De algunas categorías de personas a las cuales puede aplicarse especialmente el título de hijos de María: los religiosos, los miembros de las Cofradías y Congregaciones establecidas en honor de la Virgen y aquellos, finalmente, a quienes esta divina Madre ha distinguido de un modo singular con señales más sensibles de su amor, como son visiones y revelaciones.
I. Si todos los hombres pertenecen en general a María como hijos suyos, y si la medida substancial de esta filiación no es otra que la de la gracia y vida sobrenatural, podemos preguntar con qué derecho ciertas asociaciones decoran a sus miembros con el título especial de siervos y de Hijos de María. La respuesta es fácil. Seguramente es deber de todo cristiano; digámoslo con más acierto, de toda criatura racional, el de conocer, adorar, amar y servir a Dios; es decir, ser religioso. Hay algunos, sin embargo, a quienes la Santa Iglesia misma atribuye este nombre, como no lo hace con el resto de los fieles. Los religiosos son, para ella, personas particularmente consagradas al culto de Dios por medio de la observancia de los consejos evangélicos. De igual modo, aunque toda alma justa tiene a Cristo por Esposo, el título de esposa de Cristo es, en la Sagra Liturgia, privilegio singular de las vírgenes y de las vírgenes consagradas a Dios con la profesión religiosa.
El título particular no es, pues, la negación del deber y del mérito general. Hay hombres que, sin ser del número de los religiosos, glorifican a Dios su Criador más y mejor que otros a quienes pertenece este título. El Rey de reyes tiene esposas fuera de los claustros y monasterios, con las cuales, sin votos públicamente bendecidos por la Iglesia, está unido por una ardiente caridad. Sin embargo, el título no es una quimera. Supone medios más eficaces para realizar la significación que expresa y compromisos más solemnes y estrechos para hacerlo de lleno y con perfección.
De una manera análoga hay que entender el nombre de Hijo de María. Lo reconocemos; todos nosotros pertenecemos de derecho, como servidores y como hijos, a esta bienaventurada Madre. Y aun cuando tengamos la dicha de formar parte de una Corporación singularmente consagrada a su servicio, lejos de pretender el arrogarnos, con exclusión de los demás fieles, una prerrogativa que es común a todos, veremos con placer multiplicarse hasta lo infinito la posteridad espiritual de nuestra Madre. Si abrigamos otros sentimientos en nuestro corazón es porque no somos verdaderos hijos suyos, como no sería verdadero hijo de Dios el que pretendiera no compartir con nadie la dicha de servirle y amarle. Por tanto, no es la engañadora ambición de ser únicos en su corazón maternal lo que nos induce a engalanarnos con el nombre de hijos. Lo que deseamos es obligarnos, en presencia de la tierra y del cielo, a honrarla siempre como madre, a poner en ella nuestras más caras esperanzas, a no ceder la vez a ninguno, cuando se trate de rendirle el culto de veneración, de amor y de imitación a que tiene derecho. Por lo demás, además de las promesas que podemos hacer con nuestra libre voluntad, existen otras causas para justificar el apelativo privilegiado de hijo de María, como son, por ejemplo, los testimonios y las prendas más sensibles de la maternal protección de la misma Virgen o este o aquel de sus servidores. En dar una idea de estos diferentes títulos vamos a emplear las páginas siguientes.
El título particular no es, pues, la negación del deber y del mérito general. Hay hombres que, sin ser del número de los religiosos, glorifican a Dios su Criador más y mejor que otros a quienes pertenece este título. El Rey de reyes tiene esposas fuera de los claustros y monasterios, con las cuales, sin votos públicamente bendecidos por la Iglesia, está unido por una ardiente caridad. Sin embargo, el título no es una quimera. Supone medios más eficaces para realizar la significación que expresa y compromisos más solemnes y estrechos para hacerlo de lleno y con perfección.
De una manera análoga hay que entender el nombre de Hijo de María. Lo reconocemos; todos nosotros pertenecemos de derecho, como servidores y como hijos, a esta bienaventurada Madre. Y aun cuando tengamos la dicha de formar parte de una Corporación singularmente consagrada a su servicio, lejos de pretender el arrogarnos, con exclusión de los demás fieles, una prerrogativa que es común a todos, veremos con placer multiplicarse hasta lo infinito la posteridad espiritual de nuestra Madre. Si abrigamos otros sentimientos en nuestro corazón es porque no somos verdaderos hijos suyos, como no sería verdadero hijo de Dios el que pretendiera no compartir con nadie la dicha de servirle y amarle. Por tanto, no es la engañadora ambición de ser únicos en su corazón maternal lo que nos induce a engalanarnos con el nombre de hijos. Lo que deseamos es obligarnos, en presencia de la tierra y del cielo, a honrarla siempre como madre, a poner en ella nuestras más caras esperanzas, a no ceder la vez a ninguno, cuando se trate de rendirle el culto de veneración, de amor y de imitación a que tiene derecho. Por lo demás, además de las promesas que podemos hacer con nuestra libre voluntad, existen otras causas para justificar el apelativo privilegiado de hijo de María, como son, por ejemplo, los testimonios y las prendas más sensibles de la maternal protección de la misma Virgen o este o aquel de sus servidores. En dar una idea de estos diferentes títulos vamos a emplear las páginas siguientes.
II. El gran consuelo de los religiosos durante las pruebas de la hora presente será pensar que tienen un lugar de predilección en la familia de la Madre de Dios. De que los religiosos pertenecen singularmente a la divina Virgen como a una madre nos da la Iglesia griega la primera prueba en sus Meneas: porque véase lo que manda cantar a María: "Todos los cristianos tienen en Vos una mediadora eficaz y poderosa cerca de vuestro Hijo y de vuestro Dios; pero nosotros los religiosos, más que los otros, porque, en virtud de nuestra profesión, estamos clavados con vuestro Hijo en la Cruz" (Men. 9 jul, od. 3 et 9 de S. Pancratio ep. in claus. Cf. P. Wautfnereck, Pietas Mar. Graecor., I p., n. 414). Nada más justo que esta primera razón. Efectivamente, puesto que es en la cruz y por la cruz por la que la Bienaventurada Virgen ha merecido el complemento y la proclamación auténtica de su maternidad espiritual, ¿no es forzoso que sean hijos suyos con mejores títulos aquellos a quienes su vocación sujeta más estrechamente y con mayor continuidad a los pies de la cruz, mejor dicho, a la misma cruz? Si el primero de todos fue el Apóstol San Juan, honrado después de Jesucristo con el título de Hijo de María; si fue el primero, después de Jesucristo, que la poseyó como madre, es porque subió con ella a la montaña del sacrificio, en seguimiento de Jesús, para compartir los sufrimientos del Hijo y de la Madre. No es, pues, pretensión vana si los hombres que por su vocación y por su estado deben estar crucificados al mundo y revestidos de Jesucristo y de Jesucristo crucificado, se honran siendo de un modo especial hijos de la madre del Crucificado.
Pero no olviden que lo que constituye su gloria les impone una necesidad más estrecha de reproducir en ellos mismos los rasgos y los sentimientos del mismo Crucificado si quieren que María los tenga singularmente por hijos. A ellos les toca, más que a los demás fieles, el meditar estas hermosas palabras: "Gemitus matris tuae ne obliviscaris; no olvides los gemidos de tu madre" (Eccli., VII, 29).
No te basta el guardar piadosamente en la memoria su recuerdo; no los olvides, es decir, gime con ella, sufre con ella, permanece con ella en el Calvario, puesto que de allí no podrás descender sin perder los derechos que tienen de ser más particularmente para ella imagen de su Hijo Jesús, hijo nacido de sus dolores y de su martirio.
Pero no olviden que lo que constituye su gloria les impone una necesidad más estrecha de reproducir en ellos mismos los rasgos y los sentimientos del mismo Crucificado si quieren que María los tenga singularmente por hijos. A ellos les toca, más que a los demás fieles, el meditar estas hermosas palabras: "Gemitus matris tuae ne obliviscaris; no olvides los gemidos de tu madre" (Eccli., VII, 29).
No te basta el guardar piadosamente en la memoria su recuerdo; no los olvides, es decir, gime con ella, sufre con ella, permanece con ella en el Calvario, puesto que de allí no podrás descender sin perder los derechos que tienen de ser más particularmente para ella imagen de su Hijo Jesús, hijo nacido de sus dolores y de su martirio.
Lo que Bossuet, con su magnífico lenguaje, predicaba a todos los cristianos, a ellos especialmente lo decía: "Pensemos que somos hijos de dolores y que los placeres no son para nosotros. Jesús nos concibe muriendo, María es nuestra Madre por la aflicción; y al concebirnos de esta suerte, ambos nos consagran a la penitencia (al sacrificio). Los que aman la penitencia son los verdaderos hijos de María; porque ¿dónde halló Ella a sus hijos? ¿Los halló entre los placeres, en la pompa, en las delicias y grandezas del mundo? No, no es ahí donde los encuentra; los encuentra con Jesucristo, y con Jesucristo paciente; los encuentra al pie de la Cruz, crucificándose con él, bañándose en su sangre divina y bebiendo el amor a los sufrimientos en los manantiales sangrientos de sus llagas. Tales son los hijos de María" (Serm. para la fiesta del Rosario). Esto también, decíamos, es el consuelo de los religiosos verdaderos, sobre todo cuando se ven perseguidos por el odio de los enemigos de Jesús, por el nombre de Jesús; esta es también la gloria de quienquiera que lleve su cruz, en seguimiento de Jesús, sea que esta cruz haya sido libremente escogida, o sea impuesta por la providencia, pero cristianamente aceptada.
Hay una segunda razón, por la cual conviene a los religiosos el creerse como tales, con particular título, hijos de María. Las familias religiosa pueden gloriarse con justicia de haberse desarrollado bajo de su maternal protección. Ella ha velado sobre su cuna; mejor dicho, ha presidido a su nacimiento, y han recibido la vida entre sus brazos, y han salido de su corazón. Nos sorprende, al recorrer su historia, la serie de hechos providenciales y maravillosos con los que ha querido demostrar esta Bienaventurada Virgen que las había llevado verdaderamente en su seno, y que le debían a ella, después de su Hijo, su existencia y sus progresos. Se podrían escribir volúmenes enteros sobre tan interesante tema. Un docto y piadoso escritor de la Congregación de Clérigos regulares de la Madre de Dios ha compuesto un voluminoso libro para demostrar cómo todos los fundadores de Ordenes y Congregaciones religiosas han sido singulares devotos de la Madre de Dios, y más singularmente todavía, amados y protegidos por Ella (P. Hippol. Maracci, Fundatores Mariani. Romae, 1643). Los mismos nombres, impuestos por numerosos fundadores o fundadoras, testimonian de esta alianza íntima entre la Virgen Madre y sus Institutos. Sobre lo cual, sin embargo, el P. Philpin del Oratorio, en su obra De la Unión de María con el alma fiel y del alma fiel con María, ha hecho esta observación, sorprendente a primera vista: "Las Ordenes que no llevan el nombre de María ni de alguno de sus misterios son, generalmente, aquellas a cuyo nacimiento la Santa Madre ha presidido de un modo más manifiesto. Basta —dice— citar a los Dominicos, los Trinitarios, los Redentoristas y los Jesuítas" (R. P. Philpin, sacerdote del Oratorio de San Felipe, op. cit., c. II. S 3, p. 258).
El reconocimiento que todo hijo de San Ignacio debe tener para con la Reina del Cielo nos obliga a decir que se ha revelado de un modo esplendoroso Madre de la Compañía de Jesús. Nos limitaremos, por otra parte, a lo que hizo por la fundación de la Orden, sin pretender seguir los efectos de su protección en el crecimiento, trabajos y conservación de la Compañía. Se podrá juzgar mejor así la verdad que nos toca dilucidar, queremos decir la de la cooperación maternal de la Bienaventurada Virgen en el nacimiento de las Ordenes religiosas: porque, sin duda alguna, todas o casi todas podrán registrar hechos análogos.
La primera preparación de la Compañía de Jesús fue la conversión y santificación de su fundador: yendo una y otra encaminadas, en el pensamiento divino, a la obra que debían realizar a la mayor gloria de Dios. Ahora bien, imposible es no ver en este doble hecho la mano y el corazón de María. A los pies de María, y prosternado ante una imagen suya, fue cuando, tocado de un arrepentimiento inmenso de sus faltas, se consagró por su intervención al servicio del gran Rey. Consagración seguida bien pronto de una aparición misteriosa en la que María, visitando a su siervo, le trae, junto con su Hijo Jesús, el don de una inviolable castidad.
Ella es también la que, apenas acabada la convalecencia del valiente herido de Pamplona, le atrae al santuario de Montserrat, donde trocando sus vestidos de gentil hombre por los humildes harapos de un mendigo, ofrece a Nuestra Señora su espada y su daga, y en la noche que precede a la Anunciación hace ante su imagen la célebre vela de armas que le armaba caballero de María. De allí, como reza la inscripción grabada sobre mármol por los desvelos de un abad de Montserrat, "partió, en 1522, para fundar la Compañía de Jesús".
María guiaba siempre a su siervo, con el fin de prepararle para su gran misión. Con él estuvo en la soledad de Manresa, donde fue al dejar a Montserrat.
Una tradición respetable, recordada en el curso de su proceso de canonización, le muestra favorecido con más de treinta apariciones de Nuestra Señora durante los ocho últimos meses de su estancia en Manresa (Nierember, Vida de San Ignacio, c. 4), y prueba de que en vista de su misión era por lo que la Reina del Cielo le rodeaba de una protección tan extraordinaria son las palabras que oye murmurar a su oído suavemente cuando partía de Montserrat para Manresa: "Id, Ignacio, y cumplid vuestra misión."
