CIEN PROBLEMAS SOBRE CUESTIONES DE FE
39
CARIDAD SIN ALAS
En la última guerra se obligó a una mujer a huir por las montañas en pleno invierno. Llevaba consigo dos niños: uno suyo y otro encontrado en el camino. Para no morir tuvo que abandonar a los dos: primero al ajeno, luego ai suyo.
Ahora pregunto: ¿hizo bien o mal aquella mujer? ¿Debía tal vez morir también ella para no abandonar a los dos niños? Si es verdad que la caridad empieza por uno mismo, me parece que siguió el orden debido. (M. N.—Canegrate.)
Ahora pregunto: ¿hizo bien o mal aquella mujer? ¿Debía tal vez morir también ella para no abandonar a los dos niños? Si es verdad que la caridad empieza por uno mismo, me parece que siguió el orden debido. (M. N.—Canegrate.)
No hay duda alguna sobre el principio de que la caridad bien ordenada debe ejercerse, ante todo, con uno mismo.
Hay quien no sabe conciliar este criterio de preferencia con la enseñanza de Jesús: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mateo, XXII, 39). Pero, en cambio, precisamente en estas palabras está implícitamente afirmada la preferencia de uno mismo. Realmente, como observa con su habitual claridad Santo Tomás, Jesús presenta el amor a uno mismo como modelo del amor que debemos tener a los demás, y el modelo es siempre anterior a la copia (II-II, 26, 4, sed contra). La razón intrínseca de esa preferencia se funda además en el motivo mismo de la caridad. Se ama realmente a Dios como a fuente de todo bien y a las creaturas en cuanto participes del bien divino, y precisamente a uno mismo en cuanto nos reconocemos partícipes de ese bien; a los demás, en cuanto los vemos asociados a nosotros en esa participación. Ahora bien, añade Santo Tomás, el asociado va después del que asocia (II-II, 26, 4 c.). Lo cual corresponde perfectamente al sentido común y a la voz de toda conciencia normal, que es «regla próxima» de la acción.
En el caso, pues, de la mujer, suponiendo que cierta y urgentemente se juega la vida de los tres, el preferir definitivamente su propia vida se presenta como legítima, esto es, constituía un derecho suyo. Excluido siempre, se comprende, el acto positivo y directo de matar a los dos niños, lo que realmente no ocurrió: no los mató, los dejó morir (recuérdese la consulta 10).
Pero ¿cómo su acto sigue presentándose a primera vista tan poco simpático e incluso crea un sentimiento de repugnancia? ¿Por qué, en cambio, habríamos querido más bien una madre que, sin ceder ante ninguna dificultad, hubiese continuado defendiendo a los dos pequeños -incluso al segundo, por noble extensión de amor materno- y hubiese sucumbido con ellos, haciendo de su cuerpo escudo contra el frío mortal?
La razón es que en aquella madre vemos ejercicio de derechos, pero no luces de abnegación y de generosidad. La generosidad vence a la ley del derecho propio, en el olvido de sí, para provecho de los demás. Y si esa generosidad debía esperarse era precisamente del corazón de una madre. Esa generosidad no suprimía a la mujer el deber de defender la propia vida. Lo mismo que era ilícito dar muerte directamente a los dos pequeños, también era ilícito matarse directamente a sí misma. Pero quedarse junto a los dos pequeños no constituía una autodestrucción directa. Añádase que tal vez en aquel caso no se podía excluir que todos se salvasen por la imponderabilidad práctica de los acontecimientos y la posibilidad de que al fin pudiera encontrarse algún refugio.
Esa esperanza no irracional -cristianamente basada en la providencia divina- eliminaba el carácter de clara alternativa entre la muerte segura de todos y la conservación de la propia vida y abría el luminoso horizonte de la generosidad y del heroísmo, donde la caridad sabe elevarse con las alas invencibles del sacrificio y el corazón materno sabe escribir los poemas más entusiastas del amor.
Son los horizontes donde no cabe ya hablar de verdadera obligación, donde puede ser legítimo el negarse a sacrificarse, pero en que vibra más, por otra parte, la generosa manifestación del amor, y donde -como luego diré- a los valores naturales se añaden los sobrenaturales.
Es la perfección de la caridad, la cual «no busca sus intereses» (I Corintios, XIII, 5) e Incluso cuando no está obligada -tratándose de bienes temporales iguales en oposición, tanto de una como de otra parte- sigue el ejemplo del divino Maestro: «Nadie tiene amor más grande que el que da su vida por sus amigos» (Juan, XV, 13).
