«Quiero pasar mi cielo haciendo bien en la tierra», fué el ideal de Santa Teresita del Niño Jesús cuando se vió en el dintel de la muerte.
Era una muchacha como tú, poco más o menos, probablemente unos años más que tú. Tenía veinticuatro, un alma pura, un corazón muy grande, y su ideal tenía que ser también muy generoso: hacer bien a los demás.
¿No te gusta este ideal? Tú también tienes un corazón generoso, y sientes la ambición de lo noble, de lo sublime. Pasar la vida haciendo bien, ¡qué bello! En cierto modo, es convertir la tierra en cielo.
Cuando a las demás se os abre la puerta de la vida terrena, Teresita sintió que se cerraba para ella; pero se le abría la celestial, y pensó que allí también podría hacer bien a los otros.
Lo que ella soñó a esa edad, suéñalo tú ahora para realizarlo aquí, pues te es posible, y es tu deber hacerlo.
Hacer bien a los tuyos, a esos hermanos que contigo comparten la casa, la familia, los juegos, los estudios, los proyectos... ¡Qué estupendo!
¿Pasarás junto a ellos tus mejores años sin beneficiarles en lo más mínimo? ¿Serán vuestras vidas paralelas sin un abrazo fraternal? ¿Os ha puesto Dios al uno junto al otro para que miréis cada uno hacia un lado o, a lo sumo, para que os hagáis rabiar y riñáis?
Una de las escenas más bellas de la vida de Santa Teresa, la grande, es aquella de su infancia, en que su tío don Francisco de Cepeda le sorprendió, de la mano de su hermano Rodrigo, junto al puente sobre el Adaja, a las afueras de Avila.
Los niños, al encontrarle, se muestran contrariados y aturdidos.
—¿Qué es eso? ¿Qué hacéis vosotros aquí, solos y lejos de vuestra casa?
Rodrigo tiembla, como la hoja de un árbol; baja la cabeza y calla. Teresa, que tiene siete años, dos menos que su hermano, es la que contesta:
—No nos riña vuesa merced, querido tío; vamos a tierra de moros, a pedir que nos descabecen por amor de Nuestro Señor Jesucristo (P. Yepes Vida de la Santa Madre Teresa de Jesus).
¿No te conmueve tanta inocencia, tanto amor a Cristo y tanto amor fraterno como resplandece en esta escena?
Teresa se siente entusiasmada con el relato del heroísmo de los mártires. Eso es amar a Jesús. Ella también quiere amarle como aquellas grandes almas y dar su vida por El.
Su compañero de juegos, su íntimo y confidente es su hermano Rodrigo, a quien va comunicando los ardores de su corazón generoso. Y Rodrigo siente que su pecho infantil se inflama con el mismo fuego y experimenta los mismos deseos.
El final lo acabamos de ver: el fracaso de una romántica aventura camino del martirio.
Lo que no fracasa es la influencia benéfica de Teresa en el corazón de su hermano. Juntos continúan jugando, y la niña continúa contagiándole de su amor a Cristo. Jugaban a ermitaños, hacían en la huerta pequeñas ermitas, rezaban y hablaban de Dios.
¡Benditos juegos que servían de instrumento de santificación !
—Se trata de niñerías propias de su poca edad—dices.
Han pasado algunos años; en la casa solariega de los Cepeda han quedado, junto a su padre, Teresa, de veintiún años, y Antonio, de dieciséis.
La intimidad entre los dos es muy grande; la espiritualidad que antes comunicaba aquélla a Rodrigo, ahora comunica a Antonio; era muy corriente verles juntos en la calle, en la huerta y en casa. El se había constituido en el acompañante de su hermana, y ella, hasta tal extremo influía en él, que, al irse religiosa, llegó a persuadirle que ingresase en un convento de dominicos. Claro que la voluntad de Dios no era ésta, y Antonio fué un valiente militar, que murió heroicamente en Ecuador, y un buen cristiano, fiel en el cumplimiento del deber (Obras de Santa Teresa de Jesús).
Convéncete; tú tienes una misión que cumplir con tus hermanos; tienes que ser una Teresa para esos Rodrigo y Antonio.
De su misma edad, aproximadamente, y con la misma educación, creces con los mismos gustos y aficiones generales; pasas muchos ratos a su lado, hablas y cambias impresiones con ellos; vas por las mismas calles y acaso a las mismas horas, paseas por los mismos paseos, alternas con la misma muchachada, frecuentas los mismos centros de estudio y de diversión; es muy fácil que tus amigas sean las suyas y sus amigos los tuyos.
Tú puedes darte cuenta, mejor que nadie —mucho antes que tus padres—, de sus aficiones, amistades, amores, diversiones y pasatiempos. Muchas veces casi puedes adivinar sus pensamientos, y descubrir un afecto o una pasión, sin que haya llegado a exteriorizarse.
Entonces, aprovechándote de la camaradería e intimidad, con tacto, con mucho tacto, puedes ir apartándole de aquella chica que no le conviene, de aquel amigo que le perjudica, de aquella diversión que, por lo menos, le desorienta y acaso intoxica su alma; de aquella lectura excitante, de aquel peligro encubierto, e ir inclinándole, suave y disimuladamente, hacia aquellas amistades, compañías, reuniones, diversiones, etc., que le convienen; estimulándole en sus estudios, apuntalando su formación cristiana.
Cuántas veces, en el momento mismo en que da un patinazo, puedes estar a tiempo para detenerle antes de que caiga; y llegar con tal oportunidad, que prendas de su alma alas con que vuele muy alto.
Debes procurar ser su confidente; que te lo cuente todo.
Llegáis por la noche a casa; os encontráis de nuevo los dos hermanos, que os habéis visto en el cine o en el parque.
Lo natural es que surja la conversación de lo que allí ha pasado, habéis visto, os ha impresionado agradable o desagradablemente... Tú cuentas y él te cuenta; hacéis comentarios. Le abres tu corazón con prudencia; le empujas un poco con suavidad, como sabéis hacerlo las chicas, y él te abre de par en par el suyo, y, a los pocos momentos, ves todos sus rincones, con todas las arañas que en ellos tejen sus telas.
Entonces prudencia, mucha prudencia. ¿Reñirle porque no obra bien? En general, sería contraproducente. Daría una espantada y no volvería a franquearse.
¿Hacerte su cómplice? Eso, jamás. Suavidad, dulzura, cariño, interés por él, sensatez, alegría, optimismo; todo esto mezclado en una dosis conveniente, dictada por las circunstancias, te llevará al éxito.
¡Confidencias fraternales! ¡Cuánto bien pueden hacer y cuánto bien hacen!
Porque te estoy hablando de realidades prácticas, no de teorías a propósito para lirismos de poetas idealistas.
En la vida moderna, cargada de prosa, hace falta poesía, pero no poesía realista que se suba a las nubes: sino que sepa andar por la tierra.
Cuanto te digo, encierra poesía, pero es esencialmente práctico. ¿A ti no te parece así?
—Usted no conoce a mis hermanos; ¡son un caso!
Es posible que sean un caso muy difícil; uno de esos casos clínicos que hacen fracasar a los mejores médicos.
—Son unos idiotas, antipáticos —me insistes—. No hay influencia posible en ellos.
¿Lo has intentado? A veces se fracasa antes de empezar, porque o no se empieza nunca o se hace sin estudiar el caso y seleccionar los medios.
Conozco a chicas que no ejercen influencia alguna con sus hermanos, porque aparecen entre ellos como unas marisabidillas muy redichas, que los empalagan y aburren. Todo se vuelve dar consejos, abrumarles con una solicitud impertinente y enojosa. Ellas conocen muy bien la vida, saben lo que conviene...
Aquí, el caso no son los hermanos, sino las hermanas.
Otras se colocan en el plan de niñas buenas. ¿Hay algo más grotesco que una chica que se las da de niña buena? Ella no falta nunca; todo lo hace bien; nadie le podrá decir nada; cuando sean como ella...
Dicen de sus hermanos que son unos idiotas; ¿no podrán decirlo ellos de ellas con más razón?
Otras se pasan la vida vigilando a sus hermanos, fiscalizando sus acciones. Les leen las cartas, les registran los bolsillos, les revuelven sus papeles, les observan constantemente, alardean de conocer todo cuanto hacen, sus amistades, sus diversiones, sus aficiones... «Si te conozco mejor que tú mismo... No me niegues que vienes de tal sitio, porque ya lo sé... Te ha escrito Fulanita; te he visto la maniobra para esconder la carta...»
Estas chicas resultan insoportables, como también aquellas otras que, por menos de nada, les echan un sermón.
Tener una hermanita comprensiva, dulce, amable e íntima es muy agradable; pero ser hermano de un padre predicador, que a todas horas está en el púlpito, francamente, no hay quien lo aguante.
¿Y esas otras, entrometidas y observantes, que no dejan respirar, que se meten hasta en los más mínimos detalles de la vida de sus hermanos y pretenden tenerlos en una vitrina o convertirlos en unos niños pegaditos a sus faldas?
¿No te parece que aquí no son los hermanos los antipáticos, sino más bien ellas?
Si quieres influir en tus hermanos, colócate en un plano de perfecta igualdad y gánales el corazón.
Este es el primer paso que has de dar, si aspiras a realizar una labor provechosa: ganar el corazón. El amor es la llave de la confianza; con ella se abren las almas más herméticas; así como la aspereza, la brusquedad y el mal genio son candados útiles únicamente para cerrar.
Trata a tus hermanos con naturalidad y sencillez, sin artificiosidad y afectación, sin doblez ni segundas intenciones.
Sé oportuna; que la oportunidad es un factor muy importante en el trato de las almas.
La inoportunidad crea prevenciones, echa por tierra planes y hace fracasar proyectos.
Dice un refrán, y es verdad, que «más vale llegar a tiempo que rondar un año».
Una palabra oportuna decide una conducta, mientras que una inoportuna irrita y obstaculiza.
Procura respaldar tu actuación con tu buen ejemplo.
¿Crees que conseguirás espiritualizar a tus hermanos o inculcarles buenas costumbres si no eres ejemplar?
¿Pretendes que sea sensato y formal, si te ve a ti ligera, en constante coqueteo y en plan de tontería abochornante?
Para que puedas arrancarle de los lazos que le tiende y con que acaso le ha aprisionado ya una problemática beldad, poco deseable, es necesario que no te vea envuelta en frivolos amoríos o chiflada con uno de esos pintas, que tantas cabecitas femeninas trastornan.
Cada vez que burles los consejos o vigilancia paterna, le ofreces una disculpa para ocultar sus extravíos al control de aquéllos; como tus protestas y desobediencias disculpan ante su conciencia, y empujan hacia el abismo, sus rebeldías e insubordinaciones.
No conseguirás que sea puro, si no tienes inconveniente en presentarte delante de él sin estar completamente vestida, y no guardas en tus posturas, juegos y atuendo el recato y la modestia de quien aparece tan blanca que el relámpago de una mirada menos digna desentona, y la palabra picaresca y la broma picante desdicen y se quedan frenadas sin salir de los labios.
¿No ves que si tu falta de pudor o tus descuidos dan lugar a que en su pecho se produzca el chispazo de la sensualidad, cuando se ponga en contacto con el ambiente pagano de la sociedad la chispa se convertirá en llama y la virtud quedará reducida a pavesas?
Era una muchacha como tú, poco más o menos, probablemente unos años más que tú. Tenía veinticuatro, un alma pura, un corazón muy grande, y su ideal tenía que ser también muy generoso: hacer bien a los demás.
¿No te gusta este ideal? Tú también tienes un corazón generoso, y sientes la ambición de lo noble, de lo sublime. Pasar la vida haciendo bien, ¡qué bello! En cierto modo, es convertir la tierra en cielo.
Cuando a las demás se os abre la puerta de la vida terrena, Teresita sintió que se cerraba para ella; pero se le abría la celestial, y pensó que allí también podría hacer bien a los otros.
Lo que ella soñó a esa edad, suéñalo tú ahora para realizarlo aquí, pues te es posible, y es tu deber hacerlo.
Hacer bien a los tuyos, a esos hermanos que contigo comparten la casa, la familia, los juegos, los estudios, los proyectos... ¡Qué estupendo!
¿Pasarás junto a ellos tus mejores años sin beneficiarles en lo más mínimo? ¿Serán vuestras vidas paralelas sin un abrazo fraternal? ¿Os ha puesto Dios al uno junto al otro para que miréis cada uno hacia un lado o, a lo sumo, para que os hagáis rabiar y riñáis?
Una de las escenas más bellas de la vida de Santa Teresa, la grande, es aquella de su infancia, en que su tío don Francisco de Cepeda le sorprendió, de la mano de su hermano Rodrigo, junto al puente sobre el Adaja, a las afueras de Avila.
Los niños, al encontrarle, se muestran contrariados y aturdidos.
—¿Qué es eso? ¿Qué hacéis vosotros aquí, solos y lejos de vuestra casa?
Rodrigo tiembla, como la hoja de un árbol; baja la cabeza y calla. Teresa, que tiene siete años, dos menos que su hermano, es la que contesta:
—No nos riña vuesa merced, querido tío; vamos a tierra de moros, a pedir que nos descabecen por amor de Nuestro Señor Jesucristo (P. Yepes Vida de la Santa Madre Teresa de Jesus).
¿No te conmueve tanta inocencia, tanto amor a Cristo y tanto amor fraterno como resplandece en esta escena?
Teresa se siente entusiasmada con el relato del heroísmo de los mártires. Eso es amar a Jesús. Ella también quiere amarle como aquellas grandes almas y dar su vida por El.
Su compañero de juegos, su íntimo y confidente es su hermano Rodrigo, a quien va comunicando los ardores de su corazón generoso. Y Rodrigo siente que su pecho infantil se inflama con el mismo fuego y experimenta los mismos deseos.
El final lo acabamos de ver: el fracaso de una romántica aventura camino del martirio.
Lo que no fracasa es la influencia benéfica de Teresa en el corazón de su hermano. Juntos continúan jugando, y la niña continúa contagiándole de su amor a Cristo. Jugaban a ermitaños, hacían en la huerta pequeñas ermitas, rezaban y hablaban de Dios.
¡Benditos juegos que servían de instrumento de santificación !
—Se trata de niñerías propias de su poca edad—dices.
Han pasado algunos años; en la casa solariega de los Cepeda han quedado, junto a su padre, Teresa, de veintiún años, y Antonio, de dieciséis.
La intimidad entre los dos es muy grande; la espiritualidad que antes comunicaba aquélla a Rodrigo, ahora comunica a Antonio; era muy corriente verles juntos en la calle, en la huerta y en casa. El se había constituido en el acompañante de su hermana, y ella, hasta tal extremo influía en él, que, al irse religiosa, llegó a persuadirle que ingresase en un convento de dominicos. Claro que la voluntad de Dios no era ésta, y Antonio fué un valiente militar, que murió heroicamente en Ecuador, y un buen cristiano, fiel en el cumplimiento del deber (Obras de Santa Teresa de Jesús).
Convéncete; tú tienes una misión que cumplir con tus hermanos; tienes que ser una Teresa para esos Rodrigo y Antonio.
De su misma edad, aproximadamente, y con la misma educación, creces con los mismos gustos y aficiones generales; pasas muchos ratos a su lado, hablas y cambias impresiones con ellos; vas por las mismas calles y acaso a las mismas horas, paseas por los mismos paseos, alternas con la misma muchachada, frecuentas los mismos centros de estudio y de diversión; es muy fácil que tus amigas sean las suyas y sus amigos los tuyos.
Tú puedes darte cuenta, mejor que nadie —mucho antes que tus padres—, de sus aficiones, amistades, amores, diversiones y pasatiempos. Muchas veces casi puedes adivinar sus pensamientos, y descubrir un afecto o una pasión, sin que haya llegado a exteriorizarse.
Entonces, aprovechándote de la camaradería e intimidad, con tacto, con mucho tacto, puedes ir apartándole de aquella chica que no le conviene, de aquel amigo que le perjudica, de aquella diversión que, por lo menos, le desorienta y acaso intoxica su alma; de aquella lectura excitante, de aquel peligro encubierto, e ir inclinándole, suave y disimuladamente, hacia aquellas amistades, compañías, reuniones, diversiones, etc., que le convienen; estimulándole en sus estudios, apuntalando su formación cristiana.
Cuántas veces, en el momento mismo en que da un patinazo, puedes estar a tiempo para detenerle antes de que caiga; y llegar con tal oportunidad, que prendas de su alma alas con que vuele muy alto.
Debes procurar ser su confidente; que te lo cuente todo.
Llegáis por la noche a casa; os encontráis de nuevo los dos hermanos, que os habéis visto en el cine o en el parque.
Lo natural es que surja la conversación de lo que allí ha pasado, habéis visto, os ha impresionado agradable o desagradablemente... Tú cuentas y él te cuenta; hacéis comentarios. Le abres tu corazón con prudencia; le empujas un poco con suavidad, como sabéis hacerlo las chicas, y él te abre de par en par el suyo, y, a los pocos momentos, ves todos sus rincones, con todas las arañas que en ellos tejen sus telas.
Entonces prudencia, mucha prudencia. ¿Reñirle porque no obra bien? En general, sería contraproducente. Daría una espantada y no volvería a franquearse.
¿Hacerte su cómplice? Eso, jamás. Suavidad, dulzura, cariño, interés por él, sensatez, alegría, optimismo; todo esto mezclado en una dosis conveniente, dictada por las circunstancias, te llevará al éxito.
¡Confidencias fraternales! ¡Cuánto bien pueden hacer y cuánto bien hacen!
Porque te estoy hablando de realidades prácticas, no de teorías a propósito para lirismos de poetas idealistas.
En la vida moderna, cargada de prosa, hace falta poesía, pero no poesía realista que se suba a las nubes: sino que sepa andar por la tierra.
Cuanto te digo, encierra poesía, pero es esencialmente práctico. ¿A ti no te parece así?
