Antiguos cismáticos de África, llamados así por Donato, jefe de su
partido.
Este cisma que afligió por largo tiempo a la Iglesia, empezó el año
311, con motivo de la elección de Ceciliano para suceder a Mensurio en la
cátedra episcopal de Cartago. Por legítima que fuese esta elección, una liga
poderosa, formada por una mujer llamada Lucila, por Botro y Celerio, que
también habían sido pretendientes al obispado de Cartago, la puso en duda, y se
opuso otra a favor de Mayorino, pretextando que la ordenación de Ceciliano había
sido nula, habiendo sido hecha, decían sus competidores, por Félix, obispo de
Aptonge, que acusaban de traidor, es decir, de haber entregado a los paganos
los libros y vasos sagrados durante la persecución. Los obispos de África se
dividieron en pro y en contra: los que estaban por Mayorino tenían a su cabeza
un tal Donato, obispo de Casas Negras por lo que fueron llamados donatistas.
Entretanto, habiendo sido elevada la cuestión al emperador, remitió el
juicio a tres obispos de las Galias, a saber: Materno, de Colonia; Reticio, de
Autun; y Marin, de Arles, juntamente con el papa Milciades. Estos, en un
concilio celebrado en Roma, compuesto de quince obispos de Italia, y al cual
comparecieron Ceciliano y Donato, cada uno con diez obispos de su partido,
decidieron a favor de Ceciliano: esto ocurrió en 313; pero volviendo a
suscitarse la cuestión, fueron condenados de nuevo por el concilio de Arles en
314, y por último por un edicto de Constantino del mes de noviembre de 316.
Los donatistas, que tenían en África hasta trescientas sillas
episcopales, viendo que todas las demás iglesias se adherían a la comunión de
Ceciliano, se precipitaron abiertamente en el cisma, y para colorarlo asentaron
errores. Sostuvieron: 1° que la
verdadera Iglesia había perecido en todas partes, exceptuando en el partido que
tenían en África, considerando todas las demás iglesias como prostituidas en la
ceguedad; 2° el bautismo y los demás
sacramentos conferidos fuera de la Iglesia, es decir, fuera de su secta, eran
nulos; por consiguiente rebautizaban a todos aquellos que saliendo de la
Iglesia católica entraban en su partido. Nada omitieron para extender su secta:
engaños, insinuaciones, escritos copiosos, violencias manifiestas, crueldades,
persecuciones contra los católicos, todo se puso en práctica, y por último se
reprimió por la severidad de los edictos de Constantino, Constancio. Teodosio y
Honorio.
Por lo demás, este cisma era formidable para la Iglesia por el gran
número de obispos que le sostenían, y acaso hubiera subsistido por mucho
tiempo, si no se hubiesen dividido desde luego ellos mismos en muchas ramificaciones
pequeñas, conocidas con el nombre de claudianistas,
rogatistas, urbanistas: y por último por el gran cisma que se originó entre
ellos con motivo de la doble elección de Prisciano y Maximiano por su obispo, hacia
el año 392 ó 393, lo que hizo denominar a unos priscianistas y a los demás maximianistas.
San Agustín y Optato de Milevi los combatieron con ventaja, no obstante
subsistieron todavía en África hasta la conquista de los vándalos, y también se
encuentran algunos restos en la Historia
eclesiástica de los siglos VI y VII.
Estos sectarios han sido también llamados petilianos, en razón a uno de sus jefes llamado de esta suerte, que
era obispo de Cirthe en África.
En sus escritos contra los
donatistas es en donde principalmente San Agustín estableció los verdaderos
principios sobre la unidad, extensión y perpetuidad de la Iglesia. Hace ver: 1° que es falso que los pecadores no
sean miembros de la Iglesia. Jesucristo la compara a la red que se echa al mar,
que coge peces, de los cuales unos son buenos y otros malos; a un campo en el
que la cizaña se encuentra entre el grano bueno, a una era en que la paja esta
mezclada con el trigo, y dice que la separación se hará en la consumación de los
siglos. Los sacramentos que instituyó para purificar los pecadores suponen que
estos no están excluidos de la Iglesia. 2°
Era un error suponer que la Iglesia católica ó universal estuviese concentrada
en un puñado de donatistas y en una
parte de África, al paso que había perecido en el resto del universo. San
Agustín les pregunta, quién ha podido arrebatar á Jesucristo las ovejas
rescatadas con su sangre. 3° No era
menos absurdo el pensar que los sacramentos eran nulos, porque eran
administrados por sacerdotes y obispos prevaricadores. La virtud del sacramento
no depende de las disposiciones interiores del que le administra. Jesucristo
mismo es el que bautiza y absuelve por el órgano de un ministro pecador y vicioso
a veces. 4° San Agustín sostiene que
la unidad de la Iglesia consiste en la profesión de una misma fe, en la
participación de los mismos sacramentos, en la sumisión á los pastores
legítimos; que jamás hay una razón plausible para romper esta unidad con un
cisma.
Estos principios, establecidos por San Agustín, son los mismos para
todos los siglos, y aplicables a todas las sectas diferentes que se han
separado de la Iglesia.
