Inhumación de miembros amputados.
El Derecho Canónico no dicta normas especiales concernientes a la inhumación de órganos y partes amputadas del cuerpo. El canon 1203 determina, naturalmente, que «los cuerpos de los fieles deben recibir sepultura, y que su cremación queda reprobada». Es evidente, con todo, que esta ley hace referencia al cuerpo y no atañe directamente a la inhumación de partes separadas o amputadas.
La mente de la Iglesia sobre este punto está mejor reflejada en una respuesta de hace a una cuestión presentada por una Comunidad de Hermanas de un hospital. En aquella ocasión la Superiora general de las Hermanas de la Madre Dolorosa expuso al Santo Oficio que los casos de amputación eran muy frecuentes en sus hospitales, y que deseaban algunas directrices oficiales tocante a la conducta que habían de observar. Las Hermanas afirmaban haber sepultado frecuentemente las partes amputadas en terreno no bendecido, situado en las propiedades del hospital.
Otras veces, siguiendo los consejos de los doctores que asistían al paciente, habían semetido a cremación los órganos eliminados o partes amputadas. Como podría suponerse, los enfermos sometidos a esas operaciones serían católicos, bautizados no católicos y no bautizados. Al solicitar la respuesta del Santo Oficio, la Superiora general explicaba que la inhumación de miembros amputados en un cementerio sería con frecuencia moralmente imposible y, en ocasiones, aun físicamente impracticable.
La respuesta del Santo Oficio a esta pregunta fué como sigue: «Por lo que mira a los miembros amputados de personas no católicas, las Hermanas pueden continuar con la práctica actual. Deben procurar que los miembros que pertenezcan a los católicos sean enterrados en campo bendecido; si hubiera serias dificultades para ello, las Hermanas pueden continuar con la práctica seguida hasta el presente. En lo que se refiere a la cremación de esos miembros, si los médicos así lo exigen, las Hermanas pueden guardar un silencio táctico y ejecutar sus órdenes. Además, la mente de la Sagrada Congregación es que, a ser posible, se destine una parte pequeña de la propiedad del hospital para sepultura de los miembros de los católicos.»
Esta respuesta del Santo Oficio fué dada el 3 de agosto de 1897 y recibió su aprobación oficial de León XIII tres días después.
La respuesta del Santo Oficio es digna de consideración bajo varios aspectos:
Primero, el contenido de la respuesta pone a plena luz que la Iglesia no insiste, respecto a la inhumación en terreno sagrado de organos eliminados y miembros amputados, con la misma rigidez que usa en la inhumación de los cuerpos de los fieles. La suave actitud de la Iglesia, en orden al sepelio y cremación de los miembros amputados, es la más razonable. Con frecuencia, los órganos eliminados y los miembros amputados están tan descompuestos, que se impone su cremación Además, la cremación de las partes del cuerpo rara o ninguna vez tiene la referencia anticristiana que va históricamente asociada a la cremación de los cuerpos.
La segunda característica notable de la respuesta del Santo Oficio es su suavidad. Mientras que el sepelio es el procedimiento más propio de la inhumación, el Santo Oficio se muestra complaciente en relajar este modo de proceder, siempre que su observancia vaya vinculada a un indebido gravamen.
Ha de reconocerse que algunas de las recomendaciones del Santo Oficio son impracticables en nuestro país. Así, menciona el Santo Oficio una pequeña porción de la propiedad del hospital como designada para la inhumación de esos miembros. Actualmente, muchos de los hospitales de nuestras grandes ciudades no tienen jardín alguno, o, si lo tienen, es obvio que el código sanitario del Estado o de la comunidad no tolerarían esa práctica. Además, respecto de la inhumación en el cementerio, las numerosas formalidades ordinariamente requeridas harían tal procedimiento prácticamente imposible. En muchos lugares, o quizá en la mayoría, sería necesario permiso de enterramiento y, como es obvio, una sepultura. Es asimismo dudoso que se conceda permiso de sepelio en algunos lugares, a no ser para todo el cuerpo. En conjunto, esas formalidades importan una considerable carga financiera para el enfermo, y en los grandes hospitales, que habrían de activar por sí mismos las peticiones de permisos para numerosos casos de amputación, la repetición de estas formalidades supondría una excesiva pérdida de tiempo y ocupación de personal.
Es bien sabido que los hospitales católicos encuentran varias dificultades en conformarse a la mente de la Iglesia en lo tocante al sepelio de los miembros amputados. Por esta razón, no es de extrañar si este problema es resuelto de diversas maneras en nuestros hospitales católicos. Así, el código de un hospital diocesano estatuye: «Cualquier parte del cuerpo del hombre debe ser enterrada; las formalidades necesarias deben hacerse de acuerdo con el cementerio católico de la localidad.» Otro código también diocesano establece: «Las partes notables deben sepultarse en un cementerio cuando no hay motivos razonables en contrario. Cuando la salud, el servicio sanitario o la directa prescripción médica lo demanden, pueden entonces tolerarse otros modos convenientes de inhumación.»
En un hospital católico, con el cual el autor está familiarizado, se urge a los enfermos atender al enterramiento de los miembros amputados y de los productos del embarazo. En un notable porcentaje de casos, los pacientes no se avienen a soportar las expensas e inconvenientes que eso significaría. Por ello, el hospital va acumulando los miembros amputados a temperaturas bajas, y preserva los productos de la preñez en formaldehido dentro del laboratorio. Una vez al año el hospital se pone de acuerdo con un católico que se encarga de sepultar juntas todas estas partes.
