Del culto especial de invocación. Cuál sea su legitimidad. Cuáles sus armonías providenciales en el plan divino. Cuál, en fin, su relación con la conducta de Dios en la distribución de las gracias.
I. Después de lo que hemos meditado sobre el culto de la Santísima Virgen en los capítulos precedentes, sería, en verdad, inútil querer demostrar su legitimidad. Por otra parte, no se podría poner en duda sin incurrir en los anatemas de la Santa Iglesia, que tantas veces la ha definido en el transcurso de los siglos, condenando a los adversarios del culto de los Santos, y que sin cesar la atestigua celebrando por todas partes la gloria, el poder y la bondad de nuestra dulce Madre.
No es, por consiguiente, del culto de la Virgen, tomado en general, de lo que tenemos que tratar en este capítulo. Nuestro designio es considerar más especialmente la parte de él que con más frecuencia nos eleva a los pies de la Señora, es decir, el culto especial de invocación. Sin embargo, al abordar este punto particular no abandonamos la cuestión más extensa del culto de la Madre de Dios. Ante todo, porque la oración es uno de los actos principales. El Angel de las Escuelas pregunta, en un artículo de la Suma Teológica, si la oración habla de la que se eleva directamente a Dios, debe ser considerada como un acto de la virtud de la religión; en otros términos: de la virtud por la cual rendimos a Dios el culto de latría, que a Él solo le conviene. "Sí -responde sin vacilar-, porque es propio de la religión ofrecer a Dios la reverencia y el honor que le son debidos. He aquí por qué todos los actos que van por sí mismos al cumplimiento de este deber tienen esta virtud por principio. Ahora bien: es claro y manifiesto que el hombre, al rogar a Dios, lo adora y glorifica, puesto que haciendo aquello se humilla delante de Él y reconoce que recibe de Él todos los bienes como de su primera fuente" (S. Thom., 2-2, q. 83, a. 3).
Si objetáis que el oficio de la oración es el de un solicitante, mientras que por la religión ofrecemos nosotros mismos a Dios el homenaje de nuestra dependencia, esto mismo fortifica y afirma la tesis; porque el hombre que ruega a Dios le entrega su alma y su corazón, puesto que se los presenta como absolutamente dependientes de su poder y de su munificencia (Idem, ibid., ad 3).
Igualmente hace falta que nuestras oraciones, para ser acogidas de la Majestad divina, parezcan en su presencia impregnadas todas en los actos especialmente propios de la virtud de la religión. De aquí proviene el que doblemos las rodillas para orar, el que nos postremos en tierra, el que elevemos los ojos al cielo y el corazón a lo alto, como reconociendo que no somos sino miseria y nada delante de Dios. De aquí proviene también que al querer orar escojamos con preferencia a cualquier hora la del sacrificio, y, con preferencia a cualquier otro lugar, los edificios especialmente consagrados a la celebración del culto divino. Si la oración es uno de los actos de religión, éstos son, a su vez, implícitamente por lo menos, oración, puesto que hacen descender sobre nosotros el rocío celestial. Dios recompensa con beneficios las alabanzas que le dirigen, aun cuando no expresen súplica alguna, manifestando así la virtud de impetración que ellas tienen.
Ahora bien: lo que Santo Tomás enseña de las oraciones hechas a Dios, debemos entenderlo de las que se dirigen a María, guardada la debida proporción. Es, a la vez, culto y oración, con esta diferencia, sin embargo: que estos actos irán a reconocer en Ella, no ya la Majestad Soberana del Creador y el primer principio de todo bien, sino la Madre de Dios, la Mediadora de intercesión, el canal divinamente establecido de todas las gracias. El Ave María nos ofrece el ejemplo más patente de esta. unión, digamos mejor de esta compenetración de la invocación y la alabanza. ¿Qué podemos decir a María más glorioso para Ella que saludarla con el ángel y reconocer a sus pies que está llena de gracia, que el Señor está con ella, que es bendita entre todas las mujeres, que es santísima y, en fin, que es Madre de Dios? Viene después la invocación, ¡y qué invocación después de estos homenajes!: Ruega por nosotros, pecadores, etc.
No es, por consiguiente, del culto de la Virgen, tomado en general, de lo que tenemos que tratar en este capítulo. Nuestro designio es considerar más especialmente la parte de él que con más frecuencia nos eleva a los pies de la Señora, es decir, el culto especial de invocación. Sin embargo, al abordar este punto particular no abandonamos la cuestión más extensa del culto de la Madre de Dios. Ante todo, porque la oración es uno de los actos principales. El Angel de las Escuelas pregunta, en un artículo de la Suma Teológica, si la oración habla de la que se eleva directamente a Dios, debe ser considerada como un acto de la virtud de la religión; en otros términos: de la virtud por la cual rendimos a Dios el culto de latría, que a Él solo le conviene. "Sí -responde sin vacilar-, porque es propio de la religión ofrecer a Dios la reverencia y el honor que le son debidos. He aquí por qué todos los actos que van por sí mismos al cumplimiento de este deber tienen esta virtud por principio. Ahora bien: es claro y manifiesto que el hombre, al rogar a Dios, lo adora y glorifica, puesto que haciendo aquello se humilla delante de Él y reconoce que recibe de Él todos los bienes como de su primera fuente" (S. Thom., 2-2, q. 83, a. 3).
Si objetáis que el oficio de la oración es el de un solicitante, mientras que por la religión ofrecemos nosotros mismos a Dios el homenaje de nuestra dependencia, esto mismo fortifica y afirma la tesis; porque el hombre que ruega a Dios le entrega su alma y su corazón, puesto que se los presenta como absolutamente dependientes de su poder y de su munificencia (Idem, ibid., ad 3).
Igualmente hace falta que nuestras oraciones, para ser acogidas de la Majestad divina, parezcan en su presencia impregnadas todas en los actos especialmente propios de la virtud de la religión. De aquí proviene el que doblemos las rodillas para orar, el que nos postremos en tierra, el que elevemos los ojos al cielo y el corazón a lo alto, como reconociendo que no somos sino miseria y nada delante de Dios. De aquí proviene también que al querer orar escojamos con preferencia a cualquier hora la del sacrificio, y, con preferencia a cualquier otro lugar, los edificios especialmente consagrados a la celebración del culto divino. Si la oración es uno de los actos de religión, éstos son, a su vez, implícitamente por lo menos, oración, puesto que hacen descender sobre nosotros el rocío celestial. Dios recompensa con beneficios las alabanzas que le dirigen, aun cuando no expresen súplica alguna, manifestando así la virtud de impetración que ellas tienen.
Ahora bien: lo que Santo Tomás enseña de las oraciones hechas a Dios, debemos entenderlo de las que se dirigen a María, guardada la debida proporción. Es, a la vez, culto y oración, con esta diferencia, sin embargo: que estos actos irán a reconocer en Ella, no ya la Majestad Soberana del Creador y el primer principio de todo bien, sino la Madre de Dios, la Mediadora de intercesión, el canal divinamente establecido de todas las gracias. El Ave María nos ofrece el ejemplo más patente de esta. unión, digamos mejor de esta compenetración de la invocación y la alabanza. ¿Qué podemos decir a María más glorioso para Ella que saludarla con el ángel y reconocer a sus pies que está llena de gracia, que el Señor está con ella, que es bendita entre todas las mujeres, que es santísima y, en fin, que es Madre de Dios? Viene después la invocación, ¡y qué invocación después de estos homenajes!: Ruega por nosotros, pecadores, etc.
