NI EXCESIVA TOLERANCIA NI DEMASIADA EXIGENCIA
Discípulo.—Muy agradecido, Padre, porque he entendido muy bien cuanto se refiere a las tres condiciones para hacer una buena Comunión; pero aún me queda alguna duda.
Maestro.—Dilas, pues; exponlas.
D.—Al ver, por ejemplo, a algunos que se acercan a comulgar distraídos o de prisa, disipados, con poca modestia, hasta poco decentemente vestidos, y a veces hombres de una conducta que deja algo que desear, digo para mis adentros: ¿No sería mejor que no comulgaran, o al menos no lo hicieran diariamente? ¿Cometo falta pensando de esta manera?
M.—Sí, la mayor parte de las veces haces mal pensando de esta manera, porque todos ellos es muy posible que tengan defectos, pero no cometen faltas graves; y no cometiendo pecados graves, siempre pueden y son dignos de comulgar, no sólo de cuando en cuando, sino con frecuencia, porque el que está preparado para comulgar de tanto en tanto puede comulgar también cada día.
D.—¿Luego no hay que ser demasiado exigentes?
M.—No, por cierto; ni más exigentes que la Iglesia ni más papistas que el Papa, según canta el refrán. La excesiva exigencia llega a alejar a muchas almas, y este alejamiento hace que la gracia de Dios disminuya, y de aquí se facilite la caída en el pecado mortal. Dijo Jesucristo: "No necesitan los sanos de médico, sino los enfermos", y por lo tanto, éstos que tú dices son enfermos con derecho a recibir la Sagrada Comunión, o sea, a acercarse a Jesucristo, que vino para ellos, para curarlos y sanarlos.
D.—¿Y si no sanan nunca?
M.—Paciencia, si no llegan a sanar. Serán siempre los enfermos predilectos de Jesús, de sus bondadosos cuidados y de su compasión, de la que ninguno debe alejarlos.
D.—Son enfermos crónicos, ¿verdad, Padre?
M.—Es verdad; pero ¿acaso los médicos desahucian a los enfermos crónicos? ¿Acaso pueden deshacerse de ellos y dejarlos sin curar?
D.—No, Padre; antes al contrario, esta clase de enfermos requieren más cuidados y más miramientos.
M.—Así se contesta; por lo tanto, no hay que ser demasiado exigentes.
D.—A veces, sin embargo hay quienes abusan y se acercan al comulgatorio con modales tan estudiados y con formas tan extrañas, con vestidos tan raros...
M.—En casos semejantes será bueno y hasta obligatorio —pasando disimuladamente de largo y con cierta prudencia y desenvoltura, de manera que será fácil que nadie se dé cuenta— no darles la Comunión...
D.—¿Qué dice, Padre? ¿Y no se quejarán?
M.— ¿Por qué? ¿Acaso no es el sacerdote el ministro de los Sacramentos, y el tutor de los mismos? Si él admite, tolera, consiente, fomenta los abusos, ¿no es responsable delante de Dios, de la Iglesia y de sus superiores?
D.—Entonces, ¿pies de plomo, mano de hierro, firmes y sin ceder?
M.—Así mismo. Pies de plomo, prudencia en cuanto sea posible y serenidad; pero mano de hierro en cumplir con el deber, cuando se necesite. La excesiva tolerancia lo estropea todo y acarrea verdaderos abusos y grandes escándalos.
D.—No obstante será bueno prevenir y advertirlo antes.
M.—Claro; a ser posible, es mucho mejor decírselo antes a estas personas; y si resultan inútiles los avisos y las advertencias, proceder sin miramientos, pero también sin distinción de personas ni preferencia de clases, porque diversamente sería peor el remedio que la en fermedad.
Maestro.—Dilas, pues; exponlas.
D.—Al ver, por ejemplo, a algunos que se acercan a comulgar distraídos o de prisa, disipados, con poca modestia, hasta poco decentemente vestidos, y a veces hombres de una conducta que deja algo que desear, digo para mis adentros: ¿No sería mejor que no comulgaran, o al menos no lo hicieran diariamente? ¿Cometo falta pensando de esta manera?
M.—Sí, la mayor parte de las veces haces mal pensando de esta manera, porque todos ellos es muy posible que tengan defectos, pero no cometen faltas graves; y no cometiendo pecados graves, siempre pueden y son dignos de comulgar, no sólo de cuando en cuando, sino con frecuencia, porque el que está preparado para comulgar de tanto en tanto puede comulgar también cada día.
D.—¿Luego no hay que ser demasiado exigentes?
M.—No, por cierto; ni más exigentes que la Iglesia ni más papistas que el Papa, según canta el refrán. La excesiva exigencia llega a alejar a muchas almas, y este alejamiento hace que la gracia de Dios disminuya, y de aquí se facilite la caída en el pecado mortal. Dijo Jesucristo: "No necesitan los sanos de médico, sino los enfermos", y por lo tanto, éstos que tú dices son enfermos con derecho a recibir la Sagrada Comunión, o sea, a acercarse a Jesucristo, que vino para ellos, para curarlos y sanarlos.
D.—¿Y si no sanan nunca?
M.—Paciencia, si no llegan a sanar. Serán siempre los enfermos predilectos de Jesús, de sus bondadosos cuidados y de su compasión, de la que ninguno debe alejarlos.
D.—Son enfermos crónicos, ¿verdad, Padre?
