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miércoles, 18 de septiembre de 2013

EL SACRIFICIO DE LA MISA (18)

2. Sentido de la celebración eucarística Misa e Iglesia 
     235. Al echar ahora una vista de conjunto sobre todo lo que nos ha descubierto la historia de los nombres sobre la celebración de la misa, no encontramos que añadir más que detalles para completar su sentido íntimo. La misa es una función religiosa en la que se reúne la Iglesia para llevar a cabo el acto primario y principal de su misión, una función religiosa consagrada al Señor y consistente en una acción de gracias, una oblación; más aún, en un sacrificio ofrecido a Dios que atrae bendiciones sobre aquellos que para este fln se han congregado. 

Razón y particularidad de este capítulo 
     Ya antes, al recorrer en la primera parte la historia, nos han salido al paso otros rasgos esenciales por los que hemos podido descubrir los diversos aspectos que se han ido destacando en el correr de los siglos.
     Si bien todas estas investigaciones nos han servido para orientarnos, no nos pueden bastar por si solas. Expongamos lo que la Iglesia misma ha declarado formalmente acerca del sentido y esencia de la celebración eucarística, ya sea en la forma de una sencilla explicación catequística, o más solemnemente en profundas discusiones teológicas. Tal modo de proceder no puede estar fuera del marco de un libro que, como el nuestro, se propone en primer lugar la exposición de la variedad múltiple de las formas exteriores de la misa; tanto más que no se trata solamente de hacer historia de esta multiplicidad, sino también de sorprenderla en su crecimiento y evolución con un estudio más intimo de su esencia. Urge penetrar primeramente en esta su esencia. Advirtamos, con todo, que no puede ser nuestro propósito trasladar, ni siquiera en resumen, el tratado dogmático sobre dicha materia tal como se presenta en el conjunto científico y teológico de las verdades de nuestra fe; en concreto, en la teología de los sacramentos. Para dar con las soluciones apetecidas hemos de intentar el planteamiento de los problemas desde un punto de vista más amplio, teniendo en cuenta la vida religiosa toda y el cuadro litúrgico completo.
     Una vez orientados en los hechos litúrgicos fijados hasta ahora, tenemos que avanzar partiendo de los mismos al campo propiamente teológico.
 

El recuerdo del Señor 
     236. Los hechos nos dicen que no podemos desde un principio limitarnos a sólo el concepto de sacrificio; en un esquema tan estrecho no encontraríamos margen para rasgos de importancia. Hemos de tomar por base de nuestra investigación un concepto más amplío, sacándolo de aquellos hechos que se nos han presentado hasta ahora. El mismo Señor nos lo indica al insinuarnos, después de la primera consagración, el sentido de su institución: «Haced esto en recuerdo mío».
     La misa es una función religiosa dedicada al recuerdo de Cristo; es el dominicum. Y, para más abundancia, no se trata sencillamente del recuerdo de su persona, sino del de su obra, según lo del Apóstol: «Cuantas veces comáis este pan y bebáis este cáliz, anunciaréis la muerte del Señor hasta que El venga» (1 Cor XI, 28)
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Víctima y Sumo Sacerdote 
     237. Nuestro estudio, pues, tiene que fundamentarse en el misterio de la pasión y muerte del Señor, llamado a ser representado de un modo continuo por medio de su institución. Este misterio, sin embargo, no puede vaciarse en un solo concepto. Valiéndose de este misterio, selló el Señor con su sangre el testimonio de la verdad (Jn XVIII, 37), del reino de Dios, cumplido en su persona, «dando testimonio de la verdad con tan noble confesión» (1 Tim VI, 13). En él, con obediencia heroica que resistió hasta la muerte de la cruz (Flp II, 8), cumplió la voluntad del Padre, contra el cual Adán se había levantado con terca inobediencia. Por decisión de su voluntad libérrima, al entregarse en manos de sus enemigos, dócil y sin hacer uso de su poder taumatúrgico, dió su vida «como rescate por muchos» (Mc X, 45). Sostuvo la lucha contra el enemigo invisible, que por el pecado mantenía presa a toda la humanidad, y como el más fuerte lo venció (Lc XI, 22), derrotando al príncipe de este mundo (Jn XII, 31). Caminó al frente de toda la humanidad y, pasando por su pasión y muerte, entró en su gloria (Lc XXIV, 26). Ofreció en el Espíritu Santo, como sumo sacerdote, el sacrificio perfecto; entró mediante su propia sangre, una vez para siempre, en el sanctasanctórum, sellando con su muerte la nueva y eterna alianza (Hebr VI, 11 ss). El mismo se hizo nuestro Cordero pascual, cuya sangre nos trae la liberación de la tierra de esclavitud y cuya inmolación da jubilosamente principio a la solemnidad de la Pascua (1 Cor V, 7 s); es el cordero que fué sacrificado y ahora vive y para el cual su esposa se atavía (Apoc V, 6 ss; XIX, 7 ss). Con todas estas imágenes y comparaciones, los libros del Nuevo Testamento intentan describir la gran obra, por la que Jesucristo puso los fundamentos de la nueva humanidad. 

Representación de la pasión y victoria 
     De esta plenitud de contenido, que encierra la muerte redentora de Jesucristo, participa también de algún modo la institución de la última cena. Se reproduce en ella de un modo misterioso la pasión, que al mismo tiempo es testimonio, obediencia, expiación, combate, victoria y sacrificio inmaculado. Pasión que se hace presente bajo las especies de pan y vino, elementos de una comida sencilla, que se convierten, por la palabra santificadora del sacerdote, en el cuerpo y la sangre de Cristo, manjar para todos los comensales. Ahora bien, ¿cuál es el sentido más propio de esta representación real que se realiza diariamente en innumerables lugares? ¿Está en la representación como tal?
     Cuando el Señor en la cruz exclamó: Consummatum est, sólo unos pocos hombres lo oyeron, y menos fueron todavía los que entrevieron que por esta palabra se inauguraba una nueva era para el género humano, abriéndose por esta muerte las puertas de la vida eterna, por las que desde ahora en adelante podrían penetrar todas las generaciones. Responde a una exigencia humana muy natural el que por medio de una institución de Cristo se perpetuara este grandioso acontecimiento para todas las generaciones venideras, con el fin de que ellas pudieran ser testigos aun en lejanos siglos y entro los pueblos más apartados, que levantarían santamente emocionados su mirada hacia El.
 