Ahora bien, aunque esta misión no le había sido revelada enteramente aún, la Madre de Dios trabajaba sin cesar en hacerle apto para cumplirla.
De aquí tantas gracias como le inundaron en la capilla de Nuestra Señora de Viladordis, su peregrinación favorita, mientras estuvo en Manresa (La más asombrosa de estas mercedes fue un éxtasis, en el que permaneció ocho días sin movimiento y como muerto, anegado en las cosas divinas. Ahora bien, para que supiera con certeza que provenía de la Madre de Dios, este rapto empezó en sábado y terminó en el siguiente). De ahí, sobre todo, las muchas luces que recibiera, en esta bendita soledad, para componer su libro de los Ejercicios espirituales, manual de sus futuros compañeros, escrito en algún modo, como ha podido decirse, por aquel hombre sin letras, al dictado de María.
Los primeros cimientos de la Compañía estaban ya echados. También bajo la mirada y la protección de la Madre de Dios se levantará el edificio. Cuando el Santo hubo reunido, algunos años más tarde, discípulos según su corazón, ¿dónde y cómo, él y sus primeros compañeros de apostolado, se consagraron con los votos religiosos al servicio del Rey. Jesús? En un santuario de Nuestra Señora, "el día de la Asunción, en Montmartre, cerca de París, y allí fue donde estableció los fundamentos de su Instituto, como sobre piedra inquebrantable", dice Benedicto XIV en su Bula Gloriosae Dominae. Algunos nuevos compañeros se unen a los primeros en aquella capital. Sus compromisos van a ser depositados también con los de sus hermanos a los pies del mismo altar y en manos de Nuestra Señora. Ved ahora a esta tropa heroica dejar a Francia para dirigirse a Italia; viajan con el Rosario colgado del cuello aun por las comarcas ganadas por la herejía; de tal modo se reconocen como posesión de la Madre de Dios.
Ordenado de sacerdote, Ignacio pasa un año entero disponiéndose para celebrar dignamente el Santo Sacrificio; su recurso es siempre a María. Sin cesar le ruega que le sea propicia ante su Divino Hijo.
Terminada esta larga preparación bajo el patrocinio de María, va a celebrar al fin su primera misa; pero entre tantos altares como le presenta Roma, escoge el de la Bienaventurada Virgen en una capilla de Santa María la Mayor, consagrada de un modo especial a la Madre de Dios. Dentro de muy poco tiempo, San Ignacio, elegido, a pesar de su resistencia, general de la Compañía recientemente aprobada por Paulo III, recibirá entre sus manos, por primera vez, la solemne profesión de sus compañeros. También preside la Reina del Cielo a estos votos. La fórmula que los expresa hace de Ella mención explícita:
"Ego N. promitto Omnipotenti Deo, coram eius Virgine Matre... Yo, N. prometo al Dios Todopoderoso, en presencia de la Virgen, su Madre." Y para hacer manifiesto el deseo de los nuevos profesores de que el acto que constituía definitivamente su Instituto estuviese bajo el patrocinio de Nuestra Señora, y el complemento de la obra respondiese a sus comienzos, el lugar escogido para la profesión, modelo y primicias de tantas otras, fué una capilla dedicada a María, en la Basílica de San Pablo, extramuros. ¿Qué más diremos? Estos profesos necesitaban una iglesia, y esta iglesia fué Nuestra Señora de la Estrada, como si, dice un historiador del fundador: "la Compañía no pudiera nacer y constituirse regularmente sino en las casas de la Santísima Virgen" (Bartoli, Histoire de Saint-Ignace, 1. II. c. 7).
Si los Ejercicios espirituales se miraron siempre con justicia, como el alma de la Compañía de Jesús, a las Constituciones de San Ignacio se debe su última formación. Ahora bien, de igual manera que el Santo compuso los primeros bajo la mirada y la inspiración de la Virgen inmaculada, así también la tuvo por protectora y consejera cuando escribió las segundas. Una tradición perpetua, piadosamente conservada entre sus hijos, lo atestigua con certeza. Fuera de los testimonios en los que puede apoyarse esta tradición, tiene además su fundamento en las notas espirituales, en las que el Santo consignaba los favores recibidos por él de Nuestro Señor y de su divina Madre. Sabemos por el P. Luis Gonzálvez, a quien, a instancias de sus primeros compañeros, dictó el mismo Santo un resumen sucinto de su vida, que "la Bienaventurada Virgen se le mostraba a menudo, a veces intercediendo por él, a veces confirmándolo en sus resoluciones", lo que le ocurrió, muy particularmente, con motivo de sus disposiciones tocante a la pobreza religiosa.
Detengámonos y demos una ojeada a este recorrido histórico. Lo dicho es bastante para justificar la creencia, tan cara a los hijos del venerado patriarca, de que la Reina del Cielo es, después de Jesucristo fundadora y, por consiguiente, madre de la Compañía de Jesús. Y lo que hizo por la corporación entera, María no cesa de hacerlo en la medida que ella sabe, y como tantos hechos lo atestiguan, por cada uno de sus miembros. De aquí estas palabras de San Francisco de Borja, el segundo de los sucesores de Ignacio en el gobierno general de la Compañía: "No contaría con la perseverancia de aquel de nuestros religiosos que no atribuyera especialmente a María la gracia de su vocación" (Consúltese sobre este asunto Mariae et la Compagnie de Jesus, Uclés, 1895; ítem, Societas Jesu Mariae Deiparae Virgini Sacra, auctore R. P. Joan Bogesio (Bourgeois), Societ. J., theologo, Duaci, 1620; De Societatt Jettu Mariana (1667), del P. Franc. Maggio clérigo regular teatino, y la Bula de Oro Gloriosae Dominae (1748), del Papa Benedicto XIV; Spinelli, María Thronus Dei, ci. 20, p. 279, etc. Allí podrá verse cómo, por un lado, la Santísima Virgen ha continuado su protección maternal a la Compañía, y cómo, por el otro, la Compañía de Jesús se ha esforzado en todos los tiempos en reconocer tan gran beneficio).
Nos place repetirlo: no se trata aquí de reivindicar para la Compañía de Jesús el monopolio de la protección maternal de María sobre sus orígenes; esto sería como un ultraje a esta Madre común de las familias religiosas. Hemos querido solamente demostrar de un modo sensible, por un ejemplo, lo que Ella es y lo que ha hecho diversamente por todas, y sobre todo, por aquellas que mejor han honrado y servido a la Iglesia de su Hijo.
Y para no dejar esta materia sin haber indicado, aunque sea brevemente, algunos hechos adecuados para justificar esta afirmación, recordaremos particularmente las Ordenes de Cister, de los Cartujos, de los Carmelitas y la de Nuestra Señora de la Merced. El Cister, retoño de los más vigorosos de la cepa patriarcal de San Benito, debe su existencia al bienaventurado Alberico, bajo el patronato de la Virgen María, Madre de Dios. Ella misma dió, según una piadosa y venerable tradición, al fundador la substancia de las Constituciones por las que debía regirse, con la cogulla o túnica blanca, que sería su vestidura virginal. Ella también le prometió extender su protección misericordiosa sobre el nuevo Instituto. Por eso los religiosos del Cister la miran como única Patrona de su Orden, y se consideran como del feudo de María (Asi a uno de los más grandes predicadores de los siglos XII y XIII (1237). Elinando, que fué monje después de haber sido trovador. le gustaba caracterizar las relaciones entre la Bienaventurada Virgen y su familia religiosa. Cf. Tissier, Biblioth. PP. Cisterciens., t. VII, p. 211). Por eso todas las Iglesias estaban dedicadas a María, y Nuestro Señor, como para recompesarles su amor a su Madre, les dió en San Bernardo al más ilustre panegirista de sus glorias.
También San Bruno puso bajo la especialísima protección a la Madre de Dios su heroica empresa; y como natural consecuencia, un Santuario de María, la capilla de Casalibus, llegó a ser el centro en torno del cual floreció la Cartuja. Hasta cuéntase que por la marcha precipitada del Santo fundador, que, obedeciendo a la voz de Urbano II, se trasladó a Calabria, estuvo a punto de fracasar el éxito de su primitivo establecimiento en Francia; pero este establecimiento fué afirmado y recibió como un nuevo nacimiento por el voto, que, por aviso del cielo hicieron los religiosos de rezar cada día el Oficio de la Santísima Virgen (Véase Nicolás, La Sainte Vierge Marie vivant dans l'Eglise, 1. II, 1, im. c. 9). Por lo cual Lansperg, uno de los más piadosos hijos de San Bruno, declara, en una de sus cartas a un religioso de su Orden, que el cartujo no debe llamar a María su Patrona, sino Madre (La carta es tan hermosa, que no podemos dejar de citar de ella al menos el fragmento que hace referencia a nuestro objeto: "Saludad por mí a esta purísima, santísima, humildísima y totalmente en Dios absorta: quiero decir, a la única y benignísima Madre de Dios, a la Virgen María, Reina y Medianera de todo bien, de toda gracia y de toda perfección..... Saludad, pues, como os lo he rogado, a la felicísima María, no sólo como a Patrona universal de nuestra Orden, como algunos la llaman, sino como a Madre. Nuestros Padres no nos la escogieron por Patrona; con este título sólo nos prestaría siempre asistencia, pero no siempre nos demostraría los sentimientos propios de un grande y palpable afecto. La han escogido como Madre del Amor hermoso, de la que esperamos una protección enteramente maternal. Digámoslo con más propiedad, ella no nos ha escogido para que seamos sus siervos, sino sus hijos; hijos que no se contenta con proteger y defender, sino que los quiere calentar sobre su seno y alimentar con su suavísima ternura. Por consiguiente, no nos consagraremos a su servicio como siervos, sino como hijos muy fieles: porque ella misma, como es fácil verlo, no nos ha escatimado sus cuidados maternales. Por tanto, honrémosla también, amémosla con afecto verdaderamente filial, y esto por medio de la meditación asidua de su vida y por la constante imitación de sus virtudes" (Lansperg. Carth. Epp. paracnct., 1. I, c. 41, t. I. Opuxcul. spirit., pp. 183. sq Coloniae Agripp., 1630).
Los carmelitas no han sido menos favorecidos por la Bienaventurada Virgen, puesto que fué ella la que en una época en que la Orden parecía caminar hacia ruina inminente la salvó de una manera providencial, ya conciliándola el favor de los Pontífices y de los príncipes cristianos, ya confiándola, por ministerio de San Simón Stock, la vestidura, símbolo y garantía de tan consoladoras promesas.
En cuanto a la Orden de la Merced para el rescate de cristianos cautivos en tierra de infieles, las lecciones del Breviario nos la muestra inspirada directamente por la misma Santísima Virgen, en triple aparición a Pedro Nolasco, a Raimundo de Peñafort y al Rey Jaime de Aragón; ellos fueron, efectivamente, los que, movidos por la Madre de Dios, combinaron sus esfuerzos para llevar a buen fin este Instituto que creó tantas sublimes abnegaciones y arrancó a tantos desgraciados de la esclavitud y tantas almas de los muchos peligros en que podía naufragar su fe (Segundo nocturno de la fiesta de San Pedro Nolasco, 31 de enero). Habría que citar también a la Orden de Fontevrault, fundada por el bienaventurado Roberto de Arbriselle con la conmovedora idea de realizar en sus Monasterios la relación filial que el Señor estableció entre su discípulo amado y su divina Madre, por medio de este testamento supremo: Mujer, he ahí a tu hijo; Juan, he ahí a tu madre (Las famosas madres abadesas de Fontevrault, que fueron con frecuencia de sangre real, gobernaban a la vez prioratos de hombres y mujeres, honrando así, por el carácter de su instituto, la divina institución de María como Madre de todo el género humano); hablar también de la Orden de los Servitas, cuya existencia misma tenía por objeto el servir a la Madre de Dios; orden tan grata a María que ella misma, en visión memorable, le dió a San Felipe de Benicio, para que fuese su propagador y su gloria.
Mas ¿a qué proseguir una enumeración que sería interminable? Contentémonos con recordar uno de los hechos particulares que prueban mejor la tierna solicitud de que rodea la Bienaventurada Virgen a las Ordenes religiosas. Nos referimos a las apariciones, en las cuales esta Madre incomparable se ha mostrado muchas veces, cubriéndolas bajo los pliegues de su manto. He aquí algunas de estas visiones, cuya autenticidad nada autoriza a poner en duda.
Un día que el bienaventurado Domingo se afligía pensando en el corto número de sus compañeros, Nuestro Señor se mostró a él para consolarle. "¿Quieres, le dijo, ver tu Orden?" Y como respondiera temblando: "Sí, Señor", el Señor puso la mano en el hombro de la Bienaventurada Virgen, y dijo al bienaventurado Domingo: "He confiado tu Orden a mi Madre..." En aquel momento, la Bienaventurada Virgen abrió la capa de que parecía revestida, y extendiéndola ante los ojos del bienaventurado Domingo, de tal suerte que cubría con su inmensidad toda la patria celestial, vió bajo de ella a una multitud de sus frailes..., y la visión desapareció (Lacordaire, Vie de Ste. Dominique, c. 12. Cf. Bolland Acta S. S., 4 aug., n. 555, página 467 : it. nn. 562, 563, p. 468).
