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miércoles, 10 de abril de 2013

¿Y LOS POBRES ANIMALES INOCENTES?

CIEN PROBLEMAS EN CUESTIONES DE FE
¿Y LOS POBRES ANIMALES INOCENTES? 

     Si Cristo explica el dolor humano como reparación del pecado y como medio de elevarse, ¿por qué sufren, aunque sea sólo físicamente, creaturas de un Dios bueno que no tienen pecado que expiar, esto es, los animales?
     Cuando vemos que entre los hombres el débil sucumbe ante el fuerte, el pobre ante el rico, el enfermo ante el sano, pensamos que la voluntad libre humana es causa, al menos en la raíz, del desorden, del predominio, pero que una superior justicia divina dará en la otra vida a cada cual lo suyo. Pero ¿y entre los animales? El pescado pequeño es devorado por el grande, el lobo despedaza a la oveja, el animal más fuerte al más débil. Y esto por necesidad de la vida, por ley de naturaleza, sin que de esto se pueda halar una explicación en una voluntad libre responsable del mal y sin que ese dolor físico de seres inocentes halle la compensación de una futura remuneración. (Profesor S. A.—Malnate-Varese.)

     Nos hallamos en la última parte de su bella carta, profesor, como había yo prometido.
     Conviene, ante todo, reducir a sus justos límites la dificultad realizando un decidido esfuerzo contra la amplificación fantástica y sentimental del problema.
     Es Instintiva la tendencia a antropomorfizar a los animales, interpretando de un modo humano sus manifestaciones sensibles externas, semejantes a las manifestaciones análogas del hombre. Es la tendencia sumamente comprensible a proyectar en el mundo exterior las propias experiencias interiores. Todos somos un poco poetas cuando se personalizan las cosas de la Naturaleza y se les dirige conmovidos la palabra: ¡a una montaña amada, a una planta! En el Vittoriale de Gabriel d'Annunzio, en Gardone, el arquitecto superintendente Maroni en 1940 me enseñó una especie de nicho aislado, de ladrillo, que era como un «ex voto» ¡para reparar el derribo que había que llevar a cabo de una planta que se encontraba allí! ¡Pobre planta de... venerada memoria! Rarezas del poeta, pero significativas. ¡Figurémonos con los animales, que se mueven y son sensibles como nosotros!
     He sido testigo de verdaderas y propias escenas de envidia porque un perro meneaba la cola a una persona más que a otra. Las fiestas o repulsas de ciertos animales se interpretan fácilmente como verdaderas expresiones de afecto o de aversión y su modo sensitivo de conocer como verdadera aunque limitada inteligencia. Y admirados de alguno más vivaz, se dice, con convencimiento: «no le falta más que hablar».
     Ahora bien, es preciso reflexionar bien que decir inteligencia es decir alma (
Se entiende alma racional, pues los animales tienen también alma, aunque no espiritual como la humana. Nota del traductor), es decir personalidad, vida eterna, etc., cosas todas de tan enorme importancia como para trastornar tan radicalmente la concepción humana y religiosa acerca de los animales, que debería bastar para excluirla. Pero no puedo aquí tratar detenidamente la cosa remitiendo, si se quiere, a mi trabajo El misterio del alma humana (De esta obra hay traducción española a cargo mío (Madrid, 1054, XI, págs. 219-254). Nota del traductor), donde en el capítulo «El buey Apis» demuestro la falta de inteligencia de los animales.
     Excluida la inteligencia, se excluye el dolor moral de cualquier forma que sea. Y esto es ya bastante para reducir inmensamente el alcance de la tragedia del dolor animal. Por dolor moral, realmente, no entiendo sólo el que nace de un sufrimiento del corazón, sino incluso la reflexión sobre el propio dolor físico, que es la parte más deprimente y más conmovedora de todo sufrimiento físico. Hay algo semejante en las mutilaciones. ¡Quedarse ciego! ¡Qué pena! Pero un ciego de nacimiento, que no supiese que existe el sentido de la vista, no tendría por ello ningún sufrimiento.
     Cuando se ven y oyen animales que tiemblan y trinan de dolor, recuérdese bien que se trata de puro sufrimiento sensible, sin dolor alguno moral ni abatimiento doloroso consiguiente.
     Una prueba típica del antropomorfismo de que he hablado me la da usted mismo, ilustre profesor S. A., al hablar de los animales inocentes.
