Los Angeles, hijos de María; menos, sin embargo, que
nosotros, porque no han recibido de Ella ni la gracia primera, ni la
substancia de su gloria; de aquí esta conclusión: en cierto modo,
nuestro amor hacia Ella debe sobrepujar al de los espíritus angélicos.
I.
Reina de los Angeles, la Santísima Virgen es también su Madre.
Demasiados testimonios hay para que sea fácil el negar a los espíritus
angélicos el honor de pertenecer, en calidad de hijos, a la familia de
María. Pero lo que parece menos cierto es la medida según la cual puede
María contarlos entre sus hijos. Santo Tomás, tratando de la
incorporación de los hombres con la persona mística de Cristo, pregunta
si este Señor es también Cabeza de los ángeles como de los hombres. A
esta pregunta contesta el Santo Doctor con una doble respuesta. La
primera, afirmativa, porque, según el testimonio del Apóstol,
"Jesucristo es la Cabeza de todo Principado y de toda Potestad" (Colos., II, 10; Eph. I, 20. sqq.), y,
por consiguiente, también de todos los órdenes comprendidos en las
jerarquías angélicas; todos, en efecto, pertenecen a la Iglesia
Universal, colocada por el Padre bajo el cetro de su Cristo en la eterna
patria de los elegidos (S. Thom., 3 p., q. 8, a. 4). La segunda respuesta, restrictiva: Aunque
Jesucristo es Cabeza de los ángeles, como lo es de nosotros, y tiene
sobre ellos, como sobre nosotros, la primacía de poder y de dignidad,
nosotros le estamos más estrechamente incorporados, bajo dos aspectos de
vista, que los espíritus angélicos. Primero, nosotros solamente tenemos
con Él la comunidad de naturaleza, puesto que es hombre y no ángel;
segundo y principal, los ángeles no han recibido, por sus méritos, ni la
gracia de adopción que los ha santificado, ni la herencia substancial
de la gloria (Thom., Sent. III, D. 13, q. 2, a. 2, quaestiunculn 1. Cf. de Veritate,
q. 19, a. 4, ad 3 et 5; a. 7 ad 5).
Esto,
sin embargo, no quiere decir que Jesucristo, en su naturaleza humana,
nada haya hecho por los ángeles. Reunidos con nosotros bajo su
amabilísimo imperio, príncipes de la corte de Jesucristo Rey participan
del esplendor que sale de su trono; diezmados en otro tiempo por la
rebelión de Luzbel, ven que por este Señor se llenan los vacíos de sus
falanges; ministros gloriosos de sus designios para la salvación de los
hombres, reciben de Él comunicaciones, mejor diríamos confidencias
especiales, que son nueva luz para sus inteligencias (Hebr., I, 7, 14), y, para
decirlo todo en una palabra, Jesucristo, en su humanidad, es la beatitud
accidental de ellos, como es con el Padre y el Espíritu Santo, en su
divinidad, su beatitud esencial.
Tal es, sobre esta materia, la doctrina del mayor número de nuestros teólogos. Se desprende naturalmente de la tesis sostenida por Santo Tomás sobre el motivo determinante de la Encarnación, porque enseñar que la redención de los hombres o, lo que es lo mismo, la gloria de Dios realizada en nuestra salud ha motivado solamente de hecho este misterio, es afirmar equivalentemente que la beatitud y la santidad consumada de los ángeles no son de Jesucristo, como el fruto y la consecuencia de sus méritos.
La consecuencia que se desprende de esta doctrina en cuanto a la maternidad de María no es dudosa. Si se abraza el sentir de Santo Tomás, hay que confesar necesariamente que no puede Ella ser la Madre de los ángeles con los mismos títulos y la misma medida que es Madre nuestra, de los hombres, que tenemos de Cristo, su Hijo, todo lo que poseemos de gracia y todo lo que esperamos de gloria; porque viniéndonos todo del Autor de la salud por Ella, le debemos nuestra vida divina toda entera y no sólo los accesorios de esa vida.
Tal es, sobre esta materia, la doctrina del mayor número de nuestros teólogos. Se desprende naturalmente de la tesis sostenida por Santo Tomás sobre el motivo determinante de la Encarnación, porque enseñar que la redención de los hombres o, lo que es lo mismo, la gloria de Dios realizada en nuestra salud ha motivado solamente de hecho este misterio, es afirmar equivalentemente que la beatitud y la santidad consumada de los ángeles no son de Jesucristo, como el fruto y la consecuencia de sus méritos.