Algunos autores han acusado a los donatistas
de haber adoptado los errores de los arrianos, porque Donato, su jefe, había
sido adicto a ellos; pero san Agustín, en su epístola 185 al conde Bonifacio,
los disculpa de esta acusación. No obstante conviene en que algunos de ellos,
para conciliarse la gracia de los godos, que eran arrianos, les decían que
tenían las mismas opiniones que ellos sobre la Trinidad: pero en esto mismo se
confesaban culpables de hipocresía por la autoridad de sus antepasados. Los
donatistas se conocen todavía en la Historia
eclesiástica con los nombres de circonceliones,
montenses, campitae, rupitae, de los
cuales el primero se les dio a causa de sus latrocinios, y los otros tres
porque tenían en Roma sus reuniones en una caverna, bajo las rocas, ó al aire
libre.
Con motivo de los donatistas,
se ha vituperado a San Agustín el haber cambiado de principios y conducta
respecto de los herejes. No quiso que se emplease la violencia contra los
maniqueos, y hasta encontró bueno al principio que se tratara a los donatistas
con dulzura, después fue de la opinión de los que imploraban contra ellos el
brazo secular.
Pero es falso que San Agustín cambiara de principios; siempre enseñó
que no era preciso emplear la violencia para con los herejes, cuando estos eran
pacíficos y no alteraban el orden público; pero cuando toman las armas y
ejercen el pillaje, cometen asesinatos y crímenes de toda especie, como hacían
los donatistas por sus circonceliones,
San Agustín creyó, como todo el mundo, que era preciso reprimirlos, tratarles
como enemigos y animales feroces.
Bayle, Basnage, Le Clerc, Barbeyrac, Mosheim y otros muchos
protestantes han hecho los mayores esfuerzos para hacer odiosa la conducta de los
obispos de África respecto de los donatistas,
y las leyes de los emperadores que los condenaban a penas aflictivas. Le Clerc,
principalmente sus Notas sobre las obras
de San Agustín, pág. 492 y sig., ha tratado de refutar las razones por las
cuales este Padre justificó una y un a otras: nos parece importante examinar si
lo consiguió; esto es tanto mas necesario, cuanto que muchos de nuestros
controversistas han comparado la manera con que los donatistas fueron tratados en África, con la conducta que observó
en Francia respecto de los protestantes.
Sobre la carta 89 de San Agustín, ad
Festum, n. 2, Le Clerc dice que los donatistas
eran castigados, no como malhechores, sino como herejes cismáticos; que se
atacaba no a sus crímenes, sino a sus errores; pretende probarlo con una ley de
Teodosio del año 392, que condenaba a todo hereje cualquiera a multas y
confiscaciones, y a los esclavos a ser azotados y desterrados.
Pero oculta
muchos hechos incontestables.
1° No hubo ninguna ley penal
dada contra los donatistas antes de
que hubiesen ejercido violencia contra los católicos: esto les había sucedido
ya en tiempo de Constantino, por consiguiente, antes del año 337, cerca de
sesenta años antes de la ley de Teodosio; continuaron bajo el reinado de
Constante y Graciano; se vieron obligados a enviar contra ellos soldados el año
348.
2° Sus crímenes son
conocidos y averiguados: robaron, incendiaron y despojaron las iglesias;
atacaron a los obispos y sacerdotes hasta en el altar; los maltrataron, los
hirieron, mataron ó dejaron por muertos; llevaron la crueldad hasta llenarles
los ojos de cal viva y vinagre. Antes de la llegada de san Agustín a Hipona, su
obispo Faustino impidió a los panaderos el cocer pan para los católicos;
Crispino, otro obispo donatista, había
rebautizado por fuerza a ochenta personas cerca de Hipona, etc. He aquí los
hechos que San Agustín les vitupera en sus cartas y en sus libros, en
particular en su carta 88 a Januario, primado donatista de Numidia, y se lo recordó en las diferentes
conferencias que tuvo con ellos. No vemos réplica ni denegación por su parte.
3° Las quejas dirigidas a
los emperadores por los obispos católicos siempre tuvieron por objeto las
violencias de los donatistas y los
furores de sus circonceliones, y no su cisma ni sus errores; esto se encuentra
probado por los mismos monumentos: algunos obispos fueron a manifestar al
emperador Honorio las cicatrices de las heridas que habían recibido de estos
furiosos; luego las leyes penales dadas contra los donatistas tenían por objeto
castigar sus crímenes y no sus errores.
En segundo lugar, Le Clerc dice que el interés de los obispos de África
en atraer los donatistas era menos
el efecto de un verdadero celo por la salvación de sus almas, que el de la
ambición que tenían estos obispos por aumentar su propio rebaño, dominar sobre
él con mas imperio, y poseer mas riquezas y crédito. Fuera de la injusticia que
hay en atribuir motivos viciosos a obispos que no podían tenerlos más que
laudables, esta acusación maligna se halla también refutada por los hechos.
1° Estos obispos no habían
descuidado ni las instrucciones, ni las oraciones, ni las conferencias
amistosas para atraer los donatistas
por medio de la persuasión. En 397, San Agustín tuvo una con Fortunio, obispo donatista, pero pacífico, de Tubursic;
las tuvo además con algunos otros el año 400. Como estas conferencias producían
siempre conversiones, los donatistas
pertinaces no querían prestarse a ellas; fue preciso una orden expresa de
Honorio para hacerles venir a la conferencia de Cartago en 411, y fueron
confundidos en ella.
2° Antes de esta
conferencia, los obispos católicos consintieron en dejar sus puestos, si sus
adversarios se justificaban; no hicieron estos lo mismo: es fácil conocer por
esto, de qué parte había más desinterés.
