Más sobre el culto de invocación de la Virgen Santísima.—¿Es necesario este culto a los hombres?—Y si lo es, ¿con qué necesidad? —Ultima pregunta: ¿Cómo y en qué medida puede ser considerado el culto de la Madre de Dios como una nota de la Verdadera Iglesia de Cristo?
I. Queda por resolver otra grave cuestión ¿Es, no sólo una conveniencia soberana, sino también una necesidad, el tener a la Virgen Santísima la devoción filial que se traduce por la oración? En el fondo, la cuestión, planteada de este modo, difiere poco de esta otra: ¿hay necesidad, para los hijos de María, de rendir un culto positivo a su Madre? Porque, según ya lo hemos hecho notar, el culto de oración encierra el culto de alabanza, y, recíprocamente, el culto de alabanza es, de una manera más o menos explícita, culto de oración. Hay que confesar también que los teólogos y los maestros de la doctrina espiritual abordan muy raramente esta cuestión, a lo menos para tratarla directamente y, como se dice, ex profeso. Prefieren hablar de las incomparables ventajas que reporta la devoción a la Madre de Dios. Todos, sin embargo, no han guardado silencio.
Pero antes de escuchar sus respuestas precisemos los diversos sentidos que puede tener la cuestión. Estos dependen de la manera como se entienda la necesidad. Hay lo que se llama necesidad de precepto, y necesidad de medio. La primera se comprende por sí misma; una cosa es necesaria con necesidad de precepto cuando es mandada por la autoridad legítima. Desde este punto de vista, algunos actos del culto de la Virgen Santísima son necesarios: la celebración de sus fiestas, en la medida que las hace obligatorias la Santa Iglesia. Hablemos, sobre todo de la necesidad de medio, es decir, de la necesidad de ejecutar tal o cual acto si se quiere obtener o conservar la gracia de la salvación (Inútil sería hablar aquí de la necesidad de medio en tanto en cuanto se aplica a otros que a los adultos, o que concierne a los dones que nos constituyen formalmente hijos de Dios, como es la gracia santificante).
Pero antes de escuchar sus respuestas precisemos los diversos sentidos que puede tener la cuestión. Estos dependen de la manera como se entienda la necesidad. Hay lo que se llama necesidad de precepto, y necesidad de medio. La primera se comprende por sí misma; una cosa es necesaria con necesidad de precepto cuando es mandada por la autoridad legítima. Desde este punto de vista, algunos actos del culto de la Virgen Santísima son necesarios: la celebración de sus fiestas, en la medida que las hace obligatorias la Santa Iglesia. Hablemos, sobre todo de la necesidad de medio, es decir, de la necesidad de ejecutar tal o cual acto si se quiere obtener o conservar la gracia de la salvación (Inútil sería hablar aquí de la necesidad de medio en tanto en cuanto se aplica a otros que a los adultos, o que concierne a los dones que nos constituyen formalmente hijos de Dios, como es la gracia santificante).
Así, la oración en general es necesaria con necesidad de medio, porque orando es como obtenemos de Dios los auxilios indispensables para triunfar de las tentaciones y perseverar en la gracia.
Pero esta misma necesidad tiene sus grados. Hay la necesidad absoluta, tal es, tomando un ejemplo familiar, la necesidad del alimento para sostener y conservar las fuerzas humanas; tal la necesidad del Bautismo para que un hijo de Adán pecador se convierta en hijo de Dios, porque no puede haber ni gracia de adopción, ni salud espiritual, por consiguiente, sin las aguas bautismales (Joan., III, 5. No quiere esto decir que el pecado original no puede ser borrado, sin la recepción actual del bautismo: este sacramento puede ser suplido por el Bautismo de deseo, y por el Bautismo de sangre; pero ni uno ni otro obran sino dependientemente del bautismo real, que contienen in voto). Se da también la necesidad relativa, que se llama necesidad moral, como sería la de emplear algún medio de trasporte cuando se trata de un viaje largo y difícil. En absoluto se podría hacer a pie el trayecto de París a Pekín; pero se deja comprender que para tal viaje hace falta el ferrocarril o un barco. Ahora bien: es claro que esta última clase de necesidad puede ser más o menos grande y acercarse más o menos a la necesidad estrictamente dicha, según la naturaleza de las dificultades que hay que vencer. Hay que hacer también una advertencia, que no es indiferente, sobre la palabra medio. El medio no es una simple condición: es algo que concurre positivamente al fin para el cual es empleado, Así el bautismo tiene el carácter de causa; la adoración, el de impetración.
Sentadas estas nociones preliminares, investiguemos lo que debemos pensar de la necesidad de la devoción a la Madre de Dios, y especialmente del culto de adoración. He aquí, ante todo, la autoridad del Doctor Angélico. Habla en general de la invocación de los Santos; pero está claro que lo que dice es aplicable, sobre todo a la Reina de ellos. Después de haber establecido la necesidad de la adoración, hace esta pregunta: ¿Debemos rogar a los Santos que intercedan por nosotros? A fin de que nos hagamos cargo bien de la respuesta, traduciremos el texto entero: "Es orden establecido por Dios entre las criaturas, según testimonio del Areopagita, que las cosas inferiores sean llevadas a Dios por las que están en medio. Como, pues, los Santos del cielo son los más cercanos a Dios, el orden de la ley divina exige que nosotros, que somos peregrinos alejados del Señor (II Cor., V, 6), vayamos a Él por los Santos como intermediarios entre Él y nosotros. Esto tiene lugar cuando la divina Bondad se sirve de ellos para derramar sus efectos. Y porque nuestro ir a Dios debe responder a la venida, a la procesión de sus bondades sobre nosotros, de igual modo que los beneficios divinos nos llegan por los sufragios de los Santos, así es preciso que seamos llevados a Dios de nuevo y por medio de los Santos mismos si queremos recibir nuevos beneficios. Y he aquí por qué los tomamos por intercesores y como nuestros mediadores cerca de Dios cuando les suplicamos que rueguen por nosotros" (S. Thom., in Sent.. IV. D. 45. q. 3, a. 2).