La consecuencia que se desprende de esta doctrina en cuanto a la maternidad de María no es dudosa. Si se abraza el sentir de Santo Tomás, hay que confesar necesariamente que no puede Ella ser la Madre de los ángeles con los mismos títulos y la misma medida que es Madre nuestra, de los hombres, que tenemos de Cristo, su Hijo, todo lo que poseemos de gracia y todo lo que esperamos de gloria; porque viniéndonos todo del Autor de la salud por Ella, le debemos nuestra vida divina toda entera y no sólo los accesorios de esa vida.
La vida, los accesorios de la vida: estas dos expresiones demuestran
bien hasta qué punto es la Santísima Virgen más Madre nuestra que de los
ángeles, puesto que el oficio de la Madre es ser para sus hijos
principio de vida.
Suprimid la Humanidad del Verbo, y, por consiguiente, a María, la Madre de Dios, y los ángeles se quedan en posesión de la visión divina, que es su felicidad substancial, porque la gracia, que es su semilla y su principio, no les viene ni de la una ni del otro. En cuanto a nosotros, los hijos de Adán, nos quitarían del todo toda nuestra vida sobrenatural y nos arrojarían en la muerte, de la que hemos salido. ¿No es este el pensamiento de San Pedro Damiano cuando predicaba en alabanza de María y decía?: "No es sólo la vida perdida en otro tiempo por los hombres la que les es restituida gracias a esta dichosísima Virgen, sino que también la beatitud de las naturalezas angélicas recibe por Ella un último complemento". Porque por el hecho mismo que el hombre es restituido en la posesión de los bienes celestiales, los vacíos hechos en las filas de esos purísimos espíritus por la rebelión y caída de Lucifer son ocupados dichosamente. Y he aquí lo que había anunciado la multitud de los ángeles cuando cantaba en el nacimiento del Redentor: "Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad." Decir, en efecto, que hay gloria de Dios en el cielo y después añadir que hay paz sobre la tierra es mostrar con evidencia que el Fruto inefable de la Virgen Inmaculada traía el goce, no sólo a la tierra, sino también a los cielos" (S. Petr. Damian., Serm. 46 de Nativ. 13. V., 3. P. L.. CXLIV, 752).
Suprimid la Humanidad del Verbo, y, por consiguiente, a María, la Madre de Dios, y los ángeles se quedan en posesión de la visión divina, que es su felicidad substancial, porque la gracia, que es su semilla y su principio, no les viene ni de la una ni del otro. En cuanto a nosotros, los hijos de Adán, nos quitarían del todo toda nuestra vida sobrenatural y nos arrojarían en la muerte, de la que hemos salido. ¿No es este el pensamiento de San Pedro Damiano cuando predicaba en alabanza de María y decía?: "No es sólo la vida perdida en otro tiempo por los hombres la que les es restituida gracias a esta dichosísima Virgen, sino que también la beatitud de las naturalezas angélicas recibe por Ella un último complemento". Porque por el hecho mismo que el hombre es restituido en la posesión de los bienes celestiales, los vacíos hechos en las filas de esos purísimos espíritus por la rebelión y caída de Lucifer son ocupados dichosamente. Y he aquí lo que había anunciado la multitud de los ángeles cuando cantaba en el nacimiento del Redentor: "Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad." Decir, en efecto, que hay gloria de Dios en el cielo y después añadir que hay paz sobre la tierra es mostrar con evidencia que el Fruto inefable de la Virgen Inmaculada traía el goce, no sólo a la tierra, sino también a los cielos" (S. Petr. Damian., Serm. 46 de Nativ. 13. V., 3. P. L.. CXLIV, 752).
II. Después de todo esto,
¿no será mucho atrevimiento el presentar como sentir común entre los
teólogos la opinión según la cual María es Madre de los ángeles en el
mismo grado que lo es de los hombres, porque unos y otros han sido
vivificados espiri-tualmente por Dios hecho hombre? (Virgil. Sedlmayr, Theologia
Mariana, n. 1070).
Seguramente esta opinión tuvo en otro tiempo y conserva aún sus partidarios en las escuelas teológicas; pero, sino nos equivocamos, nos parece que esos partidarios están muy lejos de superar en número y autoridad a los de la opinión contraria. Y así, para aumentar este número colocan al lado de ellos más de un autor que jamás escribió cosa semejante.