¿Queréis otro semejante? Según cuenta Tomás de Cantiprato, un monje del Cister, de vida santísima, tuvo un rapto, durante el cual vió abrirse el cielo, y a la benignísima Madre de Cristo aparecer, rodeada de inmensa luz. Luego, bajando suavemente los ojos a su siervo: "Con el fin, le dijo, de que los ames sinceramente y de que ruegues por ellos con gran fervor, te recomiendo a mis hermanos y a mis hijos." El buen siervo fué inundado de alegría, porque pensó que serían los hermanos de su Orden, de los cuales la gloriosa Virgen se declaraba así singular protectora. Pero la Reina del Cielo le dijo: "Tengo también a otros hermanos a quienes guardo bajo mi patrimonio." Después, abriendo su manto: "Estos que ves, le dijo, son los Hermanos de la Orden de Predicadores, que son mis muy amados y protegidos" (Visión relatada por el P. Aug. Paciuchelli, O.P. Lezioni morale sopra Giona, t. II, pág. 278). Esta visión se refiere a la Orden de Santo Domingo más aún que a la del Cister, aun cuando sea muy apta para mostrar la fraternal alianza de las diferentes Ordenes en el seno de su común Madre.
He aquí, ahora, una visión en la que los cistercienses figuran de un modo especial favorecidos. La citamos según la Triple Couronne del P. Poiré, el cual la ha tomado a su vez de Cesáreo, el cisterciense: "Recuerdo, dice el P. Poiré, lo que cuenta un devoto y virtuoso escritor de la misma Orden de un hermano suyo de profesión, hombre muy ferviente y grandemente espiritual. Dice que siendo un día arrebatado al cielo en espíritu, vió a un número casi infinito de santos, distribuidos en diferentes categorías y revestidos de distintos hábitos, entre los cuales, no viendo a ninguno de los suyos, se halló turbado en gran manera; y no teniendo más seguro refugio que la Reina de los ángeles, le expuso sus quejas en los siguientes términos: "Virgen Santa, ¿qué quiere decir esto, que veo bienaventurados de toda condición y calidad, sin reconocer entre ellos a ninguno de vuestra Orden del Cister, que os honra, sin embargo, de tan particular manera y os ama tan tiernamente?" A lo que la Madre de dulzura respondió: "Hijo mío, cesa de asombrarte; mis queridos hijos los religiosos de tu Orden están siempre bajo de mis alas y junto a mí; y dicho esto, abrió su regio manto, bajo el cual vió el devoto siervo a una muchedumbre numerosa de sus hermanos y hermanas, que Nuestra Señora tenía abrazados" (Poiré, Triple Couronne, 1er. trait., ch. 12. $ 5; Caesar., Dialog., 1. VII, c. 40).
La gran Santa Teresa tuvo también el inefable consuelo de contemplar a sus hijas del Carmelo bajo el manto real de la Madre de Dios. "Un día, cuenta en el libro de su Vida, mientras que, después de Completas, nos hallábamos todas en oración en el coro, se me mostró la Santísima Virgen; estaba rodeada de grandísima gloria, y llevaba un manto blanco bajo el cual nos cobijaba a todas". Así es que podía decir a sus hijas, llena de santa confianza: Alabad a Dios, hijas de que sois, en verdad, las hijas de esta Reina del Cielo".
La Madre se dignó conceder, varias veces, una gracia semejante a los religiosos de la Compañía de Jesús, como si hubiera querido con eso fortificarlos contra las rudas pruebas que tendrían que soportar por el nombre de su Hijo. Entre los hijos de San Ignacio, uno de los más señalados por su amor a la Santísima Virgen y por los favores que de ella recibiera fué, sin contradicción, el P. Martín Gutiérrez. Ahora bien, algunos años antes de perecer víctima de los ultrajes y crueles tratamientos de que le colmaron los herejes del Mediodía de Francia, tuvo la visión siguiente: "María —refiere el P. d'Oultreman (D'Oultreman, Tableau des signalés personnages... Le P. Gutiérrez; Poiré, La Triple Couronne, 1. c., § 20; Platus, de bono estatu relig., 1. I, c. 34; Lancicius, Opusc, spirit.. Opuse. XVII, 1. II, e. 2, n. 178. Cf. Bolland, At. S. S„ 4 aug., n. 564: Saechini, Hist. S. J. p. IV, 1. I, nn 8 y 9)— se le mostró como una Reina, riquísimamente ataviada, constelada de piedras preciosas y de brillantes más resplendecientes que el sol; y bajo de su traje regio, el cual se extendía a lo lejos, abrazaba a todos los hijos de la Compañía, para darles a entender que era su Madre y que los cobijaba a todos bajo las alas de su protección, como la gallina a sus polluelos." Asegurándole "que mientras se dirigieran a Ella, no dejaría nunca de ser su buenísima, amabilísima y fidelísima Madre", añade el P. Poiré en su relato.
Se escribirían volúmenes enteros si se quisieran contar detalladamente todos los hechos por medio de los cuales se ha realizado el simbelismo de que hemos aducido algunos ejemplos; cómo, de una parte, María se ha mostrado verdaderamente madre para con las Ordenes religiosas; una madre que, después de Dios, les ha dado la existencia, les ha protegido en su desenvolvimiento, las ha colmado de las más insignes señales de su poderosa asistencia; cómo, de otra, estas mismas Ordenes, en tanto que han permanecido fieles al espíritu de sus fundadores, han conservado la veneración, la confianza y el amor más tierno y filial hacia esta Madre divina. A los Anales propios de cada una de ellas remitimos al lector deseoso de estudiar esta parte tan interesante de su historia. Por otra parte, fácil es hacerse cargo de alguna manera de este mutuo cambio de beneficios, de servicios y de homenajes entre la madre y los hijos por los compendios que de ellos han formado algunos autores. Recordaremos la Triple Couronne del Padre Poiré a los PP. Plauts (De Bono status relig., 1. I, c. 34) y Antonio Spinellí (Maria Deipara thronus Dei, p. II, 34 et 35), Augusto Nicolás (La Vierge Marie vivante dans l'Eglise, 1. IV, c. 6, t. II, p. 456 y sigs.) y Maraci, en sus Fundadores Mariani (Summa aurea, t. XI). Por lo demás, fuera de todos los testimonios escritos o tradicionales, la naturaleza misma de las sociedades religiosas constituiría garantía suficiente de la solicitud y del afecto más que maternal de que María las rodea. ¿Cómo, efectivamente, podía permanecer la Santísima Virgen extraña, ya sea a su institución, ya a su conservación, o a sus trabajos? ¿Puede acaso olvidarse de que su misión principal en este mundo es la de promover el reino de su Hijo, la de hacer florecer en él, en toda su perfección, aquellas virtudes de las que, después de Él, fué perfecto dechado, la de arruinar en él las obras de Satanás, y extinguir y exterminar las herejías? Ahora bien, a esto tienden, por su vocación singular y certeramente, las familias religiosas; en esto es en lo que tiene cada una su puesto, su razón de ser y de multiplicarse en la Iglesia de Dios.
Pronto veremos en las catacumbas la primera representación de una consagración religiosa. El Pontífice, al consagrar a una Virgen a Cristo le mostrará con el dedo a la Virgen Madre, con el niño en sus brazos, como para decirle: "He ahí a tu protectora, a tu modelo y a tu madre." Sí, María no sería lo que es si no pudieran los religiosos, con título muy especial, descansar como hijos en su seno maternal; y, recíprocamente, estos mismos religiosos olvidarían el acto de su nacimiento y la naturaleza de su vocación si no se esforzasen en sentir y fomentar en sus corazones, más que todos los demás cristianos, sentimientos de devoción, veneración y amor para aquella que tanto les ha dado.
Hay una segunda razón, por la cual conviene a los religiosos el creerse como tales, con particular título, hijos de María. Las familias religiosa pueden gloriarse con justicia de haberse desarrollado bajo de su maternal protección. Ella ha velado sobre su cuna; mejor dicho, ha presidido a su nacimiento, y han recibido la vida entre sus brazos, y han salido de su corazón. Nos sorprende, al recorrer su historia, la serie de hechos providenciales y maravillosos con los que ha querido demostrar esta Bienaventurada Virgen que las había llevado verdaderamente en su seno, y que le debían a ella, después de su Hijo, su existencia y sus progresos. Se podrían escribir volúmenes enteros sobre tan interesante tema. Un docto y piadoso escritor de la Congregación de Clérigos regulares de la Madre de Dios ha compuesto un voluminoso libro para demostrar cómo todos los fundadores de Ordenes y Congregaciones religiosas han sido singulares devotos de la Madre de Dios, y más singularmente todavía, amados y protegidos por Ella (P. Hippol. Maracci, Fundatores Mariani. Romae, 1643). Los mismos nombres, impuestos por numerosos fundadores o fundadoras, testimonian de esta alianza íntima entre la Virgen Madre y sus Institutos. Sobre lo cual, sin embargo, el P. Philpin del Oratorio, en su obra De la Unión de María con el alma fiel y del alma fiel con María, ha hecho esta observación, sorprendente a primera vista: "Las Ordenes que no llevan el nombre de María ni de alguno de sus misterios son, generalmente, aquellas a cuyo nacimiento la Santa Madre ha presidido de un modo más manifiesto. Basta —dice— citar a los Dominicos, los Trinitarios, los Redentoristas y los Jesuítas" (R. P. Philpin, sacerdote del Oratorio de San Felipe, op. cit., c. II. S 3, p. 258).
El reconocimiento que todo hijo de San Ignacio debe tener para con la Reina del Cielo nos obliga a decir que se ha revelado de un modo esplendoroso Madre de la Compañía de Jesús. Nos limitaremos, por otra parte, a lo que hizo por la fundación de la Orden, sin pretender seguir los efectos de su protección en el crecimiento, trabajos y conservación de la Compañía. Se podrá juzgar mejor así la verdad que nos toca dilucidar, queremos decir la de la cooperación maternal de la Bienaventurada Virgen en el nacimiento de las Ordenes religiosas: porque, sin duda alguna, todas o casi todas podrán registrar hechos análogos.
La primera preparación de la Compañía de Jesús fue la conversión y santificación de su fundador: yendo una y otra encaminadas, en el pensamiento divino, a la obra que debían realizar a la mayor gloria de Dios. Ahora bien, imposible es no ver en este doble hecho la mano y el corazón de María. A los pies de María, y prosternado ante una imagen suya, fue cuando, tocado de un arrepentimiento inmenso de sus faltas, se consagró por su intervención al servicio del gran Rey. Consagración seguida bien pronto de una aparición misteriosa en la que María, visitando a su siervo, le trae, junto con su Hijo Jesús, el don de una inviolable castidad.
Ella es también la que, apenas acabada la convalecencia del valiente herido de Pamplona, le atrae al santuario de Montserrat, donde trocando sus vestidos de gentil hombre por los humildes harapos de un mendigo, ofrece a Nuestra Señora su espada y su daga, y en la noche que precede a la Anunciación hace ante su imagen la célebre vela de armas que le armaba caballero de María. De allí, como reza la inscripción grabada sobre mármol por los desvelos de un abad de Montserrat, "partió, en 1522, para fundar la Compañía de Jesús".
María guiaba siempre a su siervo, con el fin de prepararle para su gran misión. Con él estuvo en la soledad de Manresa, donde fue al dejar a Montserrat.
Una tradición respetable, recordada en el curso de su proceso de canonización, le muestra favorecido con más de treinta apariciones de Nuestra Señora durante los ocho últimos meses de su estancia en Manresa (Nierember, Vida de San Ignacio, c. 4), y prueba de que en vista de su misión era por lo que la Reina del Cielo le rodeaba de una protección tan extraordinaria son las palabras que oye murmurar a su oído suavemente cuando partía de Montserrat para Manresa: "Id, Ignacio, y cumplid vuestra misión."
Ahora bien, aunque esta misión no le había sido revelada enteramente aún, la Madre de Dios trabajaba sin cesar en hacerle apto para cumplirla.
De aquí tantas gracias como le inundaron en la capilla de Nuestra Señora de Viladordis, su peregrinación favorita, mientras estuvo en Manresa (La más asombrosa de estas mercedes fue un éxtasis, en el que permaneció ocho días sin movimiento y como muerto, anegado en las cosas divinas. Ahora bien, para que supiera con certeza que provenía de la Madre de Dios, este rapto empezó en sábado y terminó en el siguiente). De ahí, sobre todo, las muchas luces que recibiera, en esta bendita soledad, para componer su libro de los Ejercicios espirituales, manual de sus futuros compañeros, escrito en algún modo, como ha podido decirse, por aquel hombre sin letras, al dictado de María.
Los primeros cimientos de la Compañía estaban ya echados. También bajo la mirada y la protección de la Madre de Dios se levantará el edificio. Cuando el Santo hubo reunido, algunos años más tarde, discípulos según su corazón, ¿dónde y cómo, él y sus primeros compañeros de apostolado, se consagraron con los votos religiosos al servicio del Rey. Jesús? En un santuario de Nuestra Señora, "el día de la Asunción, en Montmartre, cerca de París, y allí fue donde estableció los fundamentos de su Instituto, como sobre piedra inquebrantable", dice Benedicto XIV en su Bula Gloriosae Dominae. Algunos nuevos compañeros se unen a los primeros en aquella capital. Sus compromisos van a ser depositados también con los de sus hermanos a los pies del mismo altar y en manos de Nuestra Señora. Ved ahora a esta tropa heroica dejar a Francia para dirigirse a Italia; viajan con el Rosario colgado del cuello aun por las comarcas ganadas por la herejía; de tal modo se reconocen como posesión de la Madre de Dios.