En otro hospital, conocido también del autor, los superiores exigen con inflexible insistencia que los enfermos o sus familiares se pongan pronto de acuerdo sobre el sepelio de los miembros amputados y productos de la preñez.
A la luz del análisis que precede sobre la respuesta dada por el Santo Oficio, se ofrecen las siguientes recomendaciones:
a) Todo hospital católico, emplazado en un territorio donde rigen directrices diocesanas oficiales, reguladoras del destino que se ha de dar a los miembros amputados, ha de observar diligentemente esas disposiciones. Siempre que tales directrices sean presentadas al hospital, deben ser acatadas, no sólo por la obediencia debida a la autoridad competente, sino también porque las medidas tomadas son resultado de un concienzudo examen, juicio prudente, amplio conocimiento de la ley moral y de las condiciones locales.
b) La ley que prescribe el sepelio de los cuerpos y prohibe su cremación es, desde luego, una ley eclesiástica, y, en calidad de tal, sólo se aplica a los cuerpos y miembros amputados de los católicos. No obstante, es debido un justo respeto a los cuerpos de todos los hombres, y, en consecuencia, parece ser deseo de la Iglesia que, tratándose de los no católicos, el enterramiento de los miembros amputados (en terreno sin bendecir) ha de preferirse a la cremación cuando ésta no es necesaria.
c) Tocante a los miembros amputados de los católicos, la ley se aplica solamente a los miembros considerados como parte notable o
La mente de la Iglesia sobre este punto está mejor reflejada en una respuesta de hace a una cuestión presentada por una Comunidad de Hermanas de un hospital. En aquella ocasión la Superiora general de las Hermanas de la Madre Dolorosa expuso al Santo Oficio que los casos de amputación eran muy frecuentes en sus hospitales, y que deseaban algunas directrices oficiales tocante a la conducta que habían de observar. Las Hermanas afirmaban haber sepultado frecuentemente las partes amputadas en terreno no bendecido, situado en las propiedades del hospital.
Otras veces, siguiendo los consejos de los doctores que asistían al paciente, habían semetido a cremación los órganos eliminados o partes amputadas. Como podría suponerse, los enfermos sometidos a esas operaciones serían católicos, bautizados no católicos y no bautizados. Al solicitar la respuesta del Santo Oficio, la Superiora general explicaba que la inhumación de miembros amputados en un cementerio sería con frecuencia moralmente imposible y, en ocasiones, aun físicamente impracticable.
La respuesta del Santo Oficio a esta pregunta fué como sigue: «Por lo que mira a los miembros amputados de personas no católicas, las Hermanas pueden continuar con la práctica actual. Deben procurar que los miembros que pertenezcan a los católicos sean enterrados en campo bendecido; si hubiera serias dificultades para ello, las Hermanas pueden continuar con la práctica seguida hasta el presente. En lo que se refiere a la cremación de esos miembros, si los médicos así lo exigen, las Hermanas pueden guardar un silencio táctico y ejecutar sus órdenes. Además, la mente de la Sagrada Congregación es que, a ser posible, se destine una parte pequeña de la propiedad del hospital para sepultura de los miembros de los católicos.»
Esta respuesta del Santo Oficio fué dada el 3 de agosto de 1897 y recibió su aprobación oficial de León XIII tres días después.
La respuesta del Santo Oficio es digna de consideración bajo varios aspectos:
Primero, el contenido de la respuesta pone a plena luz que la Iglesia no insiste, respecto a la inhumación en terreno sagrado de organos eliminados y miembros amputados, con la misma rigidez que usa en la inhumación de los cuerpos de los fieles. La suave actitud de la Iglesia, en orden al sepelio y cremación de los miembros amputados, es la más razonable. Con frecuencia, los órganos eliminados y los miembros amputados están tan descompuestos, que se impone su cremación Además, la cremación de las partes del cuerpo rara o ninguna vez tiene la referencia anticristiana que va históricamente asociada a la cremación de los cuerpos.
La segunda característica notable de la respuesta del Santo Oficio es su suavidad. Mientras que el sepelio es el procedimiento más propio de la inhumación, el Santo Oficio se muestra complaciente en relajar este modo de proceder, siempre que su observancia vaya vinculada a un indebido gravamen.
Ha de reconocerse que algunas de las recomendaciones del Santo Oficio son impracticables en nuestro país. Así, menciona el Santo Oficio una pequeña porción de la propiedad del hospital como designada para la inhumación de esos miembros. Actualmente, muchos de los hospitales de nuestras grandes ciudades no tienen jardín alguno, o, si lo tienen, es obvio que el código sanitario del Estado o de la comunidad no tolerarían esa práctica. Además, respecto de la inhumación en el cementerio, las numerosas formalidades ordinariamente requeridas harían tal procedimiento prácticamente imposible. En muchos lugares, o quizá en la mayoría, sería necesario permiso de enterramiento y, como es obvio, una sepultura. Es asimismo dudoso que se conceda permiso de sepelio en algunos lugares, a no ser para todo el cuerpo. En conjunto, esas formalidades importan una considerable carga financiera para el enfermo, y en los grandes hospitales, que habrían de activar por sí mismos las peticiones de permisos para numerosos casos de amputación, la repetición de estas formalidades supondría una excesiva pérdida de tiempo y ocupación de personal.