Hablemos, pues, especialmente de las oraciones dirigidas a María; de esas oraciones que el protestantismo ha arrojado de su culto, y que con tanta injusticia reprocha a los verdaderos siervos de esta Señora, es decir, a los hijos de la Iglesia católica.
No preguntaremos si podemos invocar a María. Si es una verdad de fe que es, no sólo permitido, sino ventajoso el recurrir a la protección de los Santos, verdad solemnemente definida en la Iglesia contra el hereje Vigilancio, contra los cátaros y los vaudistas de la Edad Media, y contra las sectas más recientes del protestantismo, con harta más razón debemos creer que es legítimo y provechoso el acudir al misericordioso patrocinio de la Reina del Cielo y de todos los Santos. Y el más sencillo raciocinio es suficiente para sacar esta conclusión de los principios establecidos en los libros que anteceden. Puesto que la Virgen Santísima es, por un lado, la Mediadora universal de la gracia, puesto que, por otro, nos ama, ve nuestras miserias, oye nuestros suspiros, ¿qué cosa tan justa, tan natural y tan legítima que invocar su poderosa influencia cerca de Dios?
Pero no basta el haber recordado sumariamente la doctrina de la Iglesia. Hay que entrar más adentro en el asunto para estudiar sus conveniencias admirables y sus providenciales armonías, e iluminarlo con luz tan clara que todas las dificultades queden desvanecidas. Ahora bien: si lo miramos de cerca, el culto de oración ofrecido a la Santísima Virgen se apoya sobre dos verdades principales. Primera, que Dios nos concede generalmente sus dones por la mediación de los Santos y, sobre todo, gracias a los ruegos e intercesión de su Madre. Segunda, que el mejor medio para nosotros para asegurarnos los sufragios de los Santos cerca de la Misericordia divina es rogarles y confiarles nuestras oraciones.
II. No hay que demostrar ya la primera verdad. Sin embargo, como es de capital importancia en esta materia, no será inútil volver sobre ella, al menos con algunas consideraciones generales, antes de pasar a la segunda, que será más directamente el objeto de nuestras consideraciones.
Decimos, pues, que este orden de providencia por el cual las gracias divinas dependen de las oraciones hechas en nuestro favor por los Santos del Cielo, y sobre todo por la Reina de ellos y nuestra, es un orden de maravillosa conveniencia, por cualquier lado que lo miremos.
No es tal la opinión de los adversarios de la doctrina católica. Dios —nos repiten— conoce todas nuestras miserias, puesto que es por naturaleza la ciencia infinita. Jesucristo mismo tiene en su Humanidad el conocimiento perfecto de lo que nos toca; lo tiene por la gracia de la visión beatífica y por la gracia de la ciencia infusa: dos fuentes de conocimiento que sobrepujan inmensamente en claridad como en extensión todo otro conocimiento creado. Además, Dios es el mismo Padre de las misericordias, y, de consiguiente, halla en Sí mismo una inclinación natural a colmarnos de sus dones. ¿Para qué, pues, necesita que una pura criatura venga a representarle nuestras necesidades y a solicitar para nosotros su liberalidad paternal, como si Él ignorase nuestra actual condición o no fuese la Bondad por esencia, una bondad que, por inclinación innata, se derrama en beneficios?
He aquí lo que nos oponen, o, mejor dicho, lo que oponen al oficio de la Madre de los hombres; y les respondemos, con la Iglesia y los doctores: si fuera sólido semejante razonamiento, llevaría nada menos que a suprimir toda oración dirigida a Dios por el hombre. Habría que condenar a los Apóstoles y a los cristianos. discípulos inmediatos de aquéllos, que se piden y se prestan mutuamente el socorro de sus oraciones; condenar a la Sagrada Escritura, que trae estos hechos y que los aprueba; oponer, en fin, un mentís bien claro a Jesucristo mismo, puesto que Él oró al Padre por nosotros, y nos dió en la oración dominical el precepto y el modo de orar, no sólo por nosotros, sino por todos nuestros hermanos.
Más aún: este razonamiento llevaría hasta rechazar en conjunto toda la economía de los sacramentos de la Iglesia, y la Iglesia misma con la universalidad de medios de salud de que es depositaría; porque la Iglesia, con todos sus medios, y los sacramentos tienen por fin abrir las fuentes de la divina gracia y traer hasta nosotros sus saludables corrientes.
Iríamos más lejos todavía. En consecuencia con los mismos principios, podría, decirse con igual derecho: ¿Por qué atribuir nuestra salvación al Hombre Dios?; ¿qué necesidad había de que se hiciese nuestro Mediador y Abogado cerca del Padre?; ¿de qué podían servir sus méritos y sus satisfacciones infinitas? ¿No tenía Dios bastante poder, sabiduría y bondad para levantarnos por Sí mismo, sin que interviniesen los sufrimientos de Cristo y el sacrificio ofrecido por Él en el Calvario? Esto mismo hubiera sido más digno de su misericordia, porque no veríamos a su lado a la justicia ejercitando sus inexorables rigores sobre la inocencia personificada en el Salvador moribundo.
Hay que recordar aquí también una bella y sólida doctrina del Doctor Angélico. Santo Tomás hace notar que hubo antiguamente tres errores relativos a la oración. Según los unos, Dios no se ocupa de las cosas humanas; de aquí la natural consecuencia de que es inútil el rogarle, y hasta inútil el adorarle. Según otros, todo en el mundo sucede por necesidad, sea porque las disposiciones de la Providencia son inmutables, sea porque el encadenamiento de las acciones y de las causas no admite contingencia ni libertad. Otros, en fin, confesaban el gobierno de la Providencia, y rechazaban aquella incombatible necesidad que no deja lugar alguno a los hechos contingentes y a los actos libres; pero su opinión era que las disposiciones de la Providencia están sujetas a mudanza, y que, por esto, el fin de la oración era modificarlas en provecho nuestro. Tres errores a cuál más pernicioso, de los cuales nos libramos sosteniendo, de un lado, la utilidad de la oración, y del otro, rechazando el imperio de la necesidad en el gobierno de las cosas humanas y la mutabilidad en las disposiciones de la Providencia divina.
El medio de conciliar entre sí verdades tan contrarias en apariencia es establecer como principio que las disposiciones de la providencia no se extienden solamente a los efectos que producen, sino que comprenden también las causas y el orden de producción de los efectos por esas causas. Ahora bien: entre otras muchas causas están los actos humanos. Hace falta, pues, que los hombres hagan ciertos actos, no para cambiar por ellos la divina disposición, sino, muy al contrario, para responder a ella, puesto que ella quiere la existencia de los efectos dependientemente de esos actos. Lo mismo sucede con las causas naturales, porque éstas también tienen sus efectos, queridos por Dios, pero con la condición de ejercer la actividad que han recibido para la producción de los efectos mismos.
"Y esto es lo que se verifica también con la oración. En efecto: no rogamos con el fin de cambiar con este acto las disposiciones divinas, sino a fin de obtener, rogando, lo que Dios en sus consejos ha resuelto conceder solamente a las oraciones; de tal modo —dice San Gregorio—, que los hombres merecen por sus peticiones recibir lo que Dios Todopoderoso, antes de todos los siglos, ha decidido conceder; pero en consideración y como derivación de esas mismas peticiones" (S. Thom., 2-2, q. 83, a. 2).
