Es tan importante esta materia, que conviene insistir y dejar bien atados todos los cabos.
Nos cuenta el Evangelio una parábola aleccionadora: la del hijo pródigo. Medítala.
El calavera se ha convertido y ha regresado a su casa, donde el padre le recibe con los brazos abiertos; le hace vestir de nuevo, como hijo, y para celebrar su arrepentimiento organiza un banquete.
Cuando se hallan en medio de la fiesta, vuelve del campo, a cuyo laboreo se dedica, el hijo mayor. Observa el barullo, oye las músicas y danzas con que los orientales amenizan las grandes comidas, y se queda perplejo.
—¿Qué pasa?—pregunta a un criado, que le cuenta lo ocurrido.
Entonces se indigna y se niega a entrar en casa.
Se entera el padre, se levanta del banquete y sale al encuentro de su primogénito.
Este, colérico, le expone sus cargos:
—Hace tantos años que te sirvo, sin quebrantar nunca tus órdenes, y nunca me diste un cabrito para comerlo con mis amigos; en cambio, cuando viene tu hijo, después de gastar su fortuna en la lujuria, matas, para obsequiarle, un becerro cebado.
El padre, bondadoso en extremo, le replica con aire conciliador:
—Hijo, tú estás siempre conmigo, y todos mis bienes son tuyos; mas era preciso hacer fiesta y alegrarse, porque tu hermano estaba muerto y ha resucitado; se había perdido y ha sido hallado.
Nos cuenta el Evangelio una parábola aleccionadora: la del hijo pródigo. Medítala.
El calavera se ha convertido y ha regresado a su casa, donde el padre le recibe con los brazos abiertos; le hace vestir de nuevo, como hijo, y para celebrar su arrepentimiento organiza un banquete.
Cuando se hallan en medio de la fiesta, vuelve del campo, a cuyo laboreo se dedica, el hijo mayor. Observa el barullo, oye las músicas y danzas con que los orientales amenizan las grandes comidas, y se queda perplejo.
—¿Qué pasa?—pregunta a un criado, que le cuenta lo ocurrido.
Entonces se indigna y se niega a entrar en casa.
Se entera el padre, se levanta del banquete y sale al encuentro de su primogénito.
Este, colérico, le expone sus cargos:
—Hace tantos años que te sirvo, sin quebrantar nunca tus órdenes, y nunca me diste un cabrito para comerlo con mis amigos; en cambio, cuando viene tu hijo, después de gastar su fortuna en la lujuria, matas, para obsequiarle, un becerro cebado.
El padre, bondadoso en extremo, le replica con aire conciliador:
—Hijo, tú estás siempre conmigo, y todos mis bienes son tuyos; mas era preciso hacer fiesta y alegrarse, porque tu hermano estaba muerto y ha resucitado; se había perdido y ha sido hallado.
¡Magistral retrato del envidioso, incapaz de comprender la grandeza del alma de un padre bondadoso!
Y son muchos los hijos en los que se da tal incomprensión. Observan cierta preferencia por sus hermanos enfermos, débiles, colocados en situación de inferioridad o en período de crisis, y se indignan y enfurecen.
Pierden el equilibrio y no saben valorar los actos y las circunstancias.
El lenguaje del hijo mayor de la parábola no encaja en unos labios filiales; es más bien propio de asalariados o, mejor aún, de esclavos. No parece sino que sirve por lo que le dan, y no por amor.
Es que el envidioso tiene mucho de rufián.
Sin embargo, ¡cuántos hijos adoptan la misma actitud!
—Yo siempre estoy sujeta en casa, dócil a cuanto manda mamá; no le doy ningún disgusto, ni me atrevo a pedirle que me haga un vestido; en cambio, a mi hermana, que es una tranquila, le han hecho dos abrigos esta temporada.
—A mí siempre me toca trabajar, y a mi hermana divertirse. Otra vez la ha llevado papá al teatro.
—Ya estoy cansada de que para Loli sea todo lo mejor. Va papá a Madrid, y le trae un regalo mejor que a los demás; sale mamá de tiendas, y le compra lo más bonito, aunque sea caro; vienen a comer los tíos, y para ella siempre traen algún dulce. Éstoy de Loli hasta arriba.
Tal vez éste ha sido alguna vez tu lenguaje, sin tener en cuenta que la pobrecita Loli está enferma, y esas preferencias son pequeñas compensaciones para que no sienta carecer de las grandes ventajas que con la salud tenéis las demás.