3° En un concilio de Hipona
del año 393, en otro de Cartago en 397 , en el de toda el África el año 401, en
otro del año 407, en la conferencia de Cartago en 411, se decidió
constantemente que los obispos donatistas
que volviesen a la Iglesia católica, serian conservados en su dignidad y
continuarían gobernando su rebaño, y esto se llevó a efecto; en esta
conferencia de Cartago se hallaron muchos obispos que habían sido donatistas, y algunos sacerdotes fueron
elevados al episcopado por haber conducido al pueblo a la unidad. ¿En dónde
están, pues, las pruebas de ambición por parte de los obispos católicos?
4° Muchos, y en particular
San Agustín, intercedieron más de una vez con los emperadores y magistrados
para perdonar a los donatistas las
multas en que habían incurrido, y para impedir que ninguno fuese castigado de
muerte por sus crímenes. ¿Podía ir más lejos la caridad más pura?
5° El año 313 y 314, desde
el origen de su cisma, los donatistas
pidieron por jueces a obispos de las Galias, Constantino se los concedió, y fueron
condenados por estos prelados. Este emperador quiso también que su causa fuese
examinada en un concilio de Roma y en otro de Arles; fueron allí igualmente
condenados. ¿Podían quejarse de falta de caridad y complacencia para con ellos?
Los obispos italianos y los de las Galias que los condenaban, no tenían
seguramente ningún interés en ello.
Concíbese que Le Clerc, argumentando constantemente sobre dos
suposiciones falsas y calumniosas, no opuso más que sofismas a las razones de
san Agustín.
Con efecto, en la carta 95 a Vicente, obispo donatista de la facción de Rogato, que se quejaba del rigor que se
ejercía contra su partido, le hace ver san Agustín que es permitido reprimir a
un frenético y maniatarle: el dejarle obrar, seria hacerle un mal servicio. Le
Clerc le responde, que esta compasión no vale nada. Los frenéticos, dice, son
evidentemente tales y perturban la sociedad; pero en una disputa de religión,
cuando dos partidos igualmente virtuosos están sujetos también a las mismas
leyes civiles, ninguno de los dos tiene derecho para juzgar al otro y mirarle
como frenético. Si San Agustín hubiese vivido más tiempo, hubiera visto a los
vándalos arríanos tratar a la vez a los católicos como frenéticos, y echarles
en cara sus violencias. Como el vituperaba a los donatistas los furores de sus circonceliones. Nada es más miserable
que un argumento del cual puedan servirse dos partidos opuestos cuando tienen
el poder.
Nosotros respondemos: 1° que el frenesí de los circonceliones está
probado por sus delitos, y Le Clerc no se ha atrevido a negarlo: la mayor parte
de los donatistas, lejos de
desaprobarlos, los honraban como mártires, cuando eran muertos ó llevados al
suplicio. ¿Con qué cara se atreva Le Clerc a suponer que los dos partidos eran
igualmente virtuosos, y sujetos también a las mismas leyes civiles? Pudieron
alguna vez los arríanos vituperar a los católicos los furores, el pillaje y los
crímenes probados de los
circonceliones? Los arríanos fueron los que los imitaron en parte, cuando se
vieron apoyados por los emperadores Constancio y Valente. 3° Cuando un sedicioso, un malhechor
frenético haya llevado la imprudencia hasta vituperar el mismo crimen a sus
acusadores y jueces, se deducirá del raciocinio de Le Clerc que se ha perdido
el derecho de castigarlo.
En este mismo pasaje. Dice San Agustín que muchos circonceliones,
hechos católicos, lloran y detestan su vida pasada, y bendicen la especie de
violencia que se ejerció con ellos para convertirlos. ¿Quién creerá, dice Le
Clerc, que unos malhechores hayan cambiado de repente su creencia en fuerza de
las razones a que nunca quisieron dar oídos, y no por el temor de las penas? Es
evidente que su lenguaje no era sincero, que solo le afectaban para agradar al
partido más poderoso. Pero los perseguidores africanos se pagaban poco de
convertir a los donatistas, con tal que pudiesen subyugarlos. Los arrianos
hubieran podido alabarse también de haber convertido a los católicos, cuando
por temor a los suplicios hicieron abjurar a muchos la fe de Nicea. En estas
ocasiones los hipócritas y los hombres mas viles son los mejor tratados, al
paso que las almas honradas y animosas llevan sobre sí todo el peso de la
persecución.
Respuesta. Así, según el
juicio de Le Clerc, todo hereje ó cismático convertido es un alma vil, ó un
hipócrita; las únicas almas honradas y animosas son las que persisten en la pertinacia
y rehúsan toda instrucción. Mas en fin, es constante por la historia que las cartas,
los libros y las conferencias de San Agustín hicieron volver a la Iglesia, no
solo a una multitud de donatistas,
sino también á muchos de sus obispos; que toda la ciudad de Hipona fue de este
número; que antes de su muerte este santo doctor tuvo el consuelo de ver al
mayor número de estos cismáticos reunidos a los católicos. Todas estas gentes
eran viles é hipócritas. No habían, pues, sido convertidos por el temor de las
penas, sino por la fuerza y evidencia de las razones.
Ibid., núm. 3. Si se limitasen a atemorizar a los donatistas sin instruirles, dice San Agustín, seria una tiranía injusta;
si se les instruyera sin imponerles, se obstinarían en sus preocupaciones.
