Beneficios de todos los órdenes para la vida presente. La devoción a la Santísima Virgen, señal y prenda de predestinación. ¿Cómo lo sea y en qué medida? Cuestiones especiales sobre el Escapulario del Carmen y sobre la promesa de salvación hecha a quien lo lleva puesto en el momento de la muerte.
I. La devoción hacia la Santísima Virgen, es decir, la voluntad pronta de rendirle el culto de veneración, de oración y de amor que Ella merece, es, en cierta medida, de necesidad de medio para llegar a la salvación; más necesaria aún lo es para subir a la perfección sobrenatural, a la santidad. Otra cuestión se ofrece ahora derivada naturalmente de aquel aserto. ¿Cuál es la utilidad y cuáles son los frutos de esa misma devoción? Podemos ya dar esta cuestión por resuelta, pues si el culto de la Virgen Santísima es de tal importancia para sus hijos, lo es principalmente por las ventajas inestimables que les procura. Sin embargo, no basta una respuesta tan general. Los autores que han escrito sobre este asunto no se cansan de repetir a sus lectores todo lo que un fiel servidor de la Reina del Cielo puede esperar de su amorosísima y poderosa protección en cualquier estado que se encontrare.
Entrar en el pormenor de esos favores sería materia de un libro muy extenso. Nos limitaremos a los puntos principales, estudiando por orden qué ventajas ofrece a los hombres la devoción a María, sea en el presente estado de viadores, sea para después de la muerte.
Comencemos por lo que nos toca más de cerca, es decir, por los bienes que nos procura durante los días de nuestra peregrinación sobre la tierra la devoción a la Madre de Dios y Madre nuestra. Resumiremos el mayor número en algunas frases para detenernos más largamente en este fruto de interés universal y fundamental, expresado en la fórmula tan frecuentemente repetida: "La devoción a la Virgen Santísima es una prenda de salvación; la señal de los predestinados."
Por consiguiente, cuando preguntáis qué sacan los siervos de María del culto y de los homenajes que rinden a su Señora, Doctores y Santos nos responden unánimemente: todos los bienes. Entre esos bienes, unos se refieren especialmente a las necesidades del cuerpo, a las ventajas de la vida presente: son los bienes naturales, salud, curación de enfermedades, preservación de peligros, éxito en los negocios y en la adquisición de las ciencias, y mil otros semejantes. Otros van directamente al perfeccionamiento del ser espiritual, esto es, a lo que forma, conserva, desarrolla y consuma en nosotros el ser de hijos de Dios, de herederos del cielo.
De estos últimos, sobre todo, es pródiga Nuestra Señora con los que la ruegan y honran, porque son los bienes verdaderos, dignos de ser deseados por sí mismos. En cuanto a los otros, es Ella una Madre tan santa, sabia y buena, que no los reparte indiferentemente a cualquiera que los pide. Antes de abrir el tesoro que los encierra, quiere saber si nos conviene recibirlos. No es, pues, rechazar nuestras oraciones el negarnos a veces esa clase de bienes; muy al contrario, es escucharlas de un modo conforme con su cualidad de Mediadora y de Madre. "Pedid y recibiréis", decía el Señor a sus discípulos. La experiencia de los siglos nos enseña y atestigua que la Virgen Santísima puede repetir esas palabras a sus siervos; y si el cielo pudiera abrirse a nuestros ojos y a nuestros oidos, veríamos y oiríamos al celestial ejército de los elegidos afirmar de la devoción de María lo que la Escritura dice de la Sabiduría: "Todos los bienes me vinieron con ella". A quien quisiere formarse una idea de las gracias temporales, obtenidas por la devoción a la Madre de Dios, le aconsejaríamos que leyese la Triple Couronne, del P. Poiré traité III, ch. 5); María Deipara Thornus Dei del P. Spinelli (c. 36); Le Serviteur de la Vierge, del P. Honorat Nicquet (1. I. c. 4); o si prefiere recorrer las homilías de los Padres, verá que no hay favor temporal que no le pidan. Pero, ¿para qué consultar los monumentos del tiempo pasado? ¿No tenemos entre nosotros los santuarios de María, que, con más elocuencia que todos los libros, nos dicen la liberalidad con que se digna responder a nuestras súplícas todas las veces que la gloria de su Hijo y la utilidad espiritual de los que piden no la hacen cambiar en otras gracias los dones temporales que reclaman de su maternal bondad?
Entrar en el pormenor de esos favores sería materia de un libro muy extenso. Nos limitaremos a los puntos principales, estudiando por orden qué ventajas ofrece a los hombres la devoción a María, sea en el presente estado de viadores, sea para después de la muerte.
Comencemos por lo que nos toca más de cerca, es decir, por los bienes que nos procura durante los días de nuestra peregrinación sobre la tierra la devoción a la Madre de Dios y Madre nuestra. Resumiremos el mayor número en algunas frases para detenernos más largamente en este fruto de interés universal y fundamental, expresado en la fórmula tan frecuentemente repetida: "La devoción a la Virgen Santísima es una prenda de salvación; la señal de los predestinados."
Por consiguiente, cuando preguntáis qué sacan los siervos de María del culto y de los homenajes que rinden a su Señora, Doctores y Santos nos responden unánimemente: todos los bienes. Entre esos bienes, unos se refieren especialmente a las necesidades del cuerpo, a las ventajas de la vida presente: son los bienes naturales, salud, curación de enfermedades, preservación de peligros, éxito en los negocios y en la adquisición de las ciencias, y mil otros semejantes. Otros van directamente al perfeccionamiento del ser espiritual, esto es, a lo que forma, conserva, desarrolla y consuma en nosotros el ser de hijos de Dios, de herederos del cielo.
De estos últimos, sobre todo, es pródiga Nuestra Señora con los que la ruegan y honran, porque son los bienes verdaderos, dignos de ser deseados por sí mismos. En cuanto a los otros, es Ella una Madre tan santa, sabia y buena, que no los reparte indiferentemente a cualquiera que los pide. Antes de abrir el tesoro que los encierra, quiere saber si nos conviene recibirlos. No es, pues, rechazar nuestras oraciones el negarnos a veces esa clase de bienes; muy al contrario, es escucharlas de un modo conforme con su cualidad de Mediadora y de Madre. "Pedid y recibiréis", decía el Señor a sus discípulos. La experiencia de los siglos nos enseña y atestigua que la Virgen Santísima puede repetir esas palabras a sus siervos; y si el cielo pudiera abrirse a nuestros ojos y a nuestros oidos, veríamos y oiríamos al celestial ejército de los elegidos afirmar de la devoción de María lo que la Escritura dice de la Sabiduría: "Todos los bienes me vinieron con ella". A quien quisiere formarse una idea de las gracias temporales, obtenidas por la devoción a la Madre de Dios, le aconsejaríamos que leyese la Triple Couronne, del P. Poiré traité III, ch. 5); María Deipara Thornus Dei del P. Spinelli (c. 36); Le Serviteur de la Vierge, del P. Honorat Nicquet (1. I. c. 4); o si prefiere recorrer las homilías de los Padres, verá que no hay favor temporal que no le pidan. Pero, ¿para qué consultar los monumentos del tiempo pasado? ¿No tenemos entre nosotros los santuarios de María, que, con más elocuencia que todos los libros, nos dicen la liberalidad con que se digna responder a nuestras súplícas todas las veces que la gloria de su Hijo y la utilidad espiritual de los que piden no la hacen cambiar en otras gracias los dones temporales que reclaman de su maternal bondad?
II. En el capítulo antecedente, el culto, y sobre todo el culto de oración hacia la Virgen Santísima, se nos presentó en un sentido muy verdadero, como nota negativa de la salud de los hombres. ¿Será permitido el añadir que esta devoción constituye por sí misma una nota positiva de salvación? En otros términos: sirviéndonos de las expresiones comúnmente empleadas en esta materia, ¿se puede decir que ser devoto de la Virgen Santísima es tener, aun en esta vida, el carácter, la señal y la marca de los predestinados? Gran cuestión, en verdad, que no puede sernos indiferente si en algo nos preocupamos de nuestros eternos destinos.
¿Hay, en efecto, un problema más capital que éste? ¿Seré del número de los elegidos de Dios o compartiré la suerte de los infortunados que rechazará lejos de su presencia? Los Santos mismos, los grandes Santos, no podían, sin temblar, meditar en esta alternativa. Oigamos a San Bernardo comentando el texto del Eclesiástico: "Nadie sabe si es digno de amor o de odio" (Eccl., IX, 1).
"¡Oh, qué terribles palabras, capaces de turbar hasta las conciencias más seguras! Sí, lo confieso: cada vez que he tropezado con ese pasaje me he llenado de espanto al pensar que nadie puede saber si merece el amor o el odio", si será salvo o se condenará (S. Bernard., serm, 28 super Cant.. n. 12. P. L., CLXXXIII, p. 891). Cuando vemos temblar a un San Bernardo, a él, el gran siervo de Dios, ilustre por su vida, por su doctrina, por sus milagros, según lo califica el Martirologio romano; el Padre de los monjes, la estrella brillante del cielo de la Iglesia, como aun lo llaman los Soberanos Pontífices; cuando tiembla él, ¿qué haremos nosotros, tan cobardes en el divino servicio, tan cargados de culpas y tan pobres de méritos? ¿No tenemos motivo para temblar ante alternativa tan terrible, y no buscaremos alguna señal de nuestra futura bienaventuranza, alguna premisa de nuestra predestinación, que levante nuestra confianza y nos preserve de ansiedades excesivas en que es natural que nos arroje semejante incertidumbre?
Ahora bien; una de las señales que animan más, una de las premisas más sólidas, es la devoción a la Virgen María, Madre de Dios. Y no decimos esto por nosotros mismos: es doctrina que se ha hecho común y general en las obras y en los autores que desde hace un siglo han escrito sobre la devoción de la Virgen Santísima. Ha pasado al sentir cristiano, testimonio y garantía de su verdad. Para probarlo casi bastaría enumerar todos los libros en donde la hallamos enseñada expresamente; porque, exceptuando las obras más o menos viciadas por el espíritu del jansenismo, no hay una que la rechace: el lector puede convencerse de ello registrando las bibliotecas. Así piensan los Santos, así los teólogos, así nuestros autores ascéticos, y todos suscribirían de corazón, al menos en cuanto a la substancia, esta proposición de aquel que fué a la vez un gran Santo, un gran teólogo y un gran maestro de Ascética, San Alfonso de Ligorio: "Es imposible que un siervo de María se condene, siempre que la sirva fielmente y se encomiende a su maternal protección". (S. Alph. Lig.. Glorias de María, p. I. c. 8. 5 1).