Nada más claro ni más profundo que esta doctrina: los beneficios de la Bondad divina se derraman sobre los hombres por el intermedio de los Santos; por su intermedio también, es decir rogándoles que intercedan por nosotros cerca de Dios, debemos ir a las fuentes de la misma Bondad para sacar de ella nuevas efusiones. Ya lo hemos oído: esta ley en virtud de la cual el orden de la oración debe responder al orden de los beneficios, Dios mismo la ha establecido; los beneficios descienden del Señor por mediación de los Santos, y por el mismo conducto debe subir la oración al Señor mismo.
Tal es la doctrina enseñada por el Angel de las Escuelas sobre la necesidad que tenemos de invocar a los Santos en general, y podemos añadir: y a la Reina de los Santos en particular; porque el gran Doctor lo ha enseñado también: la mediación de María sebrepuja a la de los otros elegidos. En substancia, quiere decir esto: debemos todas las gracias a la intercesión de María; por consiguiente, nos es necesario pedirlas por medio de Ella. Por consiguiente, todo lo que demuestra que Ella es el canal necesario de los favores divinos prueba igualmente, al mismo tiempo, que Ella debe ser el objeto y el canal de nuestra oraciones.
Pero sabemos ya que esta proposición: "todas las gracias nos vienen de Jesucristo por intercesión de María", no es idéntica a esta otra: "no se obtienen las gracias de Dios sino con la condición de pedirlas por Ella". En efecto: se puede concebir, y de hecho sucede que María nos obtenga gracias aunque no las hayamos pedido. Por tanto, se engañan los que, sin explicaciones de ninguna clase, traen el pasaje siguiente, de San Alfonso Ligorio, para establecer directamente la necesidad del culto de oración hacia la Santísima Virgen: "Decimos, con el P. Suárez, que, según el sentimiento universal que hay actualmente en la Iglesia, la intercesión de María no nos es solamente útil, sino necesaria. No se trata, sin embargo, de una necesidad absoluta; sola la mediación de Cristo nos es absolutamente necesaria, sino que se trata de una necesidad moral, fundada sobre esta razón, que es el pensamiento de San Bernardo: que Dios ha resuelto no concedernos gracia alguna más que por la intercesión de su Madre" (S. Alph. Lig., Glorias de María, p. 1, c. 5). Los que se han apoyado sobre este texto no han comprendido bastante que enuncia solamente la necesidad de las intercesiones de María por nosotros. Por lo demás, no lo dudamos, el piadoso y erudito siervo de la Virgen Santísima hubiera deducido, como una conclusión natural de esta primera verdad, la necesidad en que estamos de invocarla nosotros mismos, si hubiera sido el lugar propio de recordarla; porque en su Tratado de la oración reconoce expresamente, siguiendo a Santo Tomás, cuyas palabras transcribe, las mismas que citábamos hace poco, el encadenamiento necesario entre una y otra proposición (S. Alph. Lig., Del gran mezzo delta preghiera, c. 1, t. XVII. Torino, 1827).
Suárez, a quién hace alusión en su texto, ha señalado netamente la misma relación. Después de haber expuesto el inmenso poder de la Virgen Santísima cerca de Dios, su tierna solicitud por nuestra salvación y la multitud y perpetuidad de las invocaciones que la Iglesia hace subir hasta Ella, concluye y deduce así; "Por consiguiente, la Iglesia estima que la intercesión de la Virgen nos es más útil y más necesaria que la de todos los otros Santos; por consiguiente, también, debemos invocarla más que a todos los otros juntos" (Suárez, De mysteriis vita Christi, D, XXIII, s. 3, in fine).
Muchos autores, por ejemplo, el Beato Grignion de Montfort tienen títulos como éste: "Excelencia y necesidad de la devoción a la Santísima Virgen." Ahora bien, la explanación que sigue a esos títulos demuestra en casi todos que la mediación de María es, después de la de Jesucristo, el canal universal de las gracias (B. L. M. Grignion de Monfot, Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen. I p„ S 1, p. 9. París, 1852), "de tal modo —añade el Beato—, que no se debe confundir la devoción de la Santísima Virgen con la de los otros Santos, como si no fuese más necesaria, y como si fuese sólo de superrogación" (B L. M. Grignion de Monfort, Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen, p. 24), lo que confirma con la autoridad de los más Santos Doctores.
Pero esta misma necesidad tiene sus grados. Hay la necesidad absoluta, tal es, tomando un ejemplo familiar, la necesidad del alimento para sostener y conservar las fuerzas humanas; tal la necesidad del Bautismo para que un hijo de Adán pecador se convierta en hijo de Dios, porque no puede haber ni gracia de adopción, ni salud espiritual, por consiguiente, sin las aguas bautismales (Joan., III, 5. No quiere esto decir que el pecado original no puede ser borrado, sin la recepción actual del bautismo: este sacramento puede ser suplido por el Bautismo de deseo, y por el Bautismo de sangre; pero ni uno ni otro obran sino dependientemente del bautismo real, que contienen in voto). Se da también la necesidad relativa, que se llama necesidad moral, como sería la de emplear algún medio de trasporte cuando se trata de un viaje largo y difícil. En absoluto se podría hacer a pie el trayecto de París a Pekín; pero se deja comprender que para tal viaje hace falta el ferrocarril o un barco. Ahora bien: es claro que esta última clase de necesidad puede ser más o menos grande y acercarse más o menos a la necesidad estrictamente dicha, según la naturaleza de las dificultades que hay que vencer. Hay que hacer también una advertencia, que no es indiferente, sobre la palabra medio. El medio no es una simple condición: es algo que concurre positivamente al fin para el cual es empleado, Así el bautismo tiene el carácter de causa; la adoración, el de impetración.