Seguramente esta opinión tuvo en otro tiempo y conserva aún sus partidarios en las escuelas teológicas; pero, sino nos equivocamos, nos parece que esos partidarios están muy lejos de superar en número y autoridad a los de la opinión contraria. Y así, para aumentar este número colocan al lado de ellos más de un autor que jamás escribió cosa semejante.
¿Queréis
algunos ejemplos? He aquí, ante todo, San Antonino de Florencia: "Los
ángeles, dice, reciben de Jesús luz, perfección, beatitud, porque Él es
Aquél que los Angeles desean contemplar (I Peter., I, 12), Aquél por quien todo ha
sido restaurado en el cielo y en la tierra (Eph.. I. 10).
"Por consiguiente, ellos también tienen de la Virgen un cierto ser de gloria, quoddam esse gloriae. La causa de la causa es, por eso mismo, la causa del efecto; ahora bien: la Virgen Santísima es la causa de Jesús, puesto que es su Madre; por consiguiente, es en cierta manera para los ángeles una causa de gloria, y puédese, por tanto, con justicia llamarla su Madre" (Summ.. p. IV. tít. XV. q. 14).
¿Afirma aquí el santo arzobispo que la gracia y la gloria esencial de los ángeles sean una y otra la gracia y la gloria de Cristo, es decir, una gracia, una gloria que tienen como fuente y origen los méritos y el sacrificio de Cristo? Nada menos claro ni menos probado. Notaremos solamente que el Santo no habla en modo alguno de la gracia, sino únicamente de la gloria; de un cierto ser de gloria y no de la substancia misma de la gloria. Lo que quiere enseñar es la doctrina misma que hemos oído de labios del Doctor Angélico, bebida por éste en los escritos del Areopagita.
"Por consiguiente, ellos también tienen de la Virgen un cierto ser de gloria, quoddam esse gloriae. La causa de la causa es, por eso mismo, la causa del efecto; ahora bien: la Virgen Santísima es la causa de Jesús, puesto que es su Madre; por consiguiente, es en cierta manera para los ángeles una causa de gloria, y puédese, por tanto, con justicia llamarla su Madre" (Summ.. p. IV. tít. XV. q. 14).
¿Afirma aquí el santo arzobispo que la gracia y la gloria esencial de los ángeles sean una y otra la gracia y la gloria de Cristo, es decir, una gracia, una gloria que tienen como fuente y origen los méritos y el sacrificio de Cristo? Nada menos claro ni menos probado. Notaremos solamente que el Santo no habla en modo alguno de la gracia, sino únicamente de la gloria; de un cierto ser de gloria y no de la substancia misma de la gloria. Lo que quiere enseñar es la doctrina misma que hemos oído de labios del Doctor Angélico, bebida por éste en los escritos del Areopagita.
Según
el célebre Dionisio, los ángeles de órdenes más elevados comunican a
los de las jerarquías inferiores. pureza, luz y perfección. No es éste
lugar de discutir sobre el significado exacto de estos términos. El Santo Doctor pregunta, en
este último texto, si los ángeles son iluminados por los de los órdenes
más elevados. "Unos —dice él— lo niegan, porque todos, hundiendo sus
miradas en la esencia divina, son inmediatamente iluminados por Dios
mismo. Otros lo han afirmado bajo pretexto de que los ángeles
inferiores, no gozando de la intuición inmediata de Dios, deben llegar
al conocimiento perfecto de las perfecciones divinas por la mediación de
los espíritus superiores, admitidos solos a contemplar la cara a cara."
Después de haber refutado ambas opiniones, continúa el Santo Doctor:
"Por consiguiente, escogiendo un término medio entre esos dos extremos,
afirmamos primero que todos los ángeles ven la esencia divina, desde el
punto que han entrado en la beatitud; pero, añadiremos, no es necesario
que quien ve la causa penetre todos sus efectos, como no sea que la
comprenda según toda su potencia, como Dios conoce todas las cosas
comprendiéndose a Sí mismo. En cuanto a las criaturas que le ven sin
comprenderle, cada una conoce en Él tantas más cosas cuanto más
plenamente goza de la gloria: así como ei número de conclusiones
deducidas de los principios especulativos es más o menos grande según la
fuerza de la inteligencia. Y he aquí por qué, cuando se sirve Dios de
los espíritus angélicos para la producción de efectos que pertenecen ya
al orden de la gracia, ya al orden de la naturaleza, los ángeles
superiores iluminan a los inferiores y les revelan los pensamientos
divinos, como expresamente se dice en el capítulo séptimo de la
Hierarquia celeste, y en el principio del capítulo cuarto de los Nombres
divinos." (1 p., q. 106,
a. 2, ad 1; in II D. 9, a. 1. a. 2, ad 2).