Interpretación medieval de la misa 
     238. Efectivamente, la Edad Media cultivó con especial cariño este aspecto del misterio eucarístico. La celebración del sacerdote en el altar es, ante todo, recuerdo de la pasión. La pasión del Señor se ve representada en la fracción del pan, en su distribución a los fieles, en la acción de darles el cáliz, vertiéndose la sangre del Señor en la boca de los fieles (M. Lepin. L'idée du sacrifice de la messe d'apres les teologiens depuis l'origine jusqu a nos jours (Paris 1926) 87-90 112-129). Y arrancando de este natural simbolismo, se llega, sobre todo a partir del siglo IX, a la interpretación alegórica de todas las ceremonias de la misa en el sentido de una escenificación completa de la pasión del Señor: en la acción de retirarse los clérigos asistentes, al comenzar el prefacio, se quiere reconocer la fuga de los apóstoles; se ve al Señor padecer en la cruz con les brazos extendidos (del sacerdote), se interpreta su resurrección en la mezcla de las especies de pan y vino: más aún, se encuentra representada en la misa la vida entera de Cristo con toda la historia de nuestra salvación. La acción sagrada se convierte en teatro, en el cual están entrelazadas misteriosamente representación y realidad. Esta Interpretación de la misa como drama persiste aún hoy en el pueblo, y a ello alude la expresión «oír la misa».
     De un modo semejante en las demás lenguas modernas. La expresión to hear tho mes se encuentra va en Layfolks Massbook del siglo XIII, ed. Simmons, 6. Decretum Gratiani. III, i 64 (Fried-Berg, I, 1312): missas totas audire; cf. 1. c., 62 (1311), aunque hay discrepancias entre los distintos manuscritos. En Regino (De synod. causis, II, 5, 64: PL 132, 285), una de las preguntas es si los pastores los domingos vienen a la iglesia y oyen misa (missas audiant). La explicación de la misa Dominus vobiscum, de los tiempos de los carolingios (PL 138, 1167), interpreta la oración del sacerdote para los circúmadstantes de aquellos que ad audiendam missam venerunt, después de la cual reza también para aquellos qui oblationes suas offerunt. Los albaneses dicen incluso «mirar la misa». En cambio, la expresión «asistir a misa» es mucho más antigua; cf. Tertuliano, De or., c. 19 (CSEL 20. 192): de stationum diebus non putant plerique sacrificiorum orationibus interveniendum. Tertuliano recomienda esta praxis, en la que sin comulgar se puede llevar consigo a casa el cuerpo del Señor. Cf. Elfers, Die Kirchenoranung Hippolyts, 293.
     Aun contando con las deficiencias que puedan hallarse en esta concepción de la misa, hay que reconocer que a través de tales interpretaciones medievales aparece un rasgo esencial de la institución de Jesucristo, a saber, el de ser una función religiosa en memoria de Jesucristo, una acción sagrada, que reaviva, en medio de la comunidad, los hechos de la historia de nuestra salvación: un misterio. 

Banquete y sacrificio 
     239. Otra particularidad de la institución de Cristo que resaltó desde el principio y encontró en los primeros tiempos perfecta expresión litúrgica, es su carácter de comida sagrada. La Eucaristía es una cena conmemorativa que el Señor había instituido para que los hombres recordasen sus obras. Hay preparada una mesa: la mesa del Señor. Alrededor de esta mesa se congrega la comunidad de los fieles para una reunión sagrada. En ella el Señor mismo será su alimento, dándoles su cuerpo y sangre bajo las especies de pan y vino, como comida y bebida espiritual (cf. 1 Cor X, 3 s).
     De este modo, más que recuerdo frío, la institución eucarística es un medio que renueva continuamente la unión de los fieles con su Señor. Lo proclama de continuo su misma forma de cena. Por esto, fijándose con preferencia en el proceso exterior, se ha podido calificar aun en nuestros días la cena como forma constitutiva de la celebración eucaristica. Ya las fuentes bíblicas, sin embargo, caracterizan esta cena como cena sacrifical. Así, por ejemplo, ven los corintios la mesa del Señor preparada en la iglesia, puesta frente a frente de las mesas de los demonios, en las cuales se comía la carne sacrificada a los dioses paganos. La Iglesia primitiva, aun en sus ágapes, tenía conciencia de que en la celebración de la Eucaristía había un sacrificio puro, que ha de ser ofrecido en todas partes. La idea del sacrificio y su ofrecimiento hecho a Dios que se realiza en la Eucaristía, aparece luego en muchos pasajes de los Santos Padres y ha tenido una influencia decisiva en todos los textos de los muchos ritos que conocemos. La piedad de la Edad Media, que realzó tanto el recuerdo de la pasión de Cristo en la misa, nunca pudo perder de vista la idea sacrifical. Al contrario, al final de esa Edad, las contribuciones para el culto, exigidas a los fieles u ofrecidas por ellos a fin de conseguir gracias espirituales «para los vivos y difuntos», aumentaron de tal manera, que no solamente la seudorreforma lo tomó como uno de sus mejores pretextos para su rebelión contra la Iglesia, sino que también la misma jerarquía católica encontró más que suficiente materia en estas costumbres para adoptar medidas severas contra los abusos. 

Sacrificio de Cristo 
     240. Por eso el concilio de Trento se detuvo con especial insistencia en este aspecto del misterio eucarístico. Insistió en que la misa no es únicamente cena, ni sólo una función conmemorativa de un sacrificio realizado en otro tiempo, sino que es por si mismo sacrificio verdadero, que contiene fuerzo, propia, expiatoria e impetratoria (Sess. XXII, can. 1. Denzinger-Umberg, n. 948). Cristo lo ofreció en su última cena, mandando a sus apóstoles y sucesores que lo ofrecieran como El lo había hecho. Más aún, El mismo es quien lo sigue ofreciendo en la Iglesia, sirviéndose del ministerio sacerdotal. De este modo dejó a su amada esposa, la Iglesia, un sacrificio visible (L. c., c. 1, 2. Denzinger-Umberg, nn. 938-940). La misa es, por lo tanto, un sacrificio ofrecido, sí, por Cristo, pero también y al mismo tiempo por los que recibieron su encargo; es el sacrificio de Cristo y el sacrificio de la Iglesia. 

...y sacrificio de la Iglesia 
     Esta es la razón de por qué aun en un estudio preferentemente litúrgico no podemos relegar a un segundo término la parte que la Iglesia tiene en el sacrificio.
     Es verdad que en las controversias teológicas de la época de la Reforma y en la teología posterior, a pesar de haberse puesto la idea del sacrificio en el centro de la atención, no se habla apenas del sacrificio de la Iglesia; la razón es que se trataba entonces de defender una verdad aún más importante y general, la del carácter de la misa como verdadero sacrificio y —especialmente contra Calvino— que la fe en la misa como verdadero sacrificio no estaba en contradicción con el único sacrificio de Cristo, que hace resaltar la Carta a los Hebreos. Urgía asegurar primeramente la verdad de la misa como sacrificio de Cristo.
 