Sentadas estas nociones preliminares, investiguemos lo que debemos pensar de la necesidad de la devoción a la Madre de Dios, y especialmente del culto de adoración. He aquí, ante todo, la autoridad del Doctor Angélico. Habla en general de la invocación de los Santos; pero está claro que lo que dice es aplicable, sobre todo a la Reina de ellos. Después de haber establecido la necesidad de la adoración, hace esta pregunta: ¿Debemos rogar a los Santos que intercedan por nosotros? A fin de que nos hagamos cargo bien de la respuesta, traduciremos el texto entero: "Es orden establecido por Dios entre las criaturas, según testimonio del Areopagita, que las cosas inferiores sean llevadas a Dios por las que están en medio. Como, pues, los Santos del cielo son los más cercanos a Dios, el orden de la ley divina exige que nosotros, que somos peregrinos alejados del Señor (II Cor., V, 6), vayamos a Él por los Santos como intermediarios entre Él y nosotros. Esto tiene lugar cuando la divina Bondad se sirve de ellos para derramar sus efectos. Y porque nuestro ir a Dios debe responder a la venida, a la procesión de sus bondades sobre nosotros, de igual modo que los beneficios divinos nos llegan por los sufragios de los Santos, así es preciso que seamos llevados a Dios de nuevo y por medio de los Santos mismos si queremos recibir nuevos beneficios. Y he aquí por qué los tomamos por intercesores y como nuestros mediadores cerca de Dios cuando les suplicamos que rueguen por nosotros" (S. Thom., in Sent.. IV. D. 45. q. 3, a. 2).
Nada más claro ni más profundo que esta doctrina: los beneficios de la Bondad divina se derraman sobre los hombres por el intermedio de los Santos; por su intermedio también, es decir rogándoles que intercedan por nosotros cerca de Dios, debemos ir a las fuentes de la misma Bondad para sacar de ella nuevas efusiones. Ya lo hemos oído: esta ley en virtud de la cual el orden de la oración debe responder al orden de los beneficios, Dios mismo la ha establecido; los beneficios descienden del Señor por mediación de los Santos, y por el mismo conducto debe subir la oración al Señor mismo.
Tal es la doctrina enseñada por el Angel de las Escuelas sobre la necesidad que tenemos de invocar a los Santos en general, y podemos añadir: y a la Reina de los Santos en particular; porque el gran Doctor lo ha enseñado también: la mediación de María sebrepuja a la de los otros elegidos. En substancia, quiere decir esto: debemos todas las gracias a la intercesión de María; por consiguiente, nos es necesario pedirlas por medio de Ella. Por consiguiente, todo lo que demuestra que Ella es el canal necesario de los favores divinos prueba igualmente, al mismo tiempo, que Ella debe ser el objeto y el canal de nuestra oraciones.
Pero sabemos ya que esta proposición: "todas las gracias nos vienen de Jesucristo por intercesión de María", no es idéntica a esta otra: "no se obtienen las gracias de Dios sino con la condición de pedirlas por Ella". En efecto: se puede concebir, y de hecho sucede que María nos obtenga gracias aunque no las hayamos pedido. Por tanto, se engañan los que, sin explicaciones de ninguna clase, traen el pasaje siguiente, de San Alfonso Ligorio, para establecer directamente la necesidad del culto de oración hacia la Santísima Virgen: "Decimos, con el P. Suárez, que, según el sentimiento universal que hay actualmente en la Iglesia, la intercesión de María no nos es solamente útil, sino necesaria. No se trata, sin embargo, de una necesidad absoluta; sola la mediación de Cristo nos es absolutamente necesaria, sino que se trata de una necesidad moral, fundada sobre esta razón, que es el pensamiento de San Bernardo: que Dios ha resuelto no concedernos gracia alguna más que por la intercesión de su Madre" (S. Alph. Lig., Glorias de María, p. 1, c. 5). Los que se han apoyado sobre este texto no han comprendido bastante que enuncia solamente la necesidad de las intercesiones de María por nosotros. Por lo demás, no lo dudamos, el piadoso y erudito siervo de la Virgen Santísima hubiera deducido, como una conclusión natural de esta primera verdad, la necesidad en que estamos de invocarla nosotros mismos, si hubiera sido el lugar propio de recordarla; porque en su Tratado de la oración reconoce expresamente, siguiendo a Santo Tomás, cuyas palabras transcribe, las mismas que citábamos hace poco, el encadenamiento necesario entre una y otra proposición (S. Alph. Lig., Del gran mezzo delta preghiera, c. 1, t. XVII. Torino, 1827).
Suárez, a quién hace alusión en su texto, ha señalado netamente la misma relación. Después de haber expuesto el inmenso poder de la Virgen Santísima cerca de Dios, su tierna solicitud por nuestra salvación y la multitud y perpetuidad de las invocaciones que la Iglesia hace subir hasta Ella, concluye y deduce así; "Por consiguiente, la Iglesia estima que la intercesión de la Virgen nos es más útil y más necesaria que la de todos los otros Santos; por consiguiente, también, debemos invocarla más que a todos los otros juntos" (Suárez, De mysteriis vita Christi, D, XXIII, s. 3, in fine).
Muchos autores, por ejemplo, el Beato Grignion de Montfort tienen títulos como éste: "Excelencia y necesidad de la devoción a la Santísima Virgen." Ahora bien, la explanación que sigue a esos títulos demuestra en casi todos que la mediación de María es, después de la de Jesucristo, el canal universal de las gracias (B. L. M. Grignion de Monfot, Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen. I p„ S 1, p. 9. París, 1852), "de tal modo —añade el Beato—, que no se debe confundir la devoción de la Santísima Virgen con la de los otros Santos, como si no fuese más necesaria, y como si fuese sólo de superrogación" (B L. M. Grignion de Monfort, Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen, p. 24), lo que confirma con la autoridad de los más Santos Doctores.