Pero, replica Le Clerc, los motivos de temor hacen la doctrina sospechosa; esto
hace creer que si no fuese sostenida por la fuerza, caería por sí misma, y no
podría persuadir a nadie sin el auxilio de las leyes. San Agustín mismo hubiera
hecho a los arríanos esta observación, si hubiese sido testigo de lo que
hicieron en África después de su muerte.
Respuesta. Ya hemos hecho
notar que los arríanos no emplearon la instrucción, sino solo la violencia y
los suplicios, para convertir a los católicos; asi la comparación que hace el
censor de San Agustín es absolutamente falsa. Para atraer a los donatistas, se trataba menos de
discutir la doctrina que de ilustrar el hecho que había dado lugar al cisma.
Este fue el único objeto de la conferencia de Cartago, en 411, y desde que se
puso en evidencia este hecho, los donatistas
conocieron la injusticia de su proceder. La circunstancias de las leyes penales
no hacia, pues, nada para la verdad ni para la falsedad de la doctrina.
Núm. 4. San Agustín hace observar
a Vicente que no siempre se sirve Dios de los beneficios, sino de castigos,
para atraernos a él. Le Clerc se opone también a esta comparación. Dios, dice,
tiene sobre nosotros derechos que los hombres no gozan respecto de sus
semejantes; se halla exento de errores y de pasiones; los hombres están sujetos
a unos y a otras; la pretendida caridad de estos es, pues, siempre muy
sospechosa.
Respuesta. Según esta
reflexión, ningún hombre puede tener derecho para castigar ni corregir a su
semejante, porque debe siempre temer el ser guiado por la pasión, ó engañado
por el error. Más Dios mismo es el que ha dado a los jefes de la sociedad el
derecho de castigar a los malhechores, y quien les manda usar de él: por lo
tanto es permitido a los que padecen persecuciones de parte de los sediciosos
el implorar la protección y apoyo de los ministros de la justicia.
Núm. 5. El santo doctor
cita el ejemplo del padre de familia, que manda a sus servidores obligar a los
convidados a entrar en la sala del festín; y el de san Pablo a quien Jesucristo
violentó hasta cierto punto para convertirle. Obligar, responde Le Clerc, en este pasaje del Evangelio y en otras
partes, significa solo invitar, inducir por medios de ruegos é instancias, y no
forzar con violencia: la conversión de San Pablo fue un milagro que nada tiene
de común con la persecución ejercida contra los donatistas. Si los vándalos hechos perseguidores hubiesen querido
prevalerse de estos ejemplos, San Agustín les hubiera acusado blasfemos.
Respuesta. Convenimos en la
significación de la palabra obligar,
empleada en el Evangelio; pero si los servidores del padre de familia hubiesen
sufrido una resistencia brutal y malos tratamientos por parte de los
convidados, ¿les hubiese estado prohibido el pedir la protección de las leyes y
el castigo de los culpables? Este era el caso en que se encontraban los obispos
de África. San Agustín no cesa de exhortar a los fieles a que pidan a Dios
gracia para los donatistas, el mismo
milagro que obró en San Pablo: hizo más, interceder con los generales del
príncipe para que los donatistas
criminales no fuesen condenados a muerte. ¿Se encontraban los Vándalos en el
mismo caso?
Núm. 6. San Agustín dice
que hablando con propiedad los donatistas
son los que persiguen a la Iglesia, y no la Iglesia la que persigue a los donatistas: aplica con este motivo lo
que dice San Pablo, que Israel según la carne persigue a los que son israelitas
según el espíritu. Le Clerc dice que es una irrisión llamar persecución la resistencia que los donatistas oponían al clero de África,
al paso que ellos eran ellos despojados, desterrados, maltratados y condenados
a muerte. No se puede dudar de este hecho, dice, porque en su carta centésima a
Donato, procónsul del África, pide San Agustín
que no se haga esto. Pero si los arrianos hechos señores
hubieran argumentado de la misma suerte, ¿que hubiera dicho? Empieza por suponer
lo que estaba en cuestión, que los católicos y no los donatistas eran la verdadera Iglesia: es como si dijera: Cuando yo
soy el mas fuerte, a mí me toca juzgar una causa; pero si mis adversarios lo
llegasen a ser a su vez, no debería serles permitido esto.
Respuesta. Mas bien es el
mismo Le Clerc quien lo pone en ridículo, llamando resistencia al clero de África, el pillaje, los asesinatos, los
incendios de los circonceliones; ¿se atreverá a negar estos crímenes?. Por lo
tanto él es quien insulta a San Agustín acusándole de insultos hechos a los donatistas. Este Padre no pide a Donato
que estos criminales sean condenados a muerte, sino que no lo sean. Dice que no
se les debe castigar con la muerte, sino reprimirlos; que es necesario perdonar
lo pasado, con tal que se corrijan para el porvenir, por temor de que
padeciendo por sus delitos no se alaben de sufrir por motivo de religión, etc.
Es, pues, una malicia refinada por parte de Le Clerc el suponer siempre que las
leyes de los emperadores pronunciaban la pena de muerte contra los donatistas en general a causa de sus
errores, mientras que esta pena se imponía solo a los incendiarios y asesinos.