el testimonio de los textos litúrgicos 
     241. Pero desde el momento en que el interés apologético contra los innovadores del siglo XVI pasa a segundo plano y los teólogos vuelven a interesarse por el sentido íntimo de la misa y su papel en el organismo vivo de la Iglesia, el aspecto de la misa como sacrificio de la Iglesia recobra automáticamente toda su importancia debida; más aún, salta al primer plano de la atención. Las liturgias hablan un lenguaje bien claro por lo que hace a este punto. Basta fijarse, aun sólo superficialmente. en el texto de la misa romana o de otras liturgias, para descubrir que en ellas no hay otro pensamiento tan resueltamente expresado como este de la Iglesia, o sea el pueblo de Dios, la comunidad reunida que ofrece a Dios el sacrificio. Uno de los textos más venerables de nuestra liturgia llama a la acción sagrada del altar oblatio servitutis nostrae, sed et cunctae familiae tuae, y poco después de la consagración, en el mismo punto culminante de la acción sagrada, dice: nos famuli tui, sed et plebs tua sancta offerimus praeclarae majestati tuae.... calificando la oblación como hostia pura y santa, pan santo de la vida eterna y cáliz de perpetua salud. Lo mismo vemos expresado cuando el sacerdote con otra oración formulada mil años más tarde que las del canon, habla de meum ac vestrum sacrificium, rogando que sea acepto a Dios. El que la misa sea también sacrificio de Cristo, se da por supuesto en el ordo missae romano, aunque no se exprese directamente en ningún sitio. 
     Con más claridad aún se expresa esta verdad de que la misa es sacrificio de la Iglesia en la anáfora de San Hipólito: Et petimus ut mittas Spiritum tuum Sanctum in oblationein sanctae Ecclesiae.
     Existe cierto contraste real entre este modo de expresarse la liturgia y aquel a que estamos acostumbrados desde nuestra niñez por la predicación, catequesis y literatura religiosa. Preferimos hablar solamente de Cristo, que renueva incruentamente su pasión y muerte sobre nuestros altares: de la renovación de su sacrificio de la cruz, del sacrificio por el cual se ofrece El a su Padre celestial, y. generalmente sólo con fórmulas vagas, también del sacrificio de la Iglesia; de ahí que aun textos de teología recurren sin más reflexión a la presencia de Cristo en la sagrada hostia para solucionar el problema del momento en que se realiza la oblación de Cristo en la misa. 

El testimonio del magisterio ordinario 
     242. Pero si miramos, aun sólo superficialmente, el modo como se expresan los Santos Padres sobre este particular, nos llamará la atención la naturalidad con que hablan del sacrificio de la Iglesia en los mismos términos que del sacrificio de Cristo, y la espontaneidad con que insisten en que nosotros, o sea la Iglesia, el sacerdote, ofrecemos la pasión del Señor, más aún, a El mismo (San Ireneo Adv. haer., IV, 17s; sobre todo, IV, 18, 4): hanc oblationem Ecclesia sola puram offeri fabricatori. San Cipriano Ep. 63, 17 : CSEL 3, 714: passio est enim Domini sacrificium quod offerimus. San Atanasio Ep. heort., 2, 9: PG 25 1365: «Nosotros no ofrecemos un cordero material, sino el Verdadero, que ya está sacrificado. Nuestro Señor Jesucristo». San Crisóstomo In Hebr., hom. 17, 3: PG 63,131: «Nuestro sacerdote es aquel que ofreció el sacrificio purificador; este mismo sacrificio ofrecemos también ahora..., y ningún otro». Passio Andreae (s. v) (Acta ap. apocr., ed. Lipsius-Bonnet, II, 1, p. I3s): Omnipotenti Deo... immaculatum agnum cotidie in altare crucis sacrificio. San Agustín (Ep. 98, 9: CSEL 34, 531): Nonne semel oblatus est christus in seipso et tamen in sacramento non solum per omnes paschae Sollemnatitates sed omni die populis immolatur? San Cirilo db Jerusalén (Cat myst., v, 10 [Quasten, Mon., 103]): «Al ofrendar a Dios nuestras oraciones por los difuntos, no hacemos una corona, sino ofrecemos a Cristo, inmolado por nuestros pecados». Según Teodoreto (In ps. 109PG 80, 1773), Cristo no entra en acción, sino que «la Iglesia ofrece los misterios del cuerpo y de la sangre»). Algo semejante habría que decir de la Edad Media preescolástica, que expresa sólo raras veces la doctrina tradicional con palabras propias, pero que hace resaltar con especial claridad que el sacerdote en el altar es el que, en lugar de Cristo, ofrece el cuerpo del Señor y que en esto es coadjutor Redemptoris (Petrus Comestor +1178, sermo 47; P.L. 198, 1837 C; Lepin, 140) vicarius eius (Esteban de Baugé + 1136, De sacramento alt., c. 9 : PL 172, 1280; Lepin, 140), y, al mismo tiempo, que la Iglesia, por el ministerio del sacerdote, ofrece el sacrificio (Lepin, 141. Teólogos del principio del escolasticismo se sienten inclinados a opinar que un sacerdote excomulgado o manifiestamente herético no puede consagrar válidamente, porque ya no puede pronunciar el offerimus del canon en nombre de la Iglesia (Lepin, 141, nota 3). También Pedro Lombardo comparte esta opinión (Lepin, 157). De un modo semejante, San Cipriano había opinado ya que los sacerdotes separados de la comunidad de la Iglesia no poseían el poder de consagrar (C. Ruch, La messe d'aprés les Peres DThC 10, 939s). Santo Tomás (Summa theol., III, q. 83) distingue: pierden su eficacia las oraciones que se dicen en nombre de la Iglesia, pero no las palabras de la consagración, que obran en virtud del poder consagratorio indeleble y en nombre de Cristo. Adriano VI (+ 1523) (In IV Sent., i. 28 [Lepin, 230]) opina que el poder (no suspendido por el estado de pecado mortal) de ofrecer el sacrificio siempre se ejerce en nombre de la Iglesia, y precisamente por esto, ex parte Ecclesiae committentis, tiene su eficacia, Lepin, 148ss.). También los teólogos de los principios de la escolástica y los grandes maestros del período áureo hablan el mismo lenguaje, sin que, por cierto, se enreden en discusiones sobre este punto. Solamente Duns Escoto subraya con notable insistencia el sacrificio de la Iglesia. La razón por la cual Dios acepta el sacrificio, no es porque comprende a Cristo, sino porque es ofrecido por la Iglesia (Duns Escoto, Quaestiones quodlibet., 20, 22 (Lepin, 231). Escoto niega incluso que Cristo ofrezca immediate el sacrificio, porque de lo contrario la celebración de la misa tendría el mismo valor que su sagrada pasión, y lo prueba con la Carta a los Hebreos. Porque es esencialmente la Iglesia la que ofrece el sacrificio, siempre es necesario que alguien responda al sacerdote in persona totius Ecclesiae (Duns Escoto, In IV Sent., 13, 2 [Lepin, 238]). De igual forma insisten los teólogos de fines de la Edad Media en la acción de la Iglesia, hasta el extremo de que la actuación sacerdotal de Cristo quede incluso un poco en la penumbra.

