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domingo, 26 de septiembre de 2010

EL ATEISMO

El tiempo actual, agregando nuevos errores a las desviaciones doctrinales del pasado, los ha llevado a tales extremos a los que no podía seguir sin ruina y destrucción. Y ante todo, es cierto que la raíz profunda y última de los males que deploramos en la sociedad moderna, es la negación y el rechazo de una norma de moralidad universal, ya sea en la vida particular o en la vida social de las relaciones internacionales; el desconocimiento de esto, tan difundido en nuestro tiempo es el olvido de la ley natural, la cual tiene su fundamento en Dios. Creador Omnipotente y Padre de todos, supremo y absoluto legislador, omnipotente y justo juez de las acciones humanas.
Cuando se reniega de Dios cesa toda la moralidad, se sofoca o al menos se debilita mucho, la voz de la naturaleza, que enseña aun hasta a los paganos y tribus que no han llegado a la civilización, lo que es bueno y lo que es malo, lo que es lícito y lo que es ilícito, y hace sentir la responsabilidad de las propias acciones delante de un juez supremo.
Ahora bien, la negación de la base fundamental de la moralidad, tuvo en Europa su raíz original en el desacato de la doctrina de Cristo, del cual la Cátedra de San Pedro es depositaría y maestra; doctrina que en un tiempo dio cohesión espiritual a Europa, la cual educada, ennoblecida con la Cruz, había llegado a tal grado de progreso civil, que llegó a ser maestra de otros pueblos y otros continentes. Pero alejados del Magisterio infalible de la Iglesia, no pocos hermanos llegaron hasta a atacar el dogma central del Cristianismo, la divinidad del Salvador, acelerando el proceso de disolución espiritual.
Muchos, tal vez, al alejarse de la doctrina de Cristo, no tuvieron plena conciencia al ser engañados por falsos espejismos de frases alucinantes que proclamaban tal separación, como liberación de la esclavitud en la cual se habían siempre encontrado. Ni tuvieron en cuenta las amargas consecuencias del triste trueque de la verdad que libera y el error que esclaviza. Ni pensaron que renunciando a la infinitamente sabia y paterna ley de Dios y a la unificante y elevada doctrina del amor de Cristo, se sometían al arbitrio de una pobre y mutilada sabiduría humana; hablaban de progreso, cuando retrocedían; de acceso a la madurez, cuando caían en la esclavitud; de elevación, cuando se degradaban; no percibían la vanidad de aquel esfuerzo humano por substituir la Ley de Cristo, por cualquier otra cosa que la igualara; se volvieron fatuos en sus razonamientos.
Abandonada la fe en Dios y en Cristo, se obscurecieron en las almas las luces de los principios morales, fue socavado el único e insubstituible fundamento de aquella estabilidad y tranquilidad, de aquel orden interno y externo, privado y público, que sólo él es capaz de salvaguardar la prosperidad de los Estados.
En el vértigo del progreso material, en las victorias del ingenio humano sobre los secretos de la naturaleza y sobre las fuerzas de los elementos de la tierra, de los mares y del cielo, en la contienda por llegar a la cima ya alcanzada por los competídores, en los debates de los procesos audaces, en las conquistas y orgullo de la ciencia, de la industria, de los laboratorios y oficinas, en la avidez por la ganancia y el placer, en la tensión hacia una potencia más temida que disputada, más envidiada que nivelada, en el tumulto de toda vida moderna ¿dónde podrá encontrar paz el alma del hombre, naturalmente cristiana? ¿Tal vez en el apego de si misma? ¿Tal vez en proclamarse señora del Universo, envuelta en la niebla de la ilusión que confunde la materia con el espiritu, lo humano con lo divino, lo momentáneo con lo eterno? No, en sueños embriagadores no se apacigua la tempestad del alma y de la conciencia agitada por el impacto de la mente, que sobrepasa la materia y pasa conscientemente de un destino inmortal, hacia lo infinito y hacia deseos inmensos. Acercaos a estas almas y preguntadles; os responderán con lenguaje de niño, no de hombre. No tuvieron una madre que enseñara a sus hijos el Padre Nuestro, crecieron entre muros sin Crucifijo, en casas mudas religiosamente, vivieron en campos alejados de altares o campanarios, leyeron páginas que no llevaban el nombre de Dios y de Cristo, oyeron vituperar a los sacerdotes y a los religiosos, pasaron del campo, de la ciudad, del hogar doméstico, a la oficina, a las tiendas, a las aulas del saber, de las artes y del trabajo, sin frecuentar la Iglesia, sin conocer al párroco, sin un buen pensamiento en el corazón.