San Agustín probó mil veces que el partido de los donatistas no era la verdadera Iglesia; no suponía, pues, que
estaba en cuestión, y no tenia que temer un argumento semejante por parte de
los vándalos arríanos.
N°7. Bajo el nuevo
Testamento, continúa el santo doctor, en el tiempo que era preciso manifestar más caridad, y en el que Jesucristo no
quería que se sacara la espada para defenderle, Dios, sin ofender su
misericordia, entregó no obstante a su propio
Hijo al suplicio de la cruz. Fue preciso,
pues, considerar más bien la intención que la
conducta exterior para distinguir los enemigos de los verdaderos amigos. Mas es
un absurdo, replica nuestro adversario, el comparar la conducta del clero de África,
que excitaba a un magistrado contra los donatistas,
con la misericordia que Dios ejerció para con los hombres, entregando por ellos
a su Hijo a la muerte. Era preciso ser muy imprudente para tratar de persuadir a
los donatistas que el clero de África
atormentaba por caridad. Dios no tenia nada que ganar en la salvación de los hombres;
pero los obispos de África tenían tanto mas realce, autoridad y riquezas,
cuanto mas numeroso era su rebaño: tal era sin duda alguna la verdadera causa
de la persecución.
Respuesta. Las calumnias
repetidas diez veces siempre son calumnias. Los obispos de África, lejos de
animar a los magistrados contra los donatistas,
intercedían por ellos. Con efecto, San Agustín en su carta a Donato no pide
gracia en su propio nombre, sino a nombre de todos sus compañeros, y atestigua
que pensaban como él. Hemos citado las pruebas irrecusables de su desinterés y
caridad. Le Clerc supone maliciosamente que los obispos eran los que habían
solicitado la pena de muerte contra los donatistas;
es una falsedad: expusieron a los emperadores los excesos de estos furiosos,
dieron las pruebas y pidieron que se les reprimiera; pero no dictaron las
leyes, ni determinaron las penas. Ahora bien; nosotros decimos que su conducta
era una verdadera misericordia, no solo respecto de los católicos, a quienes
era preciso poner a cubierto de los atentados de sus enemigos, sino aun
respecto de los donatistas en general, porque no podían ser apartados del
crimen sino por temor. La inacción y connivencia en semejante caso hubiesen
sido una verdadera crueldad. Jamás los obispos de África fueron tan insensatos
que se imaginasen seria para ellos una gran ventaja el reunir los cismáticos a
su rebaño, a menos de una conversión y mudanza sinceras; las imaginaciones de
Le Clerc son, pues, falsas y absurdas.
N° 8. Si bastase, dice san
Agustín, padecer persecuciones para ser digno de alabanza, cuando Jesucristo dijo:
Bienaventurados los que padecen
persecución, no hubiera añadido, por
la justicia. Pero, según Le Clerc, los donatistas creían padecer
persecución por la justicia; esta disposición es laudable aun en los que se engañan: es pues una tiranía
criminal obligarlos; a obrar contra su conciencia.
Respuesta. Nosotros decimos
que los obispos de África jamás trataron de obligar a los cismáticos a obrar
contra su conciencia, sino reducirlos a que se dejasen instruir para corregir su
falsa conciencia, y esto es lo que aconteció cuando hubo las conferencias con
este motivo. El error de conciencia no excusa de pecado sino cuando es
invencible: ahora bien el error no podía ser invencible respecto de crímenes
tan evidentes como los de los donatistas;
no lo era, cuando fue vencido.
Los profetas, continúa san Agustín, fueron condenados a muerte por los
impíos, pero ellos también sufrieron algunos la pena de muerte; los judíos
azotaron a Jesucristo, y él mismo se sirvió del látigo para castigar a muchos;
los apóstoles fueron entregados al brazo secular, pero también ellos entregaron
a los pecadores al poder de Satanás. Le Clerc se opone también en falso a estas
comparaciones. Los profetas, dice, no castigaron con la muerte a los impíos
sino por crímenes evidentemente contrarios a la ley de Moisés; pero no estaba
tan claro que los errores de los donatistas
fuesen crímenes; por otra parte, lo que se hizo en tiempo de los profetas no
debe imitarse en la época del Evangelio; Jesucristo reprendió a sus discípulos,
porque querían que cayese fuego del cielo sobre los samaritanos. (Luc. IX, 55).
Se sirvió del látigo contra los animales que estaban a la entrada del templo,
mas bien que contra los hombres. Entregar a Satanás los pecadores es un poder
milagroso; san Agustín lo hubiera hecho, sin duda, si hubiese podido; pero
estaba obligado a limitarse a entregar a los donatistas a los verdugos, lo que
es mu y diferente.
Respuesta. Por la tercera
vez repetimos que los donatistas no
fueron entregados a los verdugos por sus errores, sino porque eran turbulentos,
sediciosos, ladrones, incendiarios y asesinos; estos crímenes eran tan
evidentes como los de los impíos castigados por los profetas. Los apóstoles
mismos imitaron esta conducta, porque San Pedro hirió de muerte a Ananías y
Safira por una mentira, (Act. V) y San Pablo castigó con la ceguera al mágico
Elymás, (XIII, 11). El Evangelio dice terminantemente que Jesucristo se sirvió
del látigo contra los vendedores y cambiantes que profanaban el templo, y no
contra los animales. (Joan., II, 15). Es falso que entregar el pecador a Satanás
por la excomunión sea un poder milagroso; San Agustín tenía este poder en
calidad de obispo; pero lejos de entregar los donatistas a los verdugos, intercedía por ellos. Nada conmueve más
que las expresiones de su celo respecto a estos sublevados; era preciso ser tan
criminal como ellos para mirar este lenguaje como una hipocresía.