Es bien sabido que los hospitales católicos encuentran varias dificultades en conformarse a la mente de la Iglesia en lo tocante al sepelio de los miembros amputados. Por esta razón, no es de extrañar si este problema es resuelto de diversas maneras en nuestros hospitales católicos. Así, el código de un hospital diocesano estatuye: «Cualquier parte del cuerpo del hombre debe ser enterrada; las formalidades necesarias deben hacerse de acuerdo con el cementerio católico de la localidad.» Otro código también diocesano establece: «Las partes notables deben sepultarse en un cementerio cuando no hay motivos razonables en contrario. Cuando la salud, el servicio sanitario o la directa prescripción médica lo demanden, pueden entonces tolerarse otros modos convenientes de inhumación.»
En un hospital católico, con el cual el autor está familiarizado, se urge a los enfermos atender al enterramiento de los miembros amputados y de los productos del embarazo. En un notable porcentaje de casos, los pacientes no se avienen a soportar las expensas e inconvenientes que eso significaría. Por ello, el hospital va acumulando los miembros amputados a temperaturas bajas, y preserva los productos de la preñez en formaldehido dentro del laboratorio. Una vez al año el hospital se pone de acuerdo con un católico que se encarga de sepultar juntas todas estas partes.
En otro hospital, conocido también del autor, los superiores exigen con inflexible insistencia que los enfermos o sus familiares se pongan pronto de acuerdo sobre el sepelio de los miembros amputados y productos de la preñez.
A la luz del análisis que precede sobre la respuesta dada por el Santo Oficio, se ofrecen las siguientes recomendaciones:
a) Todo hospital católico, emplazado en un territorio donde rigen directrices diocesanas oficiales, reguladoras del destino que se ha de dar a los miembros amputados, ha de observar diligentemente esas disposiciones. Siempre que tales directrices sean presentadas al hospital, deben ser acatadas, no sólo por la obediencia debida a la autoridad competente, sino también porque las medidas tomadas son resultado de un concienzudo examen, juicio prudente, amplio conocimiento de la ley moral y de las condiciones locales.
b) La ley que prescribe el sepelio de los cuerpos y prohibe su cremación es, desde luego, una ley eclesiástica, y, en calidad de tal, sólo se aplica a los cuerpos y miembros amputados de los católicos. No obstante, es debido un justo respeto a los cuerpos de todos los hombres, y, en consecuencia, parece ser deseo de la Iglesia que, tratándose de los no católicos, el enterramiento de los miembros amputados (en terreno sin bendecir) ha de preferirse a la cremación cuando ésta no es necesaria.
c) Tocante a los miembros amputados de los católicos, la ley se aplica solamente a los miembros considerados como parte notable o
mayor del cuerpo. Se ha insinuado que una parte, que retiene su "cualidad humana» ulteriormente a la amputación, ha de considerarse como parte notable del organismo. Según esto, los brazos, las piernas y, probablemente, los pechos serian entendidos como partes notables del cuerpo humano. Por el contrario, los órganos internos, aun muy importantes, pierden de ordinario su cualidad especifica humana después de la excisión, no siendo considerados como partes notables o mayores.
d) Siempre que partes notables del cuerpo hayan sufrido tal magullamiento, que vengan a reducirse simplemente a una masa de carne y de hueso, deben ser quemadas sin vacilación alguna. Lo mismo dígase de los miembros destruidos o deformados por la enfermedad.
e) Algunos autores, atendiendo al tono benigno de la respuesta del Santo Oficio, son de opinión que la Iglesia no se opone a la conservación de partes amputadas para fines científicos.
f) La obligación de atender al sepelio decente de las partes notables amputadas, gravita, en primer lugar, sobre el paciente o su familia. Cuando el enfermo o la familia acceden a cumplir este deber, no pesa sobre el hospital ninguna otra obligación. Pero si el enfermo o su familia no quisieran mirar por ello, los superiores del hospital resolverán el asunto.
g) Cuando las formalidades locales prescritas, o las expensas que habrían de sufragarse, constituyen un gravamen considerable para el enfermo o su familia, no es necesario ni conveniente que el hospital insista en el deber que ellos tienen de atender al sepelio de las partes amputadas. Análogamente, si la insistencia en el sepelio pudiera originar antagonismos contra el hospital católico, no hay ninguna necesidad de urgir su cumplimiento. A este propósito, recuérdese que la respuesta del Santo Oficio parece suponer que, aun cuando los médicos no estén Justificados al exigir la cremación de las partes amputadas, los hospitales católicos pueden acceder a su demanda sin comprometer en nada sus conciencias.
