidos que llevaron cuando vivían?
Según el Concilio de Trento, "solamente se ha de venerar a los santos cuerpos de los mártires y otros santos que ahora viven con Jesucristo —los cuales cuerpos fueron miembros vivos de Cristo y templos del Espíritu Santo— y han de resucitar a la vida eterna para ser glorificados; pero por estos cuerpos, Dios concede muchos beneficios a los hombres, de suerte que los que afirman que a las reliquias de los santos no se les debe honor ni veneración, o dicen que los fieles honran inútilmente a estos monumentos sagrados y visitan en vano los templos dedicados a su memoria para obtener su ayuda, esos tales son reos de condenación" (sesión XVI). 
Jamás ha dicho la Iglesia que la reliquia misma tenga virtud mágica de eficacia alguna curativa, sino que dice, apoyada en las Escrituras, que Dios se vale a veces de las reliquias para obrar milagros. Leemos en el Antiguo Testamento la veneración en que tenían los judíos a los huesos de José (Exodo XIII, 19; Josué XXIV, 32) y a los del profeta Eliseo, que resucitaron a un muerto (IV Reyes XII, 21).  
En el Nuevo Testamento leemos que una mujer enferma sanó con sólo tocar las vestiduras del Señor (Mateo IX, 20-21), que la sombra de San Pedro sanó a un enfermo (Hech V, 15-16) y que sanaban los enfermos al ser tocados por los pañuelos y delantales que habían tocado a San Pablo (Hech XIX, 12).
La veneración de las reliquias de los santos empezó, por lo menos, en el siglo II. Cuando los verdugos quemaron a San Policarpo, los discípulos del santo "recogieron sus huesos, más valiosos que las piedras preciosas y de quilates más subidos que los del oro refinado, y los colocaron en un lugar apropiado donde el Señor permite que nos juntemos con gozo y alegría para celebrar el aniversario de este martirio" (Mart. Polyc)
Muchos Padres de la Iglesia, al mismo tiempo que anatematizaban la idolatría, ponían por las nubes el culto a las reliquias; entre otros, San Agustín, San Ambrosio, San Jerónimo, San Gregorio de Nisa, San Gregorio Nacianceno y San Juan Crisóstomo. 
Citemos sólo a San Jerónimo: "No damos culto ni adoramos ni nos inclinamos ante la criatura, sino ante el Creador; y si veneramos las reliquias de los mártires, lo hacemos para adorar mejor a Aquel por cuyo amor los mártires padecieron" (Ad Riparium 9). 
Los católicos guardamos y veneramos todo aquello que perteneció a los santos, como la madre guarda y besa la trenza de cabello de su hijita difunta; como los norteamericanos guardan la espada de Jorge Washington, los españoles la de Carlos V y los hispanoamericanos las de San Martín y Bolívar. 
La Iglesia nunca ha declarado que esta o aquella reliquia es auténtica; lo que hace es vigilar cautelosamente para que en modo alguno se venere una reliquia cuya autenticidad no esté razonablemente probada. 
En último término, importa poco que la reliquia sea o no auténtica, ya que la reverencia es no para la reliquia material, sino para el santo. Véase cómo las naciones, después de la guerra europea, han levantado monumentos al Soldado Desconocido, para fomentar el espíritu de patriotismo. Tal vez el soldado a quien allí honran fue un cobarde y un canalla. La nación no le tributa honor a él en particular, sino a todos los soldados que murieron por la patria.

¿Qué pruebas históricas hay que nos convenzan de que Santa Elena encontró la misma cruz en que murió Nuestro Señor Jesucristo? ¿No es cierto que si se juntasen todas las reliquias que se dicen ser de la verdadera cruz, se podrían formar, por lo menos, trescientas cruces del tamaño de la original?
No nos consta con toda certeza que Santa Elena misma descubriese la verdadera cruz; pero sabemos por muchos escritores contemporáneos que la verdadera cruz fue hallada a principios del siglo IV (327)
San Cirilo de Jerusalén menciona este hecho en las catequesis que tuvo el año 347 en el sitio en que fue hallada (Cat 4, 10), y una inscripción del año 395 encontrada en Tixter de Mauritania habla de la "madera de la cruz"
Aunque Eusebio menciona el descubrimiento del Santo Sepulcro, nada dice del descubrimiento de la cruz. Sin embargo, en su Vida de Constantino (3, 39) inserta una carta del emperador a Macario, obispo de Jerusalén, en la que parece se alude a ella. Ciertamente, mencionan este hecho San Paulino de Nola, San Ambrosio, San Juan Crisóstomo, Sulpicio Severo, Sócrates y Sozomeno. 
El año 335, Constantino erigió la basílica del Santo Sepulcro en el sitio mismo del sepulcro de Nuestro Señor, y los orientales celebraban la fiesta de su dedicación el 13 de septiembre. El leño de la verdadera cruz era venerado públicamente en Jerusalén, y de él tomaron fragmentos que enviaron a diversas partes de la cristiandad. 
San Paulino de Nola (353-431) envió una reliquia de la cruz a su amigo Sulpicio Severo, recomendándole que la conservase para que le sirviese de "protección en esta vida y de prenda para la vida eterna" (Epist 31).  
Rohault de Fleury, en 1870, después de hacer un detenido estudio sobre las reliquias de la cruz, halló que todas juntas no formarían más que dos quintos de un pie cúbico. Ahora bien: se calcula que en la cruz habría unos seis pies cúbicos de madera, más cinco octavos de pie cúbico. 
  
