En una de las grandes tragedias mitológicas de la antiguedad griega se cuenta de un príncipe que ignoraba su origen y andaba tras de los oráculos investigando su historia. Al nacer lo había desterrado su padre, el rey de Tebas, a quien los oráculos le tenían anunciado que moriría a manos de su propio hijo, y que éste sería coronado rey. El príncipe errante llegó a saber en sus correrías que un extraño ser, a quien llamaban Esfinge, poseía raros secretos sobre la vida de los hombres. La Esfinge era un monstruo con cabeza de mujer, cuerpo de león y alas de águila. A todos los peregrinos hacía preguntas misteriosas que nadie acertaba a contestar. Y en castigo los arrojaba al mar. Edipo, el príncipe que se desconocía a sí mismo, se presentó valeroso a desafiar a la Esfinge. Y ella le dirigió la consabida pregunta: "¿Qué animal anda en cuatro patas por la mañana, en dos al medio día y por la tarde en tres?" Y la respuesta vino sin titubeos: "El hombre, que aprende sus primeros pasos apoyándose en las cuatro extremidades; después camina sobre las dos inferiores y cuando envejece tiene que ayudarse con el báculo". Despechada la Esfinge por la respuesta de aquel hombre, —nacido para rey,— se arrojó al mar. Edipo siguió su camino y llegó a Tebas, mató en una encrucijada a un desconocido que resultó ser su padre y fue proclamado rey de aquel mismo pueblo que al nacer le habían hecho abandonar.
Como el Edipo de la Fábula, nuestra generación gusta de ser tomada por forastera y desconocida. Inquieta y apasionada, se le ha visto asomarse a todos los misterios de la vida humana, en busca de la trayectoria que la lleve a su destino. Y hubo de comenzar por conocer que en sí misma traía la solución de los más intrincados problemas, incluso el de su propia existencia. Abandonada a su suerte, vino sintiendo en sus carnes la befa del poderoso engreído y burlador de las leyes que rigen la historia. Los profetas de la maldad no han sido capaces de meternos desaliento y las esfinges de la antihistoria están sintiéndose aterradas de que nuestra generación venga descifrando sus artificiosos enigmas. Quienes habían topado con atolondrados y abúlicos, están hoy delante de una juventud despierta y ágil, poderosa por atrevida y segura de sí misma.
Resultó que los poderosos, más sedientos de dominio, no supieron sino desatar la catastrófica violencia que hoy busca ensordecemos. Y ese estallido tiene alerta, sin que nadie lo hubiera sospechado, a todos los que hemos oído la misteriosa hora del espíritu. En el presente bullir de agitadas alternativas, nuestra generación se busca a sí misma, y cuando se ha encontrado va y se recluye a donde pueda templar sus armas de victoria. Comprende que su fortaleza está junto al martillo y sobre el yunque, en la maceración de sus pasiones puestas al rojo vivo, y allí está moldeándose en cruz. No corre demasiadas prisas por arrebatar la maraña que se disuelve en sus manos; la destruye cuando ella se interpone. Y su coraje se traduce en canciones de esperanza.
Nuestra generación no es triste. Los tristes caen hacia la generación anterior. Y son tristes porque no se atrevieron a saltar por encima de su noche y guiar con las estrellas su camino al alba. Se entregaron a dormir sin soñar. Y no supieron soñar porque sus entenderos les traían demasiado vueltos hacia abajo. Por eso lo más que podían soñar era pesadilla de desesperación. Si cantaban, lo hacían como los niños, para disimular su espanto por la oscuridad. Y van muriendo sin fe. Sin fe y sin voluntad. En desgracia y con cobardía.
Los prudentes están allí, apoltronados y asustadizos. Porque nacieron derrotistas, cuidan escrupulosamente su particular herencia que, por cierto, no va más allá de lo que desprecian hasta el orín y lo polilla. Para ellos, no pasamos de ser "unos muchachitos simpáticos, soñadores y descocados". Como que su vida es gris de corazón y de ojos. Para ellos la Esfinge no tendría misericordia, como tampoco la tendremos nosotros cuando vengan a reclamar derechos en nuestro patrimonio. Si vienen a la cruzada, que se resignen a compartir alocamientos y desgarraduras. Pues fuera de nosotros no estará el que nos conduzca. Y que en sus actos vibre la voluntad hecha canción de esperanza y de fe.
La forja es alegre. En la ebullición de las brasas y en el hierro que va con ellas a encenderse. En el yunque macizo y en el martillo tenaz que trepidan al estrujar la hacia que lo mismo puede ser espada o timón de arado. Alegre en la sangre y en el músculo del forjador. Alegre en la tarea que a precio de sudor hace llegar a la mesa la santidad del pan. Alegre en el reposo callado que lleva unción de ventajoso examen de conciencia. Alegre en el derecho a despertar cantando con el alba y a dormir soñando con las estrellas. Que la vida no es sino combinación de alegrías a todas las temperaturas y a todos los colores.