Ya queda dicho que, si el enfermo o su familia, por no importa qué razón, falta a su deber de enterrar las partes amputadas, la obligación de hacerlo recae sobre el hospital. No obstante, el hospital queda desvinculado de la obligación, cuando su cumplimiento envolvería un considerable gravamen. Esto tendría lugar si el hospital no pudiera cumplir con ese deber sin notables dispendios, gran pérdida de tiempo o de personal, o implicase complicaciones en cuanto a los requisitos de la ley civil. Prevaleciendo tales dificultades, quedará muy justificado el hospital si recurre a la cremación de los miembros amputados.
d) Siempre que partes notables del cuerpo hayan sufrido tal magullamiento, que vengan a reducirse simplemente a una masa de carne y de hueso, deben ser quemadas sin vacilación alguna. Lo mismo dígase de los miembros destruidos o deformados por la enfermedad.
e) Algunos autores, atendiendo al tono benigno de la respuesta del Santo Oficio, son de opinión que la Iglesia no se opone a la conservación de partes amputadas para fines científicos.
f) La obligación de atender al sepelio decente de las partes notables amputadas, gravita, en primer lugar, sobre el paciente o su familia. Cuando el enfermo o la familia acceden a cumplir este deber, no pesa sobre el hospital ninguna otra obligación. Pero si el enfermo o su familia no quisieran mirar por ello, los superiores del hospital resolverán el asunto.
g) Cuando las formalidades locales prescritas, o las expensas que habrían de sufragarse, constituyen un gravamen considerable para el enfermo o su familia, no es necesario ni conveniente que el hospital insista en el deber que ellos tienen de atender al sepelio de las partes amputadas. Análogamente, si la insistencia en el sepelio pudiera originar antagonismos contra el hospital católico, no hay ninguna necesidad de urgir su cumplimiento. A este propósito, recuérdese que la respuesta del Santo Oficio parece suponer que, aun cuando los médicos no estén Justificados al exigir la cremación de las partes amputadas, los hospitales católicos pueden acceder a su demanda sin comprometer en nada sus conciencias.
Ya queda dicho que, si el enfermo o su familia, por no importa qué razón, falta a su deber de enterrar las partes amputadas, la obligación de hacerlo recae sobre el hospital. No obstante, el hospital queda desvinculado de la obligación, cuando su cumplimiento envolvería un considerable gravamen. Esto tendría lugar si el hospital no pudiera cumplir con ese deber sin notables dispendios, gran pérdida de tiempo o de personal, o implicase complicaciones en cuanto a los requisitos de la ley civil. Prevaleciendo tales dificultades, quedará muy justificado el hospital si recurre a la cremación de los miembros amputados.
A fin de prevenir todo equívoco en esta materia, quede bien sentado ya desde ahora que la cremación no es intrínsecamente mala. De hecho, cuando graves razones hagan necesario dar este paso en interés del bien público, no hay ninguna objeción que oponer a ello. Situaciones típicas pudieran encontrarse durante una plaga devastadora o cuando sobreviene gran pérdida de vidas, por ejemplo, en la guerra. En estos casos excepcionales, la cremación sería necesaria, o, al menos, muy ventajosa, para prevenir cualquier infección. (Hay que notar, sin embargo, que en las dos grandes guerras, las autoridades militares nunca recurrieron a la cremación; según todas las apariencias, no se juzgó un procedimiento honroso la cremación de los soldados muertos en defensa de la patria). La Congregación del Santo Oficio publicó unos decretos prohibiendo la cremación en 1886, 1892 y 1897. El decreto más reciente y más completo de la Iglesia fué expedido por el Santo Oficio el 19 de junio de 1926 (Acta A. S., XVIII, 1926, pp. 282-283).
Este decreto del Santo Oficio juzga severamente a todos aquellos que exaltan la cremación como una de las destacadas hazañas del reciente progreso moderno de la ciencia sanitaria. El decreto tilda la cremación como práctica bárbara, contraria a las creencias cristianas y al respeto natural debido a los cuerpos de los difuntos.
Una somera mirada retrospectiva sobre la historia de las religiones, da testimonio del hecho de que la cremación se opone a la práctica tradicional del cristianismo. Así, en el Antiguo Testamento como en el Nuevo encontramos referencias al enterramiento de los muertos: es una de las obras de misericordia corporales. Tenemos asimismo el sepelio de Cristo y las metáforas de San Pablo, que une al hecho de la sepultura una definida dignidad y simbolismo.
El decreto del Santo Oficio hace memoria también de los fundamentos históricos de la cremación. Afirma que los enemigos de la Iglesia exaltan y propagan esta práctica, no con otro designio que el de apartar de la mente del pueblo el pensamiento de la muerte y la esperanza de la resurrección de los cuerpos, para con ello allanar el camino al materialismo. Esto es especialmente cierto por lo que hace a los defensores de la cremación en la penúltima década de la pasada centuria, como los decretos del Santo Oficio terminantemente patentizan. Por aquellos tiempos la cremación y la masonería francesa andaban tan estrechamente enlazados, que la defensa de la cremación era en la práctica una declaración neta de pertenecer a la sociedad masónica. Así, por razones históricas, las asociaciones doctrinales y la práctica de la cremación venían a ser gravemente ofensivas. Además, en circunstancias normales, la cremación es opuesta al respeto profundo que los hombres sienten hacia los cuerpos de los difuntos. Desde el punto de vista del concepto cristiano de la vida humana, tales cuerpos han de ser tratados con reverencia, por haber sido templos del Espíritu Santo y en atención a que están destinados a ser partícipes por toda la eternidad de la visión beatífica.
Por estas razones, el Decreto afirma que, adoptar o favorecer la práctica de la cremación por sistema y como procedimiento ordinario, es impío, escandaloso, y, por consiguiente, gravemente pecaminoso.