II. En efecto: sería bastante fácil acumular testimonios en los que el culto y la invocación de María están indisolublemente ligados con esta idea de la mediación universal. San Bernardo, en especial, los ofrece en cada página de sus discursos sobre la Madre de Dios: "Ya habréis notado, según creo, que la Virgen regia es el camino por el cual ha venido el Salvador hasta nosotros, saliendo de su seno como el Esposo del lecho nupcial... Así, pues, amados míos, esforcémonos en subir también por medio de Ella hasta Aquel que por Ella ha bajado hasta nosotros... Sí, Virgen bendita: que por Ti tengamos acceso a tu Hijo; por Ti, Madre de la gracia, de la salud y de la vida. Que nos acoja por Ti Él que nos ha sido dado por Ti..." (S. Bernard., Serm. 2 in Adventu, n. 5. P. L„ CLXXXIII, p. 49). Y en otro lugar: "Honremos a María con todo nuestro corazón, con todos nuestros afectos, con todos nuestros deseos; tal es la voluntad de Aquel que quiso dárnoslo todo por María... Por consiguiente, cualquier cosa que tengáis intención de ofrecer, acordaos de confiarla a María a fin de que la acción de gracias, subiendo al Autor de la gracia, corra por el mismo cauce bendito por donde nos ha venido la gracia... Quizá estén vuestras manos manchadas de sangre; quizá no las tengáis puras de toda dádiva... Así, pues, lo poco que pretendéis ofrecer, ofrecedlo por las purísimas y dignísimas manos de María si no queréis ser rechazados" (S. Bern., Serm. de Aquaeductu, n 7, 1S. P. I. CLXXXIII. 441, 448). Lo repetimos: estas dos cosas son correlativas para la Madre como para el Hijo. Viniéndonos todas las gracias por ellos, igualmente por ambos deben pasar todas nuestras oraciones, todas nuestras ofrendas y todos nuestros votos.
El autor del Espejo de la Virgen ha leído y entendido esta necesidad de recurrir a la intercesión de María para encontrar a Jesús y su gracia en el texto en que el profeta anuncia, bajo el emblema de un tallo y de su flor, la Encarnación del Dios hecho hombre (Is., XI, 1, 2. "Y saldrá un vastago de la raíz de Jessé, y una flor subirá de su raíz. Y el Espíritu del Señor descansará sobre el"). "Todo el que quiera adquirir la gracia del Espíritu Santo debe buscar la flor en el tallo, es decir, a Jesús en María; porque por el tallo llegaremos a la flor, y por la flor al Espíritu de Dios. ¿Queréis tener esa flor?; pues inclinad el tallo con vuestras oraciones" (Speculum B. M. V., citado por San Alfonso, Glorias de María, I p.f c. 5, § 1, t. I. p. 156).
Las anteriores consideraciones pueden dar la explicación de un problema que a veces se presenta. Si la Santísima Virgen está tan llena de bondad y es tan poderosa cerca de su Hijo, ¿cómo es que tantos pecadores, cuya miseria atraería la misericordia, sienten tan poco los efectos de su intercesión? Primero habría que preguntar esto otro: ¿Sabemos lo que hace por ellos? Pero, además, hay una respuesta bien convincente y tangible. ¿Honran esos pecadores, ruegan a la Madre de la misericordia? ¿Son de aquellos que desde el lodazal de sus vicios elevan hasta Ella gritos de angustia, gemidos y suspiros? Si descuidan el hacer esto, ¿podemos extrañar que la Señora use parcamente su poder para con ellos? ¿Tiene Ella la culpa de que no realicen las condiciones que, según las leyes establecidas por Dios misino, les valdrían su protección maternal? María es siempre el canal de la gracia divina; pero hay que ir a él para beber sus aguas.
Santo Tomás, tratando de la invocación de los Santos, ha escrito estas hermosas palabras: "Recurrir con pura devoción a cualquier Santo, en medio de nuestrus necesidades, es merecer que el Santo ruegue por nosotros" (In Sentent., IV, D. 45, q. 3, a. 2, ad 5). Vosotros, que descuidáis el refugiaros suplicantes cerca de vuestra Madre, ¿cómo os quejáis de no estar sostenidos por Ella, puesto que voluntariamente os hacéis indignos de su protección? Pero si no es el descuido o la indiferencia la que os detiene, sino la conciencia de vuestro miserable estado, acercaos sin temor a esta Madre de Misericordia y suplicadla que os obtenga la gracia y el perdón. Ella lo hará no lo dudéis; por muchos y muy grandes que sean vuestros crímenes, vuestra devoción os ha hecho dignos de ser escuchados favorablemente.
Recordemos también otra verdad, que ya hemos hecho resaltar en otro lugar. El amor que nos tienen los Santos se mide por una doble unión; es decir, por la unión que tenemos nosotros con la Bondad divina, motivo primero de ese amor, y por la unión que nosotros mismos tenemos con ellos. Por consiguiente, todo lo que tiende a relajar los lazos de esta doble unión, por eso mismo propende a disminuir los efectos de la solicitud maternal de María, puesto que dichos lazos son claramente proporcionados a su amor. Ahora bien: si, por un lado, honrarla y rogarla es afirmar la cadena de amor entre Ella y nosotros, ¿no será aflojar y debilitar esa cadena, por otro lado, el no querer ni ofrecerle alabanzas, ni dirigirle súplicas? ¿Qué más se puefie hacer para serle como un extraño?
Notémoslo bien: no queremos decir que por no rogarla no recibiremos de Ella gracia alguna. Esto sería contrario a la doctrina católica, que nos muestra a la gracia adelantándose a toda oración. Tampoco afirmamos que María, por un extraordinario efecto de su misericordia, no interceda alguna vez y de un modo eficacísimo por pecadores que la olvidan. Lo que pretendemos asentar es que, siguiendo la regla común, serán sus sufragios tanto más ciertos y abundantes cuanto mayor respeto, amor y confianza tengamos hacia Ella; en otros términos: cuanto más prácticamente seamos sus hijos (Leemos en el himno Sacris solemniis del Oficio del Santísimo Sacramento: Sic nos tu visita, sicut te colimus. La regla general a la que se ajustan las visitas de María está expresada en estas pocas palabras).