La doctrina del concilio tridentino 
     243. Aun el mismo concilio de Trento, ya lo advertimos, cuando dice que Nuestro Señor Jesucristo quiso «dejar a su amada esposa, la Iglesia, un sacrificio visible, conforme lo pide la naturaleza humana» (Sess XXII, can. 1 (Denzinger-Umberg, n. 938). novum instituit pascha se ipsum ab Ecclesia... immolandum. con esta queda patente cue la palabra del concilio idem offerens no excluye la cooperación de la Iglesia, que de ningún modo representa un sujeto independiente de Cristo. Además, en el lugar citado, por la expresión offerendi ratio diversa queda suficiente margen para la ampliación del sujeto: Cristo ofrece juntamente con su Iglesia), lo interpreta como la verdadera intención que tuvo Cristo en la última cena. La Iglesia debe disponer de este sacrificio para satisfacer con él las exigencias de la naturaleza humana de honrar a Dios con un verdadero sacrificio. El hacer constar esta verdad es básico para una consideración teológica que quiera hacer justicia a la realidad litúrgica. A nosotros nos sirve de guia, indicándonos la dirección que han de tomar nuestras investigaciones. Queremos saber hasta qué punto la institución de Cristo se ha de entender como sacrificio de la Iglesia; qué relaciones guarda con su totalidad vital, cuáles han sido los principias que han orientado su actual forma litúrgica.
     En los últimos decenios, M. de la Taille. S. I. (Mysterium fidei [París 1921]), ha insistido en la idea del sacrificio de la Iglesia. De las tres secciones de su obra, la primera trata De sacrificio Dominico; la segunda, De sacrificio ecclesiastico. Según De la Tailie, la misa es otro sacrificio distinto del del Calvario, exclusivamente por ser sacrificio de la Iglesia. Ella hace suyo el sacrificio que el Señor realizó en la cruz, ofreciéndolo por su encargo y en su virtud (299). La crítica de la teoría del sacrificio de la misa propuesta por De la Taille, véase en Lepin, 659-720, y en los manuales de dogmática, y, sobre todo, en la obra definitiva del P. Manuel Alonso, S. I., El Sacrificio Eucaristico de la última cena del Señor. Madrid 1929-30).
     ¿Cómo se realiza, al fin, más en concreto este sacrificio que tiene que ofrecer la Iglesia? Se realiza uniéndose la Iglesia de tal forma al sacrificio de su Señor y Maestro, que el sacrificio de Cristo sea al mismo tiempo también el suyo propio. Por esto se hace presente ante todo en la misa, de forma misteriosa, el único sacrificio de Cristo ofrecido encima del Calvario, que redimió al mundo. Esta unicidad del sacrificio de Cristo consta certísimamente por la Carta a los Hebreos (IX, 24-10,18).

Teorías sobre la esencia del sacrificio eucarístico 
     244. ¿Cómo ha de entenderse, sin embargo, la presencia del sacrificio de Cristo? Sin duda, debe haber algo más que la mera representación, por semejanza, del sacrificio de entonces, según lo interpretan muchos fijándose en el memoria passionis, y que sería sacrifical en virtud de la acción que hace presentes por separado el cuerpo y la sangre de Cristo. Hay, sin duda, un sacrificio en el altar, pero un sacrificio en parte idéntico al de la cruz; el concilio de Trento dice de él: «Está presente la misma víctima, está presente el que ahora lo ofrece por ministerio, del sacerdote y que entonces se ofreció a sí mismo en la cruz. Diferente es tan sólo la forma de ofrecerse» (Can. 2 (Denzingfr-Umberg, n. 940). Aquí empiezan los intentos especulativos de los teólogos para una penetración más profunda. Desde el siglo XVI no han cesado de presentarnos soluciones nuevas.

CONMEMORACIÓN OBJETIVA POR LA ACCIÓN DEL MISTERIO 
     La más sencilla parece ser la que se ha propuesto por vez primera en nuestros días, y que interpreta la memoria passionis en el sentido de una conmemoración objetiva, no solamente intencional, en que se hace presente la acción de Cristo por medio de la "acción del misterio": bajo el velo del rito se hace presente en la celebración eucarísitica no sólo la persona de Cristo, sino también su única acción redentora. Los hechos pretéritos de la pasión y de la resurrección entrarian de nuevo en el tiempo presente, no según su desarrollo historico, sino in sacramento. De este modo representa al mismo tiempo la oblación, que es identica a la de entonces. Tal interpretación no se encuentra en la tradición cristiana; solamente se puede intentar deducirla de ella por medio de un silogismo que tiene que apoyarse en premisas que, consideradas en sí, son bien inciertas. Según esta teoria, la consagración se limitaría a dar una nueva presencia a la acción sacrifical de Cristo. La diversidad de la oblación se reduciría, por consiguiente, a un grado minimo, o sea a un grado en el cual apenas fuera posible hablar de un nueva ratio offerendi, quedando muy en duda si aun podriamos llamar la Eucaristía nuestro sacrificio y si nuestra relación con el sacrificio de Cristo pasaria de ser una relación puramente exterior.

LA CONSAGRACIÓN, OBLACIÓN DISTINTA
     245. En cambio, las teorías anteriores consideran generalmente el acto de la consagración como aquella nueva y «distinta» oblación de que habla el concilio. Por medio de la consagración se coloca ante el acatamiento del Padre celestial, en este momento y lugar determinado, el mismo cuerpo ofrecido en la cruz y la misma sangre derramada en el Calvario.
     Aquí, en este nuevo ofrecimiento que hace Cristo por medio del sacerdote —ministerio sacerdotum, dice el Tridentino;— tiene lugar la oblación, por la cual el Sumo Sacerdote, según el testimonio de la tradición cristiana, se ofrece a sí mismo en cada misa. Esta nueva oblación es por sí misma necesariamente un sacrificio, aunque no tal, que tuviera fuerza salvadora independiente, puesto que no es más que la prolongación cultual del único sacrificio del Calvario, que exclusivamente opera la redención y al que se refiere la Carta a los Hebreos.

Esencia del acto sacrifical: destrucción 
     246. La dificultad parece estar en que esta nueva presentación de la ofrenda ante el acatamiento de Dios, si bien es un acto de oblación (offerre), no llega a ser un acto de verdadero sacrificio (sacrificari). Mientras la teología pretridentina no se preocupaba mucho de esta distinción, considerando que en la oblatio de la misa quedaría asegurado suficientemente su carácter de verdadero sacrificio, más tarde, por las dificultades de los adversarios, los teólogos se ven en la necesidad de demostrar también la existencia de un acto sacrifical propiamente dicho dentro de la misa. Y teniendo en cuenta ante todo la estructura de los sacrificios del Antiguo Testamento, creen muchos que la destrucción pertenece a la esencia de cada acción sacrifical, o sea el dar muerte a la victima, si se trata de un ser viviente (teoría de destrucción), lo mismo que Cristo llevó a cabo su sacrificio redentor en la cruz por medio de su muerte. Las teorías sobre la esencia del sacrificio de la misa, surgidas después del Tridentíno se dedican, pues, casi todas a encontrar en la misa esta acción sacrifical destructora, sin que se haya llegado a una solucion aceptada por todos.
     La primera generación de los teólogos postridentinos se contentó con una semejanza cualquiera de la destrucción sacrifical, es decir, con el recuerdo de la pasión, que se encuentra representado en la comunión, y de algún modo ya antes en la fracción del pan (M. Cano); también en la consagración bajo las dos especies (Salmerón). Luego, sin embargo, bajo la influencia de la controversia, se buscó una destrucción actual. San Roberto Belarmino (+ 1621) la encuentra en la comunión, que compara con la destrucción de la víctima; Gregorio de Valencia (+ 1603), en la consagración, fracción y comunión juntas. Más tarde se abre camino la convicción de que la acción sacrifical se debe buscar únicamente en la consagración doble, porque solamente ella es absolutamente necesaria para la realización del sacrificio eucaristico. Lessius (+ 1623) interpreta la consagración doble, que vi verborum tiene por objeto la separación del cuerpo y de la sangre, como una acción suficiente para dar muerte a la víctima, si ésta fuera capaz de sufrir. De modo que equivale a una verdadera acción sacrifical (y efectivamente se llama más tarde mactatio virtualis). Vázquez (+ 1604) opina que aunque esta consagración doble, considerada por sí sola, no bastara, sin embargo, la semejanza con la muerte expresada por esta consagración doble, como mactatio mystica, es suficiente por el carácter relativo del sacrificio de la misa, o sea por su dependencia, como sacrificio conmemorativo, del sacrificio de la cruz. Defensores posteriores de esta tesis (Bossuet, Billot) añaden que esta mactatio mystica debería bastar aun prescindiendo del carácter relativo del sacrificio de la misa, porque Cristo aparece en ella bajo la imagen de su muerte. El cardenal De Lugo (+ 1660) encuentra una verdadera inmutación destructiva, como le parece necesaria para que el sacrificio sea un acto de homenaje a Dios, Señor de la vida y de la muerte; por la consagración, Cristo es puesto ante los ojos de los hombres en un status declivior, en el estado de una comida, y esto ya por medio de una sola consagración; la consagración doble solamente es necesaria para la representación de su pasión, porque asi lo quiso Dios. Esta teoría de De Lugo la ha vuelto a proponer nuevamente el cardenal Franzelin (+ 1886). J. Brinktrine (Das Opfer der Eucharistie [Paderborn 1938]) intentó desarrollar esta teoría con el pensamiento de que la humanidad de Cristo experimenta una consagración o santificación por esta puesta en estado de comida; cf. F. Mitzka : ZkTh 63 (1939) 242-244.