¿Hay, en efecto, un problema más capital que éste? ¿Seré del número de los elegidos de Dios o compartiré la suerte de los infortunados que rechazará lejos de su presencia? Los Santos mismos, los grandes Santos, no podían, sin temblar, meditar en esta alternativa. Oigamos a San Bernardo comentando el texto del Eclesiástico: "Nadie sabe si es digno de amor o de odio" (Eccl., IX, 1).
"¡Oh, qué terribles palabras, capaces de turbar hasta las conciencias más seguras! Sí, lo confieso: cada vez que he tropezado con ese pasaje me he llenado de espanto al pensar que nadie puede saber si merece el amor o el odio", si será salvo o se condenará (S. Bernard., serm, 28 super Cant.. n. 12. P. L., CLXXXIII, p. 891). Cuando vemos temblar a un San Bernardo, a él, el gran siervo de Dios, ilustre por su vida, por su doctrina, por sus milagros, según lo califica el Martirologio romano; el Padre de los monjes, la estrella brillante del cielo de la Iglesia, como aun lo llaman los Soberanos Pontífices; cuando tiembla él, ¿qué haremos nosotros, tan cobardes en el divino servicio, tan cargados de culpas y tan pobres de méritos? ¿No tenemos motivo para temblar ante alternativa tan terrible, y no buscaremos alguna señal de nuestra futura bienaventuranza, alguna premisa de nuestra predestinación, que levante nuestra confianza y nos preserve de ansiedades excesivas en que es natural que nos arroje semejante incertidumbre?
Ahora bien; una de las señales que animan más, una de las premisas más sólidas, es la devoción a la Virgen María, Madre de Dios. Y no decimos esto por nosotros mismos: es doctrina que se ha hecho común y general en las obras y en los autores que desde hace un siglo han escrito sobre la devoción de la Virgen Santísima. Ha pasado al sentir cristiano, testimonio y garantía de su verdad. Para probarlo casi bastaría enumerar todos los libros en donde la hallamos enseñada expresamente; porque, exceptuando las obras más o menos viciadas por el espíritu del jansenismo, no hay una que la rechace: el lector puede convencerse de ello registrando las bibliotecas. Así piensan los Santos, así los teólogos, así nuestros autores ascéticos, y todos suscribirían de corazón, al menos en cuanto a la substancia, esta proposición de aquel que fué a la vez un gran Santo, un gran teólogo y un gran maestro de Ascética, San Alfonso de Ligorio: "Es imposible que un siervo de María se condene, siempre que la sirva fielmente y se encomiende a su maternal protección". (S. Alph. Lig.. Glorias de María, p. I. c. 8. 5 1).
Ahora bien: esta doctrina no la dan solamente como una piadosa creencia de reciente invención, fundada más sobre el sentimiento que sobre razones convincentes; procuran e intentan apoyarla sobre la autoridad de la Iglesia, de los Padres y de los Santos.
Hemos dicho: sobre la autoridad de la Iglesia. En efecto, la Iglesia, en sus cantos litúrgicos, aplica a María textos de nuestros libros santos, de los cuales puede ser fácilmente deducida esta creencia, una vez que se entienden de la Madre de Dios. Tales son, Por ejemplo, los pasajes siguientes y otros semejantes: "Amo a los que me aman; y el que me busque de mañana, me encontrará... Mis frutos son mejores que el oro y que las piedras preciosas, y mis productos valen más que la plata probada. Camino por las sendas de la justicia... para enriquecer a los que me aman y llenar sus tesoros". Amar a la Virgen Santísima es, pues, ser amado le Ella, y poseer su amor es ser rico de los bienes de la gracia. Y esto mismo, ¿qué otra cosa es sino una prenda de salvación para los devotos de María? Consecuencia tanto más notable cuanto que e1 mismo texto hace decir a María: "Bienaventurado el hombre que me escucha, que vela cada día a la entrada de mi morada y guarda cerca de sus puertas. El que me hable, hallará la vida y acará la salud del Señor" (Prov., VIII. 34-35). Y en otro lugar: "El que me creó, descansó en mi tabernáculo y me dijo: Habita en Jacob, pon tu herencia en Israel y extiende tus raíces entre mis elegidos.. Y echá raíz en el pueblo honrado de Dios, y en la parte del Señor, que es su herencia; y mi morada está en la plenitud de los Santos... El que me escuche no será confundido; el que me glorifique poseerá la vida eterna" (Eccl., XXIV, 12, sqq.).
Cierto que, en el sentido literal, habla aquí el Espíritu Santo de la Sabiduría Eterna y no de la Virgen María. Pero, puesto que la Iglesia los ha aplicado tantas veces para exaltar a la que llamamos Madre de la divina Sabiduría, deben, a lo menos, expresar por analogía lo que Dios la ha hecho en sí mismo y para nosotros. Ahora bien; lo repetimos; tales palabras, puestas en labios de María, no responderían a su natural significado si no hubiese el más estrecho encadenamiento entre su culto y la predestinación.
También hemos dicho: sobre la autoridad de los Padres y de los Santos. Esto es, en efecto, lo que significan gran número de oraciones dirigidas por ellos a la dulcísima Madre de Dios. "¡Oh, María! —le decía San Anselmo—, te lo suplico encarecidamente: que por la gracia que Dios te ha hecho de estar contigo, y Tú con Él, que por esa gracia me concedas que tu amor esté siempre conmigo y el cuidado de mi alma contigo... De igual modo, en efecto, ¡oh, Virgen bendita!, que perecerá necesariamente aquel que se aleje de Ti y a quien Tú abandones, así es imposible que perezca aquel que se vuelve hacia Ti, y a quien Tú tomas bajo tu custodia".
Y en otro lugar: "Virgen singular, Virgen soberana y perpetua, Tú que eres sola Madre y Virgen, Santa María... Yo te ruego y te pido, aunque indigno, una sola cosa en nombre de tu muy amado Hijo. Dale a este miserable un continuo y perpetuo recuerdo de tu dulcísimo nombre. Que sea el suavísimo y delicioso alimento de mi alma. Que me esté presente en todos los peligros, presente en mis angustias, presente al principio de todas mis alegrías. Si, por la gracia de Dios y la bondad tuya, merezco obtener este favor, ciertamente que no temeré la perdición eterna. Siempre tendré, para protegerme, tu gracia y su misericordia. Y cuando esté sumergido en los abismos del infierno, vendrán en ellos a buscarme, y a sacarme de ellos para devolverme a tu Hijo, Jesucristo nuestro Señor, que me ha rescatado y lavado con su sangre divina" (S. Anselm., Orat. 49. P. L., CLVIII, 940).
¿Acaso es cosa rara y sorprendente esta confianza y esta seguridad? "La Madre de Dios es nuestra Madre; la Madre de Aquél en quien está toda nuestra esperanza, y a quien sólo debemos temer, es nuestra Madre; la Madre, digo, de Aquél que solamente salva y condena es nuestra Madre". ¿Concíbese siquiera que, siendo lo que es, pueda rechazar a un hijo desgraciado y culpable que la implora, o que su oración no sea escuchada cuando quiere llevarlo arrepentido a los brazos de Cristo? Y esto mismo, ¿no es una prenda de salud para el pecador más desesperado que la invoca? Por eso Eadmer, educado en la escuela del glorioso Pontífice de Cantorbery, no temía decir, en su libro De la Excelencia de la Bienaventurada Virgen María: "Haber recibido, al menos, la gracia de pensar con frecuencia y con dulzura en María es, según creo, una gran señal de merecer la salvación". Es también la razón por la cual San Antonino de Florencia cita y aprueba estas palabras de San Anselmo: "Es necesario que sean justificados y glorificados aquellos a quienes la divina Virgen ha vuelto sus miradas y rogado por ellos". Ahora bien: si esta Madre de misericordia intercede hasta por aquellos mismos que la descuidan, ¿cómo enmudecerá la plegaria en sus labios cuando oye el humilde llamamiento de sus hijos?
Estos textos de los santos Arzobispos de Florencia y de Cantorbery son bien conocidos. Podríanse citar otros muchísimos que no lo son tanto. Tal es, por ejemplo, este corto comentario de la Biblia Mariana sobre las palabras de Isaías: "Levanta tus ojos alrededor tuyo y mira" (Is.. LX. 4). "De aquí se sigue que cualquiera, ¡oh, Madre mía!, que no te haya honrado, perecerá. La Glosa añade: en el día del juicio. Como si dijese: por consiguiente, no perecerán los que te hubieren servido" (La Biblia Mariana, n. 20. Opp. Alberti M. t. XX, p. 22). Tal es, igualmente, esta exclamación de Adán de Persenia: "El que persevere en tu amor, no perecerá jamás". Tal es la estrofa siguiente, de un himno a la Virgen Santísima compuesto por el Beato Hermán: "Regocíjate, Fuente preciosa que nada puede agotar. —Oh, cuán dulce eres a los que beben de Ti! —En verdad, quien te busca, no perecerá". "¡No!, el humilde y celoso siervo de María no se perderá jamás: es cosa imposible". Esto afirma, entre tantos otros, el Venerable Pedro de Blois, y es también el sentir expresado en las obras del mismo autor por un piadoso anónimo asegurando que no hay muerte eterna para aquel que haya servido e invocado a la Madre de Dios con devoción y perseverancia.
No temamos multiplicar los testimonios estableciendo una verdad tan consoladora. Léese en los Diálogos de Santa Catalina de Sena, que descubriéndole Dios un día las sendas por las cuales había preservado su Providencia a un miserable pecador de su condenación eterna, dijo el Señor a su fiel sierva: "No olvidé su amor y su veneración para con la gloriosa Madre de mi Hijo; he decretado, para honra de este Hijo muy amado, que todo hombre, justo o pecador, que se refugie cerca de Ella, empujado por un amor respetuoso, no podrá jamás ser presa del monstruo infernal. Esta Virgen bendita es un perfume suave y delicioso que yo empleo para atraer los hombres a Mí, y, sobre todo, las almas de los pecadores" (Dialogos c. 139, T. II, p. 192. París, 1885).
El venerable Juan Lanspergio pone en boca de Nuestro Señor Jesucristo, un lenguaje semejante: "He entregado a mi Madre, para que Ella los distribuya, todos mis tesoros de gracia y de misericordia; se los entregué cuando le di por hijos, en la persona de Juan, a todos mis hijos, y sobre todo a los pecadores, por los cuales estaba clavado en la cruz. Por eso tiene Ella tanto celo y tanta diligencia en cumplir su oficio, que no permite, a lo menos en cuanto de Ella depende, la pérdida de ninguno de los que le han sido confiados, sobre todo, si le piden su asistencia... Es, pues, cegarse grandemente y trabajar en su propia ruina el atacar a esta tesorera de mis gracias y no querer tenerla por Abogada cerca de Mí, como Yo mismo soy el Abogado de los hombres cerca del Padre. No hay medio más seguro para arrojarse por sí mismo en el infierno que apartase de Aquella cuya intercesión ha detenido tantas veces los efectos de mi justa cólera; porque si Ella se aparta nadie habrá que se interponga para sujetar mi mano en el castigo de los culpables" (Opusc. spirit. Aloquiorum).