Ordenado de sacerdote, Ignacio pasa un año entero disponiéndose para celebrar dignamente el Santo Sacrificio; su recurso es siempre a María. Sin cesar le ruega que le sea propicia ante su Divino Hijo.
Terminada esta larga preparación bajo el patrocinio de María, va a celebrar al fin su primera misa; pero entre tantos altares como le presenta Roma, escoge el de la Bienaventurada Virgen en una capilla de Santa María la Mayor, consagrada de un modo especial a la Madre de Dios. Dentro de muy poco tiempo, San Ignacio, elegido, a pesar de su resistencia, general de la Compañía recientemente aprobada por Paulo III, recibirá entre sus manos, por primera vez, la solemne profesión de sus compañeros. También preside la Reina del Cielo a estos votos. La fórmula que los expresa hace de Ella mención explícita:
"Ego N. promitto Omnipotenti Deo, coram eius Virgine Matre... Yo, N. prometo al Dios Todopoderoso, en presencia de la Virgen, su Madre." Y para hacer manifiesto el deseo de los nuevos profesores de que el acto que constituía definitivamente su Instituto estuviese bajo el patrocinio de Nuestra Señora, y el complemento de la obra respondiese a sus comienzos, el lugar escogido para la profesión, modelo y primicias de tantas otras, fué una capilla dedicada a María, en la Basílica de San Pablo, extramuros. ¿Qué más diremos? Estos profesos necesitaban una iglesia, y esta iglesia fué Nuestra Señora de la Estrada, como si, dice un historiador del fundador: "la Compañía no pudiera nacer y constituirse regularmente sino en las casas de la Santísima Virgen" (Bartoli, Histoire de Saint-Ignace, 1. II. c. 7).
Si los Ejercicios espirituales se miraron siempre con justicia, como el alma de la Compañía de Jesús, a las Constituciones de San Ignacio se debe su última formación. Ahora bien, de igual manera que el Santo compuso los primeros bajo la mirada y la inspiración de la Virgen inmaculada, así también la tuvo por protectora y consejera cuando escribió las segundas. Una tradición perpetua, piadosamente conservada entre sus hijos, lo atestigua con certeza. Fuera de los testimonios en los que puede apoyarse esta tradición, tiene además su fundamento en las notas espirituales, en las que el Santo consignaba los favores recibidos por él de Nuestro Señor y de su divina Madre. Sabemos por el P. Luis Gonzálvez, a quien, a instancias de sus primeros compañeros, dictó el mismo Santo un resumen sucinto de su vida, que "la Bienaventurada Virgen se le mostraba a menudo, a veces intercediendo por él, a veces confirmándolo en sus resoluciones", lo que le ocurrió, muy particularmente, con motivo de sus disposiciones tocante a la pobreza religiosa.
Detengámonos y demos una ojeada a este recorrido histórico. Lo dicho es bastante para justificar la creencia, tan cara a los hijos del venerado patriarca, de que la Reina del Cielo es, después de Jesucristo fundadora y, por consiguiente, madre de la Compañía de Jesús. Y lo que hizo por la corporación entera, María no cesa de hacerlo en la medida que ella sabe, y como tantos hechos lo atestiguan, por cada uno de sus miembros. De aquí estas palabras de San Francisco de Borja, el segundo de los sucesores de Ignacio en el gobierno general de la Compañía: "No contaría con la perseverancia de aquel de nuestros religiosos que no atribuyera especialmente a María la gracia de su vocación" (Consúltese sobre este asunto Mariae et la Compagnie de Jesus, Uclés, 1895; ítem, Societas Jesu Mariae Deiparae Virgini Sacra, auctore R. P. Joan Bogesio (Bourgeois), Societ. J., theologo, Duaci, 1620; De Societatt Jettu Mariana (1667), del P. Franc. Maggio clérigo regular teatino, y la Bula de Oro Gloriosae Dominae (1748), del Papa Benedicto XIV; Spinelli, María Thronus Dei, ci. 20, p. 279, etc. Allí podrá verse cómo, por un lado, la Santísima Virgen ha continuado su protección maternal a la Compañía, y cómo, por el otro, la Compañía de Jesús se ha esforzado en todos los tiempos en reconocer tan gran beneficio).
Nos place repetirlo: no se trata aquí de reivindicar para la Compañía de Jesús el monopolio de la protección maternal de María sobre sus orígenes; esto sería como un ultraje a esta Madre común de las familias religiosas. Hemos querido solamente demostrar de un modo sensible, por un ejemplo, lo que Ella es y lo que ha hecho diversamente por todas, y sobre todo, por aquellas que mejor han honrado y servido a la Iglesia de su Hijo.
Y para no dejar esta materia sin haber indicado, aunque sea brevemente, algunos hechos adecuados para justificar esta afirmación, recordaremos particularmente las Ordenes de Cister, de los Cartujos, de los Carmelitas y la de Nuestra Señora de la Merced. El Cister, retoño de los más vigorosos de la cepa patriarcal de San Benito, debe su existencia al bienaventurado Alberico, bajo el patronato de la Virgen María, Madre de Dios. Ella misma dió, según una piadosa y venerable tradición, al fundador la substancia de las Constituciones por las que debía regirse, con la cogulla o túnica blanca, que sería su vestidura virginal. Ella también le prometió extender su protección misericordiosa sobre el nuevo Instituto. Por eso los religiosos del Cister la miran como única Patrona de su Orden, y se consideran como del feudo de María (Asi a uno de los más grandes predicadores de los siglos XII y XIII (1237). Elinando, que fué monje después de haber sido trovador. le gustaba caracterizar las relaciones entre la Bienaventurada Virgen y su familia religiosa. Cf. Tissier, Biblioth. PP. Cisterciens., t. VII, p. 211). Por eso todas las Iglesias estaban dedicadas a María, y Nuestro Señor, como para recompesarles su amor a su Madre, les dió en San Bernardo al más ilustre panegirista de sus glorias.
También San Bruno puso bajo la especialísima protección a la Madre de Dios su heroica empresa; y como natural consecuencia, un Santuario de María, la capilla de Casalibus, llegó a ser el centro en torno del cual floreció la Cartuja. Hasta cuéntase que por la marcha precipitada del Santo fundador, que, obedeciendo a la voz de Urbano II, se trasladó a Calabria, estuvo a punto de fracasar el éxito de su primitivo establecimiento en Francia; pero este establecimiento fué afirmado y recibió como un nuevo nacimiento por el voto, que, por aviso del cielo hicieron los religiosos de rezar cada día el Oficio de la Santísima Virgen (Véase Nicolás, La Sainte Vierge Marie vivant dans l'Eglise, 1. II, 1, im. c. 9). Por lo cual Lansperg, uno de los más piadosos hijos de San Bruno, declara, en una de sus cartas a un religioso de su Orden, que el cartujo no debe llamar a María su Patrona, sino Madre (La carta es tan hermosa, que no podemos dejar de citar de ella al menos el fragmento que hace referencia a nuestro objeto: "Saludad por mí a esta purísima, santísima, humildísima y totalmente en Dios absorta: quiero decir, a la única y benignísima Madre de Dios, a la Virgen María, Reina y Medianera de todo bien, de toda gracia y de toda perfección..... Saludad, pues, como os lo he rogado, a la felicísima María, no sólo como a Patrona universal de nuestra Orden, como algunos la llaman, sino como a Madre. Nuestros Padres no nos la escogieron por Patrona; con este título sólo nos prestaría siempre asistencia, pero no siempre nos demostraría los sentimientos propios de un grande y palpable afecto. La han escogido como Madre del Amor hermoso, de la que esperamos una protección enteramente maternal. Digámoslo con más propiedad, ella no nos ha escogido para que seamos sus siervos, sino sus hijos; hijos que no se contenta con proteger y defender, sino que los quiere calentar sobre su seno y alimentar con su suavísima ternura. Por consiguiente, no nos consagraremos a su servicio como siervos, sino como hijos muy fieles: porque ella misma, como es fácil verlo, no nos ha escatimado sus cuidados maternales. Por tanto, honrémosla también, amémosla con afecto verdaderamente filial, y esto por medio de la meditación asidua de su vida y por la constante imitación de sus virtudes" (Lansperg. Carth. Epp. paracnct., 1. I, c. 41, t. I. Opuxcul. spirit., pp. 183. sq Coloniae Agripp., 1630).
Los carmelitas no han sido menos favorecidos por la Bienaventurada Virgen, puesto que fué ella la que en una época en que la Orden parecía caminar hacia ruina inminente la salvó de una manera providencial, ya conciliándola el favor de los Pontífices y de los príncipes cristianos, ya confiándola, por ministerio de San Simón Stock, la vestidura, símbolo y garantía de tan consoladoras promesas.
En cuanto a la Orden de la Merced para el rescate de cristianos cautivos en tierra de infieles, las lecciones del Breviario nos la muestra inspirada directamente por la misma Santísima Virgen, en triple aparición a Pedro Nolasco, a Raimundo de Peñafort y al Rey Jaime de Aragón; ellos fueron, efectivamente, los que, movidos por la Madre de Dios, combinaron sus esfuerzos para llevar a buen fin este Instituto que creó tantas sublimes abnegaciones y arrancó a tantos desgraciados de la esclavitud y tantas almas de los muchos peligros en que podía naufragar su fe (Segundo nocturno de la fiesta de San Pedro Nolasco, 31 de enero). Habría que citar también a la Orden de Fontevrault, fundada por el bienaventurado Roberto de Arbriselle con la conmovedora idea de realizar en sus Monasterios la relación filial que el Señor estableció entre su discípulo amado y su divina Madre, por medio de este testamento supremo: Mujer, he ahí a tu hijo; Juan, he ahí a tu madre (Las famosas madres abadesas de Fontevrault, que fueron con frecuencia de sangre real, gobernaban a la vez prioratos de hombres y mujeres, honrando así, por el carácter de su instituto, la divina institución de María como Madre de todo el género humano); hablar también de la Orden de los Servitas, cuya existencia misma tenía por objeto el servir a la Madre de Dios; orden tan grata a María que ella misma, en visión memorable, le dió a San Felipe de Benicio, para que fuese su propagador y su gloria.
Mas ¿a qué proseguir una enumeración que sería interminable? Contentémonos con recordar uno de los hechos particulares que prueban mejor la tierna solicitud de que rodea la Bienaventurada Virgen a las Ordenes religiosas. Nos referimos a las apariciones, en las cuales esta Madre incomparable se ha mostrado muchas veces, cubriéndolas bajo los pliegues de su manto. He aquí algunas de estas visiones, cuya autenticidad nada autoriza a poner en duda.
Un día que el bienaventurado Domingo se afligía pensando en el corto número de sus compañeros, Nuestro Señor se mostró a él para consolarle. "¿Quieres, le dijo, ver tu Orden?" Y como respondiera temblando: "Sí, Señor", el Señor puso la mano en el hombro de la Bienaventurada Virgen, y dijo al bienaventurado Domingo: "He confiado tu Orden a mi Madre..." En aquel momento, la Bienaventurada Virgen abrió la capa de que parecía revestida, y extendiéndola ante los ojos del bienaventurado Domingo, de tal suerte que cubría con su inmensidad toda la patria celestial, vió bajo de ella a una multitud de sus frailes..., y la visión desapareció (Lacordaire, Vie de Ste. Dominique, c. 12. Cf. Bolland Acta S. S., 4 aug., n. 555, página 467 : it. nn. 562, 563, p. 468).
¿Queréis otro semejante? Según cuenta Tomás de Cantiprato, un monje del Cister, de vida santísima, tuvo un rapto, durante el cual vió abrirse el cielo, y a la benignísima Madre de Cristo aparecer, rodeada de inmensa luz. Luego, bajando suavemente los ojos a su siervo: "Con el fin, le dijo, de que los ames sinceramente y de que ruegues por ellos con gran fervor, te recomiendo a mis hermanos y a mis hijos." El buen siervo fué inundado de alegría, porque pensó que serían los hermanos de su Orden, de los cuales la gloriosa Virgen se declaraba así singular protectora. Pero la Reina del Cielo le dijo: "Tengo también a otros hermanos a quienes guardo bajo mi patrimonio." Después, abriendo su manto: "Estos que ves, le dijo, son los Hermanos de la Orden de Predicadores, que son mis muy amados y protegidos" (Visión relatada por el P. Aug. Paciuchelli, O.P. Lezioni morale sopra Giona, t. II, pág. 278). Esta visión se refiere a la Orden de Santo Domingo más aún que a la del Cister, aun cuando sea muy apta para mostrar la fraternal alianza de las diferentes Ordenes en el seno de su común Madre.
He aquí, ahora, una visión en la que los cistercienses figuran de un modo especial favorecidos. La citamos según la Triple Couronne del P. Poiré, el cual la ha tomado a su vez de Cesáreo, el cisterciense: "Recuerdo, dice el P. Poiré, lo que cuenta un devoto y virtuoso escritor de la misma Orden de un hermano suyo de profesión, hombre muy ferviente y grandemente espiritual. Dice que siendo un día arrebatado al cielo en espíritu, vió a un número casi infinito de santos, distribuidos en diferentes categorías y revestidos de distintos hábitos, entre los cuales, no viendo a ninguno de los suyos, se halló turbado en gran manera; y no teniendo más seguro refugio que la Reina de los ángeles, le expuso sus quejas en los siguientes términos: "Virgen Santa, ¿qué quiere decir esto, que veo bienaventurados de toda condición y calidad, sin reconocer entre ellos a ninguno de vuestra Orden del Cister, que os honra, sin embargo, de tan particular manera y os ama tan tiernamente?" A lo que la Madre de dulzura respondió: "Hijo mío, cesa de asombrarte; mis queridos hijos los religiosos de tu Orden están siempre bajo de mis alas y junto a mí; y dicho esto, abrió su regio manto, bajo el cual vió el devoto siervo a una muchedumbre numerosa de sus hermanos y hermanas, que Nuestra Señora tenía abrazados" (Poiré, Triple Couronne, 1er. trait., ch. 12. $ 5; Caesar., Dialog., 1. VII, c. 40).