Bien es verdad que los ritos y preces de la Iglesia no quedan prohibidos en el caso de aquellos cuyos cuerpos han sido sometidos a cremación, no a petición propia, sino a instancias de otras personas. Pero esta regla se aplica sólo en cuanto el escándalo pueda ser eficazmente prevenido por un oportuno y público manifiesto, en que se haga constar que la cremación ha tenido lugar, no a petición del finado, sino por cuenta y razón de otras personas. Y, aun en este último caso, subsiste en todo rigor la prohibición de sepultura eclesiástica si las circunstancias no aportan suficiente fundamento para esperar que el escándalo sea evitado con tal declaración.
Además, establece el Decreto que, en el caso de una persona que ha dejado orden de cremación de su cuerpo, ninguna importancia ha de darse al hecho de que durante su vida practicase habitualmente actos de religión, ni a la idea de que quizá retractase su mala intención en el último momento de su existencia. Por ningún pretexto especioso de esta naturaleza, pueden hacerse los ritos funerales de la Iglesia, y quemar luego el cuerpo según las disposiciones del finado.
Innecesario es advertir que, en los casos en que se prohibe celebrar los ritos funerales de la Iglesia por el finado, está asimismo vedado honrar con sepultura eclesiástica sus cenizas o guardarlas de cualquiera otra manera en terreno bendecido.
Este decreto del Santo Oficio juzga severamente a todos aquellos que exaltan la cremación como una de las destacadas hazañas del reciente progreso moderno de la ciencia sanitaria. El decreto tilda la cremación como práctica bárbara, contraria a las creencias cristianas y al respeto natural debido a los cuerpos de los difuntos.
Una somera mirada retrospectiva sobre la historia de las religiones, da testimonio del hecho de que la cremación se opone a la práctica tradicional del cristianismo. Así, en el Antiguo Testamento como en el Nuevo encontramos referencias al enterramiento de los muertos: es una de las obras de misericordia corporales. Tenemos asimismo el sepelio de Cristo y las metáforas de San Pablo, que une al hecho de la sepultura una definida dignidad y simbolismo.
El decreto del Santo Oficio hace memoria también de los fundamentos históricos de la cremación. Afirma que los enemigos de la Iglesia exaltan y propagan esta práctica, no con otro designio que el de apartar de la mente del pueblo el pensamiento de la muerte y la esperanza de la resurrección de los cuerpos, para con ello allanar el camino al materialismo. Esto es especialmente cierto por lo que hace a los defensores de la cremación en la penúltima década de la pasada centuria, como los decretos del Santo Oficio terminantemente patentizan. Por aquellos tiempos la cremación y la masonería francesa andaban tan estrechamente enlazados, que la defensa de la cremación era en la práctica una declaración neta de pertenecer a la sociedad masónica. Así, por razones históricas, las asociaciones doctrinales y la práctica de la cremación venían a ser gravemente ofensivas. Además, en circunstancias normales, la cremación es opuesta al respeto profundo que los hombres sienten hacia los cuerpos de los difuntos. Desde el punto de vista del concepto cristiano de la vida humana, tales cuerpos han de ser tratados con reverencia, por haber sido templos del Espíritu Santo y en atención a que están destinados a ser partícipes por toda la eternidad de la visión beatífica.
Por estas razones, el Decreto afirma que, adoptar o favorecer la práctica de la cremación por sistema y como procedimiento ordinario, es impío, escandaloso, y, por consiguiente, gravemente pecaminoso.
Bien es verdad que los ritos y preces de la Iglesia no quedan prohibidos en el caso de aquellos cuyos cuerpos han sido sometidos a cremación, no a petición propia, sino a instancias de otras personas. Pero esta regla se aplica sólo en cuanto el escándalo pueda ser eficazmente prevenido por un oportuno y público manifiesto, en que se haga constar que la cremación ha tenido lugar, no a petición del finado, sino por cuenta y razón de otras personas. Y, aun en este último caso, subsiste en todo rigor la prohibición de sepultura eclesiástica si las circunstancias no aportan suficiente fundamento para esperar que el escándalo sea evitado con tal declaración.
Además, establece el Decreto que, en el caso de una persona que ha dejado orden de cremación de su cuerpo, ninguna importancia ha de darse al hecho de que durante su vida practicase habitualmente actos de religión, ni a la idea de que quizá retractase su mala intención en el último momento de su existencia. Por ningún pretexto especioso de esta naturaleza, pueden hacerse los ritos funerales de la Iglesia, y quemar luego el cuerpo según las disposiciones del finado.
Innecesario es advertir que, en los casos en que se prohibe celebrar los ritos funerales de la Iglesia por el finado, está asimismo vedado honrar con sepultura eclesiástica sus cenizas o guardarlas de cualquiera otra manera en terreno bendecido.
La autopsia.
No existe ley eclesiástica que prohiba la autopsia como medio para descubrir la causa de la muerte o adquirir algún conocimiento médico. La ley divina exige reverencia hacia los cuerpos de los difuntos, de una manera particular hacia los cuerpos de los fieles. De ahí que la disección de un cuerpo, atendidos solamente motivos de curiosidad u otros no dignos de consideración, no es moralmente lícita. En cambio, una esperanza razonable de que la Medicina ha de sacar algún provecho de la autopsia y, de este modo, capacitarse mejor para ayudar a un enfermo en el futuro, es razón suficiente para justificar este procedimiento.