Hay también que notar que no hablamos aquí sino de los pecadores que voluntaria y conscientemente se alejan de su Mediadora. No honrarla ni rogarla porque se la ignora, cuando por otra parte estarían dispuestos, según las disposiciones del corazón, a echarse en sus brazos si se tuviera la dicha de conocerla, es ya rendirle un culto de invocación, no explícito, pero sí implícito. Ocurre en esto algo parecido a lo que sería el bautismo de deseo, in voto, hasta para aquellos mismos que jamás han oído hablar de bautismo; o, mejor aún, lo que la fe en el Redentor para hombres que, ignorando el Evangelio, creyeron en la providencia de un Dios, Padre y Remunerador. María, que, por el privilegio de su bienaventuranza, penetra hasta el secreto de los corazones, puede ver en ellos esos gérmenes de oraciones, y esto basta para que haga descender por su intercesión el rocío de las bendiciones celestiales sobre esos corazones así dispuestos.
Hacemos alto en estas reflexiones; pero no será sin transcribir antes algunos pensamientos, muy propios para excitarnos a rogar a María, nuestra Madre y nuestra Mediadora. "Peligroso es —escribía Adán de Persenia— alejarse de Aquella en quien están encerradas como en un depósito, para sernos comunicadas, las delicias de nuestra suavidad, las riquezas de la salud, la sabiduría y la ciencia... Cristo, conmovido de la miseria y de los gemidos de los pobres, vino del Corazón del Padre al Corazón de la Virgen para depositar en él el tesoro de los indignos, esto es, de todos nosotros. He aquí por qué no juzgo que sea seguro el vivir separado de Ella. ¿Quién, pues, me asistirá si yo descuidase el recurrir a la misericordia de esta benignísima Señora?". Adam.. abbas Persiniae. Fragmenta Mariana, Frag. 7. P. L., CCXI, 754. Es digna de leerse en el mismo volumen una carta del mismo abad a un adolescente de alta nobleza, en donde le recomienda, del modo mas enérgico y conmovedor, que honre a la Virgen Santísima y que la ruegue como a su Madre, como a su nodriza, como su esposa y su amiga, si quiere conservar intacto el tesoro de su pureza).
El autor del Espejo de la Virgen ha leído y entendido esta necesidad de recurrir a la intercesión de María para encontrar a Jesús y su gracia en el texto en que el profeta anuncia, bajo el emblema de un tallo y de su flor, la Encarnación del Dios hecho hombre (Is., XI, 1, 2. "Y saldrá un vastago de la raíz de Jessé, y una flor subirá de su raíz. Y el Espíritu del Señor descansará sobre el"). "Todo el que quiera adquirir la gracia del Espíritu Santo debe buscar la flor en el tallo, es decir, a Jesús en María; porque por el tallo llegaremos a la flor, y por la flor al Espíritu de Dios. ¿Queréis tener esa flor?; pues inclinad el tallo con vuestras oraciones" (Speculum B. M. V., citado por San Alfonso, Glorias de María, I p.f c. 5, § 1, t. I. p. 156).
Las anteriores consideraciones pueden dar la explicación de un problema que a veces se presenta. Si la Santísima Virgen está tan llena de bondad y es tan poderosa cerca de su Hijo, ¿cómo es que tantos pecadores, cuya miseria atraería la misericordia, sienten tan poco los efectos de su intercesión? Primero habría que preguntar esto otro: ¿Sabemos lo que hace por ellos? Pero, además, hay una respuesta bien convincente y tangible. ¿Honran esos pecadores, ruegan a la Madre de la misericordia? ¿Son de aquellos que desde el lodazal de sus vicios elevan hasta Ella gritos de angustia, gemidos y suspiros? Si descuidan el hacer esto, ¿podemos extrañar que la Señora use parcamente su poder para con ellos? ¿Tiene Ella la culpa de que no realicen las condiciones que, según las leyes establecidas por Dios misino, les valdrían su protección maternal? María es siempre el canal de la gracia divina; pero hay que ir a él para beber sus aguas.
Santo Tomás, tratando de la invocación de los Santos, ha escrito estas hermosas palabras: "Recurrir con pura devoción a cualquier Santo, en medio de nuestrus necesidades, es merecer que el Santo ruegue por nosotros" (In Sentent., IV, D. 45, q. 3, a. 2, ad 5). Vosotros, que descuidáis el refugiaros suplicantes cerca de vuestra Madre, ¿cómo os quejáis de no estar sostenidos por Ella, puesto que voluntariamente os hacéis indignos de su protección? Pero si no es el descuido o la indiferencia la que os detiene, sino la conciencia de vuestro miserable estado, acercaos sin temor a esta Madre de Misericordia y suplicadla que os obtenga la gracia y el perdón. Ella lo hará no lo dudéis; por muchos y muy grandes que sean vuestros crímenes, vuestra devoción os ha hecho dignos de ser escuchados favorablemente.
Recordemos también otra verdad, que ya hemos hecho resaltar en otro lugar. El amor que nos tienen los Santos se mide por una doble unión; es decir, por la unión que tenemos nosotros con la Bondad divina, motivo primero de ese amor, y por la unión que nosotros mismos tenemos con ellos. Por consiguiente, todo lo que tiende a relajar los lazos de esta doble unión, por eso mismo propende a disminuir los efectos de la solicitud maternal de María, puesto que dichos lazos son claramente proporcionados a su amor. Ahora bien: si, por un lado, honrarla y rogarla es afirmar la cadena de amor entre Ella y nosotros, ¿no será aflojar y debilitar esa cadena, por otro lado, el no querer ni ofrecerle alabanzas, ni dirigirle súplicas? ¿Qué más se puefie hacer para serle como un extraño?