A tu hermana le llevan tanto al cine y al teatro porque, víctima de un fracaso, atraviesa una crisis moral delicada.
A aquella otra, tan tranquila, como tú dices, tus padres le han exigido el sacrificio de cortar unas relaciones amorosas perjudiciales, en cuyas redes estaba muy envuelta. Le ha costado mucho, y, a pesar de ello, con el corazón sangrante, ha obedecido. Merece un premio, que le estimule en el camino del bien, y se lo han dado comprándole dos abrigos.
Tú, gracias a Dios, dotada de hermosa salud, encuentras fácilmente con ella motivos de alegría y satisfacción; no hace falta buscártelos con solicitud; tu corazón juvenil y tu conciencia, gozan de la misma salud. ¿Quieres mayor premio que ése?
Tú no reparas en el beneficio estupendo que supone encontrarse bien en casa, gozando en el cumplimiento del deber y sostenida con la gracia divina para no dar un disgusto a mamá. (Alguno ya le darás.)
Si a tu hermana no la distinguiesen, te mostrarías tan satisfecha con tu situación y te creerías feliz. ¿Por qué has de ser tan tonta—permíteme el calificativo—, que las distinciones de tu hermana te arrebaten la tranquilidad de espíritu, originando en ti una sed acibadora?
No mires a lo que tiene tu hermana, mira a lo que tú tienes, y en vez de rabiar y amargarte, da gracias a Dios y alégrate.
Y son muchos los hijos en los que se da tal incomprensión. Observan cierta preferencia por sus hermanos enfermos, débiles, colocados en situación de inferioridad o en período de crisis, y se indignan y enfurecen.
Pierden el equilibrio y no saben valorar los actos y las circunstancias.
El lenguaje del hijo mayor de la parábola no encaja en unos labios filiales; es más bien propio de asalariados o, mejor aún, de esclavos. No parece sino que sirve por lo que le dan, y no por amor.
Es que el envidioso tiene mucho de rufián.
Sin embargo, ¡cuántos hijos adoptan la misma actitud!
—Yo siempre estoy sujeta en casa, dócil a cuanto manda mamá; no le doy ningún disgusto, ni me atrevo a pedirle que me haga un vestido; en cambio, a mi hermana, que es una tranquila, le han hecho dos abrigos esta temporada.
—A mí siempre me toca trabajar, y a mi hermana divertirse. Otra vez la ha llevado papá al teatro.
—Ya estoy cansada de que para Loli sea todo lo mejor. Va papá a Madrid, y le trae un regalo mejor que a los demás; sale mamá de tiendas, y le compra lo más bonito, aunque sea caro; vienen a comer los tíos, y para ella siempre traen algún dulce. Éstoy de Loli hasta arriba.
Tal vez éste ha sido alguna vez tu lenguaje, sin tener en cuenta que la pobrecita Loli está enferma, y esas preferencias son pequeñas compensaciones para que no sienta carecer de las grandes ventajas que con la salud tenéis las demás.
A tu hermana le llevan tanto al cine y al teatro porque, víctima de un fracaso, atraviesa una crisis moral delicada.
A aquella otra, tan tranquila, como tú dices, tus padres le han exigido el sacrificio de cortar unas relaciones amorosas perjudiciales, en cuyas redes estaba muy envuelta. Le ha costado mucho, y, a pesar de ello, con el corazón sangrante, ha obedecido. Merece un premio, que le estimule en el camino del bien, y se lo han dado comprándole dos abrigos.
Tú, gracias a Dios, dotada de hermosa salud, encuentras fácilmente con ella motivos de alegría y satisfacción; no hace falta buscártelos con solicitud; tu corazón juvenil y tu conciencia, gozan de la misma salud. ¿Quieres mayor premio que ése?
Tú no reparas en el beneficio estupendo que supone encontrarse bien en casa, gozando en el cumplimiento del deber y sostenida con la gracia divina para no dar un disgusto a mamá. (Alguno ya le darás.)
Si a tu hermana no la distinguiesen, te mostrarías tan satisfecha con tu situación y te creerías feliz. ¿Por qué has de ser tan tonta—permíteme el calificativo—, que las distinciones de tu hermana te arrebaten la tranquilidad de espíritu, originando en ti una sed acibadora?
No mires a lo que tiene tu hermana, mira a lo que tú tienes, y en vez de rabiar y amargarte, da gracias a Dios y alégrate.
Emilio Enciso Viana
LA MUCHACHA EN EL HOGAR
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