Tal es la doctrina del Doctor Angélico. Por otra
parte, hace notar expresamente dos cosas: Primero, que la iluminación
comprende en sí la purificación y el perfeccionamiento: la purificación,
puesto que excluye cierta ignorancia (nescientiam); el
perfeccionamiento, porque instruir es perfeccionar la inteligencia que
se ilumina. Segundo, que pertenece a solos los espíritus superiores
iluminar a los otros, aunque éstos puedan hablar a los espíritus más
elevados que ellos: porque la iluminación tiene por fin el revelar lo
que se ve en Dios, mientras que por la palabra se revela lo que se ve en
sí mismo y por sí mismo.
Nos
basta saber que la influencia expresada por ellos supone la substancia
misma de la gracia y de la gloria en los espíritus angélicos, puesto que
es ahora cuando es comunicada por los unos y recibida por los otros.
Por consiguiente, es una influencia análoga, pero excelentemente más
eminente la que Cristo ejerce sobre los ángeles, y he aquí cómo reciben
de Él ese quoddam esse gloriae, que San Antonino refiere a María como a
su principio, en tanto que es Madre de Cristo.
Ricardo de San Lorenzo apoya menos aún la opinión contraria a la del Doctor Angélico. ¿Qué dice, en efecto? Que "la ruina de los ángeles ha sido reparada por María" (Richard a. S. Laurent, de Laúd. B. M. V„ 1. IV, c. 9, n. 7. Opp : Albert, M.. t. XX. pág. 115).
Ni más, ni menos. ¿Es esto, preguntamos, atribuirle la gracia que santificó a los ángeles? No hallamos nada que sea más decisivo en las palabras de Alberto Magno. Después de haber acumulado este santo las razones que militan en pro o en contra del privilegio que tendría María de ser Madre, no sólo de los hombres, sino también de los espíritus angélicos, concluye, al fin: "Se puede también decir que es Madre de los ángeles desde el punto de vista de origen, genitura, porque Ella ha engendrado al Padre y Restaurador de los ángeles" (Super Missus est, q. 145. Opp., t. XX, p. 98).
Ser restaurador de los ángeles es devolver la gracia a los hombres caídos y darles puesto en las falanges angélicas. Por consiguiente, nada prueba esta primera parte del texto. La otra expresión tendría más fuerza, pero haría falta, ante todo, demostrar que, según el pensamiento de San Alberto Magno, Cristo es Padre de los ángeles por razón de lo que tienen de Él como Hombre y no solamente como Dios.
Esta última distinción basta igualmente para derribar el argumento basado sobre un pasaje célebre, en el cual San Bernardo inquiere de qué manera "Cristo ha sido hecho redención para los ángeles (I Cor., I, 30), siendo así que no han sido jamás rescatados: unos, porque no han tenido necesidad; otros, porque no han merecido esta gracia; aquéllos, porque no han caído; éstos, porque su ruina es irreparable. He aquí, responde el Santo, en dos palabras la solución del problema. El que ha levantado al hombre caído ha concedido al Angel no caer; rompiendo las cadenas del uno, ha preservado al otro, y, así, ha sido Él la redención del Angel como la del hombre" (Serm. 2, in Canti., n. 6. P. L.. CLXXXIII, 880).
Estamos de acuerdo; es de la persona de Cristo de quien los ángeles han recibido su belleza sobrenatural y por Él la han conservado, porque no sería Dios si no fuese el primer origen de todos los bienes de la naturaleza, de la gracia y de la gloria. Pero no es esto lo que se trata de probar. Para inferir del texto de San Bernardo que la maternidad de María se extiende a los puros espíritus en la medida misma que a los hombres, había que demostrar además que, según el pensamiento del Santo, era que de Cristo en cuanto Hombre y por sus méritos tienen los ángeles su redención ampliamente considerada, es decir, la gracia original y la perseverancia en esa gracia. Ahora bien; nada hay en el texto que nos obligue a admitirlo. Por el contrario, el contexto nos lo prohibe. En efecto, antes de poner la dificultad que acaba de resolver respecto a los ángeles, había expuesto San Bernardo el modo cómo el Verbo se había hecho para la Iglesia justicia, santificación, redención. Ahora bien: la explicación que da derriba completamente la teoría que le quieren atribuir.