"Por consiguiente, sostener que no hay necesidad de orar para obtener algún beneficio de Dios, por razón de que el orden de la Providencia es inmutable, es como si se dijese que es inútil ponerse en camino para llegar a un sitio determinado o tomar alimentos para nutrirse: cosas todas manifiestamente absurdas" (Gen., II, 9; IV, 9; Mnrc.. X. 35, 36; Matth., XX, 21, etc.).
Si le preguntáis al Santo Doctor por qué Dios, que es rico en misericordia, ha puesto esta condición para la efusión de sus favores más abundantes, os responde en el mismo lugar de sus obras. No es que Dios ignore nuestras necesidades, aunque a veces pregunte, como si no las supiese, para sacarnos la humilde confesión de nuestras faltas o de nuestras miserias (Idem, c. Gent., 1. III. c. 86), o bien para mostrar que nada se escapa de su vista (Marc., II, 8; Luc., V, 22). Pero lo que nos importa soberanamente conocer, y conocer bien, es que Él es la fuente de todos los bienes, y nosotros, de nuestro fondo, nada y miserias; y así, nos pone en la dichosa necesidad de pensar en Él, de conversar con Él, de elevar nuestros espíritus y nuestros corazones por cima de las cosas visibles, hasta el principio invisible de toda bondad, de toda riqueza, de toda perfección, y, en fin, así también afirma los lazos de respeto y amor que deben unirnos con Él como hijos con su Padre, como súbditos con su Rey, como criaturas con su Criador (Marc., II, 8; Luc., V, 22). Pero lo que nos importa soberanamente conocer, y conocer bien, es que Él es la fuente de todos los bienes, y nosotros, de nuestro fondo, nada y miserias; y así, nos pone en la dichosa necesidad de pensar en Él, de conversar con Él, de elevar nuestros espíritus y nuestros corazones por cima de las cosas visibles, hasta el principio invisible de toda bondad, de toda riqueza, de toda perfección, y, en fin, así también afirma los lazos de respeto y amor que deben unirnos con Él como hijos con su Padre, como súbditos con su Rey, como criaturas con su Criador.
No preguntaremos si podemos invocar a María. Si es una verdad de fe que es, no sólo permitido, sino ventajoso el recurrir a la protección de los Santos, verdad solemnemente definida en la Iglesia contra el hereje Vigilancio, contra los cátaros y los vaudistas de la Edad Media, y contra las sectas más recientes del protestantismo, con harta más razón debemos creer que es legítimo y provechoso el acudir al misericordioso patrocinio de la Reina del Cielo y de todos los Santos. Y el más sencillo raciocinio es suficiente para sacar esta conclusión de los principios establecidos en los libros que anteceden. Puesto que la Virgen Santísima es, por un lado, la Mediadora universal de la gracia, puesto que, por otro, nos ama, ve nuestras miserias, oye nuestros suspiros, ¿qué cosa tan justa, tan natural y tan legítima que invocar su poderosa influencia cerca de Dios?
Pero no basta el haber recordado sumariamente la doctrina de la Iglesia. Hay que entrar más adentro en el asunto para estudiar sus conveniencias admirables y sus providenciales armonías, e iluminarlo con luz tan clara que todas las dificultades queden desvanecidas. Ahora bien: si lo miramos de cerca, el culto de oración ofrecido a la Santísima Virgen se apoya sobre dos verdades principales. Primera, que Dios nos concede generalmente sus dones por la mediación de los Santos y, sobre todo, gracias a los ruegos e intercesión de su Madre. Segunda, que el mejor medio para nosotros para asegurarnos los sufragios de los Santos cerca de la Misericordia divina es rogarles y confiarles nuestras oraciones.
II. No hay que demostrar ya la primera verdad. Sin embargo, como es de capital importancia en esta materia, no será inútil volver sobre ella, al menos con algunas consideraciones generales, antes de pasar a la segunda, que será más directamente el objeto de nuestras consideraciones.
Decimos, pues, que este orden de providencia por el cual las gracias divinas dependen de las oraciones hechas en nuestro favor por los Santos del Cielo, y sobre todo por la Reina de ellos y nuestra, es un orden de maravillosa conveniencia, por cualquier lado que lo miremos.
No es tal la opinión de los adversarios de la doctrina católica. Dios —nos repiten— conoce todas nuestras miserias, puesto que es por naturaleza la ciencia infinita. Jesucristo mismo tiene en su Humanidad el conocimiento perfecto de lo que nos toca; lo tiene por la gracia de la visión beatífica y por la gracia de la ciencia infusa: dos fuentes de conocimiento que sobrepujan inmensamente en claridad como en extensión todo otro conocimiento creado. Además, Dios es el mismo Padre de las misericordias, y, de consiguiente, halla en Sí mismo una inclinación natural a colmarnos de sus dones. ¿Para qué, pues, necesita que una pura criatura venga a representarle nuestras necesidades y a solicitar para nosotros su liberalidad paternal, como si Él ignorase nuestra actual condición o no fuese la Bondad por esencia, una bondad que, por inclinación innata, se derrama en beneficios?
He aquí lo que nos oponen, o, mejor dicho, lo que oponen al oficio de la Madre de los hombres; y les respondemos, con la Iglesia y los doctores: si fuera sólido semejante razonamiento, llevaría nada menos que a suprimir toda oración dirigida a Dios por el hombre. Habría que condenar a los Apóstoles y a los cristianos. discípulos inmediatos de aquéllos, que se piden y se prestan mutuamente el socorro de sus oraciones; condenar a la Sagrada Escritura, que trae estos hechos y que los aprueba; oponer, en fin, un mentís bien claro a Jesucristo mismo, puesto que Él oró al Padre por nosotros, y nos dió en la oración dominical el precepto y el modo de orar, no sólo por nosotros, sino por todos nuestros hermanos.
Más aún: este razonamiento llevaría hasta rechazar en conjunto toda la economía de los sacramentos de la Iglesia, y la Iglesia misma con la universalidad de medios de salud de que es depositaría; porque la Iglesia, con todos sus medios, y los sacramentos tienen por fin abrir las fuentes de la divina gracia y traer hasta nosotros sus saludables corrientes.
Iríamos más lejos todavía. En consecuencia con los mismos principios, podría, decirse con igual derecho: ¿Por qué atribuir nuestra salvación al Hombre Dios?; ¿qué necesidad había de que se hiciese nuestro Mediador y Abogado cerca del Padre?; ¿de qué podían servir sus méritos y sus satisfacciones infinitas? ¿No tenía Dios bastante poder, sabiduría y bondad para levantarnos por Sí mismo, sin que interviniesen los sufrimientos de Cristo y el sacrificio ofrecido por Él en el Calvario? Esto mismo hubiera sido más digno de su misericordia, porque no veríamos a su lado a la justicia ejercitando sus inexorables rigores sobre la inocencia personificada en el Salvador moribundo.