Lo cual no se opone a la susodicha preferencia de la caridad consigo mismo, con tal que el bien propio se considere en el conjunto del marco de la realidad, a saber, no sólo natural, sino sobrenatural. Ya que al renunciar a la vida por los demás el alma se corona con los valiosos méritos del sacrificio realizado, que tendrán el inconmensurable premio eterno.
G. Corti: Ordine della carita, EC., III, pág. 808.
Hay quien no sabe conciliar este criterio de preferencia con la enseñanza de Jesús: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mateo, XXII, 39). Pero, en cambio, precisamente en estas palabras está implícitamente afirmada la preferencia de uno mismo. Realmente, como observa con su habitual claridad Santo Tomás, Jesús presenta el amor a uno mismo como modelo del amor que debemos tener a los demás, y el modelo es siempre anterior a la copia (II-II, 26, 4, sed contra). La razón intrínseca de esa preferencia se funda además en el motivo mismo de la caridad. Se ama realmente a Dios como a fuente de todo bien y a las creaturas en cuanto participes del bien divino, y precisamente a uno mismo en cuanto nos reconocemos partícipes de ese bien; a los demás, en cuanto los vemos asociados a nosotros en esa participación. Ahora bien, añade Santo Tomás, el asociado va después del que asocia (II-II, 26, 4 c.). Lo cual corresponde perfectamente al sentido común y a la voz de toda conciencia normal, que es «regla próxima» de la acción.
En el caso, pues, de la mujer, suponiendo que cierta y urgentemente se juega la vida de los tres, el preferir definitivamente su propia vida se presenta como legítima, esto es, constituía un derecho suyo. Excluido siempre, se comprende, el acto positivo y directo de matar a los dos niños, lo que realmente no ocurrió: no los mató, los dejó morir (recuérdese la consulta 10).
Pero ¿cómo su acto sigue presentándose a primera vista tan poco simpático e incluso crea un sentimiento de repugnancia? ¿Por qué, en cambio, habríamos querido más bien una madre que, sin ceder ante ninguna dificultad, hubiese continuado defendiendo a los dos pequeños -incluso al segundo, por noble extensión de amor materno- y hubiese sucumbido con ellos, haciendo de su cuerpo escudo contra el frío mortal?
La razón es que en aquella madre vemos ejercicio de derechos, pero no luces de abnegación y de generosidad. La generosidad vence a la ley del derecho propio, en el olvido de sí, para provecho de los demás. Y si esa generosidad debía esperarse era precisamente del corazón de una madre. Esa generosidad no suprimía a la mujer el deber de defender la propia vida. Lo mismo que era ilícito dar muerte directamente a los dos pequeños, también era ilícito matarse directamente a sí misma. Pero quedarse junto a los dos pequeños no constituía una autodestrucción directa. Añádase que tal vez en aquel caso no se podía excluir que todos se salvasen por la imponderabilidad práctica de los acontecimientos y la posibilidad de que al fin pudiera encontrarse algún refugio.
Esa esperanza no irracional -cristianamente basada en la providencia divina- eliminaba el carácter de clara alternativa entre la muerte segura de todos y la conservación de la propia vida y abría el luminoso horizonte de la generosidad y del heroísmo, donde la caridad sabe elevarse con las alas invencibles del sacrificio y el corazón materno sabe escribir los poemas más entusiastas del amor.
Son los horizontes donde no cabe ya hablar de verdadera obligación, donde puede ser legítimo el negarse a sacrificarse, pero en que vibra más, por otra parte, la generosa manifestación del amor, y donde -como luego diré- a los valores naturales se añaden los sobrenaturales.
Es la perfección de la caridad, la cual «no busca sus intereses» (I Corintios, XIII, 5) e Incluso cuando no está obligada -tratándose de bienes temporales iguales en oposición, tanto de una como de otra parte- sigue el ejemplo del divino Maestro: «Nadie tiene amor más grande que el que da su vida por sus amigos» (Juan, XV, 13).
Lo cual no se opone a la susodicha preferencia de la caridad consigo mismo, con tal que el bien propio se considere en el conjunto del marco de la realidad, a saber, no sólo natural, sino sobrenatural. Ya que al renunciar a la vida por los demás el alma se corona con los valiosos méritos del sacrificio realizado, que tendrán el inconmensurable premio eterno.
BIBLIOGRAFIA
Santo Tomás: Summa Theol., n-II. 26; G. Corti: Ordine della carita, EC., III, pág. 808.
Pier Carlo Landucci
CIEN PROBLEMAS SOBRE CUESTIONES DE FE
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