Escuchémosla: "Cierto es que en el principio, desde la eternidad existía el Verbo, pero sólo cuando se les anunció que había tomado nuestra carne, vinieron los pastores presurosos a contemplarle en el pesebre... Hasta entonces, en tanto que era Dios, no pensaban en acercarse a Él. Como, pues, desde el principio existía el Verbo, pero Verbo en Dios..., así desde el principio el Verbo era sabiduría, era justicia, era redención, pero para los ángeles. A fin de que lo fuese también para los hombres, el Padre lo hizo todo eso en la carne, y Él mismo se hizo lo que lo hizo el Padre. Por eso escrito está: Dios lo hizo para nosotros sabiduría, justicia, santificación y redención" (I Cor., I, 30).
El Apóstol no dice simplemente que lo ha hecho sabiduría y lo demás, sino que lo ha hecho tal en la carne y para nosotros, porque lo que Él era para los ángeles lo ha sido y es después para los hombres (San Bernardo).
Ricardo de San Lorenzo apoya menos aún la opinión contraria a la del Doctor Angélico. ¿Qué dice, en efecto? Que "la ruina de los ángeles ha sido reparada por María" (Richard a. S. Laurent, de Laúd. B. M. V„ 1. IV, c. 9, n. 7. Opp : Albert, M.. t. XX. pág. 115).
Ni más, ni menos. ¿Es esto, preguntamos, atribuirle la gracia que santificó a los ángeles? No hallamos nada que sea más decisivo en las palabras de Alberto Magno. Después de haber acumulado este santo las razones que militan en pro o en contra del privilegio que tendría María de ser Madre, no sólo de los hombres, sino también de los espíritus angélicos, concluye, al fin: "Se puede también decir que es Madre de los ángeles desde el punto de vista de origen, genitura, porque Ella ha engendrado al Padre y Restaurador de los ángeles" (Super Missus est, q. 145. Opp., t. XX, p. 98).
Ser restaurador de los ángeles es devolver la gracia a los hombres caídos y darles puesto en las falanges angélicas. Por consiguiente, nada prueba esta primera parte del texto. La otra expresión tendría más fuerza, pero haría falta, ante todo, demostrar que, según el pensamiento de San Alberto Magno, Cristo es Padre de los ángeles por razón de lo que tienen de Él como Hombre y no solamente como Dios.
Esta última distinción basta igualmente para derribar el argumento basado sobre un pasaje célebre, en el cual San Bernardo inquiere de qué manera "Cristo ha sido hecho redención para los ángeles (I Cor., I, 30), siendo así que no han sido jamás rescatados: unos, porque no han tenido necesidad; otros, porque no han merecido esta gracia; aquéllos, porque no han caído; éstos, porque su ruina es irreparable. He aquí, responde el Santo, en dos palabras la solución del problema. El que ha levantado al hombre caído ha concedido al Angel no caer; rompiendo las cadenas del uno, ha preservado al otro, y, así, ha sido Él la redención del Angel como la del hombre" (Serm. 2, in Canti., n. 6. P. L.. CLXXXIII, 880).
Estamos de acuerdo; es de la persona de Cristo de quien los ángeles han recibido su belleza sobrenatural y por Él la han conservado, porque no sería Dios si no fuese el primer origen de todos los bienes de la naturaleza, de la gracia y de la gloria. Pero no es esto lo que se trata de probar. Para inferir del texto de San Bernardo que la maternidad de María se extiende a los puros espíritus en la medida misma que a los hombres, había que demostrar además que, según el pensamiento del Santo, era que de Cristo en cuanto Hombre y por sus méritos tienen los ángeles su redención ampliamente considerada, es decir, la gracia original y la perseverancia en esa gracia. Ahora bien; nada hay en el texto que nos obligue a admitirlo. Por el contrario, el contexto nos lo prohibe. En efecto, antes de poner la dificultad que acaba de resolver respecto a los ángeles, había expuesto San Bernardo el modo cómo el Verbo se había hecho para la Iglesia justicia, santificación, redención. Ahora bien: la explicación que da derriba completamente la teoría que le quieren atribuir.