     Metafóricamente, y basándose en la pura etimología material, esto podrá decirse también de ellos, cuando no son animales dañinos, como se puede decir también de las cosas inanimadas. Se dice, por ejemplo, vino inocente, en el sentido de que ¡no daña! Pero en sentido propio, y, por consiguiente, moral, no se puede, ciertamente, decirlo de los animales, porque careciendo ellos de alma espiritual, se hallan fuera del terreno moral. Si no cometen algún pecado no es por virtud, sino porque son incapaces de actos morales, y, por tanto, lo mismo de pecado que de virtud.
     De todos modos —se dirá—, ese dolor, aunque puramente sensible, se da. Y se da, efectivamente, por ley de naturaleza. ¿Por qué? Debe haber un fin bueno que lo justifique. Hallarlo significa resolver esencialmente la dificultad.
     Directa o indirectamente —y basta esta manera indirecta en la visión global del mundo—, el animal con su muerte viene a servir al hombre. Y al servir al hombre, dotado de supervivencia eterna, entra directamente en la ley cósmica de la perennidad. Es evidente que no es una perennidad suya, de la que seria incapaz, pero es, de todos modos, un ponerse al servicio de la perennidad y una justificación así de su existencia. La demostración de la ley cósmica de la perennidad es un poco sutil, pero elemental. Lo que muere —en el sentido totalmente destructivo de la palabra — es indigno de la obra de Dios. Dios, realmente no puede obrar, en definitiva, por la nada. Es preciso que lo que se destruya sirva a lo que no se destruye. Sólo sacrificándose por el hombre es como los animales justifican su existencia sirviendo a lo que no se destruye.
     Pero no falta tampoco el fin bueno de su capacidad de dolor en ellos mismos.
     La ley del dolor sigue la ley del sentido, del mismo modo como la sigue la ley del placer. Uno y otro son valiosos e indispensables instrumentos para la conservación próspera de los animales. El placer los atrae, por ejemplo, hacia el alimento bueno, y el dolor, para emplear una frase sumamente general, los aparta del alimento perjudicial.
     A consecuencia de esta ley, de no querer un continuo milagro, resultará inevitable asimismo el dolor sin utilidad directa propia, cuando, por ejemplo, el animal —para realizar el fin cósmico—, o dará alimento fresco a otro animal, o lo hará directamente al hombre, o servirá a éste en las valiosas experiencias de laboratorio, o lo estimulará útilmente a secar los pantanos, con el sacrificio de los elegantes mosquitos, que también son animales... inocentes, etc.
     Pero el dolor sufrido así, en beneficio ajeno y sin culpa moral alguna, tiene su proporcional compensación en el terreno puramente temporal de su vida, en el placer gozado, en la mesa de la Naturaleza, sin mérito alguno. ¿Merecen acaso los cerdos cuando están felizmente engordándolos? El animal no conoce ninguna negación meritoria de las propias pasiones. El animal, aun cuando parezca generoso, siempre toma, no da; si da, da por gusto o forzado.
     Por tanto, lo mismo que, por una parte, falta todo pecado, por otra, falta todo mérito. Puede existir el dolor sin culpa, por un lado, y existir el placer sin mérito, por otro.
     La compensación es perfecta.
     Con esto no se quiere negar que la trágica nota del dolor constituya en el cosmos una falta de superior perfección. No se puede hablar, sin embargo, de desorden, sino de perfección limitada. Esto prueba solamente que el grado de la perfección del mundo no es infinito. Cin embargo, al principio era superior. Dios Creador quiso trasladar un superabundante reflejo de su perfección y bondad dando al hombre nacido inicialmente de sus manos, por supererogación, dones milagrosos que excluían en él el dolor. El hombre no tenía además necesidad de matar a los animales, y algunos sabios incluso han supuesto que el régimen mismo interno del reino animal participaba, por especial don del Creador, de esta situación de excepción, como por reflejo del privilegio milagroso concedido al hombre, rey de la Creación (véase a Santo Tomás en la Summa TheoL, parte I, cuestión 96, artículo I, e Isaías, 65, 25).
     De todos modos, es demasiado natural que, después del pecado original, destronado el hombre de su estado privilegiado, también su contacto con el reino animal y el régimen de éste volvieron a la situación normal natural.
 

BIBLIOGRAFIA
Santo Tomás : Summa Theol., I, 96, 1; 
G. Franco : I diritti degli animali («Civiltá Cattolica», 1904, I, págs. 403-14 y 682-95); 
V. Marcozzi : Il problema di Dio e le science, Brescia, 1946, cap. V; 
P. C. Landucci: Il mistero dell'anima umana, Así, 1952, págs. 250 y sigs.;
Zuzini: Anímale e uomo, Milán, 1947

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