Inmutación; intención sacrifical 
     Hay teólogos que quisieran, en lugar de la destrucción, contentarse con alguna Inmutación que, como acto sacrifical, se pondría al lado de la oblación (Para probar esta tesis se cita Santo Tomás (cf. arriba nota 27). Asi, p. ej., R. Tapper (+ 1559) llamó la atención sobre el hecho de que Cristo glorificado adopta en la misa el modo de existir sacramentalmente (DThc 10, 1107 1109s 1116). Esta teoría se ha defendido nuevamente por N. Bartmann, Lehrbuch der Dogmatik, II, 4.a ed. (Friburgo 1921) 369s. Véase también la teoría de Suárez, según la cual la inmutación sacrifical no se realiza solamente en Cristo, sino también en las especies de pan y vino; un resumen de su teoría véase en Teodoro Baumann (El misterio de Cristo en el sacrificio de la misa [Madrid 19461 pp. 226-229), quien insiste principalmente en el concepto de la «efusión de la sangre» como acción sacrifical definitiva (pp. 217-222 233-235). Cf. más adelanto la nota 36). Otros han creído poder prescindir de toda acción sacrifical, por la que el don, antes de ser ofrecido, debería ser inmutado o destruido, y declaran como suficiente —siguiendo en esto la tradición antetridentina— la simple oblación: Cristo se hace presente bajo las especies, que en su separación simbolizan el anterior sacrificio cruento, ofreciéndose de esta manera de nuevo a su Padre Eterno (Asi opinan varios teólogos alemanes del siglo XIX, ante todo Móhler y Thalhofer. Lepin. que defiende también esta tesis cuenta entre sus defensores a los representantes del Oratorio francés desde el cardenal Bérulle (+1629); Lepin, 462ss 543ss. Véase en contra A. Michel, La messe: DThC 10. 1196-1208). Difícilmente se puede hablar de un sacrificio de Cristo que se realizarla hic et nunc, si esta oblación ha de consistir en sola la entrega interior, o sea en la intención perpetua (por ser mantenida actualmente en el cielo) y presente en este punto determinado del tiempo y del lugar (por estar comprendida en la presencia sacramental), La intención sacrifical interior no es sacrificio, ya que éste pide un acto sacrifical que además se manifieste en una señal exterior. Los representantes de tal solución se ven, pues, en la necesidad de suponer un sacrificio celestial de Cristo que cumpla todas estas condiciones y se haga presente en la consagración (Tal hipótesis se ha propugnado especialmente por Thalhofer; cf. Lepin, 575s. Lepin cree poder suponer un sacrificio celestial sin acción exterior. 737-758 747), suposición que difícilmente podrá probarse. (F. A. Stentrup, Praelectiones dogmaticae de Verbo incarnato, II. 2 (Innsbruck 1889) 278-347. Esta concepción del sacrificio, que se basa exclusivamente en el concepto de la oblación, como es fácil de ver, se distingue de la concepción pretridentina en un punto esencial, a saber: mientras ésta casi exclusivamente se referia al sacrificio de la Iglesia, la concepción moderna piensa en Cristo y su actuación de Sumo Sacerdote en la Eucaristía. De ahi la nueva modalidad de la piedad eucaristica, que se fija ante todo en la vida interior de Cristo en la Eucaristía. Ya se encuentra en los representantes del Oratorio francés; véanse algunos ejemplos en Lepin, 482ss 491s 546).