Escuchémosla: "Cierto es que en el principio, desde la eternidad existía el Verbo, pero sólo cuando se les anunció que había tomado nuestra carne, vinieron los pastores presurosos a contemplarle en el pesebre... Hasta entonces, en tanto que era Dios, no pensaban en acercarse a Él. Como, pues, desde el principio existía el Verbo, pero Verbo en Dios..., así desde el principio el Verbo era sabiduría, era justicia, era redención, pero para los ángeles. A fin de que lo fuese también para los hombres, el Padre lo hizo todo eso en la carne, y Él mismo se hizo lo que lo hizo el Padre. Por eso escrito está: Dios lo hizo para nosotros sabiduría, justicia, santificación y redención" (I Cor., I, 30).
El Apóstol no dice simplemente que lo ha hecho sabiduría y lo demás, sino que lo ha hecho tal en la carne y para nosotros, porque lo que Él era para los ángeles lo ha sido y es después para los hombres (San Bernardo).
¿No está bastante claro? El Verbo, que era Dios, y tal como estaba en Dios, es decir, como espíritu puramente incorpóreo, ha sido la justicia,
la santificación y la redención de los espíritus angélicos. Y a fin de serlo
también para nosotros se hizo visible en nuestra carne el Niñito que los
pastores adoraron. Por consiguiente, según el testimonio de nuestro Santo
Doctor, los hombres y los ángeles han sido diferentemente santificados por
Jesucristo: éstos, por el Verbo morando en el seno de su Padre; aquéllos por el Verbo
encarnado en nuestra naturaleza y muerto para salvarla.
Aceptemos confiadamente un párrafo de San Vicente Ferrer que, si creemos a Sedlemayer y a los que le siguen, sería más demostrativo: "Dios reveló desde el principio a los espíritus angélicos que sus filas serían algún día restablecidas en su primitiva integridad. Les dijo, pues, a todos que se proponía producir una Virgen cuyo Fruto repoblaría la ciudad celestial. Imaginad qué idea se formarían los santos ángeles de esta Virgen Santa que debia algún día reparar sus ruinas" (Serm. 4 de Concept., V. M.).
Volved a leer nuestras observaciones sobre el texto de Ricardo de San Lorenzo, y esto basta para quedar convencidos de que San Vicente Ferrer no presta apoyo alguno a la opinión que se quiere autorizar con su testimonio.
Con mayor razón sería quimérico el apelar a la autoridad de San Cirilo de Alejandría porque dijo en el Concilio de Efeso, hablando de la Madre de Dios: "Por Ella se alegran los ángeles y los arcángeles, huyen los demonios y cayó del cielo el tentador." Bastaria, en efecto, recordar que el Santo es uno de aquellos que entre los primeros Padres han asignado más explícitamente la reparación del pecado como motivo determinante de la Encarnación. Pero no es necesario ir tan lejos para demostrar cuán poco prueba ese texto lo que se querría que dijese: "Por Ella, dice San Cirilo, están en la alegría los ángeles y los arcángeles." ¡Sí! Y con razón, puesto que su gozo es ver a Dios glorificado, a los pecadores convertidos y los vacíos de sus propias falanges llenos por los hombres que a ellos suben. "Por Ella huyen los demonios y el tentador es precipitado del cielo." ¡Sí!, repetimos, puesto que Ella es la mujer predestinada que en su Hijo y por su Hijo aplasta la cabeza de la serpiente, más terrible a los demonios que un ejército puesto en orden de batalla, torre de David de la cual penden mil escudos y las armaduras de los fuertes. ¿No es esto suficiente para justificar las palabras del Santo Doctor? ¿Y todo esto no puede tener lugar sin que María haya concurrido a la justificación de los ángeles como ha cooperado a la redención de los hombres?
Pero, diráse tal vez, ¿no conduce todo esto a disminuir de algún modo las ideas elevadas que debemos tener de la Santísima Virgen? Sin duda alguna si le quitásemos su diadema real, y si, porque no es Madre de los ángeles con los mismos títulos con que la saludamos Madre de los hombres, debiera perder su cualidad de Reina y Soberana de ellos. Mas no, si todos esos privilegios son independientes de la parte que Ella haya tenido en su primera santificación de los ángeles. Más aún: esto mismo es lo que debe llevar hasta el exceso nuestro culto para la Madre de Dios, porque no nos basta ya el rivalizar con los espíritus angélicos en respeto, confianza y amor hacia Ella; lo que sería suficiente para ellos sería demasiado poco para nosotros, pues que somos incomparablemente más hijos suyos y Ella es mucho más nuestra Madre.
