Para tu paz
Llora Jesús sobre Jerusalén.
Había querido tantas veces salvarla de la ruina y de la destrucción..., y ella no había consentido en hacer caso ninguno a aquellas voces amorosas... Et noluisti. Y no quisiste—dice con amarga tristeza el divino Maestro.
¡Oh dolorosa prerrogativa la de poder resistir a los llamamientos y al amor de un Dios!
Jerusalén no había querido reconocer en Jesús al Mesías por el que durante tantos siglos había suspirado.
Se había dejado cegar para no ver las cosas que Él le ofrecía y le traía para su paz.
No había querido aceptar sus dones preciosos.
Por eso llora Jesús.
Señor, mi alma es también para Ti una Jerusalén.
Por ella bajaste desde el cielo.
La buscas con el amor más tierno y delicado, con el sacrificio más doloroso.
La llamas hacia Ti con las voces más amorosas.
Ella también -como Jerusalén- cierra muchas veces los ojos para no ver lo que Tú le traes. Y cierra también sus oídos para no dejarse persuadir por tus palabras. Y ¡ay, dolor!, cierra también sus puertas para que tus divinas inspiraciones -que son para su paz- no encuentren entrada.
¿No has tenido también que llorar sobre ella?...
¿No has tenido también que decir de ella, como de Jerusalén: Et noluisti? No has querido aceptar el don que te ofrecí.
Y es, Señor, que quiero poner mi paz donde ni está ni puede estar.
Y como me equivoco lastimosamente en la apreciación de las cosas que podían darme la paz -que me parece desear sinceramente-, las busco ansiosamente, y abandono aquellas que Tú me ofreces.
Pongo mi paz en satisfacción de mi propia voluntad; en no tener nada que sufrir; en no encontrar oposición en mis caminos; en que nadie contraríe mis caprichos...
Pongo mi paz en que se haga todo lo que yo quiero; en sentirme siempre triunfante y alegre; en que los demás se me sujeten y me sirvan...
Y en eso no está mi paz.
Mi paz, la paz verdadera, la traes Tú, Tú solo.
Aun en medio del sufrimiento y del dolor, Tú sabes dar esa paz.
Aun entre los fracasos y las dificultades, Tú traes la paz, y Tú la conservas.
En medio de las persecuciones y de las calumnias y de la envidia, Tú sabes dar el secreto para mantener en mí esa paz.
Todo está en que yo quiera y sepa conformarme con tu divina voluntad, siempre santa y siempre adorable.
Ahí está mi paz: en el cumplimiento de tu voluntad soberana. «¿Quién resistió a Dios y tuvo paz?»
Sólo entonces tendré la verdadera paz, la paz duradera, la que Tú viniste a traer al mundo, cuando me ponga completamente en tus manos.
Había querido tantas veces salvarla de la ruina y de la destrucción..., y ella no había consentido en hacer caso ninguno a aquellas voces amorosas... Et noluisti. Y no quisiste—dice con amarga tristeza el divino Maestro.
¡Oh dolorosa prerrogativa la de poder resistir a los llamamientos y al amor de un Dios!
Jerusalén no había querido reconocer en Jesús al Mesías por el que durante tantos siglos había suspirado.
Se había dejado cegar para no ver las cosas que Él le ofrecía y le traía para su paz.
No había querido aceptar sus dones preciosos.
Por eso llora Jesús.
Señor, mi alma es también para Ti una Jerusalén.
Por ella bajaste desde el cielo.
La buscas con el amor más tierno y delicado, con el sacrificio más doloroso.
La llamas hacia Ti con las voces más amorosas.
Ella también -como Jerusalén- cierra muchas veces los ojos para no ver lo que Tú le traes. Y cierra también sus oídos para no dejarse persuadir por tus palabras. Y ¡ay, dolor!, cierra también sus puertas para que tus divinas inspiraciones -que son para su paz- no encuentren entrada.
¿No has tenido también que llorar sobre ella?...
¿No has tenido también que decir de ella, como de Jerusalén: Et noluisti? No has querido aceptar el don que te ofrecí.
Y es, Señor, que quiero poner mi paz donde ni está ni puede estar.
Y como me equivoco lastimosamente en la apreciación de las cosas que podían darme la paz -que me parece desear sinceramente-, las busco ansiosamente, y abandono aquellas que Tú me ofreces.
Pongo mi paz en satisfacción de mi propia voluntad; en no tener nada que sufrir; en no encontrar oposición en mis caminos; en que nadie contraríe mis caprichos...
Pongo mi paz en que se haga todo lo que yo quiero; en sentirme siempre triunfante y alegre; en que los demás se me sujeten y me sirvan...
Y en eso no está mi paz.
Mi paz, la paz verdadera, la traes Tú, Tú solo.
Aun en medio del sufrimiento y del dolor, Tú sabes dar esa paz.
Aun entre los fracasos y las dificultades, Tú traes la paz, y Tú la conservas.
En medio de las persecuciones y de las calumnias y de la envidia, Tú sabes dar el secreto para mantener en mí esa paz.
Todo está en que yo quiera y sepa conformarme con tu divina voluntad, siempre santa y siempre adorable.
Ahí está mi paz: en el cumplimiento de tu voluntad soberana. «¿Quién resistió a Dios y tuvo paz?»
Sólo entonces tendré la verdadera paz, la paz duradera, la que Tú viniste a traer al mundo, cuando me ponga completamente en tus manos.
Alberto Moreno S.I.
ENTRE EL Y YO.
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