La consagración: acción inmutativa 
     247. Pero ¿no bastaría que Cristo hiciese ante el acatamiento de Dios esta presentación del sacrificio pasado por medio de una acción perceptible exteriormente, a saber, por la consagración que hace por su sacerdote? La consagración se atribuye a Cristo, no sólo en cuanto de El vienen el encargo y la autorización, sino que es su propia obra, obra de su ministerio sacerdotal (cf. Santo Tomás (Summa theol.. III, 83, 1 ad 3): sacerdos gerit imaginem Christi, in cuius persona et virtute verba pronuntiat ad consecrandum... et ita quodammodo idem est sacerdos et hostia. Santo Tomás (y con él manifiestamente el Tridentino, que alude a sus palabras) reconoce la acción sacerdotal de Cristo ante todo en la acción consecratoria del sacerdote. Según la concepción de algunos teólogos, se trata de una actividad física de Cristo, quien no solamente sabe de cada consagración en particular, sino que también la quiere y la realiza como instrumentum coniunctum divinitatis. Esto no supone en cada caso un acto nuevo, sino que basta la continuación de su acto de voluntad, con que durante su vida terrenal, en virtud de su presciencia, quiso y dió virtud a todas las futuras consagraciones. Cf. R. Garrigou-Lagrange, O. P., An Christus no solum virtualiter sed etiam actualiter offerat missas quae quotidie celebrantur: «Angelicum», 19 (1942) 105-118. De otro modo opina W. Lampen, O. P. M., De Christo non actualiter, sed virtualiter offerente in Missa: «Antonianum», 17 (1942) 253-268. G. Sohngen Das sakramentale Wesen des Messopfers [Essen 1946! p. 25ss) ha aportado nueva luz a la cuestión) obra que, a diferencia de los sacramentos, destinados únicamente a la santificación de los hombres, va ordenada inmediatamente a la glorificación de su Padre celestial. Es una entrega a su Padre celestial en este momento y en este lugar, por un acto que incluye la esencia de cada acción sacrífical, la «consagración».
     Lo que además de la oblatio se exige en la inmutación del don, para que resulte el sacrificio, no es en el fondo otra cosa que esta expresión de la consagración o santificación. Mientras que a un hombre a quien se quiere honrar se ie entrega en mano el donativo, al Dios invisible se le puede dar sólo separándolo de la propia posesión y caracterizándolo como perteneciente a Dios, «consagrado» a Dios. El modo de caracterizarlo depende de la naturaleza del don. La historia de las religiones da ejemplos de ofrendas que simplemente por depositarlos en lugar sagrado, el altar, quedan santificadas. También el Antiguo Testamento tenia esta clase de ofrendas, los «panes de la proposición». Mejor expresada, desde luego, quedaba la entrega por una separación definitiva e irrevocable de la ofrenda cuando, p. ej., el incienso se disolvía en la brasa, la ofrenda de vino se derramaba, se daba muerte a la víctima, para luego quemar su carne y, sobre todo, derramar su sangre. Confróntese W. Koch. Opfer: LThK 7, 725-727; y el capítulo «Sacrificios cruentos», de Baumann, 216-222.
     La consagración tiene por objeto una cosa que todavía es profana, del «mundo»; más aún, es el mundo y vida humana en su sentido más real, porque sirve a los hombres de sustente para su vida, pero luego se transforma en lo más sagrado que hay entre el cielo y la tierra: la ofrenda inmolada en el Calvario, cuyo eco expresan las especies después de la consagración (La inclusión en el proceso del sacrificio de los dones materiales de pan y vino ha sido defendida por teólogos de renombre: Suárez. De missae sacrificio, disp. 75, I, 11 (Opp. ed. Berton, XXI, 653); San Roberto Belarmino, Disp. de controv., III, 3, 5 (De sacrif missae, I) c. 27 (ed. Rom. 1838: III, 734); M. J. Scheesen. Los misterios del cristianismo (Barcelona 1950) pp. 533-537, esp. 534-535. Les sigue últimamente Baumann 170 228s. La expresión correspondiente a tal concepción se encuentra por cierto en muchos lugares de los escritos de los Santos Padres). Entre las manos «santas y venerables» del Señor, este don terrenal, por su oblación, se ha convertido en ofrenda celestial (El caso de que la ofrenda, tal como el hombre la entrega, no coincide perfectamente con el don definitivo, tal como Dios lo recibe, se da también en los sacrificios precristianos; p. e.i., en el «olor de los sacrificios», concepción muy familiar al paganismo de la antigüedad y al Antiguo Testamento (Gen 8,21 y más veces) También Jesucristo ha instituido el sacrificio eucarístico en tal forma que, partiendo de los dones de pan y vino, solamente por la consagración llega a tener sus verdaderas y definitivas ofrendas. El argumento consabido de que la atribución exclusiva a Cristo de la acción sacrifical corresponde mejor a la expresión del Tridentino (eadem hostia), no puede probar nada, pues la suposición indicada no le contradice en absoluto, como tampoco repugna a la expresión idem sacerdos la inclusión de la Iglesia en el sacrificio. En el concilio no se trataba de estas cuestiones, y por eso faltó el motivo para puntualizar mejor en este sentido las respuestas. Por lo demás, hay que tener en cuenta que nuestra exposición no pone la esencia de la acción sacrifical en la consagración del pan y vino como tal (así es la teoría de J. Kramp, Die Opferanschauung der róniischen Messliturgie, 2.a ed. [Ratisbona 19341 109ss), sino en el hecho de que se presenta por la consagración nuevamente a Dios la ofrenda que Cristo había ofrecido ya una vez, a saber, su cuerpo y sangre. Pero esto no impide el que veamos en este sacrificio instituido por Cristo también el simbolismo que encierra en sí la consagración de dones materiales, pues Cristo no ha instituido un sacrificio cualquiera, sino un sacrificio determinado, un sacrificio que tiene muchas relaciones con los demás elementos de nuestra religión; un sacrificio que, como el sacrificio de su pasión, es al mismo tiempo sacrificio de la Iglesia. Cf. G. Sohngen, Das sakramentale Wesen des Messopfers. Essen 1946). De este modo vuelve el sacrificio de Cristo a nuestros altares y como sacrificio que El mismo hace de nuevo ante nuestros ojos, no para darnos una representación teatral, sino para, a su paso por este mundo camino del Padre, incorporarnos a su pascua, a nosotros y a su Iglesia, extendida por todos los rincones de la tierra y en todos los siglos. Este su sacrificio ha de ser siempre al mismo tiempo sacrificio de la Iglesia.

Sacrificio de la alianza 
     248. El Señor no ha ofrecido en provecho propio el sacrificio de la cruz, sino para entregar su vida como «rescate de muchos» (Mt XX, 28). Por este sacrificio ha firmado a favor nuestro con Dios la alianza eterna prometida por los profetas (Is 61, 8; Ier 33, 20 s; Bar 2, 35), la alianza por la que Dios acoge otra vez graciosamente a la humanidad, no acordándose más de sus delitos (Ier 31, 31-34; cf. 33, 8), sino al contrario, haciéndoles perpetuamente bien para que reciban los elegidos la prometida heredad eterna (Hebr 9,15); la alianza que, por cierto, exige obediencia y fidelidad de nosotros. Precisamente al instituirla en la última noche nos habló Cristo del cuerpo que «es entregado por vosotros» (1 Cor 11, 24; Le 22, 19). Designó su sangre como «sangre de la alianza, que es derramada por todos» (Me 14, 24; Mt 26, 28); y al cáliz lo llamó incluso «la alianza nueva por mi sangre» (1 Cor 11, 25, Lc 22, 20). Esto quiere decir que su institución tiene en esta alianza una importancia especial y que por el mandato de hacer lo mismo en recuerdo suyo pide algo más que un recuerdo teórico que acompañase a la repetición de la transubstanciación o resultase de ella; al contrario, se da con ello ocasión para que los fieles de todos los siglos ratifiquen en cierto modo esta alianza (Desde luego, tal «ratificación» no se puede tomar en el sentido estricto de la palabra, ya que aquella «alianza», por su misma esencia, es un acto unilateral de la gracia divina. Cf. J. Behm, Theol. Wórterbuch z. N. T., II (1935) 106-137. Con todo, para que surta su efecto es imprescindible que cada uno de los adultos dé su consentimiento a la gracia y se prepare debidamente). que El había firmado en su nombre. Por el bautismo hemos sido admitidos en su alianza, haciéndonos participantes de sus bienes sin que nosotros hubiéramos podido hacer otra cosa que recibirlos. En la Eucaristía, Cristo pone ante nuestra mente su pasión, por la cual ha fundado aquella alianza, y ahora nos pertenece a nosotros el decidirnos para afirmar con plena conciencia la ley del cristianismo. Su sacrificio ha de ser nuestro sacrificio, sacrificio de la Iglesia, a fin de que sea ofrecido por sus manos «desde el orto del sol hasta su ocaso, y el nombre del Señor de los ejércitos será grande entre las gentes» (Mal l, 10s).

Sacrificio, signo... 
     La Iglesia ha recibido de Cristo un sacrificio porque corresponde a la naturaleza humana honrar a Dios por sacrificios, sobre todo cuando la religión no se limita a la interioridad del individuo, sino que se manifiesta dentro de una organización social, cual es la Iglesia. Por esto en el culto divino de una comunidad se siente instintivamente la necesidad de honrar a Dios por una ofrenda exterior, como símbolo visible de la sujeción interior, de la tendencia secreta hacia Dios. Claro que el punto de partida y la fuerza eficaz de todo ministerio sacrifical ha de ser siempre la intención interior, para que éste no degenere en fariseísmo; el sacrificio no es ni puede ser sino el signo de otra cosa que se quiere expresar.
     San Agustín (De civitate Dei. 10. 5: CSEL 40. I, p. 452. lín. 18): sacrificium ergo visíbile invisibilis sacrificii sacramentum, id est sacrum signum est. También los teólogos modernos afirman unánimes que el sacrificio está in genere signi; luego, sin embargo, se ocupan poco del contenido expresado por el signo.