Por otra parte, María, por no ser Madre de los ángeles de la misma manera que lo es nuestra, no deja de tener hacia ellos un afecto que sólo es igualado por el de Dios hecho hombre. Es que los ama en Dios y por Dios, según el grado de unión que tienen con Él. Sin embargo, no puede tener para ellos ese no sé qué que produce el amor de la maternidad completa, de la comunidad de sangre, de los sacrificios mismos y de los dolores que la vida de los objetos de aquel amor ha costado.
Aceptemos confiadamente un párrafo de San Vicente Ferrer que, si creemos a Sedlemayer y a los que le siguen, sería más demostrativo: "Dios reveló desde el principio a los espíritus angélicos que sus filas serían algún día restablecidas en su primitiva integridad. Les dijo, pues, a todos que se proponía producir una Virgen cuyo Fruto repoblaría la ciudad celestial. Imaginad qué idea se formarían los santos ángeles de esta Virgen Santa que debia algún día reparar sus ruinas" (Serm. 4 de Concept., V. M.).
Volved a leer nuestras observaciones sobre el texto de Ricardo de San Lorenzo, y esto basta para quedar convencidos de que San Vicente Ferrer no presta apoyo alguno a la opinión que se quiere autorizar con su testimonio.
Con mayor razón sería quimérico el apelar a la autoridad de San Cirilo de Alejandría porque dijo en el Concilio de Efeso, hablando de la Madre de Dios: "Por Ella se alegran los ángeles y los arcángeles, huyen los demonios y cayó del cielo el tentador." Bastaria, en efecto, recordar que el Santo es uno de aquellos que entre los primeros Padres han asignado más explícitamente la reparación del pecado como motivo determinante de la Encarnación. Pero no es necesario ir tan lejos para demostrar cuán poco prueba ese texto lo que se querría que dijese: "Por Ella, dice San Cirilo, están en la alegría los ángeles y los arcángeles." ¡Sí! Y con razón, puesto que su gozo es ver a Dios glorificado, a los pecadores convertidos y los vacíos de sus propias falanges llenos por los hombres que a ellos suben. "Por Ella huyen los demonios y el tentador es precipitado del cielo." ¡Sí!, repetimos, puesto que Ella es la mujer predestinada que en su Hijo y por su Hijo aplasta la cabeza de la serpiente, más terrible a los demonios que un ejército puesto en orden de batalla, torre de David de la cual penden mil escudos y las armaduras de los fuertes. ¿No es esto suficiente para justificar las palabras del Santo Doctor? ¿Y todo esto no puede tener lugar sin que María haya concurrido a la justificación de los ángeles como ha cooperado a la redención de los hombres?
Pero, diráse tal vez, ¿no conduce todo esto a disminuir de algún modo las ideas elevadas que debemos tener de la Santísima Virgen? Sin duda alguna si le quitásemos su diadema real, y si, porque no es Madre de los ángeles con los mismos títulos con que la saludamos Madre de los hombres, debiera perder su cualidad de Reina y Soberana de ellos. Mas no, si todos esos privilegios son independientes de la parte que Ella haya tenido en su primera santificación de los ángeles. Más aún: esto mismo es lo que debe llevar hasta el exceso nuestro culto para la Madre de Dios, porque no nos basta ya el rivalizar con los espíritus angélicos en respeto, confianza y amor hacia Ella; lo que sería suficiente para ellos sería demasiado poco para nosotros, pues que somos incomparablemente más hijos suyos y Ella es mucho más nuestra Madre.
Por otra parte, María, por no ser Madre de los ángeles de la misma manera que lo es nuestra, no deja de tener hacia ellos un afecto que sólo es igualado por el de Dios hecho hombre. Es que los ama en Dios y por Dios, según el grado de unión que tienen con Él. Sin embargo, no puede tener para ellos ese no sé qué que produce el amor de la maternidad completa, de la comunidad de sangre, de los sacrificios mismos y de los dolores que la vida de los objetos de aquel amor ha costado.
J.B. Terrien S.J.
LA MADRE DE DIOS Y MADRE DE LOS HOMBRES
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