N° 9. Este santo doctor
dice que si en los escritos del nuevo Testamento no se ven leyes dirigidas
contra los enemigos de la Iglesia, es porque entonces los soberanos no eran
cristianos. Le Clerc dice que no es esta la verdadera razón, sino porque el
reino de Jesucristo no es de este mundo. Este divino Salvador y sus apóstoles
hubiesen podido, si lo hubieran querido, suscitar por milagro legiones para
defenderlos.
Respuesta. ¿Quién lo duda?
Pero no quitaron a los soberanos hechos cristianos el derecho y poder de
castigar a los malhechores, cuando estos se cubren con la máscara de la
religión y de la conciencia. San Pablo manda rogar a Dios por los soberanos, a
fin de que llevemos una vida pacífica y tranquila en la piedad y en la
castidad, (I Tim., II, 2) luego esperaba que algún día protegerían los soberanos
a los fieles. Él mismo, para sustraerse de un tribunal injusto, apela al César.
(Act. XXV, 11). No es pues un crimen implorar la protección del brazo secular. El
soberano, dice, es el ministro de Dios para ejercer la venganza contra el que
hace mal. (Rom., XIII, 4). Ahora bien; los donatistas
hacían mal; Le Clerc conviene en ello; luego los emperadores hacían bien en
castigarlos; luego los obispos que lo pedían estaban en su derecho.
Este calumniador de los obispos de África hubiera podido recordar que
el protestantismo no debió su establecimiento mas que a la autoridad, y muchas
veces a la violencia de los soberanos: muchos protestantes célebres lo han
confesado; olvidaban entonces que el reino de Jesucristo no es de este mundo;
lo olvidaban todavía mas cuando tomaban las armas contra su soberano, y querían
hacerse independientes de todo poder humano. Pero Le Clerc conocía la semejanza
perfecta que hay entre la conducta de los donatistas
y la de los hugonotes: para justificar a estos, era preciso, contra toda
justicia, tomar la defensa de los primeros.
N° 41. El donatista Vicente hizo presente que los
rogatistas, a cuyo partido pertenecía, no hacían ninguna violencia; San Agustín
le responde, que era mas bien por impotencia que por buena voluntad. Le Clerc,
ofendido con esta respuesta, dice que es deshonrosa y contraria a la caridad
cristiana, que no es permitido investigar las intenciones secretas de los
hombres.
Respuesta. ¿Qué otra cosa
ha hecho él, atribuyendo el celo de los obispos de África al interés, a la
ambición, al deseo de dominar sobre un rebaño mas numeroso? Así es como la
pasión le ciega. Sabido es que los rogatistas formaban un partido muy débil que
no obstante se ensañaron contra los maximianistas, otra facción que les era
opuesta, y San Agustín se lo echa en cara muchas veces; su carácter, llevado a
la violencia, estaba pues bastante probado, sin que hubiese necesidad de
investigar sus intenciones.
N° 17. El santo doctor
confiesa que en otro tiempo su opinión había sido no oponer a los donatistas
sino razones é instrucciones, por temor de hacer católicos hipócritas; pero que
sus compañeros le habían hecho mudar de opinión por los ejemplos que le
citaron, en particular de la ciudad de Hipona, que el temor de las leyes
imperiales había hecho absolutamente volver a entrar en el seno de la Iglesia.
Es muy malo, replica LeClerc, cambiar de esta suerte de opinión según las
circunstancias, y considerar más bien lo que es útil que lo que es justo. Si
los emperadores hubiesen favorecido a los donatistas, San Agustín les habría
opuesto lo que los primeros fieles decían a los perseguidores paganos.
Respuesta. He aquí a San
Agustín culpable, porque no fue pertinaz: consideró lo que era justo más
todavía que lo útil, puesto que constantemente sostuvo a los donatistas que habían merecido, y aun más,
los rigores que se empleaban contra ellos. Si los emperadores hubiesen
favorecido a estos sectarios y dejado a los católicos, estos habrían tenido
derecho de decir como los primeros fieles: «Nosotros
somos pacíficos, obedientes y sumisos a las leyes, no violentamos a nadie, no
pedimos mas que la libertad para servir a Dios, y no ser obligados por medio de
los suplicios a rendir un culto a los ídolos.» ¿Los donatistas han estado alguna vez en el caso de emplear este lenguaje?
N° 18. Por más que San
Agustín sostenga la sinceridad de la conversión de un gran número de donatistas, Le Clerc se obstina en
decir que estas exterioridades de conversión no eran sinceras. Así obran
siempre, dice, las almas viles que tratan de halagar el partido más poderoso, y
que están prontas a hacerlo todo para conservar en paz su estado y fortuna.
¿Cómo San Agustín, que creía que la conversión del corazón no puede venir sino
de una gracia interior, pudo imaginar que esta gracia nada podía obrar sino por
medio de las multas, del destierro y de los suplicios? ¿No es esto jugar con la
pretendida fuerza de la gracia? Si se me responde que sin estos medios los donatistas no querían dar oídos a las instrucciones de los católicos, yo preguntaría a mi vez: si
estos sectarios no leían el nuevo Testamento, y si la gracia divina no iba mas
bien aneja a la palabra de Dios que las palabras y escritos de los obispos de África.