La gran Santa Teresa tuvo también el inefable consuelo de contemplar a sus hijas del Carmelo bajo el manto real de la Madre de Dios. "Un día, cuenta en el libro de su Vida, mientras que, después de Completas, nos hallábamos todas en oración en el coro, se me mostró la Santísima Virgen; estaba rodeada de grandísima gloria, y llevaba un manto blanco bajo el cual nos cobijaba a todas". Así es que podía decir a sus hijas, llena de santa confianza: Alabad a Dios, hijas de que sois, en verdad, las hijas de esta Reina del Cielo".
La Madre se dignó conceder, varias veces, una gracia semejante a los religiosos de la Compañía de Jesús, como si hubiera querido con eso fortificarlos contra las rudas pruebas que tendrían que soportar por el nombre de su Hijo. Entre los hijos de San Ignacio, uno de los más señalados por su amor a la Santísima Virgen y por los favores que de ella recibiera fué, sin contradicción, el P. Martín Gutiérrez. Ahora bien, algunos años antes de perecer víctima de los ultrajes y crueles tratamientos de que le colmaron los herejes del Mediodía de Francia, tuvo la visión siguiente: "María —refiere el P. d'Oultreman (D'Oultreman, Tableau des signalés personnages... Le P. Gutiérrez; Poiré, La Triple Couronne, 1. c., § 20; Platus, de bono estatu relig., 1. I, c. 34; Lancicius, Opusc, spirit.. Opuse. XVII, 1. II, e. 2, n. 178. Cf. Bolland, At. S. S„ 4 aug., n. 564: Saechini, Hist. S. J. p. IV, 1. I, nn 8 y 9)— se le mostró como una Reina, riquísimamente ataviada, constelada de piedras preciosas y de brillantes más resplendecientes que el sol; y bajo de su traje regio, el cual se extendía a lo lejos, abrazaba a todos los hijos de la Compañía, para darles a entender que era su Madre y que los cobijaba a todos bajo las alas de su protección, como la gallina a sus polluelos." Asegurándole "que mientras se dirigieran a Ella, no dejaría nunca de ser su buenísima, amabilísima y fidelísima Madre", añade el P. Poiré en su relato.
Se escribirían volúmenes enteros si se quisieran contar detalladamente todos los hechos por medio de los cuales se ha realizado el simbelismo de que hemos aducido algunos ejemplos; cómo, de una parte, María se ha mostrado verdaderamente madre para con las Ordenes religiosas; una madre que, después de Dios, les ha dado la existencia, les ha protegido en su desenvolvimiento, las ha colmado de las más insignes señales de su poderosa asistencia; cómo, de otra, estas mismas Ordenes, en tanto que han permanecido fieles al espíritu de sus fundadores, han conservado la veneración, la confianza y el amor más tierno y filial hacia esta Madre divina. A los Anales propios de cada una de ellas remitimos al lector deseoso de estudiar esta parte tan interesante de su historia. Por otra parte, fácil es hacerse cargo de alguna manera de este mutuo cambio de beneficios, de servicios y de homenajes entre la madre y los hijos por los compendios que de ellos han formado algunos autores. Recordaremos la Triple Couronne del Padre Poiré a los PP. Plauts (De Bono status relig., 1. I, c. 34) y Antonio Spinellí (Maria Deipara thronus Dei, p. II, 34 et 35), Augusto Nicolás (La Vierge Marie vivante dans l'Eglise, 1. IV, c. 6, t. II, p. 456 y sigs.) y Maraci, en sus Fundadores Mariani (Summa aurea, t. XI). Por lo demás, fuera de todos los testimonios escritos o tradicionales, la naturaleza misma de las sociedades religiosas constituiría garantía suficiente de la solicitud y del afecto más que maternal de que María las rodea. ¿Cómo, efectivamente, podía permanecer la Santísima Virgen extraña, ya sea a su institución, ya a su conservación, o a sus trabajos? ¿Puede acaso olvidarse de que su misión principal en este mundo es la de promover el reino de su Hijo, la de hacer florecer en él, en toda su perfección, aquellas virtudes de las que, después de Él, fué perfecto dechado, la de arruinar en él las obras de Satanás, y extinguir y exterminar las herejías? Ahora bien, a esto tienden, por su vocación singular y certeramente, las familias religiosas; en esto es en lo que tiene cada una su puesto, su razón de ser y de multiplicarse en la Iglesia de Dios.
Pronto veremos en las catacumbas la primera representación de una consagración religiosa. El Pontífice, al consagrar a una Virgen a Cristo le mostrará con el dedo a la Virgen Madre, con el niño en sus brazos, como para decirle: "He ahí a tu protectora, a tu modelo y a tu madre." Sí, María no sería lo que es si no pudieran los religiosos, con título muy especial, descansar como hijos en su seno maternal; y, recíprocamente, estos mismos religiosos olvidarían el acto de su nacimiento y la naturaleza de su vocación si no se esforzasen en sentir y fomentar en sus corazones, más que todos los demás cristianos, sentimientos de devoción, veneración y amor para aquella que tanto les ha dado.
III. Lo que hemos dicho de las Ordenes religiosas es preciso, en la debida proporción, aplicarlo a las Cofradías y Congregaciones erigidas en honor y bajo el patronato de la Madre de Dios. Son familias en las que todos y cada uno de sus miembros pertenecen especialmente, en calidad de hijos, a esta divina Madre. Porque estas Cofradías participan, en cierta medida, de la vocación, así como de los privilegios de las Congregaciones de donde tomaron la existencia. Y, ciertamente, nadie dirá que la protección de la Reina del Cielo les haya faltado, ni que ellas hayan defraudado las esperanzas que la Santísima Virgen puso en ellas.
Si, dejando a otros el cuidado de hablar, como conviene de los innumerables frutos de salvación producidos al cabo de tantos siglos por las Cofradías del Rosario, del Santo Escapulario, y en nuestros días por la Archicofradía de Nuestra Señora de las Victorias, nos ceñimos tan sólo a las Congregaciones de la Santísima Virgen, nacidas de la piedad filial de la Compañía de Jesús para con su Reina, no creemos exagerar afirmando que la Bienaventurada Virgen ha conservado puros, por medio de ellas, o convertido de sus extravíos a la virtud, un número casi infinito de jóvenes cristianos. No es esto decir bastante. Si provincias enteras, en Alemania sobre todo, han permanecido fieles a la fe católica; si otras, que se habían separado de ellas parcialmente, al menos, han vuelto al seno de la Iglesia, lo deben a la fuerte y santa influencia ejercida por las Congregaciones de la Virgen (Fueron singularmente el baluarte de la fe en Baviera, en Hungría, en el Tirol, en Austria, en Polonia, en Alsacia, en las Provincias renanas, etc.).
Salvaguardia de las buenas costumbres y de la fe, estas Congregaciones, tan calumniadas en el siglo anterior, han sido, en el mundo, semillero de Santos. De ellas han salido pastores como San Carlos Borromeo, San Francisco de Sales y San Alfonso María de Ligorio; apóstoles, como San Francisco de Regis, San Francisco de Jerónimo, San Francisco Solano, San Pedro Fourrier, San Leonardo de Puerto Mauricio, San Fidel de Sigmaringa y San Pedro Claver; modelos de la juventud, como los tres angélicos Santos, Estanislao de Kostka, Luis Gonzaga y Juan Berchmans; héroes de la caridad, como San Camilo de Lelis y San Juan Bautista de Rossi. A ellas también pertenecen innumerables bienaventurados que la Iglesia ha puesto en sus altares. Citemos, por ejemplo, a los mártires Carlos Espíndola, Camilo Constanzo, Edmundo Campión, Juan Britto y Andrés Bobola, y esos hombres apostólicos que se llamaron Grignion de Monfort, Antonio Baldinucci y Bernardino Realini. A todos estos nombres deben unirse los de aquellos siervos de Dios tan ilustres por su virtud que algunos ya han recibido el título de venerables: Jaime Olier, Julián Maunoir, los cardenales Berulla y Belarmino, Claudio de la Colombiére, Benigno Joly, Francisco Mastrilli, Enrique Boudon y cien más, sin hablar de los Pontífices, prelados, magistrados, guerreros y humildes fieles, cuyos méritos han honrado a la Iglesia y esparcido el buen olor de Cristo entre los fieles y los infieles. ¿Será preciso añadir que es a una de estas Congregaciones erigidas en el Colegio de Luis el Grande, en París, a la que corresponde el honor de haber provisto de sus primeros miembros a la Sociedad de las Misiones extranjeras. "Esta Congregación —dice Monseñor Févre (Histoire de l'Eglisc, t. XXXVIII, c. 3) —debía ser germen de las Misiones extranjeras." El Cardenal Bausset en el libro primero de su historia de Fenelón, no les atribuye una gloria inferior. El sabio y piadoso Arcediano de Evreux. Enrique Boudon, uno de los Congregantes del P. Bagot, escribe a esto propósito en su Chrétien ineonnu: "Hará unos cincuenta años que algunos jóvenes piadosos que frecuentaban las Congregaciones de la Santísima Virgen, establecidas en el Colegio de los RR. PP. Jesuítas de París, se unieron con los lazos de la caridad divina; y en estas asambleas piadosas, y bajo la protección de la Santísima Virgen, fué en donde recibieron de su muy amado Hijo la gracia de ir a predicar la fe de Jesucristo en las Indias, en China y en los demás países extranjeros. Esta pequeña Sociedad, como la fuente de que se habla en el libro de Ester, ha llegado a ser un gran río por el gran número de obispos y Vicarios apostólicos que se han escogido en sus filas... Este fué el origen del Seminario de las Misiones extranjeras... Fué el grano de mostaza que produjo ese gran árbol que cubre ahora con sus ramas toda la tierra..." (Tomado de La Vie et des vertus, del difunto M. Enrique-María Boudon, c. 6. En Amberes, 1705. Cf. Histoire générale de la Soeiété des Misione étranpéres, por M. Adrien Launcey, 1. I, c. I.)
Si, dejando a otros el cuidado de hablar, como conviene de los innumerables frutos de salvación producidos al cabo de tantos siglos por las Cofradías del Rosario, del Santo Escapulario, y en nuestros días por la Archicofradía de Nuestra Señora de las Victorias, nos ceñimos tan sólo a las Congregaciones de la Santísima Virgen, nacidas de la piedad filial de la Compañía de Jesús para con su Reina, no creemos exagerar afirmando que la Bienaventurada Virgen ha conservado puros, por medio de ellas, o convertido de sus extravíos a la virtud, un número casi infinito de jóvenes cristianos. No es esto decir bastante. Si provincias enteras, en Alemania sobre todo, han permanecido fieles a la fe católica; si otras, que se habían separado de ellas parcialmente, al menos, han vuelto al seno de la Iglesia, lo deben a la fuerte y santa influencia ejercida por las Congregaciones de la Virgen (Fueron singularmente el baluarte de la fe en Baviera, en Hungría, en el Tirol, en Austria, en Polonia, en Alsacia, en las Provincias renanas, etc.).
Salvaguardia de las buenas costumbres y de la fe, estas Congregaciones, tan calumniadas en el siglo anterior, han sido, en el mundo, semillero de Santos. De ellas han salido pastores como San Carlos Borromeo, San Francisco de Sales y San Alfonso María de Ligorio; apóstoles, como San Francisco de Regis, San Francisco de Jerónimo, San Francisco Solano, San Pedro Fourrier, San Leonardo de Puerto Mauricio, San Fidel de Sigmaringa y San Pedro Claver; modelos de la juventud, como los tres angélicos Santos, Estanislao de Kostka, Luis Gonzaga y Juan Berchmans; héroes de la caridad, como San Camilo de Lelis y San Juan Bautista de Rossi. A ellas también pertenecen innumerables bienaventurados que la Iglesia ha puesto en sus altares. Citemos, por ejemplo, a los mártires Carlos Espíndola, Camilo Constanzo, Edmundo Campión, Juan Britto y Andrés Bobola, y esos hombres apostólicos que se llamaron Grignion de Monfort, Antonio Baldinucci y Bernardino Realini. A todos estos nombres deben unirse los de aquellos siervos de Dios tan ilustres por su virtud que algunos ya han recibido el título de venerables: Jaime Olier, Julián Maunoir, los cardenales Berulla y Belarmino, Claudio de la Colombiére, Benigno Joly, Francisco Mastrilli, Enrique Boudon y cien más, sin hablar de los Pontífices, prelados, magistrados, guerreros y humildes fieles, cuyos méritos han honrado a la Iglesia y esparcido el buen olor de Cristo entre los fieles y los infieles. ¿Será preciso añadir que es a una de estas Congregaciones erigidas en el Colegio de Luis el Grande, en París, a la que corresponde el honor de haber provisto de sus primeros miembros a la Sociedad de las Misiones extranjeras. "Esta Congregación —dice Monseñor Févre (Histoire de l'Eglisc, t. XXXVIII, c. 3) —debía ser germen de las Misiones extranjeras." El Cardenal Bausset en el libro primero de su historia de Fenelón, no les atribuye una gloria inferior. El sabio y piadoso Arcediano de Evreux. Enrique Boudon, uno de los Congregantes del P. Bagot, escribe a esto propósito en su Chrétien ineonnu: "Hará unos cincuenta años que algunos jóvenes piadosos que frecuentaban las Congregaciones de la Santísima Virgen, establecidas en el Colegio de los RR. PP. Jesuítas de París, se unieron con los lazos de la caridad divina; y en estas asambleas piadosas, y bajo la protección de la Santísima Virgen, fué en donde recibieron de su muy amado Hijo la gracia de ir a predicar la fe de Jesucristo en las Indias, en China y en los demás países extranjeros. Esta pequeña Sociedad, como la fuente de que se habla en el libro de Ester, ha llegado a ser un gran río por el gran número de obispos y Vicarios apostólicos que se han escogido en sus filas... Este fué el origen del Seminario de las Misiones extranjeras... Fué el grano de mostaza que produjo ese gran árbol que cubre ahora con sus ramas toda la tierra..." (Tomado de La Vie et des vertus, del difunto M. Enrique-María Boudon, c. 6. En Amberes, 1705. Cf. Histoire générale de la Soeiété des Misione étranpéres, por M. Adrien Launcey, 1. I, c. I.)
