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martes, 21 de septiembre de 2010

LOS TRAICIONADOS (III)

CONSCIENTEMENTE

Muchas mamacitas y papacitos, cristianos a su modo, sinceramente me causan pena y, todavía más sinceramente, me hacen reír.
Si su hijo asiste a un colegio religioso y, peor todavía, si vive allí, es para ellos motivo perpetuo de alarma, de una preocupación que les quita el sueño.
¿Temen las malas compañías, las malas lecturas? No, temen algo peor: temen a los curas, a los frailes y a los religiosos que están en acecho, tras los muros, tras las cercas, agitando los espejuelos para atrapar en las redes, o en las trampas, o en los engaños, a los ingenuos adolescentes, para echarles encima, a traición, una sotana; después, ponerles una venda en los ojos, amordazarlos y así arrastrarlos al Seminario.
Desde el primer ingreso, por medio de circunloquios estratégicos, los papás hacen comprender a los superiores que no vayan a atreverse a tocar ciertas cuerdas y que se cuiden aun de la más leve tentativa de enredo.
Después, quizá cada semana, hacen inteligentes reconocimientos al terreno en disputa: el alma del hijo.
¡Alabado sea Dios! No hay peligro; el chiquillo no se ha vuelto demasiado religioso, al contrario...

Los artistas, los novelistas de ambientes eclesiásticos, son más despabilados: su fantasía no se enciende como la otra, la no poco burda de los papás, que llegan a pensar en los "piales" de los mexicanos, en los secuestros; su fantasía no es tan estúpidamente truculenta; los artistas conocen la psicología, saben que es algo más lento y entienden cómo se desarrollan las cosas en el fondo.
No se trata de una captura, sino de un embaucamiento: en los seminarios, en los noviciados, a los jóvenes se los embriaga literalmente, sabiamente, astutamente, jesuíticamente (¡?); se los arrastra, se los fascina, se los hipnotiza, a fuerza de promesas, sueños, paraísos; o por lo menos con la embriaguez de romanticismos, utopías y sueños poéticos.
¡Pobres ilusos! El ambiente encendido como un horno los quema, el resplandor de las alucinaciones los ciega, el susurro incesante de las preces y de los sermones los ensordece, el pánico de los castigos de Dios los ata, el silencio los amordaza, la disciplina los encadena.
Y así, chamuscados, ciegos, sordos, atados, amordazados (espiritualmente, se entiende) se los arrastra al... sacerdocio.

El cuadro es conmovedor, hasta trágico; el asunto es seductor para un artista de cepa (no digo de cabeza); el comienzo es, sencillamente, hermoso.
Lástima que no salgan a relucir después algunos cuadros de la Inquisición española, en que, sobre caballetes, sobre máquinas de tortura, sufren suplicios, a un mismo tiempo, el arte y la verdad.
Los temores paternos y las intuiciones artísticas son diversos en el método, en los gustos, en la habilidad y en la virulencia; pero tienen la misma esclavitud gregaria, siguen al hidalgo Don Quijote en su aturdido y terrífico combate con los molinos de viento.

La realidad está precisamente en los antípodas.
Dios no se anuncia, no tiene un Ministerio de propaganda, no es un embaucador de cerebros.
Su infinita Elevación y Dignidad puede abajarse hasta la Encarnación, hasta el pesebre, hasta el taller del obrero, hasta la deshonra del Gólgota; pero no puede humillarse a mendigar el favor o los votos electorales de los hombres y mucho menos, la fama popular; El, el dador pródigo de la gloria, el solo Santo, el solo Señor, el solo Altísimo.
Jesús es, crudamente, fríamente, leal.
Dice:
El que quiera venir en pos de Mí, niegúese a si mismo, tome su cruz y sígame.
A Juan y a Santiago les pregunta austeramente: ¿Podéis beber el cáliz de amargura que Yo voy a beber?
A todos les promete y les profetiza: Lloraréis. Me han perseguido a Mí, también os perseguirán a vosotros.
Como de mala gana y sólo tras la petición insistente y quejumbrosa de los Apóstoles, habla de recompensa..
Jesús, puesto que es Señor, no quiere conscriptos ni mercenarios; no ordena movilizaciones generales; sólo quiere soldados voluntarios, libres, conscientes, convencidos, llenos de amor.
Si quieres, sigúeme. Tal es su invitación.

