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martes, 22 de mayo de 2012

La mujer es su base.

Se trata de una verdad tan evidente, que se escapa a toda discusión. La base del hogar es la mujer.
Precisamente en esto estriba su grandeza.
Personas más o menos equivocadas han soñado engrandecer a la mujer, a base de conquistas de modos, procederes y ocupaciones que hasta ahora se han considerado como exclusivos del hombre, y le han lanzado a todos los sectores de la vida social para que en ellos dispute el terreno al sexo masculino.
Es una pena que lo hagan sacándola del hogar, que es su centro y puesto natural.
Yo no niego que la mujer puede desempeñar un bonito papel en academias, oficinas, talleres, etc.; lo que afirmo es que la cultura, la industria y el comercio pueden funcionar admirablemente sin ella; en todos los puestos le puede sustituir el hombre.
Sólo en uno es esencial; nadie puede sustituirla: el hogar.
Sin la mujer, la llama del llar se apaga, la casa se torna fría, destemplada, hosca, poco acogedora; hasta repele.
Falta el tono suave, amable, templado del bienestar, que no consiste precisamente en un sillón mullido, una cama blanda y una comida exquisita, sino en esa temperatura deliciosa que penetra invisible por los poros del alma, y produce una sensación de desahogo, de satisfacción, de dulzura, de paz.
Y como la familia es el constitutivo esencial de la sociedad y la mujer es el centro de la familia, resulta que la sociedad depende de la mujer.
En la concepción cristiana del mundo, el primer valor práctico es la mujer; pero la mujer hogareña, la mujer mujer, no la mujer revestida con personalidad masculina.
La mujer convertida en un doble del hombre ha fracasado siempre a la larga, y ha arrastrado a la sociedad a la bancarrota.
Dígalo, si no, la mujer romana que abandonó el hogar y se lanzó a la filosofía, a la literatura, a la política y al deporte. Se desequilibró, desarticuló la familia y fué uno de los corrosivos más eficaces de la sociedad.
Dios creó a la mujer para madre, y como tal, para sostén del hogar.
Nos lo dice expresamente la revelación. El Creador formó a la mujer para dar al hombre un adjutorium simile sibi—una ayuda igual a él.
El hombre sin ella es incompleto. Su fuerte contextura vehemente, inclinada a la energía, le hace áspero, burdo, duro; él solo resultaría insoportable; necesita el trato de la mujer que lime su aspereza, afine su brusquedad, inyecte en sus modales duros delicadeza, frene su vehemencia pasional con ideales de superior belleza y tiña sus actividades con la sonrisa de un amor que le impulse, eleve y transforme en caballero.
El hombre no se basta; se siente solo, la vida se abre ante él como una paramera tediosa, donde un árbol único se agosta sin dejar tras de sí semilla...
Experimenta esas ansias nobles impresas en los fundamentos de su naturaleza que tan bien supo cantar el poeta castellano:
«¡Quiero vivir! A Dios voy, 
y a Dios no se va muriendo, 
se va al Oriente subiendo 
por la breve noche de hoy.
De luz y de sombras soy 
y quiero darme a las dos. 
¡Quiero dejar de mí en pos 
robusta y santa semilla 
de esto que tengo de arcilla, 
de esto que tengo de Dios» 
(Gabriel Y Galan).

Pero él solo, ¿cómo realizarlo?
«Hagamos al hombre una ayuda igual a él»—dijo Dios—; y de una costilla de Adán formó a Eva.
La vida cambió para el hombre: la soledad dejó paso a la grata compañía; la paramera se trocó en vergel; sucedió la fecundidad a la esterilidad; sonrió el sol en el firmamento y el hombre, jubiloso, entonó el alegre himno del matrimonio.
«Dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a una mujer y serán dos en una carne.»
Desde la altura caía sobre la nueva pareja la bendición del Altísimo: «Creced, multiplicaos, llenad la tierra, sed los señores de ella; dominad a los peces que se bañan en las aguas, a las aves que voltejean por el espacio, y a todos cuantos animales se mueven sobre la tierra.»
Así nació la mujer para ser la compañera del hombre, la señora de sus sueños, su ayuda en las realidades de la vida; tan unida a él en el matrimonio, que «no serán dos, sino uno solo».
El pecado introduce la confusión en el mundo; pero en las mismas palabras de la sanción Dios aclara tan admirablemente los conceptos, que no puede quedar duda sobre sus planes en lo tocante a la misión de la mujer.
Al castigar a los prevaricadores, introduce el dolor en los deberes de cada uno de ellos, y a Eva no le habla, como a Adán, de ganar con su esfuerzo el sustento familiar y lograr el pan con el sudor de su rostro en el campo de la producción, sino que le habla exclusivamente de los dolores que acompañarán a la maternidad y de la trabazón que habrá de atarle al marido, a quien estará sumisa.
Resulta evidente: en la concepción divina del mundo la mujer tiene como misión el hogar. El marido y los hijos son el objeto de su vida.
Podrá Dios llamar a una mujer a un estado superior; que quien da la ley puede establecer sus excepciones y limitaciones. Podrá disponer las cosas de tal manera, que diversos individuos femeninos no lleguen a realizar el plan general para servir a otro más universal aún al que ha de subordinarse aquél. Dios podrá hacerlo y lo hace mediante especiales vocaciones y los procederes misteriosos de su Providencia; pero la regla general por El establecida para regular la vida femenina en el mundo permanece en pie. Por ella la mujer tendrá como objeto propio el hogar.
Porque así tiene que ser, Dios, al crearla, le ha dado una contextura completamente distinta del hombre En lo material, todo en ella se subordina a la maternidad; en lo espiritual, su carácter maternal es aún más marcado. Emotividad, dulzura, delicadeza, un corazón abierto a los sentimientos más exquisitos, un alma vaciada en los moldes de lo fino, una voluntad que acumula enormes cantidades de energías morales, tenacidad, perseverancia, generosidad, espíritu de sacrificio que se derrama sin tasa sobre el bienestar de los demás.
Es la madre: es la señora del hogar. Su corazón encenderá el fuego del llar, sus manos cuidarán con esmero su sostenimiento, sus ojos reflejarán sus luces y sus labios sonrientes transmitirán calor dulce, tibio y deleitoso a cuantos se acerquen. Y se acercarán precisamente por ella.
En su hombro descansará la cabeza cansina del marido tras las luchas de la jornada; sobre sus rodillas lanzarán los primeros fulgores los ojos y la inteligencia de los niños; en su regazo se refugiarán los adolescentes en los zarandeos de las primeras luchas; a la luz de su mirada le harán sus confidencias los jóvenes inexpertos que comienzan a vivir.
La llama rojiza del llar se levantará luminosa, caldeante, acariciadora; junto a ella, como una nueva vestal que de Dios ha recibido la investidura, la mujer, esposa, madre.
¡Pobre viudo que lucha como un titán para que no se apague su hogar!...
¡Pobre solterón que no sabe lo que es calor! No tiene hogar caliente que haga flexible su carácter y purifique sus lacras; y el pobre encanece con rigidez de amargado y se oxida con orín de rarezas, si es que un hogar fraterno no le brinda hospitalidad cobijándole al amparo de una hermana o de una sobrina, o una vocación superior no suple con fuego de sagrados amores divinos la falta de un santo amor humano.
En el terreno familiar, la mujer puede defenderse sin el hombre; pero el hombre sin la mujer fracasa.
Emilio Enciso Viana
LA MUCHACHA EN EL HOGAR

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