Contrariamente a la creencia popular, con la autopsia no se busca primariamente el descubrimiento de verdades previamente no conocidas por la ciencia médica o por la fisiología. En casos raros se halla algo que puede arrojar alguna luz sobre ciertas enfermedades o condiciones patológicas. Pero esto es más bien una excepción que una regla. En su mayor parte, la finalidad está en la ayuda al hospital y a su cuerpo de Sanidad para alcanzar un nivel más alto de eficacia en la asistencia sanitaria a los enfermos. Cuando se llevan a cabo como se debe, el muerto, realmente, presta un servicio al que vive. No se exageraría afirmando que muchas personas deben su existencia personal a los conocimientos y procedimientos que su hospital y los médicos del mismo desarrollaron como consecuencia de las autopsias practicadas.
Vamos a indicar bremente algunos de los beneficios que pueden derivarse de este procedimiento.
La diagnosis de un enfermo y el tratamiento que se le ha prestado durante su vida, constan detalladamente en las fichas del hospital. Consultas periódicas entre los miembros del cuerpo de Sanidad, garantizadas con los conocimientos derivados de la autopsia, pueden valorar si un diagnóstico fué hecho con la debida precisión. Cualquier deficiencia por parte de los médicos salta inmediatamente a la vista; la deficiencia en la ciencia debida, la negligencia, el fracaso en el uso indicado por los tests de laboratorio y rayos X que podían haber revelado la verdadera condición patológica del enfermo, el descuido en la apreciación de los síntomas, una diagnosis falsa o incompleta, todo esto puede ponerse en claro con una buena autopsia. De esta manera, el cuerpo de Sanidad militar se encontrará a la altura que le corresponde en pericia profesional y cualquier descuido o incompetencia posible podrán ser prontamente corregidas.
Las referencias cuidadosas de la autopsia servirán también de visto bueno para los distintos compartimientos del hospital: circunstancias patológicas, no descubiertas a causa de descuidos en la aplicación de rayos X, indicarán la necesidad de una investigación en dicha sección. De la misma manera podrán ser descubiertas y corregidas a su debido tiempo deficiencias en los técnicos, en la farmacia que ha proporcionado las medicinas o en las enfermeras que las han suministrado a los enfermos.
Pueden derivarse también algunos beneficios extraordinarios: Se piensa a veces que tal o cual persona ha muerto de muerte natural, y, sin embargo, la autopsia revela que ha sido asesinado; fácilmente puede significar esto una pista para el descubrimiento de los criminales. Otras veces se está en la creencia de que una persona ha muerto incidentalmente y la autopsia revela que la muerte es debida a un cáncer incurable, que no se había puesto de manifiesto; esto puede significar un consuelo para la familia del difunto. La autopsia está en grado de revelar la verdadera causa de muertes que se han atribuido a motivos distintos; esas causas verdaderas, descubiertas, pueden significar la salvación para los miembros de la familia, que quizá de otra manera no se darían cuenta de las condiciones patológicas en que acaso se encuentren.
De todo lo expuesto resulta evidente que el promedio de autopsias de un hospital es, de ordinario, un índice muy significativo de la probidad e interés profesionales del cuerpo de Sanidad de un hospital en lo que se refiere al progreso científico de sus miembros. Debido a esto, la Asociación Médica Americana singulariza en la publicación anual de educación de su Journal, a aquellos hospitales que han obtenido en autopsias un promedio de un 75%. Si un hospital llega a este promedio, pueden deducirse dos conclusiones: Primera, el cuerpo de Sanidad del hospital se esfuerza por ampliar sus conocimientos médicos; segunda, el mismo no desea dejar en la oscuridad sus errores. Debe notarse también que el Consejo de Educación médica para la Asociación Médica Americana determinó que ningún hospital puede ser acreditado como Internado, si no mantiene al menos un porcentaje de un 25% de autopsias sobre el número de muertos en la institución.
Contrariamente a la creencia popular, con la autopsia no se busca primariamente el descubrimiento de verdades previamente no conocidas por la ciencia médica o por la fisiología. En casos raros se halla algo que puede arrojar alguna luz sobre ciertas enfermedades o condiciones patológicas. Pero esto es más bien una excepción que una regla. En su mayor parte, la finalidad está en la ayuda al hospital y a su cuerpo de Sanidad para alcanzar un nivel más alto de eficacia en la asistencia sanitaria a los enfermos. Cuando se llevan a cabo como se debe, el muerto, realmente, presta un servicio al que vive. No se exageraría afirmando que muchas personas deben su existencia personal a los conocimientos y procedimientos que su hospital y los médicos del mismo desarrollaron como consecuencia de las autopsias practicadas.
Vamos a indicar bremente algunos de los beneficios que pueden derivarse de este procedimiento.
La diagnosis de un enfermo y el tratamiento que se le ha prestado durante su vida, constan detalladamente en las fichas del hospital. Consultas periódicas entre los miembros del cuerpo de Sanidad, garantizadas con los conocimientos derivados de la autopsia, pueden valorar si un diagnóstico fué hecho con la debida precisión. Cualquier deficiencia por parte de los médicos salta inmediatamente a la vista; la deficiencia en la ciencia debida, la negligencia, el fracaso en el uso indicado por los tests de laboratorio y rayos X que podían haber revelado la verdadera condición patológica del enfermo, el descuido en la apreciación de los síntomas, una diagnosis falsa o incompleta, todo esto puede ponerse en claro con una buena autopsia. De esta manera, el cuerpo de Sanidad militar se encontrará a la altura que le corresponde en pericia profesional y cualquier descuido o incompetencia posible podrán ser prontamente corregidas.