Notémoslo bien: no queremos decir que por no rogarla no recibiremos de Ella gracia alguna. Esto sería contrario a la doctrina católica, que nos muestra a la gracia adelantándose a toda oración. Tampoco afirmamos que María, por un extraordinario efecto de su misericordia, no interceda alguna vez y de un modo eficacísimo por pecadores que la olvidan. Lo que pretendemos asentar es que, siguiendo la regla común, serán sus sufragios tanto más ciertos y abundantes cuanto mayor respeto, amor y confianza tengamos hacia Ella; en otros términos: cuanto más prácticamente seamos sus hijos (Leemos en el himno Sacris solemniis del Oficio del Santísimo Sacramento: Sic nos tu visita, sicut te colimus. La regla general a la que se ajustan las visitas de María está expresada en estas pocas palabras).
Hay también que notar que no hablamos aquí sino de los pecadores que voluntaria y conscientemente se alejan de su Mediadora. No honrarla ni rogarla porque se la ignora, cuando por otra parte estarían dispuestos, según las disposiciones del corazón, a echarse en sus brazos si se tuviera la dicha de conocerla, es ya rendirle un culto de invocación, no explícito, pero sí implícito. Ocurre en esto algo parecido a lo que sería el bautismo de deseo, in voto, hasta para aquellos mismos que jamás han oído hablar de bautismo; o, mejor aún, lo que la fe en el Redentor para hombres que, ignorando el Evangelio, creyeron en la providencia de un Dios, Padre y Remunerador. María, que, por el privilegio de su bienaventuranza, penetra hasta el secreto de los corazones, puede ver en ellos esos gérmenes de oraciones, y esto basta para que haga descender por su intercesión el rocío de las bendiciones celestiales sobre esos corazones así dispuestos.
Hacemos alto en estas reflexiones; pero no será sin transcribir antes algunos pensamientos, muy propios para excitarnos a rogar a María, nuestra Madre y nuestra Mediadora. "Peligroso es —escribía Adán de Persenia— alejarse de Aquella en quien están encerradas como en un depósito, para sernos comunicadas, las delicias de nuestra suavidad, las riquezas de la salud, la sabiduría y la ciencia... Cristo, conmovido de la miseria y de los gemidos de los pobres, vino del Corazón del Padre al Corazón de la Virgen para depositar en él el tesoro de los indignos, esto es, de todos nosotros. He aquí por qué no juzgo que sea seguro el vivir separado de Ella. ¿Quién, pues, me asistirá si yo descuidase el recurrir a la misericordia de esta benignísima Señora?". Adam.. abbas Persiniae. Fragmenta Mariana, Frag. 7. P. L., CCXI, 754. Es digna de leerse en el mismo volumen una carta del mismo abad a un adolescente de alta nobleza, en donde le recomienda, del modo mas enérgico y conmovedor, que honre a la Virgen Santísima y que la ruegue como a su Madre, como a su nodriza, como su esposa y su amiga, si quiere conservar intacto el tesoro de su pureza).
Antes de este devoto autor había escrito ya San Ildefonso en su libro de la Virginidad de María: "Venid conmigo a esta Virgen, no sea que sin Ella vayáis al infierno. Venid; escondámonos bajo el manto de su poder para no vernos un día cubiertos de confusión como de una vestidura" (C. 4. P. L. XCVI, 69). Y algunos siglos más tarde debía oírse al autor del Salterio Mayor de la Virgen repetir, a su vez: "Quien la honrare dignamente será justificado; pero quien la abandone morirá en sus pecados. ¡Sí!, Dulce Señora, lejos están de la salud los que no saben conocerte; pero aquel que persevere en rendirte sus homenajes no tiene que temer la perdición; si Tú nos asistes, viene el refrigerio; si Tú apartas de nosotros el rostro, desesperamos de la salvación" (S. Bonav., Psalter. majus P. V., psalm. 116. 118 et 99. Opp., t. XIV (ed. Vives), pp. 215, 216 et 213). Recordemos, en fin, cuántas veces los autores espirituales, a ejemplo de la Iglesia, interpretando de María lo que dice la Escritura de la Sabiduría divina, han puesto en labios de la Virgen Madre estas palabras: "Todo el que peque contra mí, hiere su alma. Todos los que me odian, aman la muerte" (Prov., VIII, 36).
III. Imposible es, después de todo lo que antecede, no tener como necesario, con necesidad de medio, el culto de oración hacia la Madre de Dios y celestial Madre nuestra; entiéndase de la necesidad que los teólogos han calificado de necesidad moral o relativa. En cuanto a determinar de una manera precisa con qué medida precisa de invocaciones se puede satisfacer esa necesidad, habría temeridad en hacerlo, pues esta medida depende de múltiples y variadas circunstancias. Todo lo que podemos afirmar es que cuanto más numerosas y fervientes sean nuestras invocaciones, más largamente también recibiremos los dones celestiales que ha querido Dios dispensar por intercesión de su Madre.
La célebre máxima: "Fuera de la Iglesia no hay salvación" ha sido a veces modificada de manera que se ha entendido de la Virgen Santísima: "Fuera de María no hay salvación." ¿Que pensar de esta aplicación? Que es exacta siempre que sabiamente se interprete. Por consiguiente, fuera de María no hay salvación; porque si María no nos hubiera dado libremente al Redentor, estaríamos aún en nuestro pecado de origen: ni la gracia se derrramaría sobre los hombres ni el cielo les estaría abierto. Fuera de María no hay salvación, porque no hay salvación sin la gracia, y toda gracia, aun después del Calvario, nos viene por su intercesión. Fuera de María no hay salvación, porque no honrar a María, no rogarla, en una palabra, alejarse de Ella, es privarse, en cuanto depende de uno, de la asistencia de esta Señora cerca de Dios.