Hay que recordar aquí también una bella y sólida doctrina del Doctor Angélico. Santo Tomás hace notar que hubo antiguamente tres errores relativos a la oración. Según los unos, Dios no se ocupa de las cosas humanas; de aquí la natural consecuencia de que es inútil el rogarle, y hasta inútil el adorarle. Según otros, todo en el mundo sucede por necesidad, sea porque las disposiciones de la Providencia son inmutables, sea porque el encadenamiento de las acciones y de las causas no admite contingencia ni libertad. Otros, en fin, confesaban el gobierno de la Providencia, y rechazaban aquella incombatible necesidad que no deja lugar alguno a los hechos contingentes y a los actos libres; pero su opinión era que las disposiciones de la Providencia están sujetas a mudanza, y que, por esto, el fin de la oración era modificarlas en provecho nuestro. Tres errores a cuál más pernicioso, de los cuales nos libramos sosteniendo, de un lado, la utilidad de la oración, y del otro, rechazando el imperio de la necesidad en el gobierno de las cosas humanas y la mutabilidad en las disposiciones de la Providencia divina.
El medio de conciliar entre sí verdades tan contrarias en apariencia es establecer como principio que las disposiciones de la providencia no se extienden solamente a los efectos que producen, sino que comprenden también las causas y el orden de producción de los efectos por esas causas. Ahora bien: entre otras muchas causas están los actos humanos. Hace falta, pues, que los hombres hagan ciertos actos, no para cambiar por ellos la divina disposición, sino, muy al contrario, para responder a ella, puesto que ella quiere la existencia de los efectos dependientemente de esos actos. Lo mismo sucede con las causas naturales, porque éstas también tienen sus efectos, queridos por Dios, pero con la condición de ejercer la actividad que han recibido para la producción de los efectos mismos.
"Y esto es lo que se verifica también con la oración. En efecto: no rogamos con el fin de cambiar con este acto las disposiciones divinas, sino a fin de obtener, rogando, lo que Dios en sus consejos ha resuelto conceder solamente a las oraciones; de tal modo —dice San Gregorio—, que los hombres merecen por sus peticiones recibir lo que Dios Todopoderoso, antes de todos los siglos, ha decidido conceder; pero en consideración y como derivación de esas mismas peticiones" (S. Thom., 2-2, q. 83, a. 2).
"Por consiguiente, sostener que no hay necesidad de orar para obtener algún beneficio de Dios, por razón de que el orden de la Providencia es inmutable, es como si se dijese que es inútil ponerse en camino para llegar a un sitio determinado o tomar alimentos para nutrirse: cosas todas manifiestamente absurdas" (Gen., II, 9; IV, 9; Mnrc.. X. 35, 36; Matth., XX, 21, etc.).
Si le preguntáis al Santo Doctor por qué Dios, que es rico en misericordia, ha puesto esta condición para la efusión de sus favores más abundantes, os responde en el mismo lugar de sus obras. No es que Dios ignore nuestras necesidades, aunque a veces pregunte, como si no las supiese, para sacarnos la humilde confesión de nuestras faltas o de nuestras miserias (Idem, c. Gent., 1. III. c. 86), o bien para mostrar que nada se escapa de su vista (Marc., II, 8; Luc., V, 22). Pero lo que nos importa soberanamente conocer, y conocer bien, es que Él es la fuente de todos los bienes, y nosotros, de nuestro fondo, nada y miserias; y así, nos pone en la dichosa necesidad de pensar en Él, de conversar con Él, de elevar nuestros espíritus y nuestros corazones por cima de las cosas visibles, hasta el principio invisible de toda bondad, de toda riqueza, de toda perfección, y, en fin, así también afirma los lazos de respeto y amor que deben unirnos con Él como hijos con su Padre, como súbditos con su Rey, como criaturas con su Criador (Marc., II, 8; Luc., V, 22). Pero lo que nos importa soberanamente conocer, y conocer bien, es que Él es la fuente de todos los bienes, y nosotros, de nuestro fondo, nada y miserias; y así, nos pone en la dichosa necesidad de pensar en Él, de conversar con Él, de elevar nuestros espíritus y nuestros corazones por cima de las cosas visibles, hasta el principio invisible de toda bondad, de toda riqueza, de toda perfección, y, en fin, así también afirma los lazos de respeto y amor que deben unirnos con Él como hijos con su Padre, como súbditos con su Rey, como criaturas con su Criador.
Pero, puesto que los adversarios del culto de oración hacia la Virgen Santísima buscan un apoyo en las perfecciones divinas, mostrémosles que esas mismas perfecciones, sabiduría, bondad y misericordia, lejos de condenar la esperanza que ponemos en la intercesión de los Santos, y particuarmente en la mediación de María, la reclaman y la confirman. No pretendamos que sea imposible a Dios el salvarnos si ni los Santos ni su divina Madre intercediesen por nosotros. Podría, seguramente, como podría haberlo hecho sin los Sacramentos, sin la Iglesia y sin los méritos y la muerte de Cristo. ¿Quién tiene derecho para poner límites a su poder? Lo que afirmamos es que ha escogido, entre todas las sendas que se le ofrecían para obrar la santificación de los hombres, la más conveniente a sus perfecciones divinas y la más en armonía con nuestra naturaleza. Esta verdad no tiene ya que ser demostrada: tanto resalta y tan claramente de las páginas que anteceden; va, sin embargo, a resaltar con mayor evidencia en la cuestión que estamos ahora examinando.
Nos oponéis la bondad de Dios. Pero, ¿ignoráis que la más hermosa manifestación de esa Bondad inefable es, no sólo comunicar su perfección particular a cada una de las criaturas, sino también, sobre todo, hacerlas cooperar bajo su acción todopoderosa, ya a su propio desarrollo, ya a la perfección de sus otras obras? Hubo en la Edad Media filósofos tan ciegos que negaron toda actividad productiva fuera de la Dios. A tan absurda pretensión, los Doctores católicos (Dionys., de Caelest. Hierar., c. 8, 2. P. G., III, 167; col. I Cor., III, 9), y notablemente Santo Tomás, oponían, entre otras razones, la excelencia de la bondad divina; porque gloria suya es el hacer participar a las criaturas de su poder, después de haberlas hecho participar de su ser. Nada hay tan divino como ser cooperador de Dios mismo (S. Thom., in Sent., IV. D. 45, q. 3, a. 2, in corp. et ad 1).
Nos oponéis la bondad de Dios. Pero, ¿ignoráis que la más hermosa manifestación de esa Bondad inefable es, no sólo comunicar su perfección particular a cada una de las criaturas, sino también, sobre todo, hacerlas cooperar bajo su acción todopoderosa, ya a su propio desarrollo, ya a la perfección de sus otras obras? Hubo en la Edad Media filósofos tan ciegos que negaron toda actividad productiva fuera de la Dios. A tan absurda pretensión, los Doctores católicos (Dionys., de Caelest. Hierar., c. 8, 2. P. G., III, 167; col. I Cor., III, 9), y notablemente Santo Tomás, oponían, entre otras razones, la excelencia de la bondad divina; porque gloria suya es el hacer participar a las criaturas de su poder, después de haberlas hecho participar de su ser. Nada hay tan divino como ser cooperador de Dios mismo (S. Thom., in Sent., IV. D. 45, q. 3, a. 2, in corp. et ad 1).