Las referencias cuidadosas de la autopsia servirán también de visto bueno para los distintos compartimientos del hospital: circunstancias patológicas, no descubiertas a causa de descuidos en la aplicación de rayos X, indicarán la necesidad de una investigación en dicha sección. De la misma manera podrán ser descubiertas y corregidas a su debido tiempo deficiencias en los técnicos, en la farmacia que ha proporcionado las medicinas o en las enfermeras que las han suministrado a los enfermos.
Pueden derivarse también algunos beneficios extraordinarios: Se piensa a veces que tal o cual persona ha muerto de muerte natural, y, sin embargo, la autopsia revela que ha sido asesinado; fácilmente puede significar esto una pista para el descubrimiento de los criminales. Otras veces se está en la creencia de que una persona ha muerto incidentalmente y la autopsia revela que la muerte es debida a un cáncer incurable, que no se había puesto de manifiesto; esto puede significar un consuelo para la familia del difunto. La autopsia está en grado de revelar la verdadera causa de muertes que se han atribuido a motivos distintos; esas causas verdaderas, descubiertas, pueden significar la salvación para los miembros de la familia, que quizá de otra manera no se darían cuenta de las condiciones patológicas en que acaso se encuentren.
De todo lo expuesto resulta evidente que el promedio de autopsias de un hospital es, de ordinario, un índice muy significativo de la probidad e interés profesionales del cuerpo de Sanidad de un hospital en lo que se refiere al progreso científico de sus miembros. Debido a esto, la Asociación Médica Americana singulariza en la publicación anual de educación de su Journal, a aquellos hospitales que han obtenido en autopsias un promedio de un 75%. Si un hospital llega a este promedio, pueden deducirse dos conclusiones: Primera, el cuerpo de Sanidad del hospital se esfuerza por ampliar sus conocimientos médicos; segunda, el mismo no desea dejar en la oscuridad sus errores. Debe notarse también que el Consejo de Educación médica para la Asociación Médica Americana determinó que ningún hospital puede ser acreditado como Internado, si no mantiene al menos un porcentaje de un 25% de autopsias sobre el número de muertos en la institución.
Las citas que a continuación se exponen, reflejan la actitud de la profesión médica acerca de la importancia de la autopsia:
Se dice que, si una sola estadística fuese de interés en un hospital, la que proporcionaría un promedio mayor de información en el hospital sería la de autopsias. Esto es verdad, ya que la ayuda de más valía para establecer la relación existente entre los descubrimientos clínicos y las enfermedades del paciente es la autopsia. El porcentaje de autopsias es la medida del progreso científico del hospital (Hospital Progress, sept., 1952). «Se espera que los hospitales que asumen la responsabilidad en plan de residencia han de mantener un promedio alto de autopsias. Comúnmente se tiene como índice seguro del interés del cuerpo de Sanidad por el perfeccionamiento científico el promedio de autopsias» (The American College of Surgeons).
Las últimas y más importantes observaciones sobre este materia, han sido óptimamente presentadas por el patólogo clínico del hospital de San Pablo, en Dallas (Texas):
«Sobre todo debemos esforzarnos por imprimir en la mente de profesores y estudiantes la idea de que la ligereza no debe tener lugar en las habitaciones en que se practica la autopsia. Los médicos cualificados y demás personas alrededor, deben mirar siempre el cuerpo con la máxima reverencia. Un sencillo recurso sirve para mantener una actitud conveniente en el personal interesado (y todo el personal del hospital debería ser orientado en esa actitud digna hacia los cuerpos de los difuntos): Un crucifijo—a ser posible de gran talla— debe estar colgado a una altura conveniente en un lugar destacado. El patólogo puede dignificar su actitud, inmediatamente, en lo que se refiere al cuerpo del difunto, diciendo una oración por el alma del paciente. Durante varios años he observado que un «Avemaria», recitada mientras se da comienzo al duro, y a veces desagradable trabajo del examen del cuerpo, sobrenaturaliza toda la acción y aligera la carga.
Las enseñanzas para los vivos, que se desprenden del examen de un cuerpo muerto, ¿acaso no glorifican a Dios? La autopsia del templo del Espíritu Santo ofrece el homenaje más grande al Templo del Dios vivo, con lo que el Buen Samaritano alivia los sufrimientos de la humanidad. La autopsia debe ser considerada como un medio moral para confirmar nuestra vocación profesional. No debe, pues, tratarse de una «tolerancia» por parte de aquellos a quienes incumbe la inspección, sino que debe ser urgida con entusiasmo por los constituidos en autoridad» (Hospital Progress, april, 1954).
Se dice que, si una sola estadística fuese de interés en un hospital, la que proporcionaría un promedio mayor de información en el hospital sería la de autopsias. Esto es verdad, ya que la ayuda de más valía para establecer la relación existente entre los descubrimientos clínicos y las enfermedades del paciente es la autopsia. El porcentaje de autopsias es la medida del progreso científico del hospital (Hospital Progress, sept., 1952). «Se espera que los hospitales que asumen la responsabilidad en plan de residencia han de mantener un promedio alto de autopsias. Comúnmente se tiene como índice seguro del interés del cuerpo de Sanidad por el perfeccionamiento científico el promedio de autopsias» (The American College of Surgeons).