...de una intención sacrifical nueva 
     249. Cabe preguntar, no obstante, por qué no ha de bastar para la expresión de esta intención una ofrenda mucho más sencilla (Esta prerrogativa de la Iglesia de no ofrecer un sacrificio cualquiera, sino el de Cristo, da aun hoy a los teólogos protestantes el principal motivo para rechazar la doctrina católica sobre el sacrificio de la misa). Lisamente porque la intención interior hacia Dios en el cristianismo es algo completamente nuevo y peculiar, por lo menos como ideal, cuya realización debe ser nuestra tarea continua. El sermón de la montaña, el Evangelio entero, todos los libros del Nuevo Testamento, hablan de él. En fin, la frase Hoc sentite in vobis, quod et in Christo (Flp 2, 5) ha de actuarse en todo nuestro quehacer cristiano; se trata de incorporarnos el pensamiento de Cristo, abandonarnos a sus intenciones. En la vida de Nuestro Señor Jesucristo se llegó a la culminación triunfante de esta intención en la cruz, la cruz que se había levantado como árbol de ignominia y a la que quiso subir el Señor voluntariamente para entregarse sin reserva en manos del Padre, extendiendo al mismo tiempo ampliamente sus brazos sobre el mundo entero para atraerlo a si y llevarlo al corazón de Dios, lleno de gracia y misericordia. El gran mandamiento del que dependen la ley y los profetas, de amar a Dios de todo corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas, y al prójimo como a sí mismo, este mandamiento. que El siempre había enseñado a los suyos prácticamente en su vida, ahora se lo demuestra con su muerte. A esta cumbre quiere atraer a los suyos. Esta es la plenitud de la edad de Cristo, para la cual ellos han de madurar.

     Así comprendemos —lo que por otra parte será siempfe un misterio incomprensible— que el Señor, como simbolo mediante el cual los suyos habrán de presentar ante Dios su homenaje, eligió lo mejor y más sublime que el mismo supo dar a su Padre: su cuerpo sacrificado, su sangre derramada.


El celebrante actúa en nombre de la Iglesia
     251. Ahora bien: ¿cómo se lleva a cabo esta oblación en que la Iglesia se ofrece a sí misma? De nuevo encontramos que es por la consagración. El mismo acto en que se ofrece el sacrificio de Cristo, da realidad también al sacrificio de !a Iglesia, con la única diferencia de que el sacrificio de Ja Iglesia comienza ya desde el principio de la misa, recibiendo finalmente en la consagración el sello divino de su aceptación por parte de Dios, cuando en ella Cristo lo toma en sus manos y, dándole valor infinito, lo ofrece a su Padre Eterno. El sacerdote que en nombre de Cristo y por autorización suya hace la consagración, obra al mismo tiempo siempre por encargo de la Iglesia, habiendo recibido tal encargo por su ordenación sacerdotal, al constituirle la Iglesia y consagrarle sacerdote de Cristo. Para el caso concreto tiene su misión en virtud de su cargo, por ejemplo de párroco, o porque, celebrando la Eucaristía, se subordina a la jerarquía, poniéndose al frente de los fieles, quienes, como parte de la Iglesia entera, se han reunido en torno suyo ( O le han pedido la celebración, p. ej., ofreciéndole un estipendio. En la misa privada en sentido estricto, el celebrante, con ayudante o sin él, representa esta parte de la Iglesia universal. G. de Broglie (Du role de l'Eglise dans le sacrifice eucharitique: «Nouvelle Revue Théologique», 70 [19481 449-460) presenta un estudio sobre las relaciones entre el sacerdote y la Iglesia universal). Actúa en el altar como su representante consagrando el pan y el cáliz, por los que presenta a Dios el sacrificio del Calvario como sacrificio suyo. Y así como durante toda la celebración de la misa nunca obra en nombre propio, sino en el de la Iglesia, este modo de obrar por encargo no cesa en el momento de la consagración por el nuevo mandato de Cristo que le sobreviene; precisamente la Iglesia le manda aceptar este mandato para que, como esposa de Cristo, pueda de nuevo identificarse con su sacrificio.
     Las dos representaciones que ostenta el sacerdote al ofrecer el sacrificio eucarístico no han de concebirse independientes una de otra, sino que la representación de Cristo supone la de la Iglesia y la representación de la Iglesia trae consigo necesariamente la de Cristo. De este modo se resuelve la dificultad que expone J. B. Umberg (ZkTh 47 [1923] 287) opinando que las palabras de la consagración: Hoc es corpus meum, impiden que se considere a la Iglesia como offerens.

El simbolismo de las ofrendas 
     252. Este sacrificio se hace presente sobre el altar bajo la figura de los dones, que representan nuestro sustento a la vez que expresan la unificación de las muchas partículas integrantes. La antigua Iglesia tenía plena conciencia de este simbolismo de las figuras eucarísticas, y San Pablo alude a él. «Así como este pan, disperso por las colinas, se ha reunido en uno», y así como el vino de muchos granos se ha mezclado en un mismo cáliz, así los fieles han de llegar a ser por el Sacramento una misma cosa en Cristo.
     A esto hay que añadir el que el sacrificio se instituyó con la condición expresa de que fuera gustado como alimento por los comensales; «Tomad y comed». El concepto de la cena sacrifical no está sin más incluido en el del sacrificio. Había en el Antiguo Testamento sacrificios que se consumían enteramente por el fuego, sin que quedara nada para alimento de los que lo habían ofrecido; por ejemplo, en los sacrificios expiatorios pro delito: quien lo ofrecía, no era digno de entrar eu unión tan estrecha con Dios. El sacrificio de la Nueva Alianza, al contrario, exige esencialmente que aquellos que lo ofrecen, se reúnan en convite alrededor de la mesa del sacrificio, la mesa del Señor. Entran en comunicacíón con Cristo, que, después de haber sufrido su pasión, ahora está glorificado. De este modo los fieles llegan a formar un mismo cuerpo con El.

La Iglesia, víctima con Cristo; en la consagración 
     253. Hay que tomar, muy en serio este simbolismo de las fisuras que las palabras de la consagración subrayan tan fuertemente. Si es verdad que cada sacramento sirve para perfeccionar en nosotros la imagen de Cristo en un sentido determinado, expresado por el signo sacramental, en la Eucaristía este sentido viene determinado por su doble aspecto: hemos de sumergirnos en el sacrificio de Cristo, hemos de tomar parte en su muerte, y solamente pasando por ella lograremos participar de su vida. Así, pues, encontramos enraizado en lo más íntimo del sacrificio aquel ideal de vida y conducta moral, cumbre de la doctrina del Señor, contenida en los santos Evangelios: la exigencia de un seguimiento de Cristo tal, que no se arredre ante la cruz y que esté dispuesto a dar su vida para ganarla (Mt. X, 38 ss.; XVI, 24s.); exigencia total de seguimiento, si hiciera falta, hasta el martirio y la muerte, representada en este misterio.