¡Si quieres! En esta condición se encuentra todo el respeto a la libertad, se encuentra —permítaseme la expresión— toda la dignidad de Aquel que no tiene necesidad de nadie y sabe que su invitación es un don, un privilegio, una gracia, una predilección, una elección.
Jesús se ofrece en el Calvario, voluntariamente. Oblatus est quia Ipse voluit, se ofreció porque quiso, dice San Pablo. Dio su vida libremente sin que ninguno se la arrebatara.
Nemo tollet eam a Me; sed ego dono eam. Ninguno me la quita; sino que Yo la doy, con santa ufanía lo dice El mismo.
Quiso sufrir con plena conciencia y por eso rechaza la bebida estupefaciente de vino y mirra que le ofrecen.

Y así quiso que fueran sus soldados: heroicamente voluntarios, fríamente conscientes.
Y así también los quiere la Iglesia.
El Catolicismo no mendiga vocaciones, ni apóstoles, ni sacerdotes; todo lo contrario, siempre ha vigilado severamente para que ningún mercenario entre por la ventana del oportunismo.
Su preocupación perenne no ha sido la de atraer: sino la de eliminar, seleccionar, rechazar.
A veces la Iglesia ha encontrado su rebaño invadido por los mercenarios: no porque Ella, preocupada por el número o las necesidades, haya cerrado los ojos, sino porque las familias, por cálculos y miramientos humanos, han burlado su vigilancia.
Desde hace siglos, toda la legislación eclesiástica, todas las instrucciones a los rectores de seminarios y a los directores espirituales insisten tenazmente en esta idea: santos y voluntarios, libres y desinteresados.
Si alguna Gertrudis ha sido cercada, engañada y recluida; la iniciativa ha venido de la familia y no de la Iglesia; y quien se prestó al juego sabía que obraba contra la definida y clara voluntad de la Iglesia.
La Radio Vaticana difunde mensajes científicos, no hace propaganda.

Que se tranquilicen los padres atemorizados y sepan los novelistas irreales que en ningún lugar se habla con tan ruda claridad como en el Seminario.
El que escribe abre la puerta a medias cuando entra un joven al Seminario; la abre de par en par cuando sale; pone una montaña de dificultades para aceptarlo, le allana todas en la... evasión; es casi frío con los seminaristas, amable con los ex-seminaristas; seco para tranquilizar, rico y convincente para persuadir a un joven a fin de que abandone el Seminario.
¡Qué embriaguez ni qué nada! El seminarista oye que se le habla todos los días de pobreza, de sacrificio, de soledad, de incomprensión, de dolores, de martirio, de muerte.
¡Ningún ambiente enardecido! Con frecuencia hay en el seminario días de hielo, tierras inhóspitas, soledades pavorosas, incomprensiones inexplicables y hasta tentaciones de compañeros fríos y derrotistas.
El seminarista se siente frecuentemente como perdido en los hielos polares.
¡Nada de sueños que invitan! Un lecho duro, un alimento pobre, una disciplina severa, un estudio serio, una vigilancia perenne; en doce años de una vida así, a penas resiste el diez por ciento de los alumnos.