De todo esto deduzco yo, continúa Le Clerc, que la pasión tuvo mas parte en
este asunto que el verdadero celo.
Respuesta. Según este bello
raciocinio, toda conversión es sospechosa, y debe ser reputada falsa, desde
que, para obrarla, Dios se ha querido servir de una enfermedad, de un revés de
fortuna, etc. ¿Dios no es dueño de dar su gracia a quien le place? Si cuando Le
Clerc escribía libros para convencer a los incrédulos, un razonador le hubiese
dicho: La gracia divina esta mas bien aneja a la lectura del nuevo Testamento
que a la de vuestras obras, haríais mejor en estaros quietos; ¿qué habría respondido?
Los donatistas no creían, así como
nosotros, el dogma sagrado de los protestantes, de que el conocimiento de toda
verdad va unido a la lectura del nuevo Testamento: recordaban que, según San
Pablo, la fe viene del oído y no de
la lectura, y que este Apóstol ordena a los obispos predicar, cosa bien inútil,
si bastara el Nuevo Testamento. La mayor parte de los africanos no sabían leer, y no vemos que el Evangelio fuese traducido en algún
tiempo en lengua judaica. El principal fundamento del cisma de los donatistas era un error de hecho, una
acusación falsa intentada contra Ceciliano, obispo de Cartago, y contra Félix
de Aptonge, que le había consagrado: ¿podía ilustrar este hecho leyendo el nuevo
Testamento? Lo fue en las conferencias celebradas entre los donatistas y los
católicos, y desde este momento los hombres sensatos que se encontraban en el
primer bando comprendieron que todas sus pretensiones eran insostenibles.
En su carta centésima, escribió San Agustín a Donato, procónsul de África:
«Nosotros deseamos que se les corrija, y
no que se les castigue a muerte: que se los sujete a la policía, y no se los
haga padecer suplicios que tienen merecidos.» Con este motivo Le Clerc cita
la ley de Honorio del año 408, en la cual se dice: «Si emprenden alguna cosa que sea contraria al partido católico,
queremos que sean condenados al suplicio que hayan merecido» Si este
emperador, dice Le Clerc, no hubiera mandado castigar mas que a los sediciosos,
sin inquietar a los que vivían pacíficos en su error, no hubiese habido por qué
vituperarle; pero todo lo embrolla confundiendo a los errantes con los
malhechores, y San Agustín hizo lo mismo. Por otra parte, las leyes de Teodosio
y de sus hijos eran demasiado crueles, porque ordenaban la confiscación de
bienes de todos aquellos que fuesen convencidos de haber rebautizado, y
declaraban incapaces de testar a todos los que hubiesen contribuido a este
atentado. Los donatistas se
encontraban tan atormentados por la ejecución de estas leyes, que muchos
prefirieron morir a vivir en la miseria. Se comprende que los obispos deseaban
reunir a su rebaño a los donatistas
ricos, mas bien que verlos enterrar después que sus bienes pasaban al fisco: he
aquí el motivo de su intercesión caritativa.
Respuesta. El mismo Le Clerc es quien
lo embrolla todo, a fin de calumniar mejor; ni Honorio ni san Agustín hicieron
lo mismo.
1° Es claro que hablando de
los que hubieren emprendido alguna cosa
contra el partido católico, entiende Honorio los sediciosos, y no los
pacíficos; no se puede citar ninguna ley que mande castigar a estos últimos.
2° San Agustín en su carta,
después de haber hablado de las malvadas
empresas de los enemigos de la Iglesia, dice: «Os suplicamos que cuando juzguéis las causas de la Iglesia, aunque veáis
que ha sido atacada y afligida con injusticias
atroces, olvidad que tenéis el poder
de condenar a muerte.» No se trataba más que de juzgar malhechores.
3° La ley de Teodorico, que
confiscaba los bienes de los que habían rebautizado
ó contribuido a este atentado, no podía corresponder más que a los obispos,
sacerdotes y clérigos que asistían; porque los obispos y sacerdotes son los que
bautizan. La ejecución de esta ley no podía, pues, contribuir en nada a hacer
miserable al pueblo y al común de los donatistas.
4° Los que se hacían matar,
se precipitaban ó perecían en los suplicios, eran delincuentes que creían morir
mártires, y no particulares pacíficos, despojados de sus bienes. Lo repetimos
otra vez, jamás se probará que alguno de estos últimos fuese condenado a
ninguna pena.
En la carta 105 escrita a los donatistas,
números 3 y 4, San Agustín habla de muchos sacerdotes convertidos y de un
obispo que estos furiosos hubieran matado, si estas victimas no se les hubiesen
escapado por una especie de milagro. Le Clerc dice que estos asesinos merecían
ser castigados, pero que no debían ser tratados de la misma suerte los demás
por opiniones; que se perdonaba todo a los que volvían a entrar en la Iglesia
católica, y que había una ley que lo mandaba así.
Respuesta. ¿Esta
indulgencia es también una prueba de crueldad? En toda su carta, dice San
Agustín a los donatistas que son
castigados por sus crímenes, por sus atentados, por sus excesos y no por sus
opiniones; pero Le Clerc, tan pertinaz como ellos, no quería tampoco ni ver ni oír
nada. Se perdonaba todo a los convertidos, porque había una seguridad en que no
incurrirían en los mismos desórdenes.
