ADVERTENCIAS PRELIMINARES
La Inmaculada Concepción es ciertamente, en nuestra época, la principal festividad de María. El quincuagésimo aniversario de su proclamación dió ocasión a que se escribiera este libro. Debemos, pues, prestar a este gran misterio una particular atención. He aquí por qué :
Comenzaremos por hacer algunas reflexiones sobre la evolución del dogma de la infalibilidad pontificia. Éstas podrán iluminar y aun tranquilizar a algunos espíritus perturbados tal vez, al enterarse de que tan preciado privilegio de María no fué desde un principio formalmente definido y que encontró, antes de la decisión de la Iglesia, ilustres y santos contradictores.
Daremos las meditaciones correspondientes a toda una novena preparatoria.
Para la misma fiesta propondremos dos meditaciones diferentes: la primera vinculada a la novena; la segunda más independiente. El tema es propuesto por tercera vez, y más teológicamente en las meditaciones para los sábados en la primera sección.
Comenzaremos por hacer algunas reflexiones sobre la evolución del dogma de la infalibilidad pontificia. Éstas podrán iluminar y aun tranquilizar a algunos espíritus perturbados tal vez, al enterarse de que tan preciado privilegio de María no fué desde un principio formalmente definido y que encontró, antes de la decisión de la Iglesia, ilustres y santos contradictores.
Daremos las meditaciones correspondientes a toda una novena preparatoria.
Para la misma fiesta propondremos dos meditaciones diferentes: la primera vinculada a la novena; la segunda más independiente. El tema es propuesto por tercera vez, y más teológicamente en las meditaciones para los sábados en la primera sección.
LA EVOLUCIÓN DOGMATICA Y LA INFALIBILIDAD PONTIFICIA
En la economía sobrenatural de la revelación, Dios ha combinado maravillosamente las larguezas provenientes de la gracia con las conveniencias de nuestra naturaleza. La unidad y la estabilidad de la fe se concilian con un real desarrollo de nuestro conocimiento; el don de Dios exige el ejercicio de nuestra actividad; la infalibilidad no suprime trabajo alguno: es una de las más hermosas confirmaciones de la verdad católica, el ver cómo establece, entre la estabilidad y el progreso, la posesión y la investigación una alianza que no existe en ninguna otra religión o secta disidente.
Terminó la revelación cristiana en tiempo de los Apóstoles. Entonces el Señor por sí mismo o por el Espíritu Santo acabó todas las verdades así especulativas como prácticas, a cuya luz debe vivir y perfeccionarse la humanidad hasta llegar al término de sus terrenales destinos. Nuestro acto de fe y el de San Pedro versan sobre el misma conjunto sin una verdad de más ni de menos. Creemos lo que creían los fieles de las catacumbas, y nuestros más lejanos descendientes creerán lo que nosotros creemos. Una misma fórmula ha sido y será la suya y la nuestra: «Creo cuanto Dios ha revelado y la Iglesia me propone como de fe». Y al decir estas palabras, los cristianos pasados, presentes y por venir nos referimos al mismo histórico momento; la Iglesia jamás nos propondrá para creer otras verdades que las contenidas en el depósito confiado a los Apóstoles de Jesucristo y, por medio de ellos, a la Sociedad cristiana.
Mas ¿qué verdades están allí contenidas? Al lado de las verdades fundamentales, inmediatamente necesarias, cuya evidente revelación salta a la vista, o que sólo un espíritu quisquilloso y excesivamente sutil podrá poner en duda ¿no se comprende acaso que pueda haber muchas otras en las cuales no se fija tan pronto la atención o que por algún tiempo quedan envueltas eu la obscuridad? Una sola mirada abarca toda la belleza de un paisaje; pero, luego, una contemplación prolongada y reflexiva ¿no descubre por ventura en él aspectos nuevos, al principio inadvertidos? Y las discusiones ¿no acaban por poner en claro el texto de leyes tal vez desde hace muchos años promulgadas? Así, pues, a la manera que sin cambio alguno en el paisaje o en la ley, el espectador o el jurista progresan en el conocimiento de un cuadro de la naturaleza o de un monumento jurídico igualmente no repugna que los cristianos adquieran, en el decurso de las edades, un conocimiento más claro de las verdades reveladas en la época apostólica.