La primera de estas interpretaciones es absolutamente incontestable. Mostrado hemos cuánto se apoya la segunda sobre la autoridad de la Escritura y de la tradición; cuán imposible es hasta ponerla en duda tratándose, no ya de una totalidad de gracias que no admite excepción alguna, sino de aquella universalidad que comprende la mayor, la máxima parte de los beneficios del orden sobrenatural. En cuanto a la tercera, no vemos el por qué negarle una certeza igual a la de la segunda, puesto que acabamos de probar la necesidad moral, para los adultos por lo menos, de invocar a María si se quiere disfrutar de su protección, es decir, de una protección por la cual desciendan a nuestras almas las gracias de la salud. Por consiguiente, y sin examinar si es oportuno el emplear esta fórmula sin la correspondiente explicación, se la debe tener por absolutamente cierta en su generalidad. Sin embargo, cuando separadamente se habla de la tercera interpretación, no hay que olvidar lo que hace poco decíamos de los que no recurren a María, no por desprecio o indiferencia, sino porque tienen la desgracia de no conocerla. Así, la máxima "Fuera de la Iglesia no hay salvación" no condena a muerte eterna a todo el que no está visiblemente unido por los lazos exteriores a la Iglesia católica. La Iglesia y María pueden tener hijos que no las conozcan; lo que no impide que sean muy dichosos aquellos a quienes Dios ha hecho la gracia de vivir en el conocimiento y amor de una Madre tan poderosa y tan buena.
La célebre máxima: "Fuera de la Iglesia no hay salvación" ha sido a veces modificada de manera que se ha entendido de la Virgen Santísima: "Fuera de María no hay salvación." ¿Que pensar de esta aplicación? Que es exacta siempre que sabiamente se interprete. Por consiguiente, fuera de María no hay salvación; porque si María no nos hubiera dado libremente al Redentor, estaríamos aún en nuestro pecado de origen: ni la gracia se derrramaría sobre los hombres ni el cielo les estaría abierto. Fuera de María no hay salvación, porque no hay salvación sin la gracia, y toda gracia, aun después del Calvario, nos viene por su intercesión. Fuera de María no hay salvación, porque no honrar a María, no rogarla, en una palabra, alejarse de Ella, es privarse, en cuanto depende de uno, de la asistencia de esta Señora cerca de Dios.
La primera de estas interpretaciones es absolutamente incontestable. Mostrado hemos cuánto se apoya la segunda sobre la autoridad de la Escritura y de la tradición; cuán imposible es hasta ponerla en duda tratándose, no ya de una totalidad de gracias que no admite excepción alguna, sino de aquella universalidad que comprende la mayor, la máxima parte de los beneficios del orden sobrenatural. En cuanto a la tercera, no vemos el por qué negarle una certeza igual a la de la segunda, puesto que acabamos de probar la necesidad moral, para los adultos por lo menos, de invocar a María si se quiere disfrutar de su protección, es decir, de una protección por la cual desciendan a nuestras almas las gracias de la salud. Por consiguiente, y sin examinar si es oportuno el emplear esta fórmula sin la correspondiente explicación, se la debe tener por absolutamente cierta en su generalidad. Sin embargo, cuando separadamente se habla de la tercera interpretación, no hay que olvidar lo que hace poco decíamos de los que no recurren a María, no por desprecio o indiferencia, sino porque tienen la desgracia de no conocerla. Así, la máxima "Fuera de la Iglesia no hay salvación" no condena a muerte eterna a todo el que no está visiblemente unido por los lazos exteriores a la Iglesia católica. La Iglesia y María pueden tener hijos que no las conozcan; lo que no impide que sean muy dichosos aquellos a quienes Dios ha hecho la gracia de vivir en el conocimiento y amor de una Madre tan poderosa y tan buena.
IV. Llegamos a la última cuestión, que trata, no sólo de cada uno de losf hombres en particular, sino de la misma Iglesia. El culto de la Virgen Santísima, culto de honor, culto de amor y culto de invocación, no es sólo necesario a los miembros de la Iglesia; lo es más aún al cuerpo mismo de la Iglesia; tan necesario, que debe ser considerado como una nota, al menos negativa; es decir, como uno de esos caracteres cuya privación no es compatible con la verdadera Iglesia de Cristo y descubre manifiestamente una falsa esposa de Cristo.
Hemos dicho una nota negativa, y no una nota absolutamente positiva, porque sucede con el culto de María lo que con los Sacramentos de la Ley Nueva. Hay comuniones cismáticas, y hasta heréticas, que pueden conservar intacto dentro de su seno el depósito de esos tesoros de gracias aunque no sean sus legítimos propietarios y no tengan derecho a distribuir su contenido. Así vemos a las Iglesias orientales separadas de la Iglesia única, Madre y Maestra, permanecer fieles al culto de la Madre de Dios, honrarla en sus privilegios, celebrar sus fiestas y conservarle un amplio lugar en su Liturgia. Este culto no es, pues, ni puede ser lo que se llama una nota positiva, esto es, uno de esos caracteres cuya sola presencia es por sí misma una revelación cierta de la Iglesia de Dios.
Por lo demás, bien consideradas las cosas, uno es el culto de la Virgen Santísima en la verdadera Iglesia y otro en aquellas que, sacudiendo la autoridad de Pedro, han desgarrado la vestidura de Cristo. En la Iglesia es un culto lleno de vida que se desarrolla y va abriendo cada vez más sus flores al sol del amor, tejiendo sin cesar nuevas coronas a María y glorificando su maternidad por sus ricas cosechas de obras santas y de virtudes. En las otras, por el contrario, salvo excepciones más o menos numerosas, el culto de la Virgen, como el mismo cristianismo, se parece bastante a esos árboles medio agostados que, conservando todavía las ramas, no pueden ya producir nuevos tallos, y sólo dan algunas frutas raquíticas. Entrad en esos santuarios profanados por el cisma o por la herejía, y oiréis cantar las antiguas alabanzas consagradas a la Madre de Dios; pero, generalmente, sentiréis que el corazón de donde primero salieron no está ya allí para animarlas; veréis, sobre todo, que esos cantos y esas plegarias no traducen apenas los arranques de amor, ni menos inspiran las abnegaciones de caridad, tan comunes en la verdadera Iglesia de Cristo. Un culto a María no es, pues, un carácter absolutamente infalible de la verdadera Religión. Pero, lo repetimos, es una señal suya absolutamente indispensable. Una sociedad religiosa que lo rechaza o que lo ignora se precia falsamente de ser la esposa inmaculada de Cristo. En efecto, la Iglesia de Cristo es la primera entre los hijos de María. Por consiguiente, las obligaciones filiales que tienen sus hijos para esta Señora son excelentemente suyas, porque debe enseñárselas a ellos con su ejemplo y con su doctrina. Por consiguiente, faltar a este deber es ser infiel a Jesucristo, y es también renunciar a la mediación de la Reina de los cielos: dos cosas incompatibles con la santidad de la Iglesia.