A
estas ideas se refiere otro punto de doctrina respecto del cual ha
debido mis de una vez la Iglesia Católica rechazar los ataques de la
herejía. ¿Por qué hace falta merecer, preguntan; por qué satisfacer,
cuando Dios podría darlo todo, y perdonarlo todo, independientemente de
nuestros méritos y de nuestras satisfacciones? ¿No es, por ventura,
bastante rico y buatante bueno? He aquí la respuesta del Doctor
Angélico: "Magis est homini gloriosum ut peccatum commissum plenarie
satisfaciendo (per Christum) expurget, quam si sine satísfactione
dimitteretur; sicut etiam homini magis gloriosum est quod vitam aeternam
ex meritis habeat, quam si sine meritis ad eam perveniret: quía quod
quis meretur, quodammodo ex se habet, in quantum illud meruit.
Similiter, satisfecho facit ut satisfaciens sit quodammodo causa suae
purgationis" (S. Thom., in Sent,, III, D. 20, q. 1, a. 1, sol. 2). Y en
otro lugar: "Es cosa más noble tener un bien por si mismo, que tenerlo
de otro. (¿No es, acaso, soberana dignidad de Dios tener en Sí mísmo la
razón última de su Ser y de su perfección, de ser por Sí mismo...).
Ahora bien, la primera causa por autoridad de todos nuestros bienes es
Dios... Sin embargo, puede ser que una criatura se convierta
secundariamente para sí misma en causa de algún bien propio, en
tanto en cuanto coopere con Dios, que se lo da. Potest tamen secundario
aliquis esse causa sibi alicujus boni habendi, in quantum scilicet in
hoc ipso Deo cooperatur. Y así, adquiriendo un bien por su mérito
personal, lo tiene, en cierto modo, por ella misma. Y he aquí por qué es
cosa más gloriosa poseer un bien por mérito, que recibirlo sin mérito
alguno" (S. Thom., 3 p., q. 19, a. 3).
Por consiguiente, aunque Dios no tiene necesidad de nadie, comunica en el grado que quiere su divina Sabiduría, la dignidad de las causas a las obras de sus manos, y se honra Él a Sí mismo honrándolas a ellas. No es tampoco, por tanto falta de misericordia, sino sobreabundancia de la misma, si quiere que los ángeles y los Santos sean, en cierto modo, cómplices de su clemencia y nos ayuden con su intercesión cerca de Él, puesto que la compasión que les mueve a socorrernos con sus auxilios es una emanación de su misericordia infinita (S. Thom., e. Gent., 1. III, c. 69). Una fuente no pierde nada alimentando con sus aguas a otras fuentecillas que de ella nacen.
Añadamos otra consideración no menos digna de atención. Siendo Dios la unidad por esencia, busca la unidad en sus obras, por múltiples que puedan ser, y las señala con el sello de la unidad. Ahora bien: lo que produce la unidad en el orden entre las criaturas de Dios, el nudo que las una unas con otras, es, ante todo, la mutua dependencia en que las mantiene la influencia que las más ejercen en provecho de las otras bajo el gobierno de Dios. Romped este lazo; que no haya entre las criaturas este cambio de servicios, este incesante comercio de acciones y reacciones: no habrá tampoco ni unidad, ni orden, ni armonía (S. Thom., c. Gent.).
Por consiguiente, también bajo este aspecto es ultrajar a la Bondad, tanto como a la Sabiduría divina, el querer quitar de sus obras lo que en ellas es la causa y el sello de la unidad. Nadie creemos que sea tan ciego que conceda al mundo de la naturaleza esta manifestación de las perfecciones divinas y se la niegue al mundo sobrenatural, en el cual esas mismas perfecciones deben resplandecer con un brillo incomparablemente más vivo. He aquí por qué el Apóstol, en más de un lugar de sus Epístolas, ha propuesto la unidad de los miembros en el Cuerpo de Cristo como insigne privilegio de la Iglesia. Y ¿no tienden a perfeccionarla los diferentes ministerios del Nuevo Testamento, y más aún la presencia y la acción del Espíritu Santo, obrando y permaneciendo en la Iglesia hasta la consumación de los siglos? (I Cor., XII, 4-31; Eph., IV. 3-17).
Los mismos principios bastan para resolver otra objeción corriente contra el dogma de la intercesión de la Virgen Santísima y de los Santos. Esperar en su asistencia y reclamar sus sufragios cerca de Dios es -dicen también los herejes antiguos y modernos- hacer injuria a los méritos de Cristo, como si no fuesen ellos bastante poderosos para hacernos valer todas las gracias. Sí; ciertamente, los méritos de Cristo son de tanto precio que pueden pagar la universalidad de los dones sobrenaturales que esperamos de Dios. Locura sería el contar con la intercesión de la Virgen y de los Santos por la razón de que el crédito del Salvador tiene necesidad de apoyarse en el crédito de María y de los Santos. Pero ¿quién ha pensado semejante cosa entre los católicos? La esperanza que tenemos de ser ayudados por los elegidos del cielo no lleva a una consecuencia tan disparatada; entonces habría que decir que los Apóstoles San Pedro y San Pablo se habían miserablemente contradicho uno y otro, puesto que, después de haber ambos tan maravillosamente exaltado la virtud de la sangre de Cristo, rogaron por los fieles y se recomendaron ellos mismos a las oraciones de éstos.
Ciego es, lo repetimos, el que no vea que es una gloria para Jesucristo el que los Santos puedan obtenernos los favores del cielo apoyándose en sus méritos; porque por Él piden y por Él obtienen. Per Dominum nostrum Jesum Christum: por Jesucristo Nuestro Señor, dice la Iglesia de la tierra; por Jesucristo Nuestro Señor, dice también la Iglesia del cielo. Cuando los elegidos de Dios presentan humildemente sus propios méritos, no olvidan que esos mismos méritos no tienen ni existencia ni valor sino por los méritos y la meditación del Salvador Jesús.
De igual modo, pues, que las causas segundas, en el orden natural, proclaman con sus operaciones el poder y la bondad del Creador, que les ha dado el sér y el obrar, así las oraciones de los Santos y sus méritos cerca de Dios son el testimonio más brillante de la virtud encerrada en los méritos de Cristo. Todos esos intercesores pregonan su gloria, porque si sus oraciones son escuchadas es porque ruegan en su nombre. Pregonan al mismo tiempo su inagotable bondad, puesto que, porque los ama, porque quiere glorificarlos, porque son sus miembros, les ha dado participación en su poder de impetración y en su oficio de Mediador cerca del Padre.
La doctrina católica es tan bella que nunca se profundizarán bastante sus analogías y conveniencias. El Apóstol San Juan, en la primera de sus Epístolas, invita a los cristianos "a considerar cuán grande es para nosotros la caridad del Padre, puesto que nos ha concedido el llevar el nombre de hijos de Dios, y serlo, en efecto. Sí -les dice- somos desde ahora los hijos de Dios" (I Joan., III, I, 2); los hermanos —añade San Pablo— y los coherederos de Jesucristo, su primogénito (Rom., VIII, 17); no, sin embargo, como Él, por naturaleza, sino por misericordia y gracia. Y este privilegio, lejos de rebajar la grandeza del Hijo Unigénito, es su más brillante manifestación.