Después de los magníficos elogios dedicados a estas Congregaciones por el gran Papa Benedicto XIV en la célebre Bula que renovaba y completaba las gracias espirituales concedidas por sus predecesores (Bula Gloriosae Dominae), no nos extraña oír a otro Papa no menos grande y, como él, congregante de la Virgen; a S. S. León XIII, dar de ellas este testimonio: "Entre todas las asociaciones fecundas en frutos de salvación establecidas en el mundo entero en honor de la Santísima Virgen María, Madre de Dios, la que ocupa sin contradicción el primer lugar es la Congregación llamada Prima Primaria... (La Prima Primaria es la Congregación de Roma, a la cual deben estar
afiliadas las otras para tener parte en los privilegios concedidos por
los Papas a las Congregaciones). Esta Congregación, notable en todos los tiempos por el número de sus asociados, tomó tal desarrollo que no tardó en extenderse hasta las extremidades del mundo; de suerte que aún en nuestros días cuenta con filiales en todos los países, aun en las comarcas más distantes, más allá de los continentes y de los mares".
Ahora bien; cuando, recorriendo los Anales de estas Congregaciones de la Bienaventurada Virgen, se encuentran en ella en cada página tantos Santos, tantos hombres eminentes en las más insignes virtudes, tantas obras de celo, de misericordia y de caridad, tanto amor, finalmente, hacia esta Reina del Cielo, es imposible no saludar en ellas a la familia particular de María, como la saludamos en las Ordenes religiosas; imposible también no reconocer siempre y en todas partes las señales más evidentes de que la Madre de Dios mira particularmente a los Congregantes dignos de tal nombre como a hijos privilegiados de su corazón, de tal modo que el registro de las Congregaciones es verdaderamente, según el pensamiento de San Alfonso de Ligorio, libro de los Elegidos.
Ahora bien; cuando, recorriendo los Anales de estas Congregaciones de la Bienaventurada Virgen, se encuentran en ella en cada página tantos Santos, tantos hombres eminentes en las más insignes virtudes, tantas obras de celo, de misericordia y de caridad, tanto amor, finalmente, hacia esta Reina del Cielo, es imposible no saludar en ellas a la familia particular de María, como la saludamos en las Ordenes religiosas; imposible también no reconocer siempre y en todas partes las señales más evidentes de que la Madre de Dios mira particularmente a los Congregantes dignos de tal nombre como a hijos privilegiados de su corazón, de tal modo que el registro de las Congregaciones es verdaderamente, según el pensamiento de San Alfonso de Ligorio, libro de los Elegidos.
IV. Hay también hijos más sensiblemente favorecidos por la Reina del Cielo, que, por regla general, pueden serlo los simples miembros de las familias religiosas o de las asociaciones fundadas en su honor y bajo su patronato. María los escoge por doquier, como quiere y donde quiere, dentro o fuera de estas piadosas instituciones, aunque su elección, generalmente, favorece a estas últimas. Todos los signos los han contado más o menos numerosos, y los Anales de la santidad nos señalan una multitud de ellos, sin llegar a dárnoslos a conocer todos. Nos referimos a esas almas privilegiadas que parecen haber sido entre los hijos de María lo que Juan, el discípulo amado, fué entre los demás discípulos. Entre estos hijos y su divina Madre no hay ya sólo el cambio ordinario de devoción y protección que caracteriza comúnmente el culto a María. Hay algo más sensible, más familiar, más íntimo, tanto de parte de los hijos como de parte de la Madre. Recordad lo que leemos en las Vidas de San Estanislao de Kotska, de Santa Brígida, de Santa Teresa, de San Edmundo de Cantorbery, de San Bernardino de Sena y de Santa Isabel de Hungría, para no citar más que estos ejemplos. ¡Cuántas páginas encantadoras pudieran escribirse si se refiriesen las condescendencias más que maternales de la Bienaventurada Virgen hacia estos amados de su corazón!
Cosa admirable también que aunque el lazo de esta amistad íntima, tan fructuosa y tan deliciosa, sea de ordinario una inocencia conservada siempre intacta; una vida culpable, pero lavada con las lágrimas del arrepentimiento, no siempre constituye un obstáculo a ella. La Virgen inmaculada ha escogido a menudo sus predilectos entre los pecadores y las pecadoras para hacernos comprender, con señales manifiestas, que ella es, en verdad, la madre de misericordia.
Contar la historia de estas benditas relaciones y la de los favores que las acompañan, tarea sería imposible para los hombres; porque son, en su mayor parte, un secreto entre la Madre y sus hijos predilectos. Aquellos mismos que gozan de gracias semejantes se declaran impotentes para describirlos tales como las han recibido y disfrutado. Hay, sin embargo, dos órdenes de hechos, de los cuales conviene decir aquí unas palabras: las apariciones y las revelaciones.
Las apariciones de la Bienaventurada Virgen son frecuentes en la historia de la santidad. Ya lo hemos dicho: aun cuando hayan sido de ordinario privilegio de almas puras y sencillas, María no las ha rehusado a los pecadores (Los ejemplos de esta compasiva condescendencia no son raros, y escribiendo estas líneas recordamos a una desgraciada entregada a los mayores desórdenes, convertida (ésta era al menos, su persuasión) por dos apariciones de la Madre de Dios. Lo que siguió después pareció demostrar que esta gracia no era ilusoria; porque a partir de esta época ocurrió un cambio tan completo, que la antigua pecadora pasaba gran parte de la noche llorando sus pecados y rezando el Rosario), con objeto de volverlos al amor de su Hijo. Sin duda puede haber en el relato de estas maravillas, con tanta frecuencia registradas en las vidas de los Santos, en los libros de piedad, en las crónicas de las peregrinaciones y de los monasterios, una parte de leyenda.
Todo no está probado del mismo modo ni con igual certeza. Mas sí conviene a la prudencia cristiana el no admitir indiferentemente todos los hechos que se relatan por doquier, aun cuando las garantías de autenticidad sean nulas o insuficientes; sería presunción temeraria el rechazarlo todo a priori, como si nada pudiera ocurrir fuera de los caminos trillados; como si la Madre de Dios no fuera ni bastante poderosa ni bastante bondadosa para conceder a los hombres estos testimonios extraordinarios de su maternal y especial solicitud; como si, finalmente, no fuese más increíble que siendo nuestra madre, y madre consagrada constantemente a procurar el bien de sus hijos, no nos diese nunca demostración alguna sensible y palpable de su providencia y de su amor.
No escuchemos, pues, a los reformadores del siglo XVI, tan victoriosamente refutados por el beato Pedro Canisio (de María Deipara Virgine, 1. V, c. 18, 7 prop.), cuando rechazan en bloque los hechos de este género. No creamos tampoco a esos autores, más o menos contagiados de jansenismo, que nos invitarán a "buscar en el Evangelio seguridades bastantes contra las fábulas que podrían inventarse con el especioso título de revelaciones, apariciones, predicciones y milagros"... porque tales cosas, alegadas para unir la certeza de nuestra salvación a símbolos, señales y prácticas de una devoción externa a la Santísima Virgen..., no pueden por menos de inducirnos en el error de la presunción y falsa confianza" (Adrien Baillet, De la dévotion a la S. V. et du culte qui luí est du, pp. 64, 70. París, 1663). No quiera Dios, ¡oh, María!, que nos contemos en el número de esos hombres que no quieren admitir ninguno de vuestros favores milagrosos, a menos que no esté comprobado debidamente por las autoridades civiles y científicas, o que, al menos, la Iglesia no lo haya propuesto con juicio expreso a nuestra fe. Os conocemos bastante para creer que, en general, podéis obrar maravillas sin número, y para oír, en particular, con el oído del corazón, lo que nos sea referido de las manifestaciones de vuestro amor, siempre que nada nos haga sospechar de su incertidumbre o de su falsedad, persuadidos, por otra parte, de que las misteriosas comunicaciones que habéis hecho por Vos misma a las almas sobrepujan con mucho a las que el mundo ha conocido.
Por lo demás, los mismos sensibles efectos de estas visitas de la Madre de Dios han demostrado muchas veces su realidad. No debe creerse, en efecto, que acaezcan por casualidad, sin regla y sin objeto; son numerosas y variadas las causas que las determinan; mas siempre tienden, finalmente, al provecho espiritual de quien los recibe y también con frecuencia a algún bien más general de los demás fieles.
Unas veces se muestra María para socorrer a este o al otro de sus siervos, amenazados de un inminente peligro de alma o cuerpo; otras es para apartar de sus desórdenes a un pecador, o para iluminar a un infiel; ya es para atraer a alguno de sus hijos a la vida religiosa, como lo hizo con el joven Estanislao de Kotska. A menudo viene a iluminar a Apóstoles y Doctores, y este fué el caso de San Gregorio el Taumaturgo; otras veces quiere también sugerir y promover una fundación piadosa, una institución necesaria en la Iglesia, como, por ejemplo, la Orden de la Merced, pero sobre todo, Ella se aparece a sus hijos en la hora del postrer combate para sostenerlos en medio de su agonía, para recoger su alma y llevarla confiada y pura ante el tribunal de Dios.
Hay algunas de estas apariciones cuyo fin inmediato es tan humilde, que asombra a nuestra fe y escandaliza a nuestro orgullo. ¿Os figuráis a esta Madre dulcísima, con los mismos brazos que llevaron a Jesús, ayudando a la joven Santa Catalina de Sena en el rudo trabajo de amasar el pan y de cocerlo, impuesto a su debilidad por la dureza de sus padres; o bien tomar el cayado y el oficio de una pastorcilla y constituirse en guardiana visible de un rebaño? En otro lugar, con un lienzo de admirable blancura enjuga el sudor que baña el rostro de San Alfonso Rodríguez y le deja en él, durante algunos días, el perfume de sus benditas manos; o bien levanta del suelo a un infeliz leproso a quien la desesperación arrojó fuera de su miserable yacija y le vuelve a recostar penitente y consolado. Es que es madre, y que atenciones como las que acabamos de recordar pueden ser más eficaces para ganar y levantar los corazones que los más señalados beneficios. Si admiramos a María cuando la vemos guiando a los ejércitos cristianos a la victoria o rechazando a las legiones infernales, no menos la reconocemos en esos humildes e ínfimos servicios. ¿Acaso no es madre tanto o más que reina?
Una cuestión que necesitaría amplio desarrollo sería averiguar la naturaleza y modo de estas apariciones. Nuestro Señor, después de su resurrección, no se reveló a todos sus discípulos de la misma manera. A Magdalena se mostró primero bajo la figura de un jardinero; a los discípulos de Emmaus, con traje y en actitud de viajero; se aparecerá más adelante a San Esteban, de pie a la diestra de Dios, como espectador de su victorioso combate.
Así es cómo se acomoda y se acomodará siempre, en el transcurso de los siglos, a los diferentes estados de las almas, a las circunstancias de tiempo y de persona, y, sobre todo, al objeto que persigue en sus manifestaciones. Así ocurre y más aún con las apariciones de la Bienaventurada Virgen María.
Es una mujer de hermosura maravillosa, resplandeciente de luz divina, que infunde respeto a la vez que su aspecto bondadoso arrebata los corazones; es la Virgen de Nazareth, dulce, modesta, amabilísima; es una madre tierna que sostiene a Jesús en sus brazos. Su rostro, en las diferentes visiones es alegre, triste o severo, según los sentimientos que viene a despertar. A menudo se muestra con apariencias que responden a alguno de sus misterios. A menudo también se conforma a las ideas, a los efectos, al estado mismo de aquellos a quienes honra con sus visitas: Así, toma aquí el hábito del Carmen con una hija de Santa Teresa; allí, el de los Trinitarios con San Félix de Valois; más allá, un traje rústico con sencillos pastores. Las mismas condescendencias regulan la elección que hace de los Santos que la acompañan cuando le place no venir sola. Se mostrará a las vírgenes rodeada a veces de un coro de Vírgenes; a religiosos, seguida de algún Santo de su orden; a otro, también, asistida de sus patronos favoritos.