Añadamos otra consideración, cuyo fondo tomamos de uno de los más sabios profesores del Colegio Romano: Siendo la Religión aquello por lo cual estamos religados con Dios, la Religión cristiana es la que nos une a Él por Cristo Mediador y Salvador. Ahora bien, en la Religión cristiana, sea que se la contemple en la época de su completo desarrollo, sea que se la considere en sus orígenes más lejanos, es decir, desde el momento en que Cristo fué revelado a la humanidad caída como Aquel que debía elevarnos otra vez al Padre, siempre es María la compañera inseparable de Jesús. Siempre y en todas partes está la Madre al lado del Hijo. Por consiguiente, lo que debe religarnos con Dios, lo que nos vuelve a conducir a las cosas del cielo, no es Cristo sólo, sino esa bendita pareja de la Mujer y de su raza. Así, pues, separar a María de Jesús en el culto religioso es trastornar el orden establecido por Dios mismo y, por consiguiente, presentar a los hombres una economía de salvación que Dios no ha instituido ni aprobado; en otros términos, una religión que no es ni puede ser la verdadera Religión cristiana (P. Ludov. Billot, de Verbo incarnato (ed. alt). p. 347).
Hemos dicho una nota negativa, y no una nota absolutamente positiva, porque sucede con el culto de María lo que con los Sacramentos de la Ley Nueva. Hay comuniones cismáticas, y hasta heréticas, que pueden conservar intacto dentro de su seno el depósito de esos tesoros de gracias aunque no sean sus legítimos propietarios y no tengan derecho a distribuir su contenido. Así vemos a las Iglesias orientales separadas de la Iglesia única, Madre y Maestra, permanecer fieles al culto de la Madre de Dios, honrarla en sus privilegios, celebrar sus fiestas y conservarle un amplio lugar en su Liturgia. Este culto no es, pues, ni puede ser lo que se llama una nota positiva, esto es, uno de esos caracteres cuya sola presencia es por sí misma una revelación cierta de la Iglesia de Dios.
Por lo demás, bien consideradas las cosas, uno es el culto de la Virgen Santísima en la verdadera Iglesia y otro en aquellas que, sacudiendo la autoridad de Pedro, han desgarrado la vestidura de Cristo. En la Iglesia es un culto lleno de vida que se desarrolla y va abriendo cada vez más sus flores al sol del amor, tejiendo sin cesar nuevas coronas a María y glorificando su maternidad por sus ricas cosechas de obras santas y de virtudes. En las otras, por el contrario, salvo excepciones más o menos numerosas, el culto de la Virgen, como el mismo cristianismo, se parece bastante a esos árboles medio agostados que, conservando todavía las ramas, no pueden ya producir nuevos tallos, y sólo dan algunas frutas raquíticas. Entrad en esos santuarios profanados por el cisma o por la herejía, y oiréis cantar las antiguas alabanzas consagradas a la Madre de Dios; pero, generalmente, sentiréis que el corazón de donde primero salieron no está ya allí para animarlas; veréis, sobre todo, que esos cantos y esas plegarias no traducen apenas los arranques de amor, ni menos inspiran las abnegaciones de caridad, tan comunes en la verdadera Iglesia de Cristo. Un culto a María no es, pues, un carácter absolutamente infalible de la verdadera Religión. Pero, lo repetimos, es una señal suya absolutamente indispensable. Una sociedad religiosa que lo rechaza o que lo ignora se precia falsamente de ser la esposa inmaculada de Cristo. En efecto, la Iglesia de Cristo es la primera entre los hijos de María. Por consiguiente, las obligaciones filiales que tienen sus hijos para esta Señora son excelentemente suyas, porque debe enseñárselas a ellos con su ejemplo y con su doctrina. Por consiguiente, faltar a este deber es ser infiel a Jesucristo, y es también renunciar a la mediación de la Reina de los cielos: dos cosas incompatibles con la santidad de la Iglesia.
Añadamos otra consideración, cuyo fondo tomamos de uno de los más sabios profesores del Colegio Romano: Siendo la Religión aquello por lo cual estamos religados con Dios, la Religión cristiana es la que nos une a Él por Cristo Mediador y Salvador. Ahora bien, en la Religión cristiana, sea que se la contemple en la época de su completo desarrollo, sea que se la considere en sus orígenes más lejanos, es decir, desde el momento en que Cristo fué revelado a la humanidad caída como Aquel que debía elevarnos otra vez al Padre, siempre es María la compañera inseparable de Jesús. Siempre y en todas partes está la Madre al lado del Hijo. Por consiguiente, lo que debe religarnos con Dios, lo que nos vuelve a conducir a las cosas del cielo, no es Cristo sólo, sino esa bendita pareja de la Mujer y de su raza. Así, pues, separar a María de Jesús en el culto religioso es trastornar el orden establecido por Dios mismo y, por consiguiente, presentar a los hombres una economía de salvación que Dios no ha instituido ni aprobado; en otros términos, una religión que no es ni puede ser la verdadera Religión cristiana (P. Ludov. Billot, de Verbo incarnato (ed. alt). p. 347).
J. B. Terrien S.J.
LA MADRE DE DIOS Y MADRE DE LOS HOMBRES
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