En efecto, la gloria de Dios es ser de tal manera grande, bueno, rico y hermoso, que, sin agotarse ni empobrecerse puede a toda hora derramar sobre sus criaturas torrentes de bondad, de riquezas y de hermosura. Así, la gloria del Hijo natural es poder -sin dejar de ser el Unigénito, el único en la icomunicable sublimidad de su esfera- convertirse, en su cualidad de hombre, en el inefable instrumento de las adopciones paternales.
Pretender excluir éstas por el honor del Hijo Unigénito es decir: o que la perfección de este Unigénito es tan limitada que no puede comunicarse sin decaer, o que la sangre derramada por Él en el Calvario no es de bastante precio para poder pagar sobreabundantemente la dignidad de los hijos de adopción. En cuanto a nosotros, ¡oh Jesús!, Hermano nuestro y Dios nuestro, te presentas y nos pareces tanto más bello, más rico y más amado tanto más el Unigénito del Padre, cuanto este Padre te da más hermanos y coherederos. El brillo de éstos realza tu grandeza, y cuantos más vemos agrupados a tu alrededor, más, ¡oh, Señor!, te admiramos y te amamos.
Trasladad estas ideas al poder de intercesión, y comprenderéis cómo la muchedumbre de los intercesores, lejos de eclipsar la gloria del único Mediador, que es Jesucristo, la revela y la aumenta y le da entre los ángeles y los hombres un esplendor siempre creciente; porque si ruegan es por Él, y su oración es a medida de la Virtud que le han impreso los propios méritos de este Señor.
Estas consideraciones generales bastarán, aun prescindiendo de todo lo demás, para hacer comprender cuán justo es y cuán natural que Jesucristo confíe a su Madre el poder de intercesión que admiramos en Ella. María es Madre de Dios; por consiguiente, el Señor se debía a Sí mismo el glorificarla sobre todas las criaturas. Y puesto que la gloria de las criaturas es cooperar a las obras divinas, a aquellas, sobre todo, que se encaminan a la perfección sobrenatural de los hombres, era preciso que las oraciones de la Virgen bendita, apoyada en su Amado, tuviesen siempre libre acceso al trono de la misericordia, porque rogando es como puede hacer descender sobre nosotros las gracias de la salvación.
No olvidemos, al reconocer en María la primacía de la intercesión, que, aun considerando las razones que le son comunes con los otros Santos, tiene Ella títulos exclusivamente propios. No los explicaremos otra vez: sería repetir lo que sobreabundantemente hemos desarrollado en esta segunda parte. Más vale pasar a la conclusión que se desprende naturalmente de tales verdades.
Añadamos otra consideración no menos digna de atención. Siendo Dios la unidad por esencia, busca la unidad en sus obras, por múltiples que puedan ser, y las señala con el sello de la unidad. Ahora bien: lo que produce la unidad en el orden entre las criaturas de Dios, el nudo que las una unas con otras, es, ante todo, la mutua dependencia en que las mantiene la influencia que las más ejercen en provecho de las otras bajo el gobierno de Dios. Romped este lazo; que no haya entre las criaturas este cambio de servicios, este incesante comercio de acciones y reacciones: no habrá tampoco ni unidad, ni orden, ni armonía (S. Thom., c. Gent.).
Por consiguiente, también bajo este aspecto es ultrajar a la Bondad, tanto como a la Sabiduría divina, el querer quitar de sus obras lo que en ellas es la causa y el sello de la unidad. Nadie creemos que sea tan ciego que conceda al mundo de la naturaleza esta manifestación de las perfecciones divinas y se la niegue al mundo sobrenatural, en el cual esas mismas perfecciones deben resplandecer con un brillo incomparablemente más vivo. He aquí por qué el Apóstol, en más de un lugar de sus Epístolas, ha propuesto la unidad de los miembros en el Cuerpo de Cristo como insigne privilegio de la Iglesia. Y ¿no tienden a perfeccionarla los diferentes ministerios del Nuevo Testamento, y más aún la presencia y la acción del Espíritu Santo, obrando y permaneciendo en la Iglesia hasta la consumación de los siglos? (I Cor., XII, 4-31; Eph., IV. 3-17).
Los mismos principios bastan para resolver otra objeción corriente contra el dogma de la intercesión de la Virgen Santísima y de los Santos. Esperar en su asistencia y reclamar sus sufragios cerca de Dios es -dicen también los herejes antiguos y modernos- hacer injuria a los méritos de Cristo, como si no fuesen ellos bastante poderosos para hacernos valer todas las gracias. Sí; ciertamente, los méritos de Cristo son de tanto precio que pueden pagar la universalidad de los dones sobrenaturales que esperamos de Dios. Locura sería el contar con la intercesión de la Virgen y de los Santos por la razón de que el crédito del Salvador tiene necesidad de apoyarse en el crédito de María y de los Santos. Pero ¿quién ha pensado semejante cosa entre los católicos? La esperanza que tenemos de ser ayudados por los elegidos del cielo no lleva a una consecuencia tan disparatada; entonces habría que decir que los Apóstoles San Pedro y San Pablo se habían miserablemente contradicho uno y otro, puesto que, después de haber ambos tan maravillosamente exaltado la virtud de la sangre de Cristo, rogaron por los fieles y se recomendaron ellos mismos a las oraciones de éstos.
Ciego es, lo repetimos, el que no vea que es una gloria para Jesucristo el que los Santos puedan obtenernos los favores del cielo apoyándose en sus méritos; porque por Él piden y por Él obtienen. Per Dominum nostrum Jesum Christum: por Jesucristo Nuestro Señor, dice la Iglesia de la tierra; por Jesucristo Nuestro Señor, dice también la Iglesia del cielo. Cuando los elegidos de Dios presentan humildemente sus propios méritos, no olvidan que esos mismos méritos no tienen ni existencia ni valor sino por los méritos y la meditación del Salvador Jesús.
De igual modo, pues, que las causas segundas, en el orden natural, proclaman con sus operaciones el poder y la bondad del Creador, que les ha dado el sér y el obrar, así las oraciones de los Santos y sus méritos cerca de Dios son el testimonio más brillante de la virtud encerrada en los méritos de Cristo. Todos esos intercesores pregonan su gloria, porque si sus oraciones son escuchadas es porque ruegan en su nombre. Pregonan al mismo tiempo su inagotable bondad, puesto que, porque los ama, porque quiere glorificarlos, porque son sus miembros, les ha dado participación en su poder de impetración y en su oficio de Mediador cerca del Padre.
La doctrina católica es tan bella que nunca se profundizarán bastante sus analogías y conveniencias. El Apóstol San Juan, en la primera de sus Epístolas, invita a los cristianos "a considerar cuán grande es para nosotros la caridad del Padre, puesto que nos ha concedido el llevar el nombre de hijos de Dios, y serlo, en efecto. Sí -les dice- somos desde ahora los hijos de Dios" (I Joan., III, I, 2); los hermanos —añade San Pablo— y los coherederos de Jesucristo, su primogénito (Rom., VIII, 17); no, sin embargo, como Él, por naturaleza, sino por misericordia y gracia. Y este privilegio, lejos de rebajar la grandeza del Hijo Unigénito, es su más brillante manifestación.
En efecto, la gloria de Dios es ser de tal manera grande, bueno, rico y hermoso, que, sin agotarse ni empobrecerse puede a toda hora derramar sobre sus criaturas torrentes de bondad, de riquezas y de hermosura. Así, la gloria del Hijo natural es poder -sin dejar de ser el Unigénito, el único en la icomunicable sublimidad de su esfera- convertirse, en su cualidad de hombre, en el inefable instrumento de las adopciones paternales.