Si se reflexiona sobre ello, se verá que estas manifestaciones de la Virgen están generalmente de acuerdo con las representaciones que proceden de la piedad de los hombres, sea que éstas hayan sido hechas en honor de aquéllas, sea que la misma piedad de que son obra se haya inspirado, para multiplicar los tipos, en las circunstancias providenciales o en los atractivos que llevan las almas hacia los distintos misterios y diversos privilegios de la Madre de Dios. Recorred nuestros santuarios y veréis, mejor que pudiéramos nosotros expresarlo con palabras, bajo cuántas formas y con cuántas actitudes ha sido pintada o esculpida la Santísima Virgen.
Observemos, además, otra analogía muy sugestiva entre las apariciones de la Virgen y las representaciones salidas de las manos de los hombres. Esto se explica porque siendo estas apariciones, en su mayor parte, impersonales, como ya lo hemos hecho notar, María, de ordinario, no se manifiesta por sí misma y en su propia substancia. Allí está presente, pero en imagen y por medio de una imagen de sí misma; imagen a veces exterior y visible a los ojos del cuerpo, como la que revistió el Arcángel enviado para servir de guía al joven Tobías; más a menudo imagen interior, producida de un modo sobrenatural en las facultades sensibles del vidente, del mismo género de las que encontramos con tanta frecuencia en las visiones proféticas del Antiguo Testamento (S. Thom., 2-2, q. 174, a. 1, sqq.).
Cosa admirable también que aunque el lazo de esta amistad íntima, tan fructuosa y tan deliciosa, sea de ordinario una inocencia conservada siempre intacta; una vida culpable, pero lavada con las lágrimas del arrepentimiento, no siempre constituye un obstáculo a ella. La Virgen inmaculada ha escogido a menudo sus predilectos entre los pecadores y las pecadoras para hacernos comprender, con señales manifiestas, que ella es, en verdad, la madre de misericordia.
Contar la historia de estas benditas relaciones y la de los favores que las acompañan, tarea sería imposible para los hombres; porque son, en su mayor parte, un secreto entre la Madre y sus hijos predilectos. Aquellos mismos que gozan de gracias semejantes se declaran impotentes para describirlos tales como las han recibido y disfrutado. Hay, sin embargo, dos órdenes de hechos, de los cuales conviene decir aquí unas palabras: las apariciones y las revelaciones.
Las apariciones de la Bienaventurada Virgen son frecuentes en la historia de la santidad. Ya lo hemos dicho: aun cuando hayan sido de ordinario privilegio de almas puras y sencillas, María no las ha rehusado a los pecadores (Los ejemplos de esta compasiva condescendencia no son raros, y escribiendo estas líneas recordamos a una desgraciada entregada a los mayores desórdenes, convertida (ésta era al menos, su persuasión) por dos apariciones de la Madre de Dios. Lo que siguió después pareció demostrar que esta gracia no era ilusoria; porque a partir de esta época ocurrió un cambio tan completo, que la antigua pecadora pasaba gran parte de la noche llorando sus pecados y rezando el Rosario), con objeto de volverlos al amor de su Hijo. Sin duda puede haber en el relato de estas maravillas, con tanta frecuencia registradas en las vidas de los Santos, en los libros de piedad, en las crónicas de las peregrinaciones y de los monasterios, una parte de leyenda.
Todo no está probado del mismo modo ni con igual certeza. Mas sí conviene a la prudencia cristiana el no admitir indiferentemente todos los hechos que se relatan por doquier, aun cuando las garantías de autenticidad sean nulas o insuficientes; sería presunción temeraria el rechazarlo todo a priori, como si nada pudiera ocurrir fuera de los caminos trillados; como si la Madre de Dios no fuera ni bastante poderosa ni bastante bondadosa para conceder a los hombres estos testimonios extraordinarios de su maternal y especial solicitud; como si, finalmente, no fuese más increíble que siendo nuestra madre, y madre consagrada constantemente a procurar el bien de sus hijos, no nos diese nunca demostración alguna sensible y palpable de su providencia y de su amor.
No escuchemos, pues, a los reformadores del siglo XVI, tan victoriosamente refutados por el beato Pedro Canisio (de María Deipara Virgine, 1. V, c. 18, 7 prop.), cuando rechazan en bloque los hechos de este género. No creamos tampoco a esos autores, más o menos contagiados de jansenismo, que nos invitarán a "buscar en el Evangelio seguridades bastantes contra las fábulas que podrían inventarse con el especioso título de revelaciones, apariciones, predicciones y milagros"... porque tales cosas, alegadas para unir la certeza de nuestra salvación a símbolos, señales y prácticas de una devoción externa a la Santísima Virgen..., no pueden por menos de inducirnos en el error de la presunción y falsa confianza" (Adrien Baillet, De la dévotion a la S. V. et du culte qui luí est du, pp. 64, 70. París, 1663). No quiera Dios, ¡oh, María!, que nos contemos en el número de esos hombres que no quieren admitir ninguno de vuestros favores milagrosos, a menos que no esté comprobado debidamente por las autoridades civiles y científicas, o que, al menos, la Iglesia no lo haya propuesto con juicio expreso a nuestra fe. Os conocemos bastante para creer que, en general, podéis obrar maravillas sin número, y para oír, en particular, con el oído del corazón, lo que nos sea referido de las manifestaciones de vuestro amor, siempre que nada nos haga sospechar de su incertidumbre o de su falsedad, persuadidos, por otra parte, de que las misteriosas comunicaciones que habéis hecho por Vos misma a las almas sobrepujan con mucho a las que el mundo ha conocido.
Por lo demás, los mismos sensibles efectos de estas visitas de la Madre de Dios han demostrado muchas veces su realidad. No debe creerse, en efecto, que acaezcan por casualidad, sin regla y sin objeto; son numerosas y variadas las causas que las determinan; mas siempre tienden, finalmente, al provecho espiritual de quien los recibe y también con frecuencia a algún bien más general de los demás fieles.
Unas veces se muestra María para socorrer a este o al otro de sus siervos, amenazados de un inminente peligro de alma o cuerpo; otras es para apartar de sus desórdenes a un pecador, o para iluminar a un infiel; ya es para atraer a alguno de sus hijos a la vida religiosa, como lo hizo con el joven Estanislao de Kotska. A menudo viene a iluminar a Apóstoles y Doctores, y este fué el caso de San Gregorio el Taumaturgo; otras veces quiere también sugerir y promover una fundación piadosa, una institución necesaria en la Iglesia, como, por ejemplo, la Orden de la Merced, pero sobre todo, Ella se aparece a sus hijos en la hora del postrer combate para sostenerlos en medio de su agonía, para recoger su alma y llevarla confiada y pura ante el tribunal de Dios.
Hay algunas de estas apariciones cuyo fin inmediato es tan humilde, que asombra a nuestra fe y escandaliza a nuestro orgullo. ¿Os figuráis a esta Madre dulcísima, con los mismos brazos que llevaron a Jesús, ayudando a la joven Santa Catalina de Sena en el rudo trabajo de amasar el pan y de cocerlo, impuesto a su debilidad por la dureza de sus padres; o bien tomar el cayado y el oficio de una pastorcilla y constituirse en guardiana visible de un rebaño? En otro lugar, con un lienzo de admirable blancura enjuga el sudor que baña el rostro de San Alfonso Rodríguez y le deja en él, durante algunos días, el perfume de sus benditas manos; o bien levanta del suelo a un infeliz leproso a quien la desesperación arrojó fuera de su miserable yacija y le vuelve a recostar penitente y consolado. Es que es madre, y que atenciones como las que acabamos de recordar pueden ser más eficaces para ganar y levantar los corazones que los más señalados beneficios. Si admiramos a María cuando la vemos guiando a los ejércitos cristianos a la victoria o rechazando a las legiones infernales, no menos la reconocemos en esos humildes e ínfimos servicios. ¿Acaso no es madre tanto o más que reina?
Una cuestión que necesitaría amplio desarrollo sería averiguar la naturaleza y modo de estas apariciones. Nuestro Señor, después de su resurrección, no se reveló a todos sus discípulos de la misma manera. A Magdalena se mostró primero bajo la figura de un jardinero; a los discípulos de Emmaus, con traje y en actitud de viajero; se aparecerá más adelante a San Esteban, de pie a la diestra de Dios, como espectador de su victorioso combate.
Así es cómo se acomoda y se acomodará siempre, en el transcurso de los siglos, a los diferentes estados de las almas, a las circunstancias de tiempo y de persona, y, sobre todo, al objeto que persigue en sus manifestaciones. Así ocurre y más aún con las apariciones de la Bienaventurada Virgen María.
Es una mujer de hermosura maravillosa, resplandeciente de luz divina, que infunde respeto a la vez que su aspecto bondadoso arrebata los corazones; es la Virgen de Nazareth, dulce, modesta, amabilísima; es una madre tierna que sostiene a Jesús en sus brazos. Su rostro, en las diferentes visiones es alegre, triste o severo, según los sentimientos que viene a despertar. A menudo se muestra con apariencias que responden a alguno de sus misterios. A menudo también se conforma a las ideas, a los efectos, al estado mismo de aquellos a quienes honra con sus visitas: Así, toma aquí el hábito del Carmen con una hija de Santa Teresa; allí, el de los Trinitarios con San Félix de Valois; más allá, un traje rústico con sencillos pastores. Las mismas condescendencias regulan la elección que hace de los Santos que la acompañan cuando le place no venir sola. Se mostrará a las vírgenes rodeada a veces de un coro de Vírgenes; a religiosos, seguida de algún Santo de su orden; a otro, también, asistida de sus patronos favoritos.
Si se reflexiona sobre ello, se verá que estas manifestaciones de la Virgen están generalmente de acuerdo con las representaciones que proceden de la piedad de los hombres, sea que éstas hayan sido hechas en honor de aquéllas, sea que la misma piedad de que son obra se haya inspirado, para multiplicar los tipos, en las circunstancias providenciales o en los atractivos que llevan las almas hacia los distintos misterios y diversos privilegios de la Madre de Dios. Recorred nuestros santuarios y veréis, mejor que pudiéramos nosotros expresarlo con palabras, bajo cuántas formas y con cuántas actitudes ha sido pintada o esculpida la Santísima Virgen.
Observemos, además, otra analogía muy sugestiva entre las apariciones de la Virgen y las representaciones salidas de las manos de los hombres. Esto se explica porque siendo estas apariciones, en su mayor parte, impersonales, como ya lo hemos hecho notar, María, de ordinario, no se manifiesta por sí misma y en su propia substancia. Allí está presente, pero en imagen y por medio de una imagen de sí misma; imagen a veces exterior y visible a los ojos del cuerpo, como la que revistió el Arcángel enviado para servir de guía al joven Tobías; más a menudo imagen interior, producida de un modo sobrenatural en las facultades sensibles del vidente, del mismo género de las que encontramos con tanta frecuencia en las visiones proféticas del Antiguo Testamento (S. Thom., 2-2, q. 174, a. 1, sqq.).
Aquí se imponen algunas explicaciones, si queremos evitar los equívocos
y no dar como cierto lo que está sometido a las disputas de los
hombres. Ante todo, no hemos dicho que estas visiones sean todas
impersonales. Además, sería muy arduo definir cuándo se muestra la
Virgen en sí misma y en su propia forma, o cuándo se aparece bajo una
representación ejecutada por orden suya por esos maravillosos artistas
que son los espíritus angélicos.
Las
historias mencionan hechos maravillosos acaecidos con la Sagrada
Eucaristía. A menudo Jesús se ha mostrado bajo la forma de un niño
pequeñito en la Hostia consagrada. Otras veces el sacerdote ha visto
sangre que brotaba del Cáliz en lugar de las especies sacramentales del
vino. El más común sentir, por no decir universal, de los teólogos, es
que lo que entonces aparecía a la vista no era el mismo Jesucristo en su
propia forma, ni era aquélla su sangre divina, sino una imagen de lo
uno y de la otra; imagen unas veces puramente subjetiva es
decir, formada en los sentidos, y otras objetiva, es decir, producida
fuera de ellos en los objetos exteriores. Así siente Santo Tomás (3 p.,
q. 77, a. 8) y el docto Suárez (de Eucharistia, I). 5G, s. 2). Por lo
demás, notan uno y otro que la adoración que en estos casus se rindiera,
ya al Niño Dios en la Hostia, ya a su divina sangre en el Cáliz, no
seria ilusoria: porque pasaría de la imagen a la realidad que se
manifiesta por medio de la imagen sensible.
Parece, según esto, que los dos grandes teólogos citados y sus respectivas escuelas deberían estar en absoluto de acuerdo sobre la naturaleza de las apariciones de la Santísima Virgen. No hay nada de eso. Para el Doctor Angélico y para los que siguen su doctrina, toda aparición de María bajo su propia forma exige que deje el cielo para venir a la tierra, por razón de que, según ellos, el mismo cuerpo no puede existir en dos lugares a la vez, no a la manera de las substancias, per modum suhstantiae, como está el cuerpo de Jesucristo en el Sacramento del Altar, sino de la manera que nosotros mismos ocupamos una parte determinada del espacio, con nuestras propias dimensiones, per modum dimensionum, y bajo nuestra forma sensible. Para los otros por el contrario, nada se opone a que, si agrada a Dios el realizar esta maravilla, el mismo cuerpo se encuentre al mismo tiempo en varios sitios, alejados unos de otros, sin dejar de conservar en todos el modo de presencia que tenía naturalmente en el primero.
De aquí se saca la consecuencia de que, según la última doctrina, María podría, sin dejar ni un instante siquiera la región bendita del cielo, mostrarse ella misma personalmente a sus privilegiados de la tierra, independientemente de toda representación objetiva o subjetiva. En ninguna parte hemos leído que Suárez haya considerado él mismo como personales todas las apariciones de la Madre de Dios. Lo que enseña acerca de la Sagrada Eucaristía nos induce a creer que si se hubiera propuesto la cuestión, la hubiera resuelto negativamente. Pero no hubiera dado la razón que resulta de las teorías de Santo Tomás, de que semejantes apariciones exigirían de María que abandonase momentáneamente su morada de las alturas celestiales para hacerse presente sobre el humilde lugar del espacio en que estamos. No nos toca el juzgar cuestiones tan graves. Confesamos, sin embargo, nuestra predilección por las ideas del Angel de las Escuelas, estimando como él que los fenómenos de bilocación de que la historia de los Santos nos ofrece más de un ejemplo, no eran substanciales: en otros términos, que el cuerpo que milagrosamente aparecía simultáneamente en varios sitios solamente en uno de ellos estaba en realidad viviente y personal. Por lo demás, según ya lo hemos dicho, esta cuestión por sí misma no interesa a la fe; por consiguiente, desde este punto de vista, nada impide el inclinarse libremente hacia una u otra de las opiniones discutidas entre nuestros Doctores.
Mas si hay este parecido entre las representaciones fabricadas por la mano de los hombres y las apariciones debidas al arte divino, ¡qué diferencia, no obstante, entre las unas y las otras, y cuánto superan éstas a aquéllas! La primera diferencia consiste en que por las primeras nos ponemos por nosotros mismos en comunicación con la Virgen, en tanto que por las segundas es ella la que viene hacia nosotros, no cuando queremos nosotros, sino cuando quiere y como quiere ella.
He aquí otras diferencias no menos profundas: la imagen pintada o esculpida por el hombre, por perfecta que sea, no participa sino muy pobremente de las apariencias de la vida. Pálido reflejo de la hermosura, perfecciones y sentimientos de la augusta Virgen, es muda, inerte, como la materia de que está hecha. Además, podemos, a nuestro arbitrio, distinguirla del ejemplar que intenta reproducir, considerar por separado sus formas, su substancia y su calidad propia.
Por el contrario, la imagen que debe al celestial artífice su existencia, la que entra en acto en las visiones sobrenaturales, desaparece totalmente ella misma para no dejar aparecer más que a su modelo. Es imagen viva, y a menudo habla y obra con maneras mil veces más expresivas que las realidades que hieren los ojos de nuestra carne; tan expresivas que aquel que las contempla se persuade de que contempla al ejemplar mismo, sin intermediario y sin velo. Sí la que se revela es la Santísima Virgen; la oímos, la vemos, si tenemos la dicha de recibir alguna de estas manifestaciones.
No nos objetéis que si María no está presente sino en imagen, los homenajes que se le rinden terminan en una apariencia vana, en un fantasma. ¿Olvidáis hasta ese punto el papel de la imagen, y sobre todo el de una imagen tan perfecta, y no sabéis que el movimiento del alma va derecho a través de la imagen hasta el ejemplar que representa? Ciertamente, no cae en semejante ilusión aquel a quien la Madre de Dios se digne mostrarse así, en imagen visible y palpable; Ella es, efectivamente, a la que él contempla, a la que venera, a la que escucha y ama; y si os hace entrar en el secreto de sus favores, os dirá: he visto a la Virgen Santísima; se ha dignado hablar a su humilde siervo, confortarle, bendecirle; tan cierto es que la imagen desaparece para dejar ver únicamente lo que tiene por misión de hacer presente y sensible.
Por muy distintos que sean entre sí los dos órdenes de manifestaciones, el de las representaciones por medio de las obras humanas y el de las representaciones por medio de aparición sobrenatural, ocurre a veces que uno y otro se unen y compenetran mutuamente. Se han visto estatuas o pinturas de la Madre de Dios animarse, en algún modo, para aquellos que las contemplaban. Esta imagen de la Virgen, por ejemplo, ha derramado lágrimas; aquella ha sonreído o hablado; aquella otra ha aparecido resplandeciente de luz; ésta ha extendido sus brazos para socorrer o bendecir; aquella ha cerrado la mano como prueba de que la Virgen aceptaba las promesas simbolizadas por el anillo que uno de sus siervos le ha puesto en el dedo. Y de esta suerte María se compenetra, por decirlo así, con sus imágenes, a fin de recibir los homenajes de sus hijos predilectos y de colmarlos interiormente de sus más señalados favores.
Lo que hemos dicho de las apariciones debe entenderse también, guardada la debida proporción, de las revelaciones. A menudo van unidos ambos fenómenos, pero también pueden existir por separado. San Estanislao de Kostka fué llamado a la Compañía por una locución activa; María hizo oír interiormente el mismo llamamiento a San Luis Gonzaga. Mas no se dice que entonces se le mostrara visiblemente. Así como las visiones generalmente pasan con gran rapidez, de la misma manera las palabras son breves. Por lo demás, es tanta su virtud que le bastan a María algunas palabras para conmover y trocar los corazones; tan poderosa es la gracia interior que las anima.
Hagamos notar, para terminar, que estas demostraciones más sensibles de su amor maternal concedidas por la Madre de la gracia a muchos de sus privilegiados no deben interpretarse por los demás como una prueba infalible de que son menos amados de su corazón, ni tampoco menos amantes. Sírvales de consuelo el saber que el amor de María para sus hijos de adopción, como también la devoción de éstos a su Madre, se mide menos por los favores extraordinarios que por el celo que ponen en honrarla, invocarla y glorificarla por medio de la fiel imitación de sus virtudes y por su abnegación en el servicio de su Divino Hijo. Así, pues, como puede pertenecerse a Ella sin estar inscripto en sus Congregaciones y Cofradías, a veces tanto o más que que otros que le estén particularmente consagrados, así sucede a veces que también sin privilegio de visión alguna ni de revelación extraordinaria se puede ser igual y aun sobrepujar a sus ojos a otras almas más sensiblemente favorecidas. Estas gracias singulares no por eso merecen menos gratitud de quien las recibe, como un gusto anticipado de la bienaventuranza prometida a los servidores de María, allí en donde todos esperamos tener la dicha de verla cara a cara, de oír su voz encantadora y de vivir para siempre en su amable compañía.
Parece, según esto, que los dos grandes teólogos citados y sus respectivas escuelas deberían estar en absoluto de acuerdo sobre la naturaleza de las apariciones de la Santísima Virgen. No hay nada de eso. Para el Doctor Angélico y para los que siguen su doctrina, toda aparición de María bajo su propia forma exige que deje el cielo para venir a la tierra, por razón de que, según ellos, el mismo cuerpo no puede existir en dos lugares a la vez, no a la manera de las substancias, per modum suhstantiae, como está el cuerpo de Jesucristo en el Sacramento del Altar, sino de la manera que nosotros mismos ocupamos una parte determinada del espacio, con nuestras propias dimensiones, per modum dimensionum, y bajo nuestra forma sensible. Para los otros por el contrario, nada se opone a que, si agrada a Dios el realizar esta maravilla, el mismo cuerpo se encuentre al mismo tiempo en varios sitios, alejados unos de otros, sin dejar de conservar en todos el modo de presencia que tenía naturalmente en el primero.
De aquí se saca la consecuencia de que, según la última doctrina, María podría, sin dejar ni un instante siquiera la región bendita del cielo, mostrarse ella misma personalmente a sus privilegiados de la tierra, independientemente de toda representación objetiva o subjetiva. En ninguna parte hemos leído que Suárez haya considerado él mismo como personales todas las apariciones de la Madre de Dios. Lo que enseña acerca de la Sagrada Eucaristía nos induce a creer que si se hubiera propuesto la cuestión, la hubiera resuelto negativamente. Pero no hubiera dado la razón que resulta de las teorías de Santo Tomás, de que semejantes apariciones exigirían de María que abandonase momentáneamente su morada de las alturas celestiales para hacerse presente sobre el humilde lugar del espacio en que estamos. No nos toca el juzgar cuestiones tan graves. Confesamos, sin embargo, nuestra predilección por las ideas del Angel de las Escuelas, estimando como él que los fenómenos de bilocación de que la historia de los Santos nos ofrece más de un ejemplo, no eran substanciales: en otros términos, que el cuerpo que milagrosamente aparecía simultáneamente en varios sitios solamente en uno de ellos estaba en realidad viviente y personal. Por lo demás, según ya lo hemos dicho, esta cuestión por sí misma no interesa a la fe; por consiguiente, desde este punto de vista, nada impide el inclinarse libremente hacia una u otra de las opiniones discutidas entre nuestros Doctores.
Mas si hay este parecido entre las representaciones fabricadas por la mano de los hombres y las apariciones debidas al arte divino, ¡qué diferencia, no obstante, entre las unas y las otras, y cuánto superan éstas a aquéllas! La primera diferencia consiste en que por las primeras nos ponemos por nosotros mismos en comunicación con la Virgen, en tanto que por las segundas es ella la que viene hacia nosotros, no cuando queremos nosotros, sino cuando quiere y como quiere ella.
He aquí otras diferencias no menos profundas: la imagen pintada o esculpida por el hombre, por perfecta que sea, no participa sino muy pobremente de las apariencias de la vida. Pálido reflejo de la hermosura, perfecciones y sentimientos de la augusta Virgen, es muda, inerte, como la materia de que está hecha. Además, podemos, a nuestro arbitrio, distinguirla del ejemplar que intenta reproducir, considerar por separado sus formas, su substancia y su calidad propia.
Por el contrario, la imagen que debe al celestial artífice su existencia, la que entra en acto en las visiones sobrenaturales, desaparece totalmente ella misma para no dejar aparecer más que a su modelo. Es imagen viva, y a menudo habla y obra con maneras mil veces más expresivas que las realidades que hieren los ojos de nuestra carne; tan expresivas que aquel que las contempla se persuade de que contempla al ejemplar mismo, sin intermediario y sin velo. Sí la que se revela es la Santísima Virgen; la oímos, la vemos, si tenemos la dicha de recibir alguna de estas manifestaciones.
No nos objetéis que si María no está presente sino en imagen, los homenajes que se le rinden terminan en una apariencia vana, en un fantasma. ¿Olvidáis hasta ese punto el papel de la imagen, y sobre todo el de una imagen tan perfecta, y no sabéis que el movimiento del alma va derecho a través de la imagen hasta el ejemplar que representa? Ciertamente, no cae en semejante ilusión aquel a quien la Madre de Dios se digne mostrarse así, en imagen visible y palpable; Ella es, efectivamente, a la que él contempla, a la que venera, a la que escucha y ama; y si os hace entrar en el secreto de sus favores, os dirá: he visto a la Virgen Santísima; se ha dignado hablar a su humilde siervo, confortarle, bendecirle; tan cierto es que la imagen desaparece para dejar ver únicamente lo que tiene por misión de hacer presente y sensible.
Por muy distintos que sean entre sí los dos órdenes de manifestaciones, el de las representaciones por medio de las obras humanas y el de las representaciones por medio de aparición sobrenatural, ocurre a veces que uno y otro se unen y compenetran mutuamente. Se han visto estatuas o pinturas de la Madre de Dios animarse, en algún modo, para aquellos que las contemplaban. Esta imagen de la Virgen, por ejemplo, ha derramado lágrimas; aquella ha sonreído o hablado; aquella otra ha aparecido resplandeciente de luz; ésta ha extendido sus brazos para socorrer o bendecir; aquella ha cerrado la mano como prueba de que la Virgen aceptaba las promesas simbolizadas por el anillo que uno de sus siervos le ha puesto en el dedo. Y de esta suerte María se compenetra, por decirlo así, con sus imágenes, a fin de recibir los homenajes de sus hijos predilectos y de colmarlos interiormente de sus más señalados favores.
Lo que hemos dicho de las apariciones debe entenderse también, guardada la debida proporción, de las revelaciones. A menudo van unidos ambos fenómenos, pero también pueden existir por separado. San Estanislao de Kostka fué llamado a la Compañía por una locución activa; María hizo oír interiormente el mismo llamamiento a San Luis Gonzaga. Mas no se dice que entonces se le mostrara visiblemente. Así como las visiones generalmente pasan con gran rapidez, de la misma manera las palabras son breves. Por lo demás, es tanta su virtud que le bastan a María algunas palabras para conmover y trocar los corazones; tan poderosa es la gracia interior que las anima.
Hagamos notar, para terminar, que estas demostraciones más sensibles de su amor maternal concedidas por la Madre de la gracia a muchos de sus privilegiados no deben interpretarse por los demás como una prueba infalible de que son menos amados de su corazón, ni tampoco menos amantes. Sírvales de consuelo el saber que el amor de María para sus hijos de adopción, como también la devoción de éstos a su Madre, se mide menos por los favores extraordinarios que por el celo que ponen en honrarla, invocarla y glorificarla por medio de la fiel imitación de sus virtudes y por su abnegación en el servicio de su Divino Hijo. Así, pues, como puede pertenecerse a Ella sin estar inscripto en sus Congregaciones y Cofradías, a veces tanto o más que que otros que le estén particularmente consagrados, así sucede a veces que también sin privilegio de visión alguna ni de revelación extraordinaria se puede ser igual y aun sobrepujar a sus ojos a otras almas más sensiblemente favorecidas. Estas gracias singulares no por eso merecen menos gratitud de quien las recibe, como un gusto anticipado de la bienaventuranza prometida a los servidores de María, allí en donde todos esperamos tener la dicha de verla cara a cara, de oír su voz encantadora y de vivir para siempre en su amable compañía.
J. B. Terrien S.J.
LA MADRE DE DIOS Y MADRE DE LOS HOMBRES
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