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martes, 29 de mayo de 2012

MARTIRIO DE SAN MARINO, CENTURION, BAJO GALIENO


(Eus., HE, VII, 15 ss,)
El año 259 o, a más tardar, el 260, Valeriano cae prisionero del rey de los persas, Sapor I, el poderoso sasánida que soñaba reconstruir bajo su cetro el antiguo imperio de Darío. Aquel inmenso desastre a orillas del Eufrates, que estuvo a punto de poner en manos del rey persa todo el Asia romana, fué juntamente el más ignominioso oprobio que jamás sufriera el nombre romano. 
El rey Sapor, entre vituperios y risas, hacía doblar la espalda al mísero cautivo para poner sobre ella su planta vencedora siempre que tenía que montar a su coche o a su caballo. A su muerte, le arrancan la piel, la tiñen de púrpura y la cuelgan, como trofeo, en sus bárbaros templos. Los embajadores romanos de tiempos posteriores tuvieron que pasar por el sonrojo de contemplar aquel lerrible remedo de la púrpura imperial que sus seculares enemigos se complacían en mostrarles "para que no confiaran demasiado en sus fuerzas".
Galieno, hijo de Valeriano, asociado hacía siete años al Imperio, se guardó muy bien de seguir por el camino de su padre en su trato a la Iglesia. Impresionado quizá por su trágica suerte y cediendo muy probablemente a blandas sugerencias femeninas (su mujer Salonina se ha pensado fuera cristiana), el nuevo emperador se apresuró a devolver la paz a la Iglesia, publicando un edicto de libertad o tolerancia que pudo haber adelantado en medio siglo la era constantiniana. Galieno, sin embargo, estaba muy lejos de ser un Constantino.
Por de pronto, la unidad del Imperio estaba deshecha. En las Galias, con adhesión de España y Bretaña, imperaba Postumo. En las provincias danubianas había tomado la púrpura un antiguo general de Valeriano, el ambicioso Auréolo, con quien, de momento, hubo de pactar Galieno. En Oriente, el cruel e insaciable Macriano, genio malo que fuera del infortunado Valeriano, traidor suyo en el momento de la catástrofe, acaba de recibir la autoridad suprema del ejército de Asia o, más bien, había dado la púrpura a sus dos hijos, reservándose él gobernar efectivamente en su nombre. En la turbia época del infausto siglo III, conocida con el nombre de "los treinta tiranos", la paz promulgada por Galieno se mantuvo en todo el Occidente; pero, dueño Macriano de Oriente, la persecución, o, por lo menos, el estado de inseguridad, se prolongó allí, y a su tiempo de dominio, 261-262, hay que referir el martirio de San Marino, oficial cristiano del ejército, cuyo relato nos da Eusebio. Es del tenor siguiente:

Martirio de San Marino.
Por este tiempo, a pesar de que las Iglesias gozaban de paz por todas partes, en Cesarea de Palestino, Marino, que pertenecía a la oficialidad del ejército, hombre además notable por su familia y riquezas, fué decapitado por haber dado testimonio de Cristo. La ocasión fué la siguiente: El sarmiento es entre los romanos una insignia de honor que distingue a los centuriones. Vacando una plaza de este grado, la situación de Marino le llamaba a este ascenso; mas, cuando ya estaba a punto de recibirlo, se presentó otro ante el tribunal, acusándole de ser cristiano y negarse a sacrificar a los emperadores; por lo que, conforme a las antiguas leyes, no tenía derecho a dignidad alguna de los romanos; a él, en cambio, le correspondía aquel puesto. El juez (éste era Aqueo) se sintió impresionado sobre el caso y, ante todo, interrogó al propio Marino que dijera su sentir. Marino confesó constantemente que era cristiano, y en vista de ello, Aqueo le concedió tres horas de plazo para reílexionar.
Saliendo fuera del tribunal, acercóse Teotecno, obispo de Cesarea y, entrando en conversación con él, le llevó de la mano a la Iglesia. Dentro ya del templo, paróse ante el altar, y levantando un pliegue de la clámide de Marino, le mostró la espada que llevaba colgada, a par que le presentaba el libro de los divinos Evangelios. Entonces el obispo mandó al soldado que escogiera entre Evangelio y espada lo que hubiera decidido. Mas él, sin vacilar un momento, tendió su diestra y tomó el libro divino.
Mantente, pues—le dijo entonces Teotecno—, mantente asido a Dios, y quiera Él que alcances, fortalecido por su gracia, lo que has escogido, y vete en paz.
En el momento mismo en que salía de la Iglesia, el pregonero le llamaba nuevamente ante el tribunal, pues había expirado el plazo concedido. Y, en efecto, presentándose ante el juez, manifestó todavía mayor fervor en confesar su fe, por lo que conducido, tal como estaba, al suplicio, consumó el martirio.
Con esta ocasión, se recuerda un caso de religioso valor de Astirio. Pertenecía éste al orden senatorial, gozaba del título de amigo de los Augustos y era conocido de todos tanto por su nobleza como por su fortuna. Astirio se halló presente a la ejecución del mártir y, consumado el martirio, cargando sobre sus hombros el cadáver, sin hacer caso de la blanca y preciosa túnica que vestía, lo trasladó a la sepultura, donde le hizo exequias dignas de su riqueza. De Astirio cuentan mil otras cosas maravillosas sus familiares y conocidos que han alcanzado nuestro tiempo...

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