Todo conspira al desaliento, nada a la invitación.
Por eso los delicados hijitos de papá no entran al seminario o no resisten al menos; y ¡qué bueno!
Por eso los aristócratas tienen miedo del sacerdocio y ¡es mejor!
Por eso los mercenarios se largan y ¡es una bendición!
En la actualidad se habla mucho de mística, y entienden por esa palabra una especie de aturdimiento irracional y emotivo, creado por la propaganda, por la música (especialmente por la tambora), por el arte, por las palabras altisonantes, por los cortejos, en fin, por todo aquello que exalta el sentimiento.
En ese sentido peyorativo el seminarista y el sacerdote son los hombres menos místicos que existen.
El corazón ardiente, sí; pero la cabeza fría, su apostolado proviene del convencimiento, no de la emoción; se encamina hacia el martirio con la voluntad, no con la sensibilidad.
Sube al Calvario con la más fría, reflexiva, prevista y voluntaria conciencia.
Hasta en el dintel mismo del sacerdocio, el Obispo lo amonesta antes de dar el gran paso del Subdiaconado: ¡aún eres libre!
La Iglesia quiere que lea, que jure y que firme una fórmula donde sus obligaciones y su martirio constan claramente expresados.
Por eso el Catolicismo tiene uno o dos traidores; pero en comparación y para compensarlos, tiene dieciséis mil mártires sólo en el Clero español...

HORAS DE PASION

Ya es inútil que tratemos de ocultarlo: nuestro tiempo es tiempo de excesos y de violencia; es la hora de la canícula, que ciega con su llameante centelleo y quema con el fuego de sus rayos ofuscadores.
Equivocados, como siempre, no era esto lo que habían previsto y anunciado los ingenuos filósofos del siglo pasado.
¡Pobres ilusos, razonadores, superficiales y estúpidos! Profetizaron un retorno al Edén, donde, bajo la bonachona sonrisa, amplia, benévola, indulgente, de la rolliza anfitriona, Madame Libertad, lobos y corderitos, leones y conejos, gatos y topos, diablos y beatos, habrían de caminar en el perfecto idilio de la comprensión mutua, complaciente y generosa, de la indulgencia, caballerosa y liberal.
Y los poetas, que tienen debilidad por las escenas idílicas y bucólicas, barnizaron con esmalte moderno la flauta de Arcadia; y entre ambrosías y licores, leche y miel, pastorelas y bailes campestres, comenzaron a ofrecer brindis a diestra y siniestra, a los amigos y a los desconocidos; ¡todos compadres! Carducci (poeta y crítico italiano de malas ideas) brinda hasta por... Pío IX; y eso que no era el más tierno y fácil para dejarse entusiasmar; pero se nota que las tibias auras de primavera y,... "el chianti" (vino italiano) se le habían subido a la cabeza hasta él.

Una hecatombe de diez millones de jóvenes, despedazados por la metralla, fue la conclusión de aquella despreocupada tarantela (baile napolitano de movimiento muy vivo) bucólica. La atmósfera se caldeó de repente por los incendios y las explosiones de los obuses; y aquellos filósofos y poetas, todavía con las copas en la mano; se preguntaban extrañados y despavoridos, como pudo acontecer aquel desaguisado.
El tratado de Versalles, de donde se excluyó a Dios, no bastó para apagar el incendio; el aire todavía quemaba y, a orillas de aquel mar de sangre, como espuma roja y trágica, nació esta hora, y esta hora es la nuestra.
Desaparecieron los idilios, los compromisos, las tolerancias; todo ha llegado a la exasperación con una violencia inaudita.
Las doctrinas se muestran intransigentes, cada partido pretende ser el único, la amistad es exclusiva y llena de compromisos, cada promesa es definitiva, cada propósito decisivo, todo amor es totalitario.
¿Es la hora de Dios o la hora de las tinieblas?

No dudo en afirmar que es la hora de Dios.
Dios ama la sinceridad, la claridad, lo definido. El, que es la Simplicidad, la Unidad, la Veracidad, odia sobretodo los equívocos, los compromisos, la doblez.
Dios ama el ardor, la pasión en el sentido más elevado, los extremos. El, que es el Amor, que ