CIEN PROBLEMAS SOBRE CUESTIONES DE FE
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OSCURANTISMO DE LA IGLESIA
¿No le parece que el dogmatismo de la Iglesia limita los horizontes de la cultura y ahoga la inteligencia humana, reduciéndole el campo de la investigación? Esto nos indica, en realidad, la Inquisición, las hogueras, el Indice y además la actitud actual del magisterio eclesiástico, con sus definiciones dogmáticas y sus encíclicas. (R. G.—Mantua.)
Esta importantísima observación contiene dos partes, una de principios y otra de realización en la Historia. Dejo esta última para otra ocasión y paso a la de principios, que se refiere a un punto principal de la Iglesia: puesto que ataca su misión y su autoridad docente, la cual parece oponerse nada menos que a la «libertad de pensamiento y de investigación».
Aquí, sin embargo, amigos lectores, es inútil que sigáis leyendo si no os quitáis cuidadosamente de encima todo prejuicio; tampoco os colocáis, como trato de estar yo, en un terreno de imparcialidad y objetividad sin prejuicios. Quien no tiene el valor de razonar con la propia cabeza y de reaccionar contra viejos hábitos sentimentales y mentales y los lugares comunes corrientes, no puede comprender estas cosas.
Pues bien: ¿forma parte de la cultura y es un fin de la investigación el error? ¿Puede decirse ahogada una frágil lámpara, porque se impida que se rompa? ¿Puede sostenerse que está coartado un itinerario alpino, porque en un punto peligroso impida una barandilla el caer en el vacío? ¿Puede lamentarse un tren en marcha de estar sometido a las señales de seguridad?
Y aún más: ¿existe el derecho al suicidio? Si viésemos a uno correr hacia un parapeto peligroso con la intención evidente de matarse, ¿tendremos o no, pudiendo, el derecho y el deber de llegar hasta él e impedirle la acción desesperada?
Después de estos ejemplos podré añadir: a buen entendedor, pocas palabras bastan.
Sin embargo, aunque seáis, sin duda, magníficos entendedores, merece la pena completar el lenguaje de los ejemplos con algunas reflexiones y con algún recuerdo histórico.
La dificultad se basa en una cuádruple raíz: en poca estima y amor de la verdad, en poca humildad, en poca fe y en mucha ingenuidad.
1°. Quien estima la verdad, realmente teme el error, y no sólo no evita, sino que aprecia el magisterio que sea capaz de impedirlo, como el alpinista estima al guía que le impide caer en el precipicio, tanto más cuanto se trata de los problemas supremos y decisivos de la vida humana, como los religioso-morales —o los filosóficos o que, como sea, tienen relación con ellos— que se refieren a cuestiones tan difíciles y tocan tan en lo vivo, fácilmente pueden suprimir la imparcialidad en el juzgar, como lo confirma la desaparición de tantas doctrinas en la Historia.
2°. Quien es humilde reconoce la suma facilidad de extraviarse en el laberinto de las doctrinas modernas sin una guía superior, tanto más, repito, en el terreno de las doctrinas religiosas morales en que las pasiones fácilmente pueden cegar. Todo lo contrario el orgulloso. Por algo narra la Sagrada Escritura el pecado original como típico acto de orgullo intelectual: «Seréis como dioses, conocedores del bien y del mal» (Génesis, III, 5); juzgar de todo con la propia cabeza presuntuosamente independiente.
3°. Quien tiene fe cree en la divina autoridad de la Iglesia como maestra de verdad. Este es el punto decisivo.
Y divina autoridad significa —en la universal y solemne enseñanza de su competencia— autoridad infalible. Infalible no porque se asienta en sabiduría humana, por grandísima que sea, sino en la indefectible asistencia divina prometida por Jesús. Y así como las verdades son solidarias entre sí y en los varios sectores del pensamiento hay interferencias mutuas, es natural que, además de la autoridad infalible en su más elevada y específica enseñanza, goce la Iglesia de autoridad altísima y prudencial en los sectores colaterales del pensamiento humano. Esta prudencia se evidencia de un modo sugestivo por el hecho de que a veces la Iglesia permite hoy el pensamiento católico lo que ayer no permitía, precisamente como la madre prudente que da libertad al hijo sólo cuando lo ve capaz de andar por sí mismo.
Quien no tiene esta concepción divina de la Iglesia no puede concederle, indudablemente, esa condición de singularísimo privilegio como maestra de verdad, frente a cualquier otra organización humana. Pero debe reconocer, sin embargo, la perfecta consecuencia de los que ven la Iglesia con ese ojo de fe y están, por tanto, convencidos de que ella, con su magisterio, en lugar de humillar a la mente humana, la eleva con luz divina; en lugar de ahogarla, la defiende y amplía. Es más: un adversario verdaderamente imparcial debería llegar incluso a comprender que el magisterio eclesiástico católico, por el hecho mismo de presentarse al mundo en nombre de Cristo afirmando también Que posee en los puntos de específica competencia el carisma de la infalibilidad, no puede dejar de preocuparse:—incluso sólo por ley psicológica. y responsabilidad humana—de mantener la máxima imparcialidad y moderación y el máximo equilibrio (tanto más frente a los continuos ataques de los enemigos adversarios) facilitados por la bimllenaria tradición de pensamiento: elementos valiosos para evitar £l naufragio del error.
Aquí, sin embargo, amigos lectores, es inútil que sigáis leyendo si no os quitáis cuidadosamente de encima todo prejuicio; tampoco os colocáis, como trato de estar yo, en un terreno de imparcialidad y objetividad sin prejuicios. Quien no tiene el valor de razonar con la propia cabeza y de reaccionar contra viejos hábitos sentimentales y mentales y los lugares comunes corrientes, no puede comprender estas cosas.
Pues bien: ¿forma parte de la cultura y es un fin de la investigación el error? ¿Puede decirse ahogada una frágil lámpara, porque se impida que se rompa? ¿Puede sostenerse que está coartado un itinerario alpino, porque en un punto peligroso impida una barandilla el caer en el vacío? ¿Puede lamentarse un tren en marcha de estar sometido a las señales de seguridad?
Y aún más: ¿existe el derecho al suicidio? Si viésemos a uno correr hacia un parapeto peligroso con la intención evidente de matarse, ¿tendremos o no, pudiendo, el derecho y el deber de llegar hasta él e impedirle la acción desesperada?
Después de estos ejemplos podré añadir: a buen entendedor, pocas palabras bastan.
Sin embargo, aunque seáis, sin duda, magníficos entendedores, merece la pena completar el lenguaje de los ejemplos con algunas reflexiones y con algún recuerdo histórico.
La dificultad se basa en una cuádruple raíz: en poca estima y amor de la verdad, en poca humildad, en poca fe y en mucha ingenuidad.
1°. Quien estima la verdad, realmente teme el error, y no sólo no evita, sino que aprecia el magisterio que sea capaz de impedirlo, como el alpinista estima al guía que le impide caer en el precipicio, tanto más cuanto se trata de los problemas supremos y decisivos de la vida humana, como los religioso-morales —o los filosóficos o que, como sea, tienen relación con ellos— que se refieren a cuestiones tan difíciles y tocan tan en lo vivo, fácilmente pueden suprimir la imparcialidad en el juzgar, como lo confirma la desaparición de tantas doctrinas en la Historia.
2°. Quien es humilde reconoce la suma facilidad de extraviarse en el laberinto de las doctrinas modernas sin una guía superior, tanto más, repito, en el terreno de las doctrinas religiosas morales en que las pasiones fácilmente pueden cegar. Todo lo contrario el orgulloso. Por algo narra la Sagrada Escritura el pecado original como típico acto de orgullo intelectual: «Seréis como dioses, conocedores del bien y del mal» (Génesis, III, 5); juzgar de todo con la propia cabeza presuntuosamente independiente.
3°. Quien tiene fe cree en la divina autoridad de la Iglesia como maestra de verdad. Este es el punto decisivo.
Y divina autoridad significa —en la universal y solemne enseñanza de su competencia— autoridad infalible. Infalible no porque se asienta en sabiduría humana, por grandísima que sea, sino en la indefectible asistencia divina prometida por Jesús. Y así como las verdades son solidarias entre sí y en los varios sectores del pensamiento hay interferencias mutuas, es natural que, además de la autoridad infalible en su más elevada y específica enseñanza, goce la Iglesia de autoridad altísima y prudencial en los sectores colaterales del pensamiento humano. Esta prudencia se evidencia de un modo sugestivo por el hecho de que a veces la Iglesia permite hoy el pensamiento católico lo que ayer no permitía, precisamente como la madre prudente que da libertad al hijo sólo cuando lo ve capaz de andar por sí mismo.
Quien no tiene esta concepción divina de la Iglesia no puede concederle, indudablemente, esa condición de singularísimo privilegio como maestra de verdad, frente a cualquier otra organización humana. Pero debe reconocer, sin embargo, la perfecta consecuencia de los que ven la Iglesia con ese ojo de fe y están, por tanto, convencidos de que ella, con su magisterio, en lugar de humillar a la mente humana, la eleva con luz divina; en lugar de ahogarla, la defiende y amplía. Es más: un adversario verdaderamente imparcial debería llegar incluso a comprender que el magisterio eclesiástico católico, por el hecho mismo de presentarse al mundo en nombre de Cristo afirmando también Que posee en los puntos de específica competencia el carisma de la infalibilidad, no puede dejar de preocuparse:—incluso sólo por ley psicológica. y responsabilidad humana—de mantener la máxima imparcialidad y moderación y el máximo equilibrio (tanto más frente a los continuos ataques de los enemigos adversarios) facilitados por la bimllenaria tradición de pensamiento: elementos valiosos para evitar £l naufragio del error.
4°. Mucha ingenuidad —decía yo— es, en fin, la cuarta raíz de la objeción; la ingenuidad de creerse «independientes», fuera del lamentado «dogmatismo» católico.
Aquí, en especial, se necesita mucha sinceridad con uno mismo. ¿No os dais cuenta, oh almas que no toleráis normas católicas, que continuamente estáis influidos por otras normas? ¿Que dominados estáis por la «moda» intelectual, o sea del pensamiento «de los más» o «pensamiento corriente»? ¿Cómo admitís pasivamente las opiniones de la prensa y de la radio? ¿Cómo estáis tiranizados por el «respeto humano»?
Incluso en la ciencia, donde menos habría de esperarlo. Quien conoce un poco de su historia sabe que a veces la gran masa de los sabios se ha canalizado siempre en la «hipótesis de moda».
No hablemos de la filosofía, separada de la clásica tradición aristotélico-tomista —tradición del «sentido común»—, recomendada por la Iglesia. Anteayer eran todos positivistas, ayer todos idealistas, hoy todos existencialistas. ¿Y mañana? Y no se hable de evolución progresiva, porque se trata frecuentísimamente de involución.
Sugestiva es la experiencia del llamado «libre examen» de la Sagrada Escritura proclamado por los protestantes y transformado inmediatamente por Lutero, Calvino, Enrique VIII, etcétera, en violenta imposición de la propia interpretación.
Quien se pone a analizar la independencia del sumo adversario del «oscurantismo religioso» hallará a un Voltaire (1694-1778) arrastrado por la cultura sensista inglesa y valorizador pedisecuo de la orientación general de su tiempo —hasta seguir de él, despreciando a Dante y a Shakespeare, su peor moda cultural—, lo encontrará como autor del Tratado de la tolerancia lanzando el tan intolerante y fanático grito contra el cristianismo: «¡Aplastad al infame!»; como vengador de la conciencia personal hollando la Historia y cubriendo de ultraje la santa memoria heroica de Juana de Arco; cual portaestandarte de la razón humana y de la libertad de investigación y autor del Diccionario filosófico asentarse en plan de dictador absoluto del pensamiento filosófico y de la opinión pública de Europa con tal superficialidad de ideas que hizo exclamar a Barbey dAurevilly: «Voltaire, en especial, es el seductor de los imbéciles.»
Quien quisiese, en cambio, ponerse en contacto con el jefe del positivismo y con el implacable adversario de toda realidad trascendente que hacia protestas de querer permanecer anclado solamente en la observación positiva, hallará un Augusto Comte (1798-1857), que afirma sin pestañear que Dios «no existe ni pudo existir», y que después de lanzarse contra todo catecismo religioso, funda una religión nueva —la religión de la Humanidad— con nociones fundamentales «tenidas por ciertas como dogmas», con él mismo como sumo pontífice, con el culto a su amante Clotilde de Vaux —«Clotilde, virgen y madre»— y con un nuevo catecismo, aquel catecismo positivista, tan positivo y serio que le pareció a Flaubert «una obra profundamente bufa».
Quien buscase luego al más elegante de los librepensadores diríjase a Ernesto Renán (1823-1892). Véase una prueba de su imparcialidad, de su antidogmatismo: «No discutimos lo sobrenatural, porque no se discute lo imposible... Por el sólo hecho de admitir lo sobrenatural, nos situamos fuera de la razón y de la ciencia» (Vida de Jesús). Lo dijo él. ¡Basta!
Hay también quien de palabra niega semejantes ideas preconcebidas y toma actitud de imparcialidad. Pero mirad a los hechos. ¿Por qué en público no se avergüenzan de manifestar cualquier opinión extraña filosófica, mientras tienen terror a confesarse hombres religiosos y de seguir el pensamiento católico?
La proclamada paridad e imparcialidad, pues, no existe; existe la esclavitud del pensamiento adversario. Un profesor de la Escuela Superior del Magisterio de Pisa me refería la salida intolerable de desdén en un congreso del presidente Juan Gentile, cuando, después de exponerse las más disparatadas opiniones —todas escuchadas tolerantemente—, uno enfocó el punto de vista religioso.
Es inútil añadir hasta qué punto de tiranía ideológica —en todos los sectores— ha llegado el pensamiento materialista de los sistemas de esclavitud nazista y comunista (15). Uno de los más recientes ejemplos, casi Increíbles, ha sido la intervención oficial de la suprema jerarquía soviética en favor de la nueva genética de Lysenko, hasta desterrar y hacer que muriese en Siberia el gran genetista Vavilov, fiel a la antigua y para siempre segura genética, y la posterior intervención, después de muerto Stalin, para desterrar a Lysenko, caído bajo las ruinas de su teoría, carente de seriedad científica
Aquí, en especial, se necesita mucha sinceridad con uno mismo. ¿No os dais cuenta, oh almas que no toleráis normas católicas, que continuamente estáis influidos por otras normas? ¿Que dominados estáis por la «moda» intelectual, o sea del pensamiento «de los más» o «pensamiento corriente»? ¿Cómo admitís pasivamente las opiniones de la prensa y de la radio? ¿Cómo estáis tiranizados por el «respeto humano»?
Incluso en la ciencia, donde menos habría de esperarlo. Quien conoce un poco de su historia sabe que a veces la gran masa de los sabios se ha canalizado siempre en la «hipótesis de moda».
No hablemos de la filosofía, separada de la clásica tradición aristotélico-tomista —tradición del «sentido común»—, recomendada por la Iglesia. Anteayer eran todos positivistas, ayer todos idealistas, hoy todos existencialistas. ¿Y mañana? Y no se hable de evolución progresiva, porque se trata frecuentísimamente de involución.
Sugestiva es la experiencia del llamado «libre examen» de la Sagrada Escritura proclamado por los protestantes y transformado inmediatamente por Lutero, Calvino, Enrique VIII, etcétera, en violenta imposición de la propia interpretación.
Quien se pone a analizar la independencia del sumo adversario del «oscurantismo religioso» hallará a un Voltaire (1694-1778) arrastrado por la cultura sensista inglesa y valorizador pedisecuo de la orientación general de su tiempo —hasta seguir de él, despreciando a Dante y a Shakespeare, su peor moda cultural—, lo encontrará como autor del Tratado de la tolerancia lanzando el tan intolerante y fanático grito contra el cristianismo: «¡Aplastad al infame!»; como vengador de la conciencia personal hollando la Historia y cubriendo de ultraje la santa memoria heroica de Juana de Arco; cual portaestandarte de la razón humana y de la libertad de investigación y autor del Diccionario filosófico asentarse en plan de dictador absoluto del pensamiento filosófico y de la opinión pública de Europa con tal superficialidad de ideas que hizo exclamar a Barbey dAurevilly: «Voltaire, en especial, es el seductor de los imbéciles.»