     Cuando la ofrenda latréutica de la Iglesia se convierte por las palabras del sacerdote en el cuerpo sacrificado y en la sangre derramada del Señor; cuando la Iglesia resueltamente y sin titubear presenta sus dones ante el acatamiento de Dios, hace con ello un acto de rotunda afirmación del cáliz, que bebió su Maestro, y del bautismo, con que fué bautizada, quedando consagrada de este modo por el mismo sacrificio que lleva en sus manos y marcada con su sello para seguir el camino que le abrió su Señor, entrando así en eu gloria (Lc XXIV, 26). El sacrificio de Cristo no se renueva solamente en los miembros de la Iglesia, sino también en la Iglesia como tal, y se renueva diariamente, porque dia tras dia Cristo se lo exige (Lc 9,23). El sacrificio de la misa no es solamente la representación de su pasión redentora, y con esto el resumen de toda la doctrina cristiana de salvación, sino también el compendio del concepto cristiano de la vida y del modo de llevarla. La altura de cumbre en que Cristo vivió y murió se nos presenta como el ideal ante nuestros ojos en cada misa, exhortándonos y atrayéndonos como una cima a la que sólo logramos acercarnos poco a poco y tras una penosa ascensión, la ascensión de la ascética cristiana. Ideas que tienen la virtud de derramar nueva luz y claridad también sobre la comunión, marcada como está por la cruz y la muerte del Señor.

El particular, en la comunión 
     254. Y si en la consagración la Iglesia como comunidad es la que afirma el sacrificio de Cristo, apropiándoselo, mientras el particular se contenta tal vez con seguirlo muy de lejos, a modo de testigo del espectáculo más bien que de sujeto activo; en la comunión, en cambio, cada uno ha de actuar, si de veras quiere participar en el sacrificio eucaristico. Porque el sacrificio eucarístico, por su dinamismo interior tiende a adueñarse de cada uno para sumergirlo en el misterio de la pasión del Señor. Es la única manera de que el individuo pueda unirse con Cristo, que ya entró en su gloria, para dejarse santificar por el fuego de su divinidad.

Nuestro sacrificio, acción libre 
     255. La incorporación perfecta del individuo a Cristo se logra por la comunión, lo mismo que la participación de la Iglesia en el sacrificio de Cristo por la consagración, mediante un proceso sacramental; los que reciben la Eucaristía se hacen partícipes del sacrificio ex opere operato. Por otro lado, dada la particularidad del sacrificio como acción moral libre y de sujeción humilde a Dios, es natural que su realización efectiva, tal cual corresponde a su esencia, no se deba reducir a una recepción pasiva del influjo divino, como acontece en los demás sacramentos, en los cuales Dios santifica a los hombres. Por esto, el sacrificio, como sacrificio de la Iglesia, no se agota con sólo el opus operatum, sino que a él debe juntarse el opus operantis, y esto no como algo que se añada o tenga que añadirse a la obra ya conclusa, sino como un elemento imprescindible que pertenece a su estructura, al menos como parte integrante. Es verdad que la misa no es simplemente una obra buena del hombre, como Lutero interpretó la doctrina católica; pero tampoco es exclusivamente una acción unilateral de Dios sobre el hombre, como por ejemplo el sacramento del bautismo. El sacrificio eucarístico no es un dejarse avasallar simplemente la Iglesia por la pasión del Señor, sino que es una participación libre, consciente y decidida de la Iglesia en la pasión de Cristo.

Sentido del ofertorio 
     256. En mayor grado y de manera distinta que en los sacramentos se requiere en el sacrificio eucarístico una participación activa. Si la misa no fuera más que el misterio de la pasión del Señor, es decir, solamente una cena conmemorativa, bastaría tal vez —además del acto conmemorativo que, para ambientar la función religiosa, recordara en términos generales la pasión— el hacer un relate de la última cena con las palabras de la consagración del pan y vino, terminándose todo ello con la ceremonia de la comunión. Pero la misa es además y ante todo acto de oblación, expresión de la entrega de la Iglesia. La Iglesia no aguarda pasivamente su salvación, como si hubiera de llegarle por vez primera, sino que, dominada ya por la gracia, toma la iniciativa. Se pone en movimiento y lleva su ofrenda al altar, ofrenda que en la misma cumbre, en el momento de la oblación, se le convierte en sacrificio de Cristo.

     Por eso, como fenómeno general en la historia de las liturgias, encontramos siempre antes de la consagración una actuación de la Iglesia, un ir hacia Dios, que encuentra su expresión principal en la magna acción de gracias, pero que también se manifiesta en múltiples ceremonias, que ya durante la preparación de los elementos ponen de relieve que se trata de una aportación, un ofrecimiento, una oblación, un regalo, expresión que se continúa aun después de la consagración.

     Esencial a la liturgia es que se desarrolle en tres grados (por cierto, no siempre han de aparecer exactamente separados): primero, presentación ante Dios alabándole y bendiciéndole; segundo ejecución sacramental del sacrificio de Cristo, y tercero, la devolución del don consagrado.

Lo que se exige para tal participación 
257. Asi entendemos cómo la institución de Jesucristo pide que la Iglesia intervenga activamente en el proceso sacrifical no solamente por medio de su representante oficial que está en el altar, sino también por la comunidad que en él participa. Lo sugiere el uso del plural en las oraciones sacerdotales y la colocación de los participantes en torno al sacerdote oficiante. Además se exige que cada uno en particular haga una entrega interna que llegue por lo menos a un grado ínfimo, la prontitud para cumplir la ley de Dios en los mandatos de obligación bajo pecado mortal, si es que su participación quiere ser algo más que una mera apariencia. Para una participación más íntima, sin embargo, es necesario, además, el deseo de acompañar al Maestro en su camino de perfección. Tal actitud interior se ha de reflejar luego en una manifestación exterior, que mucho más que por la simple asistencia se ha de manifestar por medio de algún acto o palabra en el mismo sacrificio. Las liturgias todas han creado con este fin un sinnúmero de expresiones, de las cuales solamente algunas superviven en la actualidad. El Ideal sería que la acción sagrada, dirigida por el sacerdote, fuera fruto no solamente de la unión de intenciones, sino también de la participación actuante de la comunidad y de cada uno de sus miembros.

Diversas clases de reuniones 
     Como sacrificio de la Iglesia, la celebración de la misa supone, por regla general, una asamblea más o menos nutrida del pueblo cristiano. La diversa Índole de estas reuniones ha llegado a ser en el decurso de la historia de la misa un verdadero principio que ha influido en la formación de la liturgia, cuyos efectos hemos de estudiar en los capítulos siguientes. En su estado perfecto aparece aquella reunión como la asamblea completa de la comunidad cristiana residente en un lugar; en los primeros tiempos la presidía generalmente el obispo, mientras en tiempos posteriores llegó a ser oficio del sacerdote, ante todo del párroco. Con ello tenemos los dos tipos fundamentales de misa: la del obispo y la del simple sacerdote. La asamblea puede también reducirse a pocas personas y, en caso extremo, a sola la persona del celebrante, quien ofrecería el sacrificio en nombre propio. Sin embargo, siempre nos encontraremos con la Iglesia, solicita por evitar este caso extremo, a tal punto que en ninguno de los ritos de Occidente y Oriente hallaremos formularios de misas que por lo menos en sus líneas generales no mantengan su carácter de función religiosa comunitaria. Las diversas formas de las misas privadas no dejan de ser formas recortadas de una celebración pública de la misa.
P. Jungmann S.I.
EL SACRIFICIO DE LA MISA

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