El mismo Lanspergio escribía en una carta esta vehemente exhortación: "¡Sí!, te exhorto a que ames siempre, y cada vez más, a la Virgen María, nuestra Señora. ¿Quieres escapar de todos los peligros, no sucumbir en las tentaciones, ser consolado en las pruebas y llevar sin desmayo la carga de tus penas? ¿Quieres estar unido estrechamente a Cristo? Venera, ama, imita a su purísima, dulcísima, amabilísima y poderosísima Madre. No lo dudes que será para ti una Madre amantísima si la buscas a Ella y a su amor; porque Ella es tan humilde que no desprecia a nadie; tan misericordiosa, que no desecha oración alguna; y, bien lo sabes, ha recibido de Dios el poder de dispensar los tesoros de las gracias confiados a Ella y de levantar a los pecadores, pero muy en particular a los que la aman... Quien la ama es casto, quien la abraza es puro, quien la honra es piadoso, quien la imita, santo. Nadie la ama sin ser amado de Ella; ninguno entre sus devotos ha perecido jamás... En virtud del privilegio y del oficio que ha recibido graciosamente de su Hijo Jesús, el que la ama consigue la penitencia; quien a Ella se entrega, la gracia; quien la imita, la gloria. Es, pues, una gracia muy grande, un beneficio insigne de la Bondad divina, el tener devoción a esta Virgen bendita, confiarse a Ella, poner por m xedio de Ella la esperanza en Dios, y desear, en fin, imitar sus virtudes" (Ibid. Epp.).
San Lorenzo Justiniano, comentando las palabras dirigidas por Nuestro Señor desde la Cruz a su Madre, le hace decir: "Ninguno de los que te invoquen será desdeñado por Mí, y ni uno solo de tus fieles siervos será excluido para siempre de mi presencia" (De Triumph. Christi agone). Con harta razón, pues, el angélico joven San Juan Berchmans tenía constantemente, según dicen sus historiadores, en el corazón y en los labios estas palabras: "Si amo a María, seguro estoy de perseverar y de obtener de Dios todo cuanto le pida."
Aquí, como en todo, vemos al Oriente católico en perfecto acuerdo de pensamiento con nuestro Occidente; prueba, este hermoso pasaje de un sermón de San Germán, Patriarca de Constantinopla: "La respiración no es sólo causa, sino señal de la vida; de igual modo, el nombre de la Inmaculada Virgen, Madre de Dios, si en toda ocasión y en todas partes se encuentra en boca de los siervos de Dios, es prueba de que están vivos, y al mismo tiempo principio productor y conservador de la vida" (Serm. in S. Mariae Zonam. P. G.. XCVIII. 88). Prueba también, esta invocación de San Juan Damasceno: "Oh, Soberana mía Hija de Joaquín y Ana, escucha la oración de uno de tus siervos. Es un pecador el que te ruega, verdad es; pero te ama ardientemente y te considera como la sola esperanza de su alegría, como la protectora de su vida, como su Mediadora cerca del Señor, como la prenda cierta de su salud" (Serm. in Nativitate B. V. Deiparae, n. 12. P. G., XCVI, 680). Prueba, el discurso sobre las Alabanzas de la Bienaventurada Virgen María, discurso que parece de origen griego, aunque se haya mezclado entre las obras de San Efrén: "Salve, Puerta del cielo... Abogada única de los pecadores... Llave del reino celestial... Salvación cierta de todos los cristianos que acuden sinceramente a Ti" (Orat. de Laudib. B. M. V. Opp.).
Los Menelogios (Ménées) de los griegos nos ofrecen en sus cantos los pensamientos de los santos que, a lo menos en gran parte, fueron sus autores. Ahora bien: nada más frecuente que hallar en ellos la idea misma de seguridad cierta de salud para los siervos de María. "He aquí que tu Hijo adopta manifiestamente a los que alaban en Ti a la Hija del Padre celestial" (Men., S. Josephi confess., 14 mart., od. 9, de S. Benedicto, Piet. Marian. Graec., n. 265). "Comparado contigo no tiene brillo el sol, porque de Ti ha nacido el Dios revestido de carne que eleva a tus devotos y a tus siervos hasta la luz de su divinidad" (Men., S. Theophan., 16 enero, od. 5 de cath. S. Petri. Píetas. Mar., n. 99). "Oh, Virgen inmaculada, Tú has llevado en tu seno al Dios Eterno, que está por encima de todos los seres, y a todos los que celebran tus alabanzas les concedes como recompensa la salvación de sus almas" (Men. S. Josephi conf., 3 jan., in Matut. precib., od. 6, Pietas Mar., n. 23). "Por Ti, Virgen bendita, sube nuestra oración confiadísimamente a Dios, tu Hijo, y tenemos la seguridad absoluta de no ser engañados en nuestra esperanza" (Men. Anonym. 17 mart. od. 1, de san Alex., Pietas Mar.). "Tú eres la eterna salud de todos los que te alaban con devota voluntad" (Men., Philoth. patr., od. 1 et 4, can. 1, de SS. Patr. Conc. aecum., Pietas Mar., n. 424). "Cristo admite en la presencia de la Trinidad beatísima, ¡oh, Señora nuestra!, a todos aquellos que con un mismo amor y una misma fe te ofrecen dignas alabanzas" (Men., S. Joseph. conf., 20 man, od. 9, de S. Thallio. Pietas Mar., n. 362). "Virgen purísima, Virgen Inmaculada, te saludamos como al puerto, fortaleza y armadura de tus devotos; más aún: como a nuestra introductora en el reino celestial; introductora que no permitirá la confusión de que sean rechazados para siempre" (Men., Anonym., 2 april., od. 5, de S. Tito Thaumat., Putas Mar., n. 362). "Aquel que se vistió de carne en tus entrañas, viéndote al pie de la Cruz, traspasada por una espada de dolor e inundada de lágrimas, sintió en Sí mismo una increíble compasión por Ti. Por eso, y queriendo derramar el rocío de sus consuelos sobre tu dolor, te dijo: Cesa de llorar, Madre mía. Sufro, pero con todo mi corazón. Muerto, resucitaré pronto del sepulcro a fin de glorificar a todos aquellos que te darán honor y alabanza" (Men., Anonym., 8 april, de SS. Herodione, Agabo et soc. Pietas Mar., n. 332).
Comenzamos por San Alfonso Ligorio la enumeración de estos testimonios, y también en sus obras hemos hallado varios de ellos. Perdónenos el lector si de nuevo acudimos, no ya a sus escritos, sino a la autoridad de su propia conducta. Aprovechaba todas las ocasiones para inspirar a los que trataba devoción tierna y filial a la Madre de Dios, como la prenda más segura de la salvación eterna. Su Vida nos presenta muchas pruebas de esto.
"Sed devotos de la Virgen —les decía—, y la Virgen os salvará." "Si todos los que vienen a visitarme —decía también— sacasen de mi celda la devoción a Nuestra Señora, bastaría esto para salvarlos." Un joven que se disponía a ingresar en el Noviciado fué por tres veces a pedirle su bendición, y por tres veces recibió este mismo consejo: "Si quieres perseverar, encomiéndate sin cesar a la Virgen Santísima." Este Doctor de la Iglesia, tan rico en méritos y en virtudes, consideraba su propia admisión en el reino de los cielos como indisolublemente unida a la devoción de María. Una noche, en los últimos años de su vida, se preguntaba el venerable anciano, con mucha ansiedad, si había rezado el Rosario aquel día. El Hermano encargado de cuidar al santo enfermo le dijo, para tranquilizarlo: "Creo que lo hemos rezado." "¿Lo cree usted? ¿Lo cree usted? —replicó él—. ¿Está usted seguro? ¿No sabe que de esta devoción depende mi salvación eterna?".
Hemos dicho: sobre la autoridad de la Iglesia. En efecto, la Iglesia, en sus cantos litúrgicos, aplica a María textos de nuestros libros santos, de los cuales puede ser fácilmente deducida esta creencia, una vez que se entienden de la Madre de Dios. Tales son, Por ejemplo, los pasajes siguientes y otros semejantes: "Amo a los que me aman; y el que me busque de mañana, me encontrará... Mis frutos son mejores que el oro y que las piedras preciosas, y mis productos valen más que la plata probada. Camino por las sendas de la justicia... para enriquecer a los que me aman y llenar sus tesoros". Amar a la Virgen Santísima es, pues, ser amado le Ella, y poseer su amor es ser rico de los bienes de la gracia. Y esto mismo, ¿qué otra cosa es sino una prenda de salvación para los devotos de María? Consecuencia tanto más notable cuanto que e1 mismo texto hace decir a María: "Bienaventurado el hombre que me escucha, que vela cada día a la entrada de mi morada y guarda cerca de sus puertas. El que me hable, hallará la vida y acará la salud del Señor" (Prov., VIII. 34-35). Y en otro lugar: "El que me creó, descansó en mi tabernáculo y me dijo: Habita en Jacob, pon tu herencia en Israel y extiende tus raíces entre mis elegidos.. Y echá raíz en el pueblo honrado de Dios, y en la parte del Señor, que es su herencia; y mi morada está en la plenitud de los Santos... El que me escuche no será confundido; el que me glorifique poseerá la vida eterna" (Eccl., XXIV, 12, sqq.).
Cierto que, en el sentido literal, habla aquí el Espíritu Santo de la Sabiduría Eterna y no de la Virgen María. Pero, puesto que la Iglesia los ha aplicado tantas veces para exaltar a la que llamamos Madre de la divina Sabiduría, deben, a lo menos, expresar por analogía lo que Dios la ha hecho en sí mismo y para nosotros. Ahora bien; lo repetimos; tales palabras, puestas en labios de María, no responderían a su natural significado si no hubiese el más estrecho encadenamiento entre su culto y la predestinación.
También hemos dicho: sobre la autoridad de los Padres y de los Santos. Esto es, en efecto, lo que significan gran número de oraciones dirigidas por ellos a la dulcísima Madre de Dios. "¡Oh, María! —le decía San Anselmo—, te lo suplico encarecidamente: que por la gracia que Dios te ha hecho de estar contigo, y Tú con Él, que por esa gracia me concedas que tu amor esté siempre conmigo y el cuidado de mi alma contigo... De igual modo, en efecto, ¡oh, Virgen bendita!, que perecerá necesariamente aquel que se aleje de Ti y a quien Tú abandones, así es imposible que perezca aquel que se vuelve hacia Ti, y a quien Tú tomas bajo tu custodia".