¿Que bienes pueden sacar los católicos de las peregrinaciones, si Dios está presente en todas partes? ¿O es que no se puede honrar a los santos si no es viajando kilómetros y más kilómetros, para visitar sus santuarios? ¿No nació más bien esta idea del concepto pagano de que el dios no tiene poder más que en ciertos lugares, como leemos en el libro primero de los Reyes, cap. 20, v. 23?
No cabe duda de que las peregrinaciones son algo que pide el corazón humano, pues las hallamos en todas las edades y en todas las naciones. Era y es costumbre entre los paganos visitar los lugares donde el supuesto dios nació o murió, o donde se dice que tienen lugar milagros y otras maravillas. Los egipcios consultaban el oráculo de Ammón en Tebas, como los griegos acudían al oráculo de Apolo en Delfos, o esperaban ser curados mientras dormían en el templo de Asclepio. El budista aún va a Benares, y el mahometano a la Meca. 
Sabemos de sobra los católicos que Dios está en todas partes. Ya notó San Jerónimo que "las puertas del cielo están abiertas lo mismo para los habitantes de Jerusalén que para los de Bretaña". Pero ya que Jesucristo se dignó santificar los confines de Palestina con su presencia, sus milagros sin cuento y su sagrada Pasión, los cristianos de todo el mundo han sentido siempre una devoción especial a estos Santos Lugares, y han acudido a ellos en peregrinación. 
Este mismo espíritu de devoción los mueve a visitar tantos otros santuarios de la Virgen y de los santos y mártires, como lo testifican Roma, Loreto, Lourdes, Santiago de Compostela, Guadalupe y otros lugares no menos célebres. Nadie negará que Dios se ha complacido en obrar muchos milagros en estos santuarios y ha concedido favores sin número, tanto espirituales como temporales, a los peregrinos que han acudido con espíritu de fe y devoción. El resultado de esas peregrinaciones ha sido, en general, excelente, pues ellas han motivado muchas confesiones, muchas comuniones y muchas preces y oraciones.
Sabemos por la Biblia que Elcana y Ana iban todos los años a orar a Silo (1 Rey 1, 3) y que Nuestro Señor Jesucristo tomaba parte en las peregrinaciones anuales que los judíos hacían a Jerusalén (Luc II, 41). Aquellas discípulas de San Jerónimo, las santas Paula y Eustaquia, escribieron desde Jerusalén a Marcela, que estaba en Roma, rogándola que imitase el ejemplo de tantos cristianos que iban por devoción a visitar los Santos Lugares. 
San Juan Crisóstomo ensalza la piedad de los cristianos "que visitaban los lugares donde habían vivido los santos", y afirmaba que si no fuera por sus muchas ocupaciones, visitaría gustoso la ciudad de Roma para entrar a ver la cárcel donde había estado preso San Pablo (In Eph Hom 8). 
San Agustín nos habla de los milagros que tenían lugar en los santuarios de los santos Gervasio y Protasio (Epist 87)
Aparte de la devoción y de otros bienes espirituales, las peregrinaciones o romerías trajeron consigo muchos bienes materiales. Gracias a ellas se levantaron en la Edad Media ciudades de importancia, se construyeron caminos de gran servicio, se fomentaron las relaciones entre países distintos, ampliándose así los conocimientos geográficos; se fundaron Ordenes religiosas, como los caballeros de San Juan y los Templarios, y, finalmente, libraron del mahometismo a Europa con las Cruzadas. Claro está que como lo malo sigue siempre de cerca a lo bueno, entre tantos bienes no faltaron algunos males. 
San Gregorio Nacianceno, en el siglo IV, y Erasmo en el siglo XVI, nos hablan de los abusos que a veces se cometían con motivo de una peregrinación; pero eso no quita para que las peregrinaciones en sí fuesen buenas. Erasmo dice así en el coloquio 35: "Yo no disuadiría a ningún peregrino que se mueva a serlo por motivos piadosos".

Bibliografia
Apostolado de la prensa, Santos y santones.
Aracil, Santa Elena, en Tierra Santa
Bayle, Santa María en Indias.
Eguia, Los Santos
G. Villada, Rosas de martirio.

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