Ibid., n° 6. Vitupera San
Agustín a los donatistas haber
publicado falsamente un rescripto del emperador que les favorecía. Si esto era
mentira, dice Le Clerc, no se les debía imputar a estos desgraciados; pero es
cierto que en aquel tiempo hubo una ley que prohibía obligar a nadie a abrazar
el cristianismo a su pesar. (Cita la Vida de San Agustín, lib. 6, c. 7 §2).
Respuesta. Por mas que diga
este abogado de los donatistas y era
una mentira formal por su parte: la ley de que habla no fue dada hasta el año 410,
y la carta de San Agustín es del año anterior. Por otra parte, obligar a alguno
a abrazar el cristianismo a su pesar y obligar a los cismáticos a no vejar a
los católicos, no es lo mismo: los donatistas
podían sacar alguna ventaja de esta ley. Así, cuando Honorio supo que abusaban
de ella, la revocó en el mismo año. Vida de San Agustín (ibíd).
Para poder vituperar a San Agustín, Bayle y Barbeyrac sostienen que
las violencias de que acusa a los donatistas son exageradas; que no son
conocidas sino por sus escritos y por los de Optato de Milevi, tan preocupado
como él contra los donatistas.
Respuesta. San Agustín
hubiese hablado del furor de los donatistas,
al escribir al emperador y a los
magistrados con el designio de agriar y obtener leyes severas, pudiera sospecharse
de exageración; pero es en las cartas a sus amigos, en las que no tenia ningún interés
en desfigurar los hechos; es en su obra contra Cresconio en la que vitupera los
excesos de la propia secta de este; es en la conferencia que tuvo en Cartago
con los obispos donatistas; en los sermones que predicó a los católicos para
exhortarlos a la paciencia y a la caridad respecto de estos furiosos; por último, en las cartas que escribió a los generales
del emperador, para suplicarlos que no derramasen la sangre de los
circonceliones, aunque estos malvados merecían el último suplicio. Exagerar sus
crímenes en estas circunstancias, hubiera sido un medio de obtener lo que pedía.
También a Barbeyrac le ha parecido bien sostener que esta moderación
de San Agustín no era más que fingida; que en el fondo aprobaba la pena de
muerte impuesta a los donatistas, porque
no vitupera las leyes que prohibían los sacrificios de los paganos bajo pena de
la vida (Tratado de la moral de los PP c. 16, § 33 y 34). Quiere mejor suponer
que San Agustín era un impostor y un insensato, que confesar que los donatistas y sus circonceliones eran
frenéticos. Pero por lo menos hay un hecho que no negará, y es que San Agustín
obtuvo de los obispos de África, a pesar de la severidad de los antiguos
cánones, que cuando los obispos donatistas
se reunieron a la Iglesia católica conservaron sus sillas, y no perdieron
ninguna de sus prerrogativas. No es este el modo de portarse un malvado que
trata de disfrazar su odio contra los herejes.
Barbeyrac objeta que las leyes de los emperadores dadas contra los
donatistas no hacen ninguna mención de los crímenes que San Agustín les echa en
cara. Esto no es de admirar: las leyes de los emperadores no son narraciones
históricas; las que conciernen a los donatistas
comprenden también otras sectas, tales como los maniqueos, los encratitas, etc.
No era ocasión de exponer las quejas que el gobierno podía tener contra estas
sectas diferentes.
Aun cuando no hubiese pruebas positivas del pillaje y violencias
ejercidas en África por los donatistas, estaríamos bastante autorizados para
creer a San Agustín, por el ejemplo de lo que han hecho los protestantes para
establecerse cuando se hicieron señores: la historia es demasiado reciente para
que hayamos podido olvidarla.
Bingham, que ha obrado de mejor fe que Barbeyrac, refiere en compendio
las diferentes leyes dadas por los emperadores contra las diversas sectas
heréticas; observa que no fueron ejecutadas en todo su rigor; que muchas veces
los obispos católicos u otras personas intercedieron y obtuvieron gracia para
los culpables. (Orig. Ecclés. lib. 1G, c. 6; § G, tom. 7, p. 288).
En el Diccionario de las
herejías del abate Pluquet se encontrará una historia del cisma de los donatistas, por la cual se podrá juzgar
si la manera con que fueron tratados era injusta, y si era posible obrar de
otra suerte con respecto a ellos.
Se nos debe perdonar la larga y
enojosa discusión en que hemos entrado; un teólogo católico no puede ver a uno
de los más respetable PP. la Iglesia tan indignamente tratado por los
protestantes, por razones tan frívolas. Pero como conocen la conformidad
perfecta que hay entre la conducta de sus padres y la de los donatistas, y que nuestros controversitas
se lo han echado en cara mas de una vez, tienen un interés capital en destruir
las razones que San Agustín opuso a estos antiguos cismáticos. Por otra parte
los de su comunión, que, como Le Clerc, tienden al socinianismo, han adoptado
las opiniones de los pelagianos, y no pueden digerir la victoria completa que
obtuvo San Agustín sobre estos enemigos de la gracia. Bayle, en su Comentario
filosófico, había ya opuesto a San Agustín los mismos sofismas que Le Clerc,
pero con más decoro y moderación en los términos. Como los incrédulos quieren
también renovarlos, nos ha parecido conveniente no dejarlos sin respuesta.
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