Pretender excluir éstas por el honor del Hijo Unigénito es decir: o que la perfección de este Unigénito es tan limitada que no puede comunicarse sin decaer, o que la sangre derramada por Él en el Calvario no es de bastante precio para poder pagar sobreabundantemente la dignidad de los hijos de adopción. En cuanto a nosotros, ¡oh Jesús!, Hermano nuestro y Dios nuestro, te presentas y nos pareces tanto más bello, más rico y más amado tanto más el Unigénito del Padre, cuanto este Padre te da más hermanos y coherederos. El brillo de éstos realza tu grandeza, y cuantos más vemos agrupados a tu alrededor, más, ¡oh, Señor!, te admiramos y te amamos.
Trasladad estas ideas al poder de intercesión, y comprenderéis cómo la muchedumbre de los intercesores, lejos de eclipsar la gloria del único Mediador, que es Jesucristo, la revela y la aumenta y le da entre los ángeles y los hombres un esplendor siempre creciente; porque si ruegan es por Él, y su oración es a medida de la Virtud que le han impreso los propios méritos de este Señor.
Estas consideraciones generales bastarán, aun prescindiendo de todo lo demás, para hacer comprender cuán justo es y cuán natural que Jesucristo confíe a su Madre el poder de intercesión que admiramos en Ella. María es Madre de Dios; por consiguiente, el Señor se debía a Sí mismo el glorificarla sobre todas las criaturas. Y puesto que la gloria de las criaturas es cooperar a las obras divinas, a aquellas, sobre todo, que se encaminan a la perfección sobrenatural de los hombres, era preciso que las oraciones de la Virgen bendita, apoyada en su Amado, tuviesen siempre libre acceso al trono de la misericordia, porque rogando es como puede hacer descender sobre nosotros las gracias de la salvación.
No olvidemos, al reconocer en María la primacía de la intercesión, que, aun considerando las razones que le son comunes con los otros Santos, tiene Ella títulos exclusivamente propios. No los explicaremos otra vez: sería repetir lo que sobreabundantemente hemos desarrollado en esta segunda parte. Más vale pasar a la conclusión que se desprende naturalmente de tales verdades.
III. Si las efusiones de la gracia sobre los hombres están unidas a las intercesiones de los Santos, y muy especialmente a las de María, bueno es para nosotros y saludable, y está en las intenciones de Dios, que nosotros, por nuestra parte, recurramos a la oración y a su mediación. Lo embarazoso no es hallar las pruebas de esta consecuencia, sino escoger entre la multitud que se presentan.
Primero sería fácil aplicar a este punto los argumentos de conveniencia con los cuales hemos, hace poco, establecido el anterior. En efecto, por esta invocación se consuma la unidad que Dios ha querido poner entre sus criaturas cuando ha hecho depender de la intercesión de María la concesión de las gracias.
Por eso también asegura Dios Nuestro Señor a su Madre la completa glorificación que para Ella quería al comunicarle el privilegio de ser el instrumento privilegiado de sus misericordias ¿Sabríamos bastante que nuestra salvación está en sus manos si no tuviéramos que implorar su asistencia y reconocer, al rogarla, que es verdaderamente nuestra Bienhechora y nuestra omnipotente Abogada cerca de Dios? ¿Tendría Ella plenamente este consuelo y este gozo, el más delicado para una madre, de hacernos bien, si no tendiésemos las manos hacia Ella; si no fuésemos a echarnos suplicantes en sus benditos brazos; si no tuviéramos que gritarle desde el fondo de nuestra miseria: Illos tuos misericordes oculos ad nos converte; si recibiéramos sus beneficios sin tener que apelar a su Corazón: a su Palabra: si no fuera menester que oyera nuestras plegarias antes de rogar Ella misma por nosotros?
Harto lo sabemos; los hombres se preocuparían poco de celebrar las alabanzas de Dios una vez que se viesen libres de la necesidad de elevarse a Él por la oración a fin de obtener sus auxilios; y esto es lo que Nuestro Señor comprendió muy bien, puesto que hizo del culto divino, es decir, de la asistencia al Santo Sacrificio, de los Sacramentos y de las otras partes de la Liturgia sagrada, el canal por el cual nos habían de venir las gracias. Así sucedería con tu culto, ¡oh, Santa Madre de Dios!, si el beneficio de tu intercesión cerca de tu divino Hijo no estuviese unido en gran parte a las oraciones que llevamos al pie de tu trono o que ponemos en tus manos para que te dignes presentarlas Tú misma en nombre nuestro. Vano sería que nos predicaran que eres toda hermosa, toda santa, la más elevada de las criaturas, la más amable, la Madre del Señor y la nuestra; en vano añadirían que todas las gracias derramadas por Dios sobre los hombres dependen de tu intercesión, de tal modo que todo don de la Bondad divina debe pasar por tus manos antes de llegar hasta nosotros; estos motivos y otros más serán débiles aún para llevar los hombres a tus pies con el corazón penetrado de respeto, de gratitud y de amor, si el ejercicio de tu mediación no dependiese de los homenajes que te rinden y de las súplicas que te ofrecen. La prueba la tenemos en un fenómeno que se observa diariamente. ¿Qué es lo que llevamos a tus santuarios preferidos?, ¿qué nos mueve a ir a tus altares?, ¿qué encierran perpetuamente nuestros himnos de alabanza? Peticiones, y siempre peticiones. Somos como esos niñitos que corren al seno de su madre cuando desean mucho algo que ella sola puede satisfacer y que la olvidan fácilmente cuando nada tienen que reclamar de su ternura: En el cielo, ni nuestra alabanza ni los testimonos de nuestro amor tendrán necesidad de semejante estímulo. Pero entonces habrá pasado la imperfección presente; entonces, sobre todo, te cotemplaremos en todo el esplendor de tu gloria, de maternal bondad y de todas tus perfecciones.
¿Queréis más razones de conveniencia? ¿Por qué debemos rogar a Cristo, per Dominum nostrum Jesum Christum, cuando vamos a Dios a pedirle gracias? Porque ha decidido concederlas por este Señor. Ahora bien: esto mismo nos lleva a rogar también a la Madre de Dios, porque también por Ella derrama Cristo sobre nosotros las gracias que Él ha merecido. Por consiguiente, el mismo orden de Providencia que nos manda implorar la misericordiosa bondad del Salvador exige que recurramos a la Madre como la universal repartidora de los dones celestiales.
Hace poco mostrábamos a los pequeñuelos refugiándose en el seno maternal siempre que se ven amenazados de un peligro o aguijoneados por una necesidad. Es, decíamos, el modelo que debemos imitar. Pero, ¿para qué hablar de los niños ordinarios? Vayamos a Nazareth y contemplemos otro Niño, Aquel de quien nos dijo el Profeta: "Un Niño nos ha nacido; un hijo nos ha sido dado" (Isa., IX, 6). Ved cuán humilde, respetuosa y amorosa es su de-pendecia de su Madre divina; pero ved también cómo recurre a su tierna solicitud para recibir todos los cuidados reclamados por su estado de debilidad y flaqueza; y es que Él sabe que ha sido entregado por el Padre a su maternal providencia. Ahora bien: ¿qué somos en el orden de la gracia con relación a María? Niños pequeños, y menos aún: niños en formación. Por consiguiente, hagamos como Jesús: no sólo amar y venerar a esta Madre, sino también buscar, con nuestras oraciones, rogándola, todo lo que puede contribuir a la conservación y al desarrollo de nuestra vida sobrenatural y divina.