—Usted no conoce a mis hermanos; ¡son un caso!
Es posible que sean un caso muy difícil; uno de esos casos clínicos que hacen fracasar a los mejores médicos.
—Son unos idiotas, antipáticos —me insistes—. No hay influencia posible en ellos.
¿Lo has intentado? A veces se fracasa antes de empezar, porque o no se empieza nunca o se hace sin estudiar el caso y seleccionar los medios.
Conozco a chicas que no ejercen influencia alguna con sus hermanos, porque aparecen entre ellos como unas marisabidillas muy redichas, que los empalagan y aburren. Todo se vuelve dar consejos, abrumarles con una solicitud impertinente y enojosa. Ellas conocen muy bien la vida, saben lo que conviene...
Aquí, el caso no son los hermanos, sino las hermanas.
Otras se colocan en el plan de niñas buenas. ¿Hay algo más grotesco que una chica que se las da de niña buena? Ella no falta nunca; todo lo hace bien; nadie le podrá decir nada; cuando sean como ella...
Dicen de sus hermanos que son unos idiotas; ¿no podrán decirlo ellos de ellas con más razón?
Otras se pasan la vida vigilando a sus hermanos, fiscalizando sus acciones. Les leen las cartas, les registran los bolsillos, les revuelven sus papeles, les observan constantemente, alardean de conocer todo cuanto hacen, sus amistades, sus diversiones, sus aficiones... «Si te conozco mejor que tú mismo... No me niegues que vienes de tal sitio, porque ya lo sé... Te ha escrito Fulanita; te he visto la maniobra para esconder la carta...»
Estas chicas resultan insoportables, como también aquellas otras que, por menos de nada, les echan un sermón.
Tener una hermanita comprensiva, dulce, amable e íntima es muy agradable; pero ser hermano de un padre predicador, que a todas horas está en el púlpito, francamente, no hay quien lo aguante.
¿Y esas otras, entrometidas y observantes, que no dejan respirar, que se meten hasta en los más mínimos detalles de la vida de sus hermanos y pretenden tenerlos en una vitrina o convertirlos en unos niños pegaditos a sus faldas?
¿No te parece que aquí no son los hermanos los antipáticos, sino más bien ellas?
Si quieres influir en tus hermanos, colócate en un plano de perfecta igualdad y gánales el corazón.
Este es el primer paso que has de dar, si aspiras a realizar una labor provechosa: ganar el corazón. El amor es la llave de la confianza; con ella se abren las almas más herméticas; así como la aspereza, la brusquedad y el mal genio son candados útiles únicamente para cerrar.
Trata a tus hermanos con naturalidad y sencillez, sin artificiosidad y afectación, sin doblez ni segundas intenciones.
Sé oportuna; que la oportunidad es un factor muy importante en el trato de las almas.
La inoportunidad crea prevenciones, echa por tierra planes y hace fracasar proyectos.
Dice un refrán, y es verdad, que «más vale llegar a tiempo que rondar un año».
Una palabra oportuna decide una conducta, mientras que una inoportuna irrita y obstaculiza.
Procura respaldar tu actuación con tu buen ejemplo.
¿Crees que conseguirás espiritualizar a tus hermanos o inculcarles buenas costumbres si no eres ejemplar?
¿Pretendes que sea sensato y formal, si te ve a ti ligera, en constante coqueteo y en plan de tontería abochornante?
Para que puedas arrancarle de los lazos que le tiende y con que acaso le ha aprisionado ya una problemática beldad, poco deseable, es necesario que no te vea envuelta en frivolos amoríos o chiflada con uno de esos pintas, que tantas cabecitas femeninas trastornan.
Cada vez que burles los consejos o vigilancia paterna, le ofreces una disculpa para ocultar sus extravíos al control de aquéllos; como tus protestas y desobediencias disculpan ante su conciencia, y empujan hacia el abismo, sus rebeldías e insubordinaciones.
No conseguirás que sea puro, si no tienes inconveniente en presentarte delante de él sin estar completamente vestida, y no guardas en tus posturas, juegos y atuendo el recato y la modestia de quien aparece tan blanca que el relámpago de una mirada menos digna desentona, y la palabra picaresca y la broma picante desdicen y se quedan frenadas sin salir de los labios.
¿No ves que si tu falta de pudor o tus descuidos dan lugar a que en su pecho se produzca el chispazo de la sensualidad, cuando se ponga en contacto con el ambiente pagano de la sociedad la chispa se convertirá en llama y la virtud quedará reducida a pavesas?
Emilio Enciso Viana
LA MUCHACHA EN EL HOGAR
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