Y en otro lugar: "Virgen singular, Virgen soberana y perpetua, Tú que eres sola Madre y Virgen, Santa María... Yo te ruego y te pido, aunque indigno, una sola cosa en nombre de tu muy amado Hijo. Dale a este miserable un continuo y perpetuo recuerdo de tu dulcísimo nombre. Que sea el suavísimo y delicioso alimento de mi alma. Que me esté presente en todos los peligros, presente en mis angustias, presente al principio de todas mis alegrías. Si, por la gracia de Dios y la bondad tuya, merezco obtener este favor, ciertamente que no temeré la perdición eterna. Siempre tendré, para protegerme, tu gracia y su misericordia. Y cuando esté sumergido en los abismos del infierno, vendrán en ellos a buscarme, y a sacarme de ellos para devolverme a tu Hijo, Jesucristo nuestro Señor, que me ha rescatado y lavado con su sangre divina" (S. Anselm., Orat. 49. P. L., CLVIII, 940).
¿Acaso es cosa rara y sorprendente esta confianza y esta seguridad? "La Madre de Dios es nuestra Madre; la Madre de Aquél en quien está toda nuestra esperanza, y a quien sólo debemos temer, es nuestra Madre; la Madre, digo, de Aquél que solamente salva y condena es nuestra Madre". ¿Concíbese siquiera que, siendo lo que es, pueda rechazar a un hijo desgraciado y culpable que la implora, o que su oración no sea escuchada cuando quiere llevarlo arrepentido a los brazos de Cristo? Y esto mismo, ¿no es una prenda de salud para el pecador más desesperado que la invoca? Por eso Eadmer, educado en la escuela del glorioso Pontífice de Cantorbery, no temía decir, en su libro De la Excelencia de la Bienaventurada Virgen María: "Haber recibido, al menos, la gracia de pensar con frecuencia y con dulzura en María es, según creo, una gran señal de merecer la salvación". Es también la razón por la cual San Antonino de Florencia cita y aprueba estas palabras de San Anselmo: "Es necesario que sean justificados y glorificados aquellos a quienes la divina Virgen ha vuelto sus miradas y rogado por ellos". Ahora bien: si esta Madre de misericordia intercede hasta por aquellos mismos que la descuidan, ¿cómo enmudecerá la plegaria en sus labios cuando oye el humilde llamamiento de sus hijos?
Estos textos de los santos Arzobispos de Florencia y de Cantorbery son bien conocidos. Podríanse citar otros muchísimos que no lo son tanto. Tal es, por ejemplo, este corto comentario de la Biblia Mariana sobre las palabras de Isaías: "Levanta tus ojos alrededor tuyo y mira" (Is.. LX. 4). "De aquí se sigue que cualquiera, ¡oh, Madre mía!, que no te haya honrado, perecerá. La Glosa añade: en el día del juicio. Como si dijese: por consiguiente, no perecerán los que te hubieren servido" (La Biblia Mariana, n. 20. Opp. Alberti M. t. XX, p. 22). Tal es, igualmente, esta exclamación de Adán de Persenia: "El que persevere en tu amor, no perecerá jamás". Tal es la estrofa siguiente, de un himno a la Virgen Santísima compuesto por el Beato Hermán: "Regocíjate, Fuente preciosa que nada puede agotar. —Oh, cuán dulce eres a los que beben de Ti! —En verdad, quien te busca, no perecerá". "¡No!, el humilde y celoso siervo de María no se perderá jamás: es cosa imposible". Esto afirma, entre tantos otros, el Venerable Pedro de Blois, y es también el sentir expresado en las obras del mismo autor por un piadoso anónimo asegurando que no hay muerte eterna para aquel que haya servido e invocado a la Madre de Dios con devoción y perseverancia.
No temamos multiplicar los testimonios estableciendo una verdad tan consoladora. Léese en los Diálogos de Santa Catalina de Sena, que descubriéndole Dios un día las sendas por las cuales había preservado su Providencia a un miserable pecador de su condenación eterna, dijo el Señor a su fiel sierva: "No olvidé su amor y su veneración para con la gloriosa Madre de mi Hijo; he decretado, para honra de este Hijo muy amado, que todo hombre, justo o pecador, que se refugie cerca de Ella, empujado por un amor respetuoso, no podrá jamás ser presa del monstruo infernal. Esta Virgen bendita es un perfume suave y delicioso que yo empleo para atraer los hombres a Mí, y, sobre todo, las almas de los pecadores" (Dialogos c. 139, T. II, p. 192. París, 1885).
El venerable Juan Lanspergio pone en boca de Nuestro Señor Jesucristo, un lenguaje semejante: "He entregado a mi Madre, para que Ella los distribuya, todos mis tesoros de gracia y de misericordia; se los entregué cuando le di por hijos, en la persona de Juan, a todos mis hijos, y sobre todo a los pecadores, por los cuales estaba clavado en la cruz. Por eso tiene Ella tanto celo y tanta diligencia en cumplir su oficio, que no permite, a lo menos en cuanto de Ella depende, la pérdida de ninguno de los que le han sido confiados, sobre todo, si le piden su asistencia... Es, pues, cegarse grandemente y trabajar en su propia ruina el atacar a esta tesorera de mis gracias y no querer tenerla por Abogada cerca de Mí, como Yo mismo soy el Abogado de los hombres cerca del Padre. No hay medio más seguro para arrojarse por sí mismo en el infierno que apartase de Aquella cuya intercesión ha detenido tantas veces los efectos de mi justa cólera; porque si Ella se aparta nadie habrá que se interponga para sujetar mi mano en el castigo de los culpables" (Opusc. spirit. Aloquiorum).
El mismo Lanspergio escribía en una carta esta vehemente exhortación: "¡Sí!, te exhorto a que ames siempre, y cada vez más, a la Virgen María, nuestra Señora. ¿Quieres escapar de todos los peligros, no sucumbir en las tentaciones, ser consolado en las pruebas y llevar sin desmayo la carga de tus penas? ¿Quieres estar unido estrechamente a Cristo? Venera, ama, imita a su purísima, dulcísima, amabilísima y poderosísima Madre. No lo dudes que será para ti una Madre amantísima si la buscas a Ella y a su amor; porque Ella es tan humilde que no desprecia a nadie; tan misericordiosa, que no desecha oración alguna; y, bien lo sabes, ha recibido de Dios el poder de dispensar los tesoros de las gracias confiados a Ella y de levantar a los pecadores, pero muy en particular a los que la aman... Quien la ama es casto, quien la abraza es puro, quien la honra es piadoso, quien la imita, santo. Nadie la ama sin ser amado de Ella; ninguno entre sus devotos ha perecido jamás... En virtud del privilegio y del oficio que ha recibido graciosamente de su Hijo Jesús, el que la ama consigue la penitencia; quien a Ella se entrega, la gracia; quien la imita, la gloria. Es, pues, una gracia muy grande, un beneficio insigne de la Bondad divina, el tener devoción a esta Virgen bendita, confiarse a Ella, poner por m xedio de Ella la esperanza en Dios, y desear, en fin, imitar sus virtudes" (Ibid. Epp.).
San Lorenzo Justiniano, comentando las palabras dirigidas por Nuestro Señor desde la Cruz a su Madre, le hace decir: "Ninguno de los que te invoquen será desdeñado por Mí, y ni uno solo de tus fieles siervos será excluido para siempre de mi presencia" (De Triumph. Christi agone). Con harta razón, pues, el angélico joven San Juan Berchmans tenía constantemente, según dicen sus historiadores, en el corazón y en los labios estas palabras: "Si amo a María, seguro estoy de perseverar y de obtener de Dios todo cuanto le pida."
Aquí, como en todo, vemos al Oriente católico en perfecto acuerdo de pensamiento con nuestro Occidente; prueba, este hermoso pasaje de un sermón de San Germán, Patriarca de Constantinopla: "La respiración no es sólo causa, sino señal de la vida; de igual modo, el nombre de la Inmaculada Virgen, Madre de Dios, si en toda ocasión y en todas partes se encuentra en boca de los siervos de Dios, es prueba de que están vivos, y al mismo tiempo principio productor y conservador de la vida" (Serm. in S. Mariae Zonam. P. G.. XCVIII. 88). Prueba también, esta invocación de San Juan Damasceno: "Oh, Soberana mía Hija de Joaquín y Ana, escucha la oración de uno de tus siervos. Es un pecador el que te ruega, verdad es; pero te ama ardientemente y te considera como la sola esperanza de su alegría, como la protectora de su vida, como su Mediadora cerca del Señor, como la prenda cierta de su salud" (Serm. in Nativitate B. V. Deiparae, n. 12. P. G., XCVI, 680). Prueba, el discurso sobre las Alabanzas de la Bienaventurada Virgen María, discurso que parece de origen griego, aunque se haya mezclado entre las obras de San Efrén: "Salve, Puerta del cielo... Abogada única de los pecadores... Llave del reino celestial... Salvación cierta de todos los cristianos que acuden sinceramente a Ti" (Orat. de Laudib. B. M. V. Opp.).
Los Menelogios (Ménées) de los griegos nos ofrecen en sus cantos los pensamientos de los santos que, a lo menos en gran parte, fueron sus autores. Ahora bien: nada más frecuente que hallar en ellos la idea misma de seguridad cierta de salud para los siervos de María. "He aquí que tu Hijo adopta manifiestamente a los que alaban en Ti a la Hija del Padre celestial" (Men., S. Josephi confess., 14 mart., od. 9, de S. Benedicto, Piet. Marian. Graec., n. 265). "Comparado contigo no tiene brillo el sol, porque de Ti ha nacido el Dios revestido de carne que eleva a tus devotos y a tus siervos hasta la luz de su divinidad" (Men., S. Theophan., 16 enero, od. 5 de cath. S. Petri. Píetas. Mar., n. 99). "Oh, Virgen inmaculada, Tú has llevado en tu seno al Dios Eterno, que está por encima de todos los seres, y a todos los que celebran tus alabanzas les concedes como recompensa la salvación de sus almas" (Men. S. Josephi conf., 3 jan., in Matut. precib., od. 6, Pietas Mar., n. 23). "Por Ti, Virgen bendita, sube nuestra oración confiadísimamente a Dios, tu Hijo, y tenemos la seguridad absoluta de no ser engañados en nuestra esperanza" (Men. Anonym. 17 mart. od. 1, de san Alex., Pietas Mar.). "Tú eres la eterna salud de todos los que te alaban con devota voluntad" (Men., Philoth. patr., od. 1 et 4, can. 1, de SS. Patr. Conc. aecum., Pietas Mar., n. 424). "Cristo admite en la presencia de la Trinidad beatísima, ¡oh, Señora nuestra!, a todos aquellos que con un mismo amor y una misma fe te ofrecen dignas alabanzas" (Men., S. Joseph. conf., 20 man, od. 9, de S. Thallio. Pietas Mar., n. 362). "Virgen purísima, Virgen Inmaculada, te saludamos como al puerto, fortaleza y armadura de tus devotos; más aún: como a nuestra introductora en el reino celestial; introductora que no permitirá la confusión de que sean rechazados para siempre" (Men., Anonym., 2 april., od. 5, de S. Tito Thaumat., Putas Mar., n. 362). "Aquel que se vistió de carne en tus entrañas, viéndote al pie de la Cruz, traspasada por una espada de dolor e inundada de lágrimas, sintió en Sí mismo una increíble compasión por Ti. Por eso, y queriendo derramar el rocío de sus consuelos sobre tu dolor, te dijo: Cesa de llorar, Madre mía. Sufro, pero con todo mi corazón. Muerto, resucitaré pronto del sepulcro a fin de glorificar a todos aquellos que te darán honor y alabanza" (Men., Anonym., 8 april, de SS. Herodione, Agabo et soc. Pietas Mar., n. 332).