Por esto la Santa Iglesia no deja de invocar a Maria, como ya hemos visto. Ni un instante hay del día ni de la noche en que esta hija primogénita de la Madre de los hombres no este de rodillas ante Ella para solicitar su maternal y poderosa protección. Y este culto de oración no cesa tampoco de recomendarlo a los fieles, a sus hijos, tanto por vía de insinuación y consejo como por vía de autoridad. Por vía de autoridad, cuando los llama a ciertas fiestas de María y los obliga con un precepto expreso a celebrarlas con Ella. Por vía de consejo y de insinuación, cuando les recomienda mil prácticas saludables en honor de la Reina del Cielo, prácticas que, ante todo, son oraciones. Por consiguiente, y para terminar, nada más conveniente, nada que se armonice más felizmente con los privilegios y el oficio de María en la obra de la salvación que el culto de invocación que los fieles de Cristo le han rendido siempre a esta Señora.
Primero sería fácil aplicar a este punto los argumentos de conveniencia con los cuales hemos, hace poco, establecido el anterior. En efecto, por esta invocación se consuma la unidad que Dios ha querido poner entre sus criaturas cuando ha hecho depender de la intercesión de María la concesión de las gracias.
Por eso también asegura Dios Nuestro Señor a su Madre la completa glorificación que para Ella quería al comunicarle el privilegio de ser el instrumento privilegiado de sus misericordias ¿Sabríamos bastante que nuestra salvación está en sus manos si no tuviéramos que implorar su asistencia y reconocer, al rogarla, que es verdaderamente nuestra Bienhechora y nuestra omnipotente Abogada cerca de Dios? ¿Tendría Ella plenamente este consuelo y este gozo, el más delicado para una madre, de hacernos bien, si no tendiésemos las manos hacia Ella; si no fuésemos a echarnos suplicantes en sus benditos brazos; si no tuviéramos que gritarle desde el fondo de nuestra miseria: Illos tuos misericordes oculos ad nos converte; si recibiéramos sus beneficios sin tener que apelar a su Corazón: a su Palabra: si no fuera menester que oyera nuestras plegarias antes de rogar Ella misma por nosotros?
Harto lo sabemos; los hombres se preocuparían poco de celebrar las alabanzas de Dios una vez que se viesen libres de la necesidad de elevarse a Él por la oración a fin de obtener sus auxilios; y esto es lo que Nuestro Señor comprendió muy bien, puesto que hizo del culto divino, es decir, de la asistencia al Santo Sacrificio, de los Sacramentos y de las otras partes de la Liturgia sagrada, el canal por el cual nos habían de venir las gracias. Así sucedería con tu culto, ¡oh, Santa Madre de Dios!, si el beneficio de tu intercesión cerca de tu divino Hijo no estuviese unido en gran parte a las oraciones que llevamos al pie de tu trono o que ponemos en tus manos para que te dignes presentarlas Tú misma en nombre nuestro. Vano sería que nos predicaran que eres toda hermosa, toda santa, la más elevada de las criaturas, la más amable, la Madre del Señor y la nuestra; en vano añadirían que todas las gracias derramadas por Dios sobre los hombres dependen de tu intercesión, de tal modo que todo don de la Bondad divina debe pasar por tus manos antes de llegar hasta nosotros; estos motivos y otros más serán débiles aún para llevar los hombres a tus pies con el corazón penetrado de respeto, de gratitud y de amor, si el ejercicio de tu mediación no dependiese de los homenajes que te rinden y de las súplicas que te ofrecen. La prueba la tenemos en un fenómeno que se observa diariamente. ¿Qué es lo que llevamos a tus santuarios preferidos?, ¿qué nos mueve a ir a tus altares?, ¿qué encierran perpetuamente nuestros himnos de alabanza? Peticiones, y siempre peticiones. Somos como esos niñitos que corren al seno de su madre cuando desean mucho algo que ella sola puede satisfacer y que la olvidan fácilmente cuando nada tienen que reclamar de su ternura: En el cielo, ni nuestra alabanza ni los testimonos de nuestro amor tendrán necesidad de semejante estímulo. Pero entonces habrá pasado la imperfección presente; entonces, sobre todo, te cotemplaremos en todo el esplendor de tu gloria, de maternal bondad y de todas tus perfecciones.
¿Queréis más razones de conveniencia? ¿Por qué debemos rogar a Cristo, per Dominum nostrum Jesum Christum, cuando vamos a Dios a pedirle gracias? Porque ha decidido concederlas por este Señor. Ahora bien: esto mismo nos lleva a rogar también a la Madre de Dios, porque también por Ella derrama Cristo sobre nosotros las gracias que Él ha merecido. Por consiguiente, el mismo orden de Providencia que nos manda implorar la misericordiosa bondad del Salvador exige que recurramos a la Madre como la universal repartidora de los dones celestiales.
Hace poco mostrábamos a los pequeñuelos refugiándose en el seno maternal siempre que se ven amenazados de un peligro o aguijoneados por una necesidad. Es, decíamos, el modelo que debemos imitar. Pero, ¿para qué hablar de los niños ordinarios? Vayamos a Nazareth y contemplemos otro Niño, Aquel de quien nos dijo el Profeta: "Un Niño nos ha nacido; un hijo nos ha sido dado" (Isa., IX, 6). Ved cuán humilde, respetuosa y amorosa es su de-pendecia de su Madre divina; pero ved también cómo recurre a su tierna solicitud para recibir todos los cuidados reclamados por su estado de debilidad y flaqueza; y es que Él sabe que ha sido entregado por el Padre a su maternal providencia. Ahora bien: ¿qué somos en el orden de la gracia con relación a María? Niños pequeños, y menos aún: niños en formación. Por consiguiente, hagamos como Jesús: no sólo amar y venerar a esta Madre, sino también buscar, con nuestras oraciones, rogándola, todo lo que puede contribuir a la conservación y al desarrollo de nuestra vida sobrenatural y divina.
Por esto la Santa Iglesia no deja de invocar a Maria, como ya hemos visto. Ni un instante hay del día ni de la noche en que esta hija primogénita de la Madre de los hombres no este de rodillas ante Ella para solicitar su maternal y poderosa protección. Y este culto de oración no cesa tampoco de recomendarlo a los fieles, a sus hijos, tanto por vía de insinuación y consejo como por vía de autoridad. Por vía de autoridad, cuando los llama a ciertas fiestas de María y los obliga con un precepto expreso a celebrarlas con Ella. Por vía de consejo y de insinuación, cuando les recomienda mil prácticas saludables en honor de la Reina del Cielo, prácticas que, ante todo, son oraciones. Por consiguiente, y para terminar, nada más conveniente, nada que se armonice más felizmente con los privilegios y el oficio de María en la obra de la salvación que el culto de invocación que los fieles de Cristo le han rendido siempre a esta Señora.
J. B. Terrien S.I.
LA MADRE DE DIOS Y LA MADRE DE LOS HOMBRES
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