Quien quisiese, en cambio, ponerse en contacto con el jefe del positivismo y con el implacable adversario de toda realidad trascendente que hacia protestas de querer permanecer anclado solamente en la observación positiva, hallará un Augusto Comte (1798-1857), que afirma sin pestañear que Dios «no existe ni pudo existir», y que después de lanzarse contra todo catecismo religioso, funda una religión nueva —la religión de la Humanidad— con nociones fundamentales «tenidas por ciertas como dogmas», con él mismo como sumo pontífice, con el culto a su amante Clotilde de Vaux —«Clotilde, virgen y madre»— y con un nuevo catecismo, aquel catecismo positivista, tan positivo y serio que le pareció a Flaubert «una obra profundamente bufa».
Quien buscase luego al más elegante de los librepensadores diríjase a Ernesto Renán (1823-1892). Véase una prueba de su imparcialidad, de su antidogmatismo: «No discutimos lo sobrenatural, porque no se discute lo imposible... Por el sólo hecho de admitir lo sobrenatural, nos situamos fuera de la razón y de la ciencia» (Vida de Jesús). Lo dijo él. ¡Basta!
Hay también quien de palabra niega semejantes ideas preconcebidas y toma actitud de imparcialidad. Pero mirad a los hechos. ¿Por qué en público no se avergüenzan de manifestar cualquier opinión extraña filosófica, mientras tienen terror a confesarse hombres religiosos y de seguir el pensamiento católico?
La proclamada paridad e imparcialidad, pues, no existe; existe la esclavitud del pensamiento adversario. Un profesor de la Escuela Superior del Magisterio de Pisa me refería la salida intolerable de desdén en un congreso del presidente Juan Gentile, cuando, después de exponerse las más disparatadas opiniones —todas escuchadas tolerantemente—, uno enfocó el punto de vista religioso.
Es inútil añadir hasta qué punto de tiranía ideológica —en todos los sectores— ha llegado el pensamiento materialista de los sistemas de esclavitud nazista y comunista (15). Uno de los más recientes ejemplos, casi Increíbles, ha sido la intervención oficial de la suprema jerarquía soviética en favor de la nueva genética de Lysenko, hasta desterrar y hacer que muriese en Siberia el gran genetista Vavilov, fiel a la antigua y para siempre segura genética, y la posterior intervención, después de muerto Stalin, para desterrar a Lysenko, caído bajo las ruinas de su teoría, carente de seriedad científica
¿No le parece Inmensamente más discreto el que el hombre, en lugar de dejarse tiranizar humanamente por el último que llegue, se deje divinamente guiar —con la tradicional moderación, aun en las diversas formas de los tiempos— por la Iglesia, salida de la mente y del corazón de Cristo?
BIBLIOGRAFIA
Para la misión y el magisterio de la Iglesia, además de la bibliografía de la consulta 14:
Pío XII: Encíclica Humani generis, 12 de agosto de 1950 («Civiltá Cattolica», 2 de septiembre de 1950), núms. 17-21, 35 y otros puntos;
M. Monsabré: Exposición del dogma, conferencias 51-4 ;
Sertillanges: L'Église París, 1931;
E. Dublanchy: Église, DThC., IV, págs. 2.108-2.224;
Y. de la Briere: Église catholique, DAFC., I, págs. 1,219-l30l;
M. Cordovani: Chiesa, EC., III, págs. 1.443-1.466;
G. Siri: La chiesa, Roma, 1944;
P. C. Landucci: Esiste Dio?, Asís, 1951, cap. XVII.
Para la infalibilidad de la Iglesia en especial, véanse:
Monsabré: conf. 56; las anteriores obras sobre la Iglesia; la palabra Infalibilidad, en DThC., DAFC. y EC. Sobre el libre examen :
C. Bouvier: Réforme. Le libre examen et la libre conscience, DAFC., IV, págs. 801-4;
A. Vaccari: Lo studio della S. Scrittura, Roma, 1943. Sobre el librepensamiento:
R. Hedde: (La libre) Pensée, DAFC.,III, págs. 1.865-93. Sobre el positivismo:
L. Roure: Positivisme, DAFC., IV. págs. 36-53;
A. Carlini: Comte Auguste, EC., IV, págs. 106-9;
J. M. Lagrange: La vie de Jésus d'aprés Renán, París, 1923;
H. Psicary: Renán d'aprés lui méme París, 1937;
H. de Lubac: Cattolicesimo: Gli aspetti sociali del dogma, Roma, 1949;
B. Bartmann: Manuale di Teología dogmatica, Alba, 1949.
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