M.—Es verdad; pero ¿acaso los médicos desahucian a los enfermos crónicos? ¿Acaso pueden deshacerse de ellos y dejarlos sin curar?
D.—No, Padre; antes al contrario, esta clase de enfermos requieren más cuidados y más miramientos.
M.—Así se contesta; por lo tanto, no hay que ser demasiado exigentes.
D.—A veces, sin embargo hay quienes abusan y se acercan al comulgatorio con modales tan estudiados y con formas tan extrañas, con vestidos tan raros...
M.—En casos semejantes será bueno y hasta obligatorio —pasando disimuladamente de largo y con cierta prudencia y desenvoltura, de manera que será fácil que nadie se dé cuenta— no darles la Comunión...
D.—¿Qué dice, Padre? ¿Y no se quejarán?
M.— ¿Por qué? ¿Acaso no es el sacerdote el ministro de los Sacramentos, y el tutor de los mismos? Si él admite, tolera, consiente, fomenta los abusos, ¿no es responsable delante de Dios, de la Iglesia y de sus superiores?
D.—Entonces, ¿pies de plomo, mano de hierro, firmes y sin ceder?
M.—Así mismo. Pies de plomo, prudencia en cuanto sea posible y serenidad; pero mano de hierro en cumplir con el deber, cuando se necesite. La excesiva tolerancia lo estropea todo y acarrea verdaderos abusos y grandes escándalos.
D.—No obstante será bueno prevenir y advertirlo antes.
M.—Claro; a ser posible, es mucho mejor decírselo antes a estas personas; y si resultan inútiles los avisos y las advertencias, proceder sin miramientos, pero también sin distinción de personas ni preferencia de clases, porque diversamente sería peor el remedio que la en fermedad.
D.—¿Y se acercan a comulgar personas de fama dudosa, de costumbres sospechosas, de conducta reprobable o de peor calaña?
M.— Entonces el asunto es más difícil y delicado; pero no por esto hay que dejarlo pasar así como así. En estos casos hay que cortar por lo sano. Jesucristo no anduvo con contemplaciones con el que no tenía traje de bodas; le echó fuera, y listo. El Cuerpo del Señor no debe darse a los perros, dice Santo Tomás en el Himno que compuso al Santísimo Sacramento.
M.— Entonces el asunto es más difícil y delicado; pero no por esto hay que dejarlo pasar así como así. En estos casos hay que cortar por lo sano. Jesucristo no anduvo con contemplaciones con el que no tenía traje de bodas; le echó fuera, y listo. El Cuerpo del Señor no debe darse a los perros, dice Santo Tomás en el Himno que compuso al Santísimo Sacramento.
* * *
Narra la Historia que San Ambrosio, Arzobispo de Milán, había prohibido entrar en la iglesia al emperador Teodosio, por haber cometido una grave falta. El emperador, por su disculpa, dijo a San Ambrosio: —También el rey David fué adúltero y cometió homicidio. —Desde luego, contestó San Ambrosio; pero si has imitado a David en el pecado, imítale también en la penitencia: ¡fuera de aquí!
Teodosio, ante la firmeza y entereza del Santo, recapacitó, y se sometió a cumplir la penitencia pública que San Ambrosio le impuso, logrando así poder volver a la comunión de los fieles y entrar libremente en la iglesia.
D.— Estos son hombres de temple.
M. — Sí, hombres de temple y verdaderos santos. ¡Cuánto menos se abusaría y cuánto ganaría la piadosa costumbre de la Comunión frecuente si se multiplicasen estos hombres por lo que a la Comunión se refiere, aunque no fuera más que por la reverencia debida a tan gran Sacramento.
D. Así es, Padre. Por esto no es extraño que personas poco instruidas en materia de religión digan cosas como éstas: "¿Qué cosa especial encierra la Comunión cuando la reciben tan fácilmente los que harían mejor no comulgar?" Y, para colmo, otros disparates así: "Los que comulgan son peores que los otros".
M.—Expresiones son éstas demasiado vulgares y que no merecen considerarse. Así piensan los que ven la pajita en ojo ajeno y no reparan en la viga que atraviesa el suyo, como dijo Jesucristo en el Evangelio. Toda persona cuerda lo comprende.
Teodosio, ante la firmeza y entereza del Santo, recapacitó, y se sometió a cumplir la penitencia pública que San Ambrosio le impuso, logrando así poder volver a la comunión de los fieles y entrar libremente en la iglesia.
D.— Estos son hombres de temple.
M. — Sí, hombres de temple y verdaderos santos. ¡Cuánto menos se abusaría y cuánto ganaría la piadosa costumbre de la Comunión frecuente si se multiplicasen estos hombres por lo que a la Comunión se refiere, aunque no fuera más que por la reverencia debida a tan gran Sacramento.
D. Así es, Padre. Por esto no es extraño que personas poco instruidas en materia de religión digan cosas como éstas: "¿Qué cosa especial encierra la Comunión cuando la reciben tan fácilmente los que harían mejor no comulgar?" Y, para colmo, otros disparates así: "Los que comulgan son peores que los otros".
M.—Expresiones son éstas demasiado vulgares y que no merecen considerarse. Así piensan los que ven la pajita en ojo ajeno y no reparan en la viga que atraviesa el suyo, como dijo Jesucristo en el Evangelio. Toda persona cuerda lo comprende.
Pbro. Luis José Chiavarino
COMULGAD BIEN
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