Son almas infelices que no tuvieron durante los peligros de la edad primera, quien los instruyese, guiase, corrigiese, los llamase a la fe y a la piedad, o si lo tuvieron, la indiferencia, la falta de cuidado, el ejemplo de los compañeros, el bullir de la juventud, las distracciones y ocupaciones diarias, obscurecieron la luz de la fe y de la práctica religiosa, les trastornaron el pensamiento y enfriaron las raíces, que como árido tronco se ablandará en la hora de la desventura, o al calor de una palabra amiga y piadosa, o con el helado ocaso de la vida.
Demasiado numerosos y notables son los peligros y las incitaciones que amenazan más que nunca, a las almas y a los principios cristianos de fe y de vida. Una multitud desordenada de nuevas y contradictorias opiniones, impresiones y estímulos de tendencias mal evaluadas, excitan a las masas populares, penetran aún en aquéllos que dóciles en tiempos más tranquilos, para dejarse dirigir e iluminar por sabias y límpidas normas, le imponen a la conciencia cristiana, una continua e indefensa vigilancia para permanecer fiel a su rectitud y vocación.
Atraídos en el vertiginoso y apasionado remolino de los acontecimientos, muy a menudo las mentes corren el peligro de tener obscurecida y debilitada la facultad de juzgar, según los puros dictámenes de la Ley Divina. Y sin embargo, el cristianismo, fuerte en su fe, intrépido en su propio deber, se debe encontrar siempre listo a participar en los acontecimientos y sacrificios cotidianos, y no menos solícito y pronto a rehusar y rechazar los errores, de manera que cuanto más ve las tinieblas de la incredulidad y del mal avanzar, más valeroso y pronto —aun en medio de la prueba— es necesario que se muestre, a fin de hacer resplandecer la luz de Cristo, guía de los errantes, escolta y directora hacía un regreso al patrimonio espiritual, abandonado y olvidado de tantos.
Firme contra las intrigas de los demás, caminará y avanzará sin desviarse en la noche de la niebla terrena, pero dirigirá siempre su mirada hacia las estrellas radiantes en el firmamento de la eternidad, fin consolador y premio de su esperanza. Cuanto más duros y graves sean los sacrificios exigidos a la humanidad, más vigorosa se nutrirá y se alimentará en el espíritu la fuerza del precepto divino del amor, y la avidez y el ansia de hacerse guía de la acción y de la intención.
No se doblegará ni caerá pusilánime ante la aspereza de los campos, aun cuando los peligros parezcan cerrar todo camino de escape; en esos mismos peligros sentirá crecer la fuerza necesaria a la grandeza de su misión. Y si el espíritu soberbio de un materialismo ateo le hace la pregunta: "¿Ubi est spes tua?," entonces, sin miedo del presente ni del futuro, contestará como los justos de la antigüedad: "Nolite ita loqui; quoniam filii sanctorum sumus et vitam illam expectamus, quam Deus daturus est his, qui fidem suam nunquam mutant ab eo".
La fe y la fidelidad inmutable hacia Dios, es el fundamento de la esperanza de los héroes cristianos, de aquella esperanza que no humilla. A todos aquéllos que han visto su felicidad destruirse y desaparecer en el huracán de la guerra, a aquéllos que gimen presos de increíbles sufrimientos interiores y exteriores, a los vivientes hermanos de los primeros creyentes en Cristo, nosotros agregamos los gritos de los héroes y heroínas de los tiempos antiguos y modernos, y gritamos con el Apóstol de las gentes: "Fratres ... non contristemini, sicut et ceteri, qui spem non habent". ¿No es quizá, una grandísima consolación, la esperanza a nosotros ofrecida como ancla segura del alma y que nos llevará en el viaje hacia el cielo, donde Jesús entró como nuestro precursor?

Pío XII

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