Las últimas y más importantes observaciones sobre este materia, han sido óptimamente presentadas por el patólogo clínico del hospital de San Pablo, en Dallas (Texas):
«Sobre todo debemos esforzarnos por imprimir en la mente de profesores y estudiantes la idea de que la ligereza no debe tener lugar en las habitaciones en que se practica la autopsia. Los médicos cualificados y demás personas alrededor, deben mirar siempre el cuerpo con la máxima reverencia. Un sencillo recurso sirve para mantener una actitud conveniente en el personal interesado (y todo el personal del hospital debería ser orientado en esa actitud digna hacia los cuerpos de los difuntos): Un crucifijo—a ser posible de gran talla— debe estar colgado a una altura conveniente en un lugar destacado. El patólogo puede dignificar su actitud, inmediatamente, en lo que se refiere al cuerpo del difunto, diciendo una oración por el alma del paciente. Durante varios años he observado que un «Avemaria», recitada mientras se da comienzo al duro, y a veces desagradable trabajo del examen del cuerpo, sobrenaturaliza toda la acción y aligera la carga.
Las enseñanzas para los vivos, que se desprenden del examen de un cuerpo muerto, ¿acaso no glorifican a Dios? La autopsia del templo del Espíritu Santo ofrece el homenaje más grande al Templo del Dios vivo, con lo que el Buen Samaritano alivia los sufrimientos de la humanidad. La autopsia debe ser considerada como un medio moral para confirmar nuestra vocación profesional. No debe, pues, tratarse de una «tolerancia» por parte de aquellos a quienes incumbe la inspección, sino que debe ser urgida con entusiasmo por los constituidos en autoridad» (Hospital Progress, april, 1954).
Embalsamamiento.
En los Estados Unidos, donde el embalsamamiento es una práctica general, importa saber en qué tiempo después de la muerte aparente puede iniciarse este procedimiento. El principio capital es éste: no se puede comenzar el embalsamamiento hasta que se haya adquirido certeza de haberse extinguido la vida. Indudablemente, si la persona está viva, el proceso de embalsamamiento causaría directamente la muerte. Es más: la mera probabilidad, aun muy grande, de que la muerte ya haya tenido lugar, no justificaría el comienzo del procedimiento, por cuanto no es moralmente lícito hacer algo que, aun sólo con probabilidad, pueda causar directamente la muerte de una persona inocente.
Sería, pues, mejor obtener el testimonio de un buen médico, tocante a la muerte cierta de una persona, antes de permitir que el encargado comience a embalsamar el cuerpo. Con frecuencia no es posible conseguir dicho testimonio; pero, aun cuando se hubiera obtenido, hay que dejar transcurrir un lapso adecuado de tiempo entre el instante de la muerte aparente y el comienzo del embalsamamiento. Aun en aquellos Estados en que un doctor ha de acreditar que una persona ha muerto, debe dejarse pasar este período. Parece que cuando una persona ha muerto a consecuencia de una larga y devastadora enfermedad, no puede comenzarse el embalsamamiento hasta una hora después de la desaparición de todo indicio de vida. Pero tratándose de uno que ha muerto de muerte repentina después de haber disfrutado de una salud, al menos regularmente buena (muriendo ahogado, estrangulado, electrocutado, etc.), deben dejarse pasar tres horas antes que el encarnado pueda hacer incisión alguna en el cuerpo. Al efecto, ha de instruirse a los embalsamadores católicos, y el pueblo debe estar informado de sus deberes en esta materia, para con los miembros de sus familias, a quienes aplicarán dicho procedimiento.
Los mismos principios que regulan el tiempo en el que puede iniciarse el embalsamamiento, se aplican igualmente al instante en que puede verificarse la autopsia.
Conocemos innumerables casos en los que se practicó la autopsia poco después de la declaración oficial de la muerte. Esta práctica no pude justificarse moralmente, y, en atención a ello, no admite tolerancia alguna.
Sería, pues, mejor obtener el testimonio de un buen médico, tocante a la muerte cierta de una persona, antes de permitir que el encargado comience a embalsamar el cuerpo. Con frecuencia no es posible conseguir dicho testimonio; pero, aun cuando se hubiera obtenido, hay que dejar transcurrir un lapso adecuado de tiempo entre el instante de la muerte aparente y el comienzo del embalsamamiento. Aun en aquellos Estados en que un doctor ha de acreditar que una persona ha muerto, debe dejarse pasar este período. Parece que cuando una persona ha muerto a consecuencia de una larga y devastadora enfermedad, no puede comenzarse el embalsamamiento hasta una hora después de la desaparición de todo indicio de vida. Pero tratándose de uno que ha muerto de muerte repentina después de haber disfrutado de una salud, al menos regularmente buena (muriendo ahogado, estrangulado, electrocutado, etc.), deben dejarse pasar tres horas antes que el encarnado pueda hacer incisión alguna en el cuerpo. Al efecto, ha de instruirse a los embalsamadores católicos, y el pueblo debe estar informado de sus deberes en esta materia, para con los miembros de sus familias, a quienes aplicarán dicho procedimiento.
Los mismos principios que regulan el tiempo en el que puede iniciarse el embalsamamiento, se aplican igualmente al instante en que puede verificarse la autopsia.
Conocemos innumerables casos en los que se practicó la autopsia poco después de la declaración oficial de la muerte. Esta práctica no pude justificarse moralmente, y, en atención a ello, no admite tolerancia alguna.
Charles J. Mc Fadden (Agustino)
ETICA Y MEDICINA
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