Comenzamos por San Alfonso Ligorio la enumeración de estos testimonios, y también en sus obras hemos hallado varios de ellos. Perdónenos el lector si de nuevo acudimos, no ya a sus escritos, sino a la autoridad de su propia conducta. Aprovechaba todas las ocasiones para inspirar a los que trataba devoción tierna y filial a la Madre de Dios, como la prenda más segura de la salvación eterna. Su Vida nos presenta muchas pruebas de esto.
"Sed devotos de la Virgen —les decía—, y la Virgen os salvará." "Si todos los que vienen a visitarme —decía también— sacasen de mi celda la devoción a Nuestra Señora, bastaría esto para salvarlos." Un joven que se disponía a ingresar en el Noviciado fué por tres veces a pedirle su bendición, y por tres veces recibió este mismo consejo: "Si quieres perseverar, encomiéndate sin cesar a la Virgen Santísima." Este Doctor de la Iglesia, tan rico en méritos y en virtudes, consideraba su propia admisión en el reino de los cielos como indisolublemente unida a la devoción de María. Una noche, en los últimos años de su vida, se preguntaba el venerable anciano, con mucha ansiedad, si había rezado el Rosario aquel día. El Hermano encargado de cuidar al santo enfermo le dijo, para tranquilizarlo: "Creo que lo hemos rezado." "¿Lo cree usted? ¿Lo cree usted? —replicó él—. ¿Está usted seguro? ¿No sabe que de esta devoción depende mi salvación eterna?".
Nada hay en esto que deba extrañarnos si consideramos bien las cosas. En efecto: por una parte, es un punto de doctrina
ya bien probado que, en sus designios providenciales, Dios nos otorga todas sus
gracias, y, sobre todo, las gracias más escogidas, por mediación de María. Por
otra parte, está ciertamente establecido por voluntad divina que las particulares
intercesiones de la Santísima Virgen en favor de los hombres dependen, por
regla general, de la devoción que le tienen y de las plegarias que elevan a su
trono. Por consiguiente, ser devoto y siervo de la Madre de Dios es realizar
las condiciones puestas por la misericordia divina para la recepción de esas
gracias victoriosas que hacen predestinados. Si, pues, Nuestro Señor nos ha
concedido el amar a su Madre, el honrarla y el acudir a Ella como hijos a su
madre, tenemos en esta gracia una prenda, una señal grandemente consoladora de
que después de haberla servido en este valle de lágrimas estaremos junto a Ella
y a su Hijo en la bienaventuranza.
Tales eran, se puede decir, los sentimientos unánimes de los
cristianos, fieles y doctores, cuando el jansenismo vino, con su funesta
influencia, a llenar las almas de turbación. "No creáis —hacían decir a la
misma Virgen Santísima—, no creáis que sois del número de los predestinados por
algún pequeño culto que me rindáis si no tenéis caridad" (Avis salutaires de la Ste. Vierge á dévots indiscreta,
§ 2, n. 1). Ahora bien:
el pequeño culto de que habla el dador de avisos con tanto desdén es el mismo
que San Alfonso Ligorio había de recomendar como una prenda de salvación:
"Visitar las imágenes de la Señora, rezar su Rosario, ayunar para
agradarle el sábado y las vísperas de sus fiestas", llevar sus libreas y
alistarse en las congregaciones y cofradías erigidas en su honor (Vie de S.
Alphonae de Lig.).
La unanimidad misma que hemos constatado entre los
verdaderos católicos la hallamos, para hacerles oposición, en los partidarios
de la secta y sus fautores más o menos conscientes. Así, Baillet, lejos de
reconocer que la devoción de los pecadores a la Madre de Dios es una prenda de
futura conversión, una señal, siquiera la más débil, de predestinación, niega
"que esta devoción pueda ser verdadera". Y temiendo que los ejemplos
de grandes pecadores extraordinariamente vueltos a Dios gracias al amor que
tenían a esta divina Madre inspirasen demasiada confianza a los que se hallaban
en igual estado, nos advierte "que busquemos en el Evangelio seguridades
suficientes contra las fábulas que se han inventado bajo el especioso título de
revelaciones, apariciones, predicciones y milagros...; medio —dice él—
inventado por el padre de la mentira contra la verdad eterna" (Adrien
Baillet, De la dévotiom a la Ste. Vierge et du culte qui luí est du (París,
1603), pp. 63, 64, 257, etc.). No le
habléis de la aplicación hecha a María por la Iglesia de aquellos textos en los
que la Sagrada Escritura ha cantado las alabanzas de la divina Sabiduría,
aplicación tan propia para confirmar los sentimientos de los
Santos y de los Doctores; os responderá, pesada e insolentemente: "La
Iglesia, para honrar a María..., se ha salido, si es permitido pensarlo, fuera
de los límites imaginables de la condición humana cuando ha tomado de la
escritura y aplicado a la Madre de Dios lo que el Espíritu Santo no ha dictado
sino de la Sabiduría Eterna" (Adrien
Baillet, De la dévotion a la Ste. Vierge et du culte qui lui est dú. p. 202).
El grave Nicole, uno de los hombres de Port
Royal que parecían más moderados, no ha evitado tampoco estos excesos.
Examinando "la máxima, que se propaga con bastante generalidad entre
personas del pueblo, de que no se perecerá eternamente siendo devoto de la Santísima
Virgen", no encuentra en esto un significado que no sea o falso o
peligroso. Por eso "la prudencia cristiana quiere que no se extienda esta
máxima entre el pueblo, y hay que desengañar también a los que están confiados
en ella y la toman en mal sentido" (Nicole,
Instruct. théolog. et morales sur l'oraison domin. la salutat. angélique
etc.); lo que prácticamente quiere decir
que censura, y hasta condena, a tantos santos y a tantos devotos
autores que la han enseñado en sus obras para gloria de la Madre y consuelo de
los hijos.
No será inútil
el citar aquí los diferentes sentidos examinados por Nicole, y el juicio que de
ellos hace. Primer sentido: "Toda devoción a la Virgen Santísima, aunque
estuviera destituida de todo amor de Dios, y fuese del todo exterior, no
dejaría de dar seguridad de salvación." "Máxima —dice él— ciertamente falsa y errónea", ya porque no hay buenas obras en particular a las
cuales esté la salvación infaliblemente unida, ya "porque los actos de devoción hechos sin amor (de caridad) no serían
ni siquiera buenas obras." Segundo sentido: "Aun cuando esa devoción
no procediera sino de una caridad imperfecta y estuviese junta con verdaderos
crímenes, no dejarían por eso de ser ciertamente salvos los que las
tuvieren." "Error indubitable... porque si con frecuencia son
condenados los que tienen caridad imperfecta para con el mismo Cristo, cuando
esa caridad no convierte el corazón, no menos los son también frecuentemente
los que tienen esas devociones imperfectas a la Virgen Santísima que nacen de
un principio de amor." Tercer sentido: "Sí se tiene una verdadera
devoción a la Santísima Virgen, que proceda de una caridad justificante, nunca
se podrá perder dicha devoción, y la salvación
está infaliblemente asegurada."
"Otro error notable", porque "se
puede perder en esta vida la verdadera devoción a la Santísima Virgen,
juntamente con la caridad justificante, como se puede (según es de fe) perder
la caridad." Cuarto sentido: "Si toda la vida se persevera en una verdadera
devoción a la Santísima Virgen, que nazca una caridad justificante, la
salvación será cierta, y en este caso la proposición es muy verdadera; sin
embargo, es peligroso el propagarla, porque este sentido no es natural en modo alguno, y el pueblo se inclinaría a tomar estas palabras en uno de los tres primeros sentidos
dichos, que son falsos y erróneos." "Por otra parte, nada se habría
dicho de la Devoción a María que no se pudiese adelantar igualmente de toda
buena obra, del culto de cualquier santo que proceda de una caridad
justificante." (Nicole 1. c.)
Desgraciadamente, los esfuerzos de los nuevos Doctores no
quedaron sin resultado. A fuerza de exagerar los peligros de la creencia
popular, llegaron hasta hacérsela sospechosa aun a los escritores católicos, y,
lo que es peor, a privar de este modo a la Santísima Virgen de los homenajes
que esta creencia le procuraba.
III. Procuremos precisar la doctrina común, puesto que ha
habido cristianos que han tomado a su cargo el desnaturalizar su significado
para arrogarse el derecho de proscribirla. Al mismo tiempo, reduciremos a nada
a todos los ataques que han dirigido contra ella y contra la devoción que
supone y fomenta.
Hay que considerar dos cosas: primeramente, la seguridad de la salvación que da la devoción a la Madre de Dios, segunda,
la clase de devoción de que es fruto esta certeza. La una y la otra tienen sus
grados. Y para tratar ante todo de la certeza, no se puede decir que sea una
certeza absoluta, una certeza que excluye todo temor, toda clase de duda.
"Nadie, mientras esté en esta vida mortal —enseña el Concilio de Trento—,
sea tan presuntuoso que llegue a creer con certeza absoluta que es del número
de los predestinados; como si no pudiese ya pecar, una vez que esté
justificado, o debiese prometerse un arrepentimiento seguro, si pecase. Porque,
fuera de una revelación especial, no se puede saber a los que Dios ha
escogido" (Concil. Trident., sess. VI, cap. 12). Por consiguiente, la certeza de la salvación de que hablan
nuestros autores no puede ser más que una grande, muy grande probalidad; todo
lo más, lo que ordinariamente se llama certeza moral.
Lo mismo decimos de la imposibilidad de condenarse para los
siervos de la Reina del Cielo. Tomando esta expresión en el sentido estricto,
se daría pie para considerarla como insostenible y contraria a los principios
de la fe, porque si es rigurosamente imposible que un siervo de María se
pierda, es igualmente necesario que sea salvo. Pero los que emplean esta
expresión no tienen intención de darle un significado tan riguroso. Ellos
mismos lo defienden, y muestran, por numerosos ejemplos sacados de las Sagradas
Escrituras y del lenguaje común, que en multitud de ocasiones el término
imposible puede entenderse de una dificultad muy grande, de una imposibilidad
moral, que no quitan nada a la libertad ni la una ni la otra.
Ahora bien: porque esta seguridad de la
salvación tiene su razón de ser en la devoción a la Madre de Dios, siguiese
claramente de aquí que debe ser proporcionada a la misma devoción, tanto más
sólida o tanto más débil cuanto seamos más o menos perfectamente siervos e
hijos de María. Si vuestro culto por Ella va encaminado y llega hasta haceros
imitadores de sus virtudes; si sois castos, pacientes, exactos en cumplir los
mandamientos de su divino Hijo; si huís hasta de la sombra del mal; en una palabra: si sois de aquellos a
quienes el amor de María lleva eficazmente a seguir con fidelidad la
advertencia dada por Ella a los siervos de las Bodas de Caná, "Haced
cuanto Él os dijere"; si todo esto es así, vuestra devoción a María será,
sobre todo para vosotros, una señal segura de predestinación. Sin embargo,
siempre tendréis que temer, no de parte de vuestra celestial Protectora, sino
por parte vuestra; porque podéis enfriaros en esta devoción, y hasta perderla.
Ejemplos hay de semejante desgracia.
Si esto es así —decían el jansenismo y sus fautores—, ¿por
qué nos anunciáis la devoción a la Santísima Virgen como una señal y una prenda
infalible de salvación? Porque, en efecto, siempre que hagamos penitencia y, una vez justificados,
observemos fielmente la ley divina, a ejemplo de María, ciertamente seremos del
número de los elegidos, aun cuando no tuviésemos a esta Señora una devoción
particular. Por el contrario, si no cumplimos este doble deber, aunque
hubiésemos multiplicado sin fin nuestras prácticas de devoción, no habrá ni
perdón, ni salvación para nosotros. ¿No es ley acaso de la eterna Justicia que
el cielo es para cualquiera que se presenta en el juicio divino revestido de la
gracia, y para él solamente? Cierto, respondemos: nadie se salva si no tiene la
caridad en su corazón. Pero, a pesar de eso, el culto piadoso de la Santísima
Virgen no deja de ser prenda de predestinación para aquellos mismos que,
justificados por la penitencia, caminan después valerosamente por las sendas de
la justicia. Y ¿por qué? Porque a su devoción deberán las gracias escogidas que
asegurarán su perseverancia, los levantarán en sus caídas, si vienen a desmayar
por momentos, y, finalmente, los conducirán, bajo la protección de su celestial
Madre, a la Eternidad bienaventurada.
Prenda y señal de salvación para los justos, también lo es
para los pecadores la devoción a Nuestra Señora; hablamos de esas almas que,
demasiado débiles o demasiado cobardes para romper los lazos del pecado, gimen
en su esclavitud y piden a María la fuerza de voluntad que les falta para
reconquistar la libertad de hijos de Dios. Sin duda, el estado en que los
suponemos es incompatible con la salvación. Mientras que esos extraviados
permanezcan en él, están lejos de Dios por muchas pruebas de respeto y amor que
den a la Madre. Pero pueden, y hasta deben, esperar que María, compadecida de
su miseria, hará brotar para ellos del Corazón de su Hijo esas gracias
victoriosas que transforman a un pecador y lo traen, humillado y arrepentido, a los brazos
del Padre que está en los cielos.
Y ahora preguntamos: ¿qué puede perjudicar esta esperanza? ¿Es que María no ama a los pecadores ni se compadece de sus clamores? Todo protesta en Ella contra doctrina tan
desoladora: su bondad, su misericordia, su misión; todo, hasta su
existencia misma.
¿Será tal vez que Jesucristo no la escuchará si, confiada en
su oficio la Mediadora, se acerca al trono de la gracia intercediendo por los
culpables? Tal fué la persuasión de los sectarios de que tratamos. Algunos
llegaron hasta predicar que, "si acaso la Virgen Santísima, importunada
por los ruegos, homenajes y oraciones de un pecador, quisiese hacerse su
Mediadora cerca de su Hijo, este señor para castigar al pecador de haber
querido sorprender su Justicia y de haber abusado de la bondad de su Madre, le
daría muerte y le condenaría, así como Salomón hizo morir a Adonías porque se
valió de la intercesión de su madre, Bethsabé, para pedirle una gracia que
hubiera pugnado con su poder y su autoridad" (Extracto de un sermón predicado en París, hacia el año
1675, en el día de la Natividad de Nuestra Señora. Cf. Apología de los devotos de
la Santísima Virgen, p. 42. Bruselas, 1675). Palabras y pensamientos que son otras
tantas blasfemias contra la Virgen y contra su Hijo; contra la Virgen, cuyo
poder de intercesión niegan; contra su Hijo, a quien convierten en un tirano
sin entrañas para los desgraciados, y sin corazón para su propia Madre.
¿Será quizá que el pecador mismo, con su obstinación, hará
inútiles la ternura de la Mediadora y la bondad paternal del Mediador? Pero si
hablamos de un pecador que se lamenta de su estado, que grita desde el fondo de
su miseria y de su impotencia implorando la mano compasiva y poderosa que sola
puede levantarlo, fortalecerlo y salvarlo. Por consiguiente, el privilegio
prometido a los devotos servidores de la Virgen no es solamente para los
justos; otros también pueden aprovecharse de él, puesto que su devoción hacia
Ella les conseguirá gracias eficaces de penitencia y de sincera conversión.
Además de los pecadores de que acabamos de hablar hay otros
más hundidos en sus desórdenes y menos deseosos de salir de ellos. Tienen sí,
alguna veleidad de volver a Dios algún día. Morir en su desgracia y perecer
delante de Él sin haberse descargado del terrible fardo de sus crímenes, es una
desdicha a que no están resignados. Pero de día en día, e indefinidamente,
retrasan esa vuelta a Dios y esa conversión. Su disposición actual es vivir al
gusto de sus caprichos y pasiones. Si ruegan a la Madre de la Misericordia, si
la honran, no es con el designio de conseguir de Ella la gracia y el auxilio
para salir actualmente de un estado tan funesto, puesto que tienen intención de
perseverar en él, sino únicamente con la esperanza de poderse detener antes de
la hora fatal y no morir sin reconciliarse con Dios.
Hay que decirlo: una devoción tan imperfecta está muy lejos
de inspirar una infalible confianza, porque lo repetimos, la seguridad de
salvación que da la devoción de la Virgen es proporcionada a la medida de dicha
devoción. Ahora bien: ¿es tener para María disposiciones de siervo y de hijo el
resignarse con alegría de corazón a permanecer tan constantemente en oposición
con todo lo que ama, y resistir obstinadamente a sus llamamientos? Y ¿quién
asegura que una devoción tan débil y lánguida no será sofocada bajo el cúmulo
de iniquidades que la oprime? ¿Y no tenemos razones muy graves para prever que
morirá del todo? Diremos en tal caso a esos obtinados: tened cuidado; la muerte
tiene sorpresas inesperadas, y quien así se aparta de Dios acaba frecuentemente
por abandonar también a la Madre de Dios por no honrarla ni siquiera de labios
afuera. Pero, no obstante, no dejéis perecer ese germen, ni apaguéis esa chispa (Benedict XIV, de Festis B. V.. c. 6. de festo B. V. de Monte Carmelo, $ 7). Es todavía un don de
Dios. ¡Cuántas conversiones ha habido "cuyo evidente origen se ha
encontrado bajo las ruinas de una educación religiosa, en un postrer resto de
devoción a María, conservado por el recuerdo de una madre o de una hermana, y
que sólo consistía en un Ave María rezada todas las noches, en un escapulario,
en una medalla llevados religiosamente al pecho, en una Misa oída regularmente
en ciertos días en honor de la Reina del Cielo!" (Monseñor Pavy,
obispo de Alger, Du culte de la T. S. Vierge, III p., ch. 5).
Podríanse citar por centenares los hechos que confirman esta
afirmación del piadoso obispo. Uno de los más notables es la conversión de Laly,
capitán de los Deux-Assciés, es decir, de una de las prisiones flotantes, en
las cuales tantos sacerdotes, condenados a la deportación, fueron muertos en la
época del Terror. Laly fué, ciertamente, uno de los hombres más feroces e
impíos entre tantos monstruos que persiguieron entonces a los sacerdotes
fíeles. No se pueden leer sin horror los ultrajes y tortura de todo género que
les hizo sufrir en la rada de Rochefort. Véase la obra intitulada Les pletres et les réligieux déportés a las costas e islas de la
Charente-Inférieure, por el Abate Manseau, cura arcipreste de
Saint-Martin-de-Rhé.
Ahora bien, por justo juicio de Dios, sucedió que el
miserable jacobino, cuando volvió la calma en los primeros días del siglo XIX,
cayó en la más espantosa miseria juntamente con su familia. Muchas veces el Capellan
del Hospicio de Saint-Martin-de-Rhé hizo los más caritativos intentos para
sacar de la especie de desesperación que sobre él había caído a aquel hombre,
execrado y rechazado por todos, hasta el punto de no poder salir de su
miserable escondrijo. Laly no respondía a las insinuaciones del sacerdote sino
con el silencio o las injurias más groseras. Un día, sin embargo, cuando menos
se esperaba, se le vió acudir a la iglesia, destrozado por el sufrimiento,
humillado, arrepentido. No era ya el mismo hombre. Después de haber confesado
sus crímenes y recibido la absolución, "declaró a su confesor que ni aun
en los días y meses de sus mayores furores revolucionarios había dejado de
rezar diariamente, sin faltar jamás, el Ave María", en cumplimiento de una
promesa hecha a su piadosa madre moribunda. El Ave María lo había salvado.
(Véase la obra dicha, t. I, p. 351.)
Hay, en fin, una última devoción, si es
permitida la frase, en la cual no ven señal alguna, ni prenda de
predestinación, la mayoría de los autores cuyos testimonios citamos al
principio de este capítulo. Es la de aquellos presuntuosos que se animarían a
seguir en sus desórdenes con más seguridad, confiados en algunos homenajes que
rinden a la Virgen Santísima. Importa mucho notar la diferencia entre esta
última clase de pecadores y la que antecede. Los primeros permanecen en la
enemistad de Dios, es cierto, pero con la intención de convertirse algún día, y
con esta intención permanecen fieles a sus prácticas de devoción para con
Nuestra Señora. Los otros alardean de la misma esperanza; pero mientras llega
el postrer momento, fijado para su conversión, se envalentonan para vivir una
vida criminal con lo mismo que debía apartarlos de ella. Tal es la disposición de sus corazones, que si la
Madre de Dios no fuese tan misericordiosa, ni tan buena, no se atreverían a
pecar con tantan tranquilidad y perseverancia; de suerte que su devoción, por
una contradicción odiosa, les sirve de estímulo para vivir en la impenitencia.
A esta última categoría de pecadores hay que aplicar la terrible sentencia
pronunciada por San Alfonso de Ligorio: "Cuando decimos que es imposible
que se condene un siervo de María, no se puede esto entender de
aquellos que se prevalen de esta devoción para pecar con más seguridad. Sin
razón, pues, nos parece lo que nos reprochan de que exaltamos demasiado la
misericordia de María para con los pecadores, y que esto sirve de pretexto a
estos desgraciados para pecar más libremente; porque bien claro decimos que
tales presuntuosos se hacen dignos de castigo y no de misericordia" (Glorias de María, p. I, c. 8). Así hablaban, antes de él, los PP. Juan Crasset, Benito Plazza, Pablo Segneri, Esteban Binet, Cornelio Alapide (in Eccli., XXIV, 81). Antonio Velázquez y Spinelli, por no citar otros, y en los lugares mismos en donde con mas instancia habian propuesto la devoción a María como señal y prenda de predestinación. No es, en efecto, ser siervo de María el prevalecerse en ciertos modos de Ella para ultrajar impunemente a su Hijo. Para estos, pues, no promesas ni esperanzas, sino amenazas.
¿Qué diremos, finalmente, de tales presuntuosos? ¿Les
obligaremos a dejar esas prácticas "y esas oraciones, que (según sus
disposiciones presentes) lejos que santificarlos, no pueden servir sino para
corromperlos?" (Bourdaloue,
Serm. sur la dévot. a la Ste. Vierge, 2» parte). ¡No quiera Dios que aconsejemos tal cosa! Tanto
valdría el decir a ese rico del mundo que, conociendo las promesas hechas a las
limosna, confía en sus liberalidades para con los pobres de Cristo y no teme
sus juicios, ni se inquieta por ellos; tanto valdría, repetimos, el quererle
inducir a ser en adelante despiadado con los desgraciados, sus hermanos. ¡No!,
no debemos arrancar a esos extraviados y endurecidos la última tabla de
salvación. Su devoción no es mala en sí misma, sino que la esterilizan y vician
los sentimientos que ellos tienen. Por una parte debemos hacerles comprender
cuán peligrosas son las disposiciones que tienen para sí mismo, y cuán
injuriosas para la Santísima Virgen, purísima y santísima, a quien pretenden
honrar; y por otra, esforcémonos, no en quitar de sus corazones toda confianza
en Aquella que los Padres han saludado como Esperanza de los desesperados, sino
en que la purifiquen, rectifiquen y perfeccionen.
Y si, desgraciadamente, nada pudiera sustraerlos a las
funestas ilusiones que alimentan, ni el persuadirles que busquen por María la
luz y las fuerzas que no tienen, ni, finalmente, preservarlos de la cólera del
Justo Juez, no podríamos deducir de todo esto que la devoción a María no es
señal ni prenda de predestinación, porque esos tales no tenían más que el
exterior y la máscara de esta devoción, aunque pretendiesen apropiarse sus
privilegios y beneficios. Menos aún eran hijos que mirasen a María como a su
Madre, que la amasen como a una Madre y como Madre esperasen en Ella; porque,
lo repetimos, no es portarse con Ella como hijo, sino como enemigo mortal, el
hacerla en cierto modo fautora y cómplice de los ultrajes inferidos por ellos a
Cristo, su amadísimo Hijo.
Dudamos de que haya muchos pecadores que tengan tan
criminales ilusiones. Si los autores de los siglos XVII y XVIII han lanzado
contra ellos tales anatemas, no fué tanto porque los vieran en gran número
cuanto para no dar ocasión de maledicencia a los jansenistas. En cualquier
caso, no nos atreveríamos a llegar, como algunos de ellos, hasta ver en el
desorden dicho la presunción propiamente dicha que se cuenta entre los pecados
contra el Espíritu Santo, como no sea que se llegue hasta el exceso de esperar
la salvación, después de una vida de crímenes, independientemente de toda
penitencia, aun final, sólo por virtud de algunos homenajes a la Virgen María.
Entonces, en efecto, se verificaría en esos impenitentes lo que el Angel de las
Escuelas enseña de la presunción formal: "esperar el perdón sin
arrepentimiento, y la gloria sin mérito; presunción que es propiamente una
especie de pecado contra el Espíritu Santo", dice el Santo Doctor (2-2,
q. 21, a. 1 et a. 4).
Bastan estas consideraciones para distinguir lo que hay de
capcioso y de falso en las objeciones opuestas por Nicole y sus seguidores
contra la legitimidad de la fórmula tradicional, sin que sea necesario entrar
en más pormenores.
IV. No debemos cerrar este capítulo sin hacer algunas
advertencias sobre la primera de las promesas hechas a los devotos del
Escapulario del Carmen. Conocida es la historia de su origen y principio. Hacia
mediados del siglo XIII, un religioso carmelita, llamado Simón Stock, suplicaba
a la Santísima Virgen, "Flor del Carmelo, Madre de toda bondad, Madre
inmaculada", que mostrase que era verdaderamente para su Orden una Madre,
"recomendándola por alguna señal sensible de su benevolencia cerca de los
que la perseguían". Y "Nuestra Señora se le apareció con un lucido
cortejo, y teniendo en sus manos el hábito de su Orden, le dijo: Esta será la
señal del privilegio que he conseguido para ti y para todos los carmelitas: el
que muera revestido de este hábito no tendrá que sufrir el fuego eterno";
privilegio que desde el principio fué considerado como perteneciente, no sólo a
los religiosos carmelitas estrictamente dichos, sino también a los cofrades que
se les afiliasen legítimamente por medio de la imposición del escapulario del
Carmen (Sacado de la relación del P. Pedro Swayton,
secretario de San Simón Stock, sobre la revelación del Santo Escapulario). Tal es, según la antigua tradición, la gran promesa hecha por la
Madre de Dios. Habría que estar ciego para no ver en ella la devoción del
Escapulario dada como una señal de predestinación, puesto que asegura la
liberación del infierno a todo el que tenga la dicha de morir revestido de la
librea de María Santísima.
No queremos emprender la tarea de contestar una por una y ampliamente a todas las preguntas que sugiere este primer
privilegio del Escapulario, tales como éstas: ¿Es auténtica la aparición de la
Santísima Virgen a San Simón Stock? ¿Es sólo para los religiosos carmelitas
dicha promesa? El solo hecho de morir llevando el escapulario, ¿es señal segura
de salvación? Y ¿cómo se puede conciliar un privilegio tan extraordinario con
lo que ya sabemos de la necesidad de la penitencia y del estado de gracia para
ser admitido en el número de los elegidos? Contentémonos con algunas palabras
sobre cada una de estas preguntas, indicando, sin embargo, a los autores que
las han estudiado menos sumariamente que nosotros lo vamos a hacer. Pero, ante
todo, notemos que la Iglesia no impone como obligatoria la creencia en el
privilegio, cualesquiera que sean, por otra parte, las razones de gravedad y
peso que militan en favor de la aparición celestial y de la promesa.
Primera pregunta: ¿Es auténtica la revelación hecha por la
Santísima Virgen a San Simón Stock? Ha habido autores, entre los cuales tiene
el primer lugar el galicano Lannoy, que la han impugnado con vehemencia; pero
tiene en su favor, además de la creencia común de los fieles, su inserción en
las lecciones del Breviario y los testimonios dados, después del examen de los
textos, por hombres de gran autoridad en estas materias. Por ejemplo: Benedicto
XIV, en sus Comentarios sobre las fiestas de la Santísima Virgen, dice así:
"En cuanto a la visión (de San Simón Stock), la creemos verdadera, y
estimamos que todos deben tenerla por tal" (De Festis B. V.. c. 6, de Festo B. V. de Monte Carmelo, § 8). Antes de él habló lo
mismo el P. Teófilo Raynaud en uno de sus opúsculos titulado El escapulario de
María, explicado y defendido (t. VII), obra que valió al sabio jesuíta la gratitud
y las gracias del General de los Carmelitas, ofrecidas en nombre de los
representantes de la Orden, reunidos en Roma en Capítulo general. Omitimos los
escritores carmelitas para citar a otro jesuíta célebre, el P. Papebrock, que,
después de haber expuesto algunas dudas sobre la visión del Santo, y sobre todo
contra la gran promesa, acabó por declararse satisfecho de las explicaciones
que daban los carmelitas (responsion. ad P. Sebastian, a S. Paulo, Par. 2, Respons. ad. a. 20).
Es cierto, sin embargo, que hasta ahora la Iglesia,
relatando en las lecciones del Breviario el hecho mismo de la aparición,
guardaba silencio sobre el especial privilegio "en virtud del cual no
pasará por las llamas del infierno cualquiera que muera piadosamente revestido
con el hábito del Carmen" (Cf. Offic. II.
V. de Monte Carm.. 16 julii). Pero dicho privilegio está explícitamente
insertado, con el consentimiento de León XIII, en el oficio de San Simón Stock,
recientemente aprobado para toda la Iglesia de Inglaterra. Léese, en efecto, en
la tercera lección del segundo nocturno: "Rogando el
Bienaventurado Simón a la Santísima Virgen que distinguiese entre todas a su
Orden por algún privilegio especial, se le apareció, acompañada de una multitud
de ángeles, llevando en sus manos el escapulario de la Orden, y le dijo: Esto
será para ti y para todos los carmelitas la señal pedida, el privilegio
especial en virtud del cual todo el que muera piadosamente revestido con este
hábito no sufrirá el fuego eterno."
En resumen —concluye un autor reciente—, la evidencia
histórica cuyos títulos hemos citado es suficiente, más que suficiente, para
establecer la autenticidad del relato de la aparición de Nuestra Señora y de la
promesa hecha a San Simón Stock. La creencia general del mundo católico, la
promulgación de la Iglesia docente, la aceptación de la Iglesia discente, o sea
los fieles, nada falta de lo que puede probar el origen sobrenatural del
escapulario" (Le Scapulaire
de N. D. du Mont-Carmel... revu et traduit del'anglais du R. P. Clarke, S. J.,
par un Carme déchaussé (2e. ed.), I p., pp. 38, 39. Hay que advertir que los
términos Iglesia docente, Iglesia discente, no pueden tener aquí su
significación estrictamente dogmática). Puédese, pues, creer piadosamente en este privilegio y
poner su confianza en la visión que lo comunica y atestigua.