Y esta generación lo sabe. Rebelde al ocio y a la vida fácil, con piedrecillas tiró al primer ídolo de barro y se puso en peregrinación de sí misma. Desempolvó sus tradiciones y se halló noble. Tendió sus mantas y plantó su forja. Sobre el yunque de su fe y con el martillo de su voluntad la vemos estrujar sus pasiones y moldear sus armas. Y canta. Y se bate con marrulleras esfinges. Y prosigue con valentía por los caminos que la reintegran al patrimonio de donde no saliera por su determinación.
Como el Edipo de la Fábula, nuestra generación gusta de ser tomada por forastera y desconocida. Inquieta y apasionada, se le ha visto asomarse a todos los misterios de la vida humana, en busca de la trayectoria que la lleve a su destino. Y hubo de comenzar por conocer que en sí misma traía la solución de los más intrincados problemas, incluso el de su propia existencia. Abandonada a su suerte, vino sintiendo en sus carnes la befa del poderoso engreído y burlador de las leyes que rigen la historia. Los profetas de la maldad no han sido capaces de meternos desaliento y las esfinges de la antihistoria están sintiéndose aterradas de que nuestra generación venga descifrando sus artificiosos enigmas. Quienes habían topado con atolondrados y abúlicos, están hoy delante de una juventud despierta y ágil, poderosa por atrevida y segura de sí misma.
Resultó que los poderosos, más sedientos de dominio, no supieron sino desatar la catastrófica violencia que hoy busca ensordecemos. Y ese estallido tiene alerta, sin que nadie lo hubiera sospechado, a todos los que hemos oído la misteriosa hora del espíritu. En el presente bullir de agitadas alternativas, nuestra generación se busca a sí misma, y cuando se ha encontrado va y se recluye a donde pueda templar sus armas de victoria. Comprende que su fortaleza está junto al martillo y sobre el yunque, en la maceración de sus pasiones puestas al rojo vivo, y allí está moldeándose en cruz. No corre demasiadas prisas por arrebatar la maraña que se disuelve en sus manos; la destruye cuando ella se interpone. Y su coraje se traduce en canciones de esperanza.
Nuestra generación no es triste. Los tristes caen hacia la generación anterior. Y son tristes porque no se atrevieron a saltar por encima de su noche y guiar con las estrellas su camino al alba. Se entregaron a dormir sin soñar. Y no supieron soñar porque sus entenderos les traían demasiado vueltos hacia abajo. Por eso lo más que podían soñar era pesadilla de desesperación. Si cantaban, lo hacían como los niños, para disimular su espanto por la oscuridad. Y van muriendo sin fe. Sin fe y sin voluntad. En desgracia y con cobardía.
Los prudentes están allí, apoltronados y asustadizos. Porque nacieron derrotistas, cuidan escrupulosamente su particular herencia que, por cierto, no va más allá de lo que desprecian hasta el orín y lo polilla. Para ellos, no pasamos de ser "unos muchachitos simpáticos, soñadores y descocados". Como que su vida es gris de corazón y de ojos. Para ellos la Esfinge no tendría misericordia, como tampoco la tendremos nosotros cuando vengan a reclamar derechos en nuestro patrimonio. Si vienen a la cruzada, que se resignen a compartir alocamientos y desgarraduras. Pues fuera de nosotros no estará el que nos conduzca. Y que en sus actos vibre la voluntad hecha canción de esperanza y de fe.
La forja es alegre. En la ebullición de las brasas y en el hierro que va con ellas a encenderse. En el yunque macizo y en el martillo tenaz que trepidan al estrujar la hacia que lo mismo puede ser espada o timón de arado. Alegre en la sangre y en el músculo del forjador. Alegre en la tarea que a precio de sudor hace llegar a la mesa la santidad del pan. Alegre en el reposo callado que lleva unción de ventajoso examen de conciencia. Alegre en el derecho a despertar cantando con el alba y a dormir soñando con las estrellas. Que la vida no es sino combinación de alegrías a todas las temperaturas y a todos los colores.
Y esta generación lo sabe. Rebelde al ocio y a la vida fácil, con piedrecillas tiró al primer ídolo de barro y se puso en peregrinación de sí misma. Desempolvó sus tradiciones y se halló noble. Tendió sus mantas y plantó su forja. Sobre el yunque de su fe y con el martillo de su voluntad la vemos estrujar sus pasiones y moldear sus armas. Y canta. Y se bate con marrulleras esfinges. Y prosigue con valentía por los caminos que la reintegran al patrimonio de donde no saliera por su determinación.
Esta generación debe rebosar conciencia, pasión y arrojo.
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