Dios pudo, ciertamente, dar desde el principio un conocimiento claro de cuanto revelaba; mas no lo hizo, porque quiso una Religión viva y progresiva. La encina comienza por ser bellota ; el cuerpo del hombre atraviesa, permaneciendo idéntico a sí mismo, las fases sucesivas de su magnífico desarrollo (Comparación de que se servía ya en el siglo V San Vicente de Lerins: Imitetur animarum religio rationem corporum quae, licet annorum processu números suos evolvant et explicent, eadem tamen quae erant permanent. In Commentario primo, c. 23. Migne, P. L., t. 50, col. 668). El entendimiento puede adelantar siempre en el conocimiento y la voluntad en la virtud. ¿No convenía que la fe tuviese, a su manera, su ciencia y ésta sus adelantos? Y he aquí que, efectivamente, la Iglesia adquiere, de siglo en siglo, el claro conocimiento de verdades que sólo pudo poseer antes de un modo confuso y aun sin advertirlo.
Para que su fe sea inmutable, es necesario y suficiente que las mismas verdades hayan sido siempre creídas con fe, a lo menos implícita, y que la adhesión expresa y formal a un punto de la fe, jamás pueda ser retractada. Ahora bien, esta identidad de la fe se ve, en la historia, magníficamente confirmada. Siempre ha unido la Iglesia, a las creencias explícitas, la implícita creencia en todo lo que contienen las Escrituras Sagradas y la Tradición: los dos canales que le transmiten la revelación divina, acabada al morir el último de los apóstoles; la Iglesia nunca se ha retractado de una definición de fe.
Por donde es fácil comprender que ciertas verdades pueden compararse con las estrellas que, ocultas primero bajo el horizonte, aparecen luego a medias, hasta brillar después con todo su esplendor en el firmamento. Entonces se las admira, pero nunca han dejado de pertenecer a la bóveda celeste. Para las verdades de este género, la primera época será de silencio; durante la segunda, se planteará la cuestión, cuestión que no excluye ni la contradicción ni una leal controversia; finalmente, las mismas discusiones traerán, harán necesaria una decisión irreformable, no para comunicar al mundo una nueva revelación, sino para enseñarle que tal verdad estaba contenida en la revelación antigua (Ni siquiera es del todo exacto decir que antes era uno libre para creer o no creer. La fe divina se debe a la palabra divina y no puede prestarse más que a esta palabra. Pero mientras un punto de doctrina no es propuesto expresamente por la Iglesia, puede uno ignorar su revelación y negarla sin ser hereje ante la sociedad cristiana. Ante Dios, sin embargo, los que saben que está revelado, están obligados a creerlo, y los que sospechan su revelación, pecarían contradiciéndola de un modo absoluto. Por la definición de la Iglesia, conoce el mundo católico con certeza que la verdad definida es revelada por Dios, y cualquiera que se obstinase en negarla sería culpable de herejía formal).
Preguntará tal vez alguno, si no hay cambio de fe a lo menos en los excusables contradictores que aquella verdad tuvo en la segunda época. De ningún modo. Nunca la negación de éstos formó parte del Credo. El razonamiento les había conducido a una duda o persuasión humana, que ellos tenían cuidado de subordinar siempre al juicio de la Iglesia; y cuando ésta hubo hablado, cambiaron, no de fe, sino de opinión, en virtud de su mismo principio general: «Creo cuanto Dios ha revelado y la Iglesia me propone como de fe». Más aún, antes de la definición de la Iglesia, cada vez que decían absolutamente: «Creo cuanto Dios ha revelado», retractaban virtualmente el error contrario en que habían involutariamente caído.
Las consideraciones que acabamos de sentar ponen también de manifiesto todo el trabajo que Dios revelador deja a los esfuerzos humanos: es decir, el estudio de cada punto de doctrina «en sus múltiples conveniencias y analogías, en sus fundamentos tradicionales, en sus relaciones con otras verdades conocidas» (Bainvei,, L'histoire d'un ciogme. Etuiiks).
En esta inmensa tarea, no abandona Cristo a su Iglesia ni a su Pastor supremo. La Iglesia no puede errar en la fe, ni tampoco el Sumo Pontífice, al definir lo que debemos creer. Mas entiéndase bien esta imposibilidad de errar o infalibilidad del Vicario de Cristo. No supone una manifestación milagrosa de lo alto, sino que es una garantía que acompaña a las prudentes decisiones de la suprema autoridad. El Papa infalible no es un iluminado, dotado de intuición sobrenatural para penetrar en la revelación con una mirada directa que sondee todas sus profundidades: habla como cabeza responsable, ante Dios, de la sociedad cristiana. Antes de definir ha podido ignorar, dudar; ha de investigar, atender, orar; no ha de omitir ningún medio humano para indagar. Después, en el momento favorable, promulga la decisión definitiva que se presenta, sellada con el cuño de la más severa razón y con el de la promesa divina.
Esos son los principios generales de que usa la Iglesia constantemente: maduras deliberaciones han precedido siempre y han acompañado a las definiciones dogmáticas, que desde los tiempos más antiguos, se han dado en los Concilios, ya para oponerlas a los herejes, ya para disipar dudas y confusiones. Fruto de tales definiciones ha sido esclarecer y precisar la doctrina de la Santísima Trinidad, de la Encarnación del Verbo, de la maternidad divina de María, de la Sagrada Eucaristía, de la gracia, de los sacramentos, de la autoridad pontificia. Lo mismo ocurrirá con los dogmas, cuya proclamación verán los tiempos venideros. Porque, pese a la impiedad, la era de las definiciones no ha terminado.
La Inmaculada Concepción pertenece a esta clase de verdades cuyo claro conocimiento no fué siempre necesario a la Iglesia. Después de haber sido por algún tiempo formalmente ignorada, pudo, en una edad posterior, hallar oposición entre los sabios católicos y los santos, desviados por la objeción especiosa que se sacaba de verdades antes conocidas, y, especialmente, de la necesidad de la redención y de la universalidad del pecado original. Fué entonces la misión y la obra de otros sabios y otros santos, soltar estas dificultades y establecer la concordancia entre la inmunidad de María y los dogmas plenamente poseídos por la Iglesia; mientras el sentido cristiano de los fieles, más seguro y más protegido por Dios que los razonamientos de privadas autoridades, se adhería sin vacilar y con entusiasmo al privilegio de María. El pueblo cristiano, en efecto, desde que le fué preciso pronunciarse sobre esta materia, no pudo resolverse a admitir mancha en la Madre de Dios a quien se le enseñaba a saludarla llena de gracia y a no admitir derrota alguna en la mujer que se le representaba como vencedora del demonio.
Vamos ahora a resolver, aunque indirectamente, la cuestión de Harnack: «¿A quién y cuándo fué revelado este dogma?»
No es necesario señalar persona alguna determinada, ni un momento preciso y único. Para explicar en las palabras nuestro pensamiento, la revelación de este dogma se compone principalmente, a nuestro entender, de tres momentos sucesivos. Empezada en el proto-evangelio (Llámase así el versículo del Génesis (III, 15) en que Dios, ni conminar con el castigo al infernal tentador, simbolizado en la serpíente, promete indirectamente el Redentor), En donde se anuncia la enemistad radical que hará que la mujer de la posteridad de Adán (Según el hebreo, el triunfo se atribuye directamente a la raza de la mujer. Pero la enemistad es común a la mujer v a lu raza, y por ende también la victoria) triunfe de la serpiente y de su raza, y continuada en la inefable escena del Evangelio, cuando un ángel saluda a María llena de gracia y pide que consienta en ser Madre de Dios, concluye esta revelación en el sentido y en la interpretacion de estos textos, que Dios legó a su Iglesia por medio de la Tradición. Desde el origen de la Iglesia, María fué conocida como nueva Eva, triunfadora del demoino, enterámente santa y revestida de una dignidad irreconciliable con la idea de mancha y de pecado. Esta triple idea, transmitida de edad en edad ¿excluía el contagio del pecado original? Cuando después de muchos siglos se hizo esta pregunta, la Iglesia, tras largas investigaciones, reconoció que su tradicional creencia en la santidad y grandezas de María y también en la oposición establecida entre la Madre de Dios y el demonio, repugnaba también con la falta original.
Terminó la revelación cristiana en tiempo de los Apóstoles. Entonces el Señor por sí mismo o por el Espíritu Santo acabó todas las verdades así especulativas como prácticas, a cuya luz debe vivir y perfeccionarse la humanidad hasta llegar al término de sus terrenales destinos. Nuestro acto de fe y el de San Pedro versan sobre el misma conjunto sin una verdad de más ni de menos. Creemos lo que creían los fieles de las catacumbas, y nuestros más lejanos descendientes creerán lo que nosotros creemos. Una misma fórmula ha sido y será la suya y la nuestra: «Creo cuanto Dios ha revelado y la Iglesia me propone como de fe». Y al decir estas palabras, los cristianos pasados, presentes y por venir nos referimos al mismo histórico momento; la Iglesia jamás nos propondrá para creer otras verdades que las contenidas en el depósito confiado a los Apóstoles de Jesucristo y, por medio de ellos, a la Sociedad cristiana.
Mas ¿qué verdades están allí contenidas? Al lado de las verdades fundamentales, inmediatamente necesarias, cuya evidente revelación salta a la vista, o que sólo un espíritu quisquilloso y excesivamente sutil podrá poner en duda ¿no se comprende acaso que pueda haber muchas otras en las cuales no se fija tan pronto la atención o que por algún tiempo quedan envueltas eu la obscuridad? Una sola mirada abarca toda la belleza de un paisaje; pero, luego, una contemplación prolongada y reflexiva ¿no descubre por ventura en él aspectos nuevos, al principio inadvertidos? Y las discusiones ¿no acaban por poner en claro el texto de leyes tal vez desde hace muchos años promulgadas? Así, pues, a la manera que sin cambio alguno en el paisaje o en la ley, el espectador o el jurista progresan en el conocimiento de un cuadro de la naturaleza o de un monumento jurídico igualmente no repugna que los cristianos adquieran, en el decurso de las edades, un conocimiento más claro de las verdades reveladas en la época apostólica.
Dios pudo, ciertamente, dar desde el principio un conocimiento claro de cuanto revelaba; mas no lo hizo, porque quiso una Religión viva y progresiva. La encina comienza por ser bellota ; el cuerpo del hombre atraviesa, permaneciendo idéntico a sí mismo, las fases sucesivas de su magnífico desarrollo (Comparación de que se servía ya en el siglo V San Vicente de Lerins: Imitetur animarum religio rationem corporum quae, licet annorum processu números suos evolvant et explicent, eadem tamen quae erant permanent. In Commentario primo, c. 23. Migne, P. L., t. 50, col. 668). El entendimiento puede adelantar siempre en el conocimiento y la voluntad en la virtud. ¿No convenía que la fe tuviese, a su manera, su ciencia y ésta sus adelantos? Y he aquí que, efectivamente, la Iglesia adquiere, de siglo en siglo, el claro conocimiento de verdades que sólo pudo poseer antes de un modo confuso y aun sin advertirlo.
Para que su fe sea inmutable, es necesario y suficiente que las mismas verdades hayan sido siempre creídas con fe, a lo menos implícita, y que la adhesión expresa y formal a un punto de la fe, jamás pueda ser retractada. Ahora bien, esta identidad de la fe se ve, en la historia, magníficamente confirmada. Siempre ha unido la Iglesia, a las creencias explícitas, la implícita creencia en todo lo que contienen las Escrituras Sagradas y la Tradición: los dos canales que le transmiten la revelación divina, acabada al morir el último de los apóstoles; la Iglesia nunca se ha retractado de una definición de fe.
Por donde es fácil comprender que ciertas verdades pueden compararse con las estrellas que, ocultas primero bajo el horizonte, aparecen luego a medias, hasta brillar después con todo su esplendor en el firmamento. Entonces se las admira, pero nunca han dejado de pertenecer a la bóveda celeste. Para las verdades de este género, la primera época será de silencio; durante la segunda, se planteará la cuestión, cuestión que no excluye ni la contradicción ni una leal controversia; finalmente, las mismas discusiones traerán, harán necesaria una decisión irreformable, no para comunicar al mundo una nueva revelación, sino para enseñarle que tal verdad estaba contenida en la revelación antigua (Ni siquiera es del todo exacto decir que antes era uno libre para creer o no creer. La fe divina se debe a la palabra divina y no puede prestarse más que a esta palabra. Pero mientras un punto de doctrina no es propuesto expresamente por la Iglesia, puede uno ignorar su revelación y negarla sin ser hereje ante la sociedad cristiana. Ante Dios, sin embargo, los que saben que está revelado, están obligados a creerlo, y los que sospechan su revelación, pecarían contradiciéndola de un modo absoluto. Por la definición de la Iglesia, conoce el mundo católico con certeza que la verdad definida es revelada por Dios, y cualquiera que se obstinase en negarla sería culpable de herejía formal).
Preguntará tal vez alguno, si no hay cambio de fe a lo menos en los excusables contradictores que aquella verdad tuvo en la segunda época. De ningún modo. Nunca la negación de éstos formó parte del Credo. El razonamiento les había conducido a una duda o persuasión humana, que ellos tenían cuidado de subordinar siempre al juicio de la Iglesia; y cuando ésta hubo hablado, cambiaron, no de fe, sino de opinión, en virtud de su mismo principio general: «Creo cuanto Dios ha revelado y la Iglesia me propone como de fe». Más aún, antes de la definición de la Iglesia, cada vez que decían absolutamente: «Creo cuanto Dios ha revelado», retractaban virtualmente el error contrario en que habían involutariamente caído.
Las consideraciones que acabamos de sentar ponen también de manifiesto todo el trabajo que Dios revelador deja a los esfuerzos humanos: es decir, el estudio de cada punto de doctrina «en sus múltiples conveniencias y analogías, en sus fundamentos tradicionales, en sus relaciones con otras verdades conocidas» (Bainvei,, L'histoire d'un ciogme. Etuiiks).
En esta inmensa tarea, no abandona Cristo a su Iglesia ni a su Pastor supremo. La Iglesia no puede errar en la fe, ni tampoco el Sumo Pontífice, al definir lo que debemos creer. Mas entiéndase bien esta imposibilidad de errar o infalibilidad del Vicario de Cristo. No supone una manifestación milagrosa de lo alto, sino que es una garantía que acompaña a las prudentes decisiones de la suprema autoridad. El Papa infalible no es un iluminado, dotado de intuición sobrenatural para penetrar en la revelación con una mirada directa que sondee todas sus profundidades: habla como cabeza responsable, ante Dios, de la sociedad cristiana. Antes de definir ha podido ignorar, dudar; ha de investigar, atender, orar; no ha de omitir ningún medio humano para indagar. Después, en el momento favorable, promulga la decisión definitiva que se presenta, sellada con el cuño de la más severa razón y con el de la promesa divina.
Esos son los principios generales de que usa la Iglesia constantemente: maduras deliberaciones han precedido siempre y han acompañado a las definiciones dogmáticas, que desde los tiempos más antiguos, se han dado en los Concilios, ya para oponerlas a los herejes, ya para disipar dudas y confusiones. Fruto de tales definiciones ha sido esclarecer y precisar la doctrina de la Santísima Trinidad, de la Encarnación del Verbo, de la maternidad divina de María, de la Sagrada Eucaristía, de la gracia, de los sacramentos, de la autoridad pontificia. Lo mismo ocurrirá con los dogmas, cuya proclamación verán los tiempos venideros. Porque, pese a la impiedad, la era de las definiciones no ha terminado.
La Inmaculada Concepción pertenece a esta clase de verdades cuyo claro conocimiento no fué siempre necesario a la Iglesia. Después de haber sido por algún tiempo formalmente ignorada, pudo, en una edad posterior, hallar oposición entre los sabios católicos y los santos, desviados por la objeción especiosa que se sacaba de verdades antes conocidas, y, especialmente, de la necesidad de la redención y de la universalidad del pecado original. Fué entonces la misión y la obra de otros sabios y otros santos, soltar estas dificultades y establecer la concordancia entre la inmunidad de María y los dogmas plenamente poseídos por la Iglesia; mientras el sentido cristiano de los fieles, más seguro y más protegido por Dios que los razonamientos de privadas autoridades, se adhería sin vacilar y con entusiasmo al privilegio de María. El pueblo cristiano, en efecto, desde que le fué preciso pronunciarse sobre esta materia, no pudo resolverse a admitir mancha en la Madre de Dios a quien se le enseñaba a saludarla llena de gracia y a no admitir derrota alguna en la mujer que se le representaba como vencedora del demonio.
Vamos ahora a resolver, aunque indirectamente, la cuestión de Harnack: «¿A quién y cuándo fué revelado este dogma?»
No es necesario señalar persona alguna determinada, ni un momento preciso y único. Para explicar en las palabras nuestro pensamiento, la revelación de este dogma se compone principalmente, a nuestro entender, de tres momentos sucesivos. Empezada en el proto-evangelio (Llámase así el versículo del Génesis (III, 15) en que Dios, ni conminar con el castigo al infernal tentador, simbolizado en la serpíente, promete indirectamente el Redentor), En donde se anuncia la enemistad radical que hará que la mujer de la posteridad de Adán (Según el hebreo, el triunfo se atribuye directamente a la raza de la mujer. Pero la enemistad es común a la mujer v a lu raza, y por ende también la victoria) triunfe de la serpiente y de su raza, y continuada en la inefable escena del Evangelio, cuando un ángel saluda a María llena de gracia y pide que consienta en ser Madre de Dios, concluye esta revelación en el sentido y en la interpretacion de estos textos, que Dios legó a su Iglesia por medio de la Tradición. Desde el origen de la Iglesia, María fué conocida como nueva Eva, triunfadora del demoino, enterámente santa y revestida de una dignidad irreconciliable con la idea de mancha y de pecado. Esta triple idea, transmitida de edad en edad ¿excluía el contagio del pecado original? Cuando después de muchos siglos se hizo esta pregunta, la Iglesia, tras largas investigaciones, reconoció que su tradicional creencia en la santidad y grandezas de María y también en la oposición establecida entre la Madre de Dios y el demonio, repugnaba también con la falta original.
GENESIS Y SIGNIFICACIÓN DE LA FIESTA
1. El Oriente, cuna del catolicismo, lo fué también en muchas fiestas cristianas. El pensamiento del que investida en los orígenes de la solemnidad que ahora celebramos la Fiesta de la Inmaculada Concepción, se vuelve naturalmente hacia la Iglesia griega. Los monjes, acostumbrados a escudriñar las cosas relativas a la piedad y a los que hemos visto celebrar desde el siglo V el recuerdo de la Virgen (Véase nuestra
introducción para la fiesta de la Asunción, 126. Vacandard, Études de
critique et d'histoire religieuse, París, 1912), fueron sin duda los primeros en no negar a la Madre de Dios un honor tributado a San Juan Bautista cuya concepción milagrosa, esta narrada en el Evangelio. De los monasterios la idea y la práctica pasan a las almas fervorosas, para ser luego adoptadas por la autoridad eclesiástica y recomendadas desde lo alto de los pulpitos. Un sermón de Juan, Obispo de la isla Eubea (Migne, P. G., t. 96, col. 1499), prueba que en aquel tiempo, siglo VIII, ya celebraban la fiesta, aunque no era universal. En el siglo siguiente, un sermón debido .a Jorge de Nicomedia, nos la muestra ya generalizada. Una mención Contemporánea (siglo IX) descubrióse en Nápoles grabada en mármol y formando parte de un calendario. Esta festividad está también inscrita en el calendario eclesiástico del emperador Basilio (976-1025), y la institución sobre los días feriados promulgada en 1166 por emperador Manuel Comneno la nombra entre las fiestas adoptadas por el Imperio. Añadamos que dicha fiesta se celebra el 8 de diciembre fecha propia de la Iglesia Oriental y que se halla frecuentemente mencionada.
El sur de Italia quedó efectivamente sujeto a los Emperadores de Constantinopla; y la fecha de la fiesta, 8 de diciembre, indica el origen griego de la mención napolitana.
La Concepción de Santa Ana, madre de la Madre de Dios. En efecto, antiguamente, en ambas Iglesias, se considera más bien la concepción activa que la pasiva, y a la Concepción del Señor se la llamaba Concepción de la Vigen.
2. Hasta hace poco tiempo los sabios referían la introducción de la fiesta en Occidente a una celebración en el Sur de Italia. Después de haberla recibido de Grecia, gran parte de la península debió dar a conocer su institución, los Normandos, con los cuales tenía desde principios del siglo XI frecuentes relaciones, y los Normandos la llevan a Normandía e Inglaterra. En efecto, vemos que se celebra a fines del siglo XI, en algunos monasterios ingleses, y tambien en Francia como en Inglaterra se llamó por algún tiempo La fiesta de la nación de Normandía (Bishop, Downs Review, 1886).
Recientemente ha demostrado el P. Thurston, que sin negar la influencia litúrgica de la Iglesia Oriental, hay que admitir otro conducto por donde llegó esta festividad a Inglaterra. Irlanda, ya en el siglo IX, había inscrito en sus calendarios una fiesta de la Concepción de María, con el título de gran fiesta de Santa María.
A Irlanda, pues, corresponde la gloria de haber introducido en la Iglesia occidental la fiesta de la Concepción María, como Inglaterra puede reivindincar para sí la de haber producido el tratado más antiguo, escrito formalmente para defender el glorioso privilegio de la Virgen Inmaculadalada (Es el hermoso tratado de la Concepción de María por la que en tiempo atribuido a San Anselmo, y tan felizmente restituido al monje Eadmar por los PP. Thurston y Slater, en el opúsculo data de principios del siglo XII).
Así en el calendario de Basilio y en el actual de la Iglesia Griega;también entre los griegos, eslavos y los rumanos, etc. V. Nim 1. c. El calendario napolitano del siglo IX decía: Conceptio inmaculatae, Mariae Virginis.
La fiesta irlandesa se celebró, en un principio, el 2 de mayo.
Hasta que un Franciscano elevado al trono de San Pedro, Sixto IV, la hace inscribir en el calendario de la Diócesis de Roma y concede indulgencias a su celebración Decreto de 27 de febrero de 1477. Clemente VIII la eleva a rito doble mayor; Clemente IX añade la octava. La explicación de esta fecha se reduce a conjeturas. V. el 1.1 de Thurston o de Boudinhon.
Un sacerdote nviado a Dinamarca por Guillermo el Conquistador, vióse en Helsin o Egelsin acometido, a su regreso, por una furiosa tempestad. En lo más fuerte del peligro, mientras ruega a Dios, he aqui que se le aparece un anciano en hábito pontifical (¿San Nicolas?) y le dice : «Si quieres escapar de este peligro y llegar sano y salvo a tu patria, prométeme ante Dios que observarás y harás celebrar solemnemente la fiesta de la Concepción de la Madre de Cristo». —«¿Cómo y en qué día?» —«La celebrarás el 8 de diciembre, y dondequiera que puedas recomienda su celebración». —«¿Y qué oficio haré?» —«El de la Natividad, substituyendo la palabra Concepción por Natividad». El sacerdote salvado del naufragio cumplió su promesa.