Segunda cuestión: ¿Se extiende la gran promesa a los
asociados, miembros de la Cofradía del Escapulario? La respuesta afirmativa es
indudable, y nadie ha impugnado jamás este punto especial después de haber
admitido los otros. El mismo que escribió la relación de la aparición milagrosa
bajo el dictado de San Simón, esto es, el P. Pedro Swaynton, cuenta la súbita
conversión de un señor seglar que pasó, en el momento de la muerte, de la más
espantosa desesperación a la paz de los hijos de Dios por la aplicación del
hábito privilegiado (Le Scapulaire,
etc., p. XLI, sigs.).
Tercera cuestión: El hecho de morir con el escapulario, ¿es
señal cierta de salud? ¿Cómo conciliar un privilegio tan extraordinario con la
necesidad de la penitencia y del estado de gracia para ser admitido en el
número de los elegidos? Esta cuestión fué la que levantó en otro tiempo las
mayores dificultades. Calumniaríamos a los defensores del escapulario
pretendiendo que, según ellos, el sólo hecho de morir con la santa librea de
María preserva del infierno, cualquiera que sea el estado en el cual se
comparezca delante de Dios. Tampoco hay, sobre este punto, desacuerdo alguno:
el escapulario de la Virgen del Carmen, como las otras prácticas de devoción
hacia la misma Señora Santísima, no puede suplir ni los méritos ni la
penitencia. De esto no se deduce que la entrada en la Cofradía del Escapulario
sea inútil a los asociados, porque llevar esta insignia es crearse como una
especie de derecho a la singular protección de la Reina del Cielo y prepararse
para recibir esas gracias de conversión que ablandan los corazones más
duros y los llevan a Dios (El P. Teófilo Raynaud resolvió anteriormente la misma
objeción en sus disertaciones sobre el Escapulario del Carmen. i Scapulare Marian., ülustratum et defenmm, 2, VII, Opp., t.
VII, pp. 293, sq.)
Hasta aquí es clara la respuesta. Pero resta que resolver la
segunda parte del problema. Supongamos un hombre que muere revestido del
escapulario; añadamos que ese hombre, notoriamente infiel a sus deberes más
sagrados, ha sido víctima de una de esas sorpresas repentinas que parecen no
permiten preparación próxima de ninguna clase para el último paso. ¿Puédesele
considerar como un elegido de Dios por esta única razón de que se ha encontrado
en su cuerpo el hábito de la Reina del Carmen? Si hay que entender con todo
rigor las palabras de la gran promesa del escapulario, débese responder
afirmativamente: In hoc moriens aeternum non patietur
incendium. No porque el escapulario pueda tener el lugar del arrepentimiento y
de los méritos, de nuevo lo repetimos, sino porque la devoción a la Santísima
Virgen, de la cual hacía profesión este pecador, y cuyo símbolo llevaba, le
hubiera valido, anteriormente a la pérdida del sentimiento y de la vida,
disposiciones suficientes para morir justificado. Tal es, si no nos engañamos,
la interpretación estricta que tiende a prevalecer, y ésta la que encontramos
particularmente en el sabio estudio sobre el escapulario del Carmen, de que
hablábamos hace poco.
El teólogo a quien la debemos se guarda muy bien, por otra
parte, de procurar con esta doctrina ningún aliento para el pecado. ¿Por qué?
Porque aquel que fuese tan desgraciado que se durmiese en el crimen y se
hiciese sordo a los llamamientos de la misericordia, haciendo de su escapulario
un motivo de impenitencia, no se hallará en el lecho de la muerte cubierto con
la librea de María. Dios Nuestro Señor, por el honor de su Madre, no permitirá
que sea tan injuriosamente profanada. Sucederá, por una u otra causa, que aquel
endurecido sea al fin despojado del hábito en el cual había puesto una
confianza tan presuntuosa; será por accidente casual, será por olvido, será por
la vergüenza de aparecer cubierto con él delante de los compañeros y cómplices
de sus desórdenes; a veces también por esa indiferencia hacia las cosas santas,
tan frecuente en la obstinación en el mal; quizá, en fin, por una especie de
desesperación. El demonio, deseoso de asegurarse su presa, procurará muy bien
que en el momento supremo no tenga aquella salvaguardia con la que tanto había
contado. Esta interpretación de la promesa es seria y firmemente apoyada; muy capaz, por consiguiente, de inducir a los fieles a formar
parte de los asociados del Escapulario para honra de la Santísima Virgen y
mayor bien de sus almas.
No nos atrevemos, sin embargo, a concluir con certeza: morir
con el escapulario es morir en la amistad de Dios; gracias a la perseverancia o
gracias a la conversión; y esto, por tres razones principales: la primera, que
una salvación tan evidente como la que se puede tener muriendo con el hábito
del Carmen nos parece muy extraordinaria. La segunda, que no hallamos,
generalmente, entre los autores antiguos una seguridad tan grande; y esto hasta
en aquellos mismos que han combatido para sostener el privilegio del
escapulario. Ciertamente que lo ponen como una prenda de predestinación; pero
sin llegar, según creemos, hasta decir que no habría ya dudas fundadas sobre la
salvación de un pecador que rechazara, en el momento mismo de la muerte, los
auxilios de la Religión, si hubiese conservado hasta el último suspiro la
sagrada librea de María (Sin embargo, el V. P. Claudio de la Colomblére no
admite la hipótesis de un cristiano que muere con el Escapulario en estado
de condenación. "No os engañéis, no podréis pasar de una vida licenciosa y
descarriada a la vida eterna, sino por la senda de la penitencia sincera:
pero este sincero arrepentimiento, este momento feliz os lo sabrá procurar la
mas tierna de las madres. Cuando menos lo penséis, hará lucir en vuestras almas
un rayo de luz sobrenatural que repentinamente os desengañará... Si no
obstante, y a pesar de tantas gracias, os obstináis en no cambiar de vida, si
cerráis los ojos a tanta luz... en una palabra, si quereis morir en vuestro pecado, en él
moriréis... Pero no moriréis con el Escapulario. Vosotros ¡si! vosotros mismos os despojaréis de este hábito santo antes que muráis con él impenitentes". (Sermon del Escapulario, predicado en la Iglesia de los Carmelitas de Lyón. El teologo Billuart, predicando sobre
el mismo asunto, adoptó el mismo sentir del venerable o, mejor dicho, copió casi palabra por palabra
su texto.)
En tercer lugar, las palabras de la Promesa podrían quizá
admitir un significado más amplio. Magníficas son también las promesas hechas a
los que se alistan en las Congregaciones bajo la bandera de María. ¿Quién
diría, sin embargo, que basta, para gozar de estos beneficios, estar inscritos
en los registros de la Congregación, aunque se viva olvidado de todos los
deberes de un hijo de María, como un infiel y no como un cristiano? ¿Sería
esto, en verdad, permanecer congregante de María? ¿Y no será lícito pensar
que tampoco pertenece ya de derecho a la Cofradía del Escapulario el que se
contenta con llevar materialmente las insignias como un soldado desertor que
al huir conserva todavía el uniforme? Esto, quizá, significan las advertencias
dadas por San Simón Stock en el relato de su visión: "Conservando,
hermanos míos, estas palabras en vuestros corazones, esforzaos en asegurar
vuestra predestinación con las buenas obras, sin desfallecer jamás; velad en la
acción de gracias por un beneficio tan grande; orad sin cesar, a fin de que la
promesa a mí comunicada se verifique para gloria de la Santísima Trinidad,
Padre, Hijo y Espíritu Santo, y de la Virgen, por siempre bendita" (P. Swayton).
Sea lo que fuere de esas diferentes interpretaciones, el
privilegio tan misericordiosamente concedido por la Santísima Virgen al Escapulario del Carmen no queda en discusión, y siempre será
verdad el decir: "Todo el que muera piadosamente (La palabra
piadosamente está añadida en la lección del Oficio aprobado para los católicos
ingleses), llevando este
hábito, no sufrirá las llamas infernales." ¡Sí!, lo creemos: un pecador,
por criminal y obstinado que haya sido hasta entonces; un pecador a quien la
muerte encuentre a los pies de María, cubierto con la librea de María, no
perecerá; porque, aun cuando hubiese bebido la iniquidad como el agua, esta
Madre de misericordia, hacia la cual eleva el infeliz una mirada confiada y
humilde, le obtendrá de su Hijo la gracia eficaz que, cambiando los corazones,
hace un hijo de Dios del pecador más desesperado.
Terminaremos estos largos, pero útiles comentarios con
algunas reflexiones de un prelado que fué singularmente devoto,del culto de
María, Señora nuestra. Serán como el resumen de todo este capítulo: "Sin
duda que la devoción a María no es perfecta sino cuando ha llegado a ser el
vivo reflejo de su fe, de su humildad, de su pureza angélica, de su unión con
Dios, de su caridad, de su dulzura y de su resignación; pero aunque sea
imperfecta no deja de ser verdadera y sincera. Es una semilla de bendición que
tarde o temprano, si se la cultiva, producirá frutos de penitencia...
"Aquí, sacerdotes del Señor, os suplicamos que midáis
bien vuestras palabras. Desconfiad de ese celo amargo y poco ilustrado que hace
consistir enteramente la devoción a la Santísima Virgen en la estricta
imitación de su ejemplos, y que fuera de esto nada encuentra bueno, nada
provechoso en las prácticas que la Iglesia ha instituido en honor de esta
Señora. Predicar que la devoción a a María, en los que viven desarregladamente,
es una piedad mentirosa, injuriosa a Cristo y a su Madre, una exterioridad
irrisoria, una vana y criminal confianza es falsear la regla y traspasar los
límites de la verdad, es detener la corriente de la gracia; es, a fuerza de
sequedad y de exageración, convertir la flaqueza en desesperación, cuando la
intención de la Iglesia es injertar el arrepentimiento en la misericordia...
"Pero en la hora de la muerte es cuando más falta hace
recordar que María es el refugio de los pecadores... Cualquiera que haya sido
la vida de esos pobres moribundos, instadlos, exhortadlos a que pidan esa
gracia (la gracia de un acto de arrepentimiento sincero) por María. Si fueron
devotos suyos, la obtendréis seguramente, y aun cuando la hubiesen enteramente
olvidado, y hasta blasfemado de Ella, podéis también, seguramente, conseguirlo;
porque Ella se llama Nuestra Señora de los Remedios, Nuestra Señora del Buen
Socorro, de la Liberación y de la Buena muerte, la Esperanza de los culpables,
el Puerto de los náufragos..., la Esperanza de los desesperados".
J.B. Terrien
MARIA MADRE DE DIOS Y MADRE DE LOS HOMBRES
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