Clemente XI, por Decreto de 6 de diciembre de 1708, la impone a la Iglesia universal. Habiendo sido en España fiesta de guardar desde la Constitución de Inocencio IX de noviembre de 1644, lo fué para casi toda la Iglesia universal en tiempos de Pío IX.
Entretanto se habían suscitado controversias por el sentido que debía darse a la fiesta. Gregorio XV, aunque favorable a la doctrina de la Inmaculada Concepción, ordena, en 1622, que, en el Oficio de Misa, no se mencione la Inmaculada Concepción, sino que se diga Concepción de María Inmaculada ( Esta festividad fue fijada auténticamente en 1661 por Alejandro VII). Pero desde 1661, Alejandro VII empujaba decididamente a la creencia formal, precísenla el objeto de la festividad: declaraba que en ella se celebraba la santificación de María en el primer instante de su existencia. Gregorio XVI, a instancias de los obispos concedió a muchas diócesis de Francia la introducción al prefacio del día, las palabras Inmaculada Concepción.
Lo demás es conocido. El 8 de diciembre de 1854, Pío IX, confirmado en su designio por 484 respuestas claramente conformes del episcopado entre 543 recibidas (sólo 18 ensenaban la definición), procede a la solemne proclamación del dogma. El 25 de septiembre de 1863 promulga el Oficio de la Misa que hoy se rezan, y da a la fiesta su nombre definitivo de Fiesta de la Inmaculada Concepción; el 24 de septiembre del mismo año inserta en las letanías la invocacion a María Inmaculada; el 30 de noviembre de 1879, León XIII eleva esta festividad a doble de primera clase con vigiliá San Pío X preside gloriosamente el inolvidable quinengésimo aniversario que hace revivir en el mundo católico el día bendito en que el privilegio de María Inmaculada fué proclamado a la faz de todo el universo y, finalmente, Pío XII preside la fecha del centenario celebrada con festejos extraordinarios, durante un año, por toda la cristiandad.
En 24 de mayo de 1922 prohibía oponerse aun privadamente a la doctrina de la Inmaculada Concepción y nombrar esta con otro nombre que el de Concepción.
Antes de Sixto IV, la fiesta se llamaba Conceptio B. M o también Conceptio S. Annae; en tiempo de Sixto IV, se impuso Conceptio Virginis Immaculatae, hasta que Pío IX le imponian el nombre definitivo de Immaculata Conceptio.
La significación y el alcance de la solemnidad del 8 de diciembre, brillan hoy a los ojos de todos. En este día, los homenajes de la Iglesia Católica suben al cielo impregnados de fe en la Inmaculada Concepción de la Madre de Dios. Sin embargo, nada prueba que esta fiesta haya tenido siempre la misma significación. Entre los griegos, especialmente la institución parece que se refiere a los relatos apócrifos las circunstancias maravillosas en que San Joaquín y santa Ana obtuvieron del cielo a su hija predilecta. Aun en Occidente se ha reconocido, en el grande Anselmo, un promotor del dogma, a la par que un propagador. Con todo, no decimos que no se pueda, a lo menos la probabilidad, deducir de la fiesta, y sobre todo, de la da que le hicieron los pueblos, una tradición favorable a la Concepción privilegiada de la Madre de Dios. Mas esta argumentación doctrinal cae fuera del cuadro de esta obra.
El sur de Italia quedó efectivamente sujeto a los Emperadores de Constantinopla; y la fecha de la fiesta, 8 de diciembre, indica el origen griego de la mención napolitana.
La Concepción de Santa Ana, madre de la Madre de Dios. En efecto, antiguamente, en ambas Iglesias, se considera más bien la concepción activa que la pasiva, y a la Concepción del Señor se la llamaba Concepción de la Vigen.
2. Hasta hace poco tiempo los sabios referían la introducción de la fiesta en Occidente a una celebración en el Sur de Italia. Después de haberla recibido de Grecia, gran parte de la península debió dar a conocer su institución, los Normandos, con los cuales tenía desde principios del siglo XI frecuentes relaciones, y los Normandos la llevan a Normandía e Inglaterra. En efecto, vemos que se celebra a fines del siglo XI, en algunos monasterios ingleses, y tambien en Francia como en Inglaterra se llamó por algún tiempo La fiesta de la nación de Normandía (Bishop, Downs Review, 1886).
Recientemente ha demostrado el P. Thurston, que sin negar la influencia litúrgica de la Iglesia Oriental, hay que admitir otro conducto por donde llegó esta festividad a Inglaterra. Irlanda, ya en el siglo IX, había inscrito en sus calendarios una fiesta de la Concepción de María, con el título de gran fiesta de Santa María.
A Irlanda, pues, corresponde la gloria de haber introducido en la Iglesia occidental la fiesta de la Concepción María, como Inglaterra puede reivindincar para sí la de haber producido el tratado más antiguo, escrito formalmente para defender el glorioso privilegio de la Virgen Inmaculadalada (Es el hermoso tratado de la Concepción de María por la que en tiempo atribuido a San Anselmo, y tan felizmente restituido al monje Eadmar por los PP. Thurston y Slater, en el opúsculo data de principios del siglo XII).
Así en el calendario de Basilio y en el actual de la Iglesia Griega;
La fiesta irlandesa se celebró, en un principio, el 2 de mayo.
Hasta que un Franciscano elevado al trono de San Pedro, Sixto IV, la hace inscribir en el calendario de la Diócesis de Roma y concede indulgencias a su celebración Decreto de 27 de febrero de 1477. Clemente VIII la eleva a rito doble mayor; Clemente IX añade la octava. La explicación de esta fecha se reduce a conjeturas. V. el 1.1 de Thurston o de Boudinhon.
Un sacerdote nviado a Dinamarca por Guillermo el Conquistador, vióse en Helsin o Egelsin acometido, a su regreso, por una furiosa tempestad. En lo más fuerte del peligro, mientras ruega a Dios, he aqui que se le aparece un anciano en hábito pontifical (¿San Nicolas?) y le dice : «Si quieres escapar de este peligro y llegar sano y salvo a tu patria, prométeme ante Dios que observarás y harás celebrar solemnemente la fiesta de la Concepción de la Madre de Cristo». —«¿Cómo y en qué día?» —«La celebrarás el 8 de diciembre, y dondequiera que puedas recomienda su celebración». —«¿Y qué oficio haré?» —«El de la Natividad, substituyendo la palabra Concepción por Natividad». El sacerdote salvado del naufragio cumplió su promesa.
Clemente XI, por Decreto de 6 de diciembre de 1708, la impone a la Iglesia universal. Habiendo sido en España fiesta de guardar desde la Constitución de Inocencio IX de noviembre de 1644, lo fué para casi toda la Iglesia universal en tiempos de Pío IX.
Entretanto se habían suscitado controversias por el sentido que debía darse a la fiesta. Gregorio XV, aunque favorable a la doctrina de la Inmaculada Concepción, ordena, en 1622, que, en el Oficio de Misa, no se mencione la Inmaculada Concepción, sino que se diga Concepción de María Inmaculada (
Lo demás es conocido. El 8 de diciembre de 1854, Pío IX, confirmado en su designio por 484 respuestas claramente conformes del episcopado entre 543 recibidas (sólo 18 ensenaban la definición), procede a la solemne proclamación del dogma. El 25 de septiembre de 1863 promulga el Oficio de la Misa que hoy se rezan, y da a la fiesta su nombre definitivo de Fiesta de la Inmaculada Concepción; el 24 de septiembre del mismo año inserta en las letanías la invocacion a María Inmaculada; el 30 de noviembre de 1879, León XIII eleva esta festividad a doble de primera clase con vigiliá San Pío X preside gloriosamente el inolvidable quinengésimo aniversario que hace revivir en el mundo católico el día bendito en que el privilegio de María Inmaculada fué proclamado a la faz de todo el universo y, finalmente, Pío XII preside la fecha del centenario celebrada con festejos extraordinarios, durante un año, por toda la cristiandad.
En 24 de mayo de 1922 prohibía oponerse aun privadamente a la doctrina de la Inmaculada Concepción y nombrar esta con otro nombre que el de Concepción.
Antes de Sixto IV, la fiesta se llamaba Conceptio B. M o también Conceptio S. Annae; en tiempo de Sixto IV, se impuso Conceptio Virginis Immaculatae, hasta que Pío IX le imponian el nombre definitivo de Immaculata Conceptio.
La significación y el alcance de la solemnidad del 8 de diciembre, brillan hoy a los ojos de todos. En este día, los homenajes de la Iglesia Católica suben al cielo impregnados de fe en la Inmaculada Concepción de la Madre de Dios. Sin embargo, nada prueba que esta fiesta haya tenido siempre la misma significación. Entre los griegos, especialmente la institución parece que se refiere a los relatos apócrifos las circunstancias maravillosas en que San Joaquín y santa Ana obtuvieron del cielo a su hija predilecta. Aun en Occidente se ha reconocido, en el grande Anselmo, un promotor del dogma, a la par que un propagador. Con todo, no decimos que no se pueda, a lo menos la probabilidad, deducir de la fiesta, y sobre todo, de la da que le hicieron los pueblos, una tradición favorable a la Concepción privilegiada de la Madre de Dios. Mas esta argumentación doctrinal cae fuera del cuadro de esta obra.
A. Vermeersch
MEDITACIONES SOBRE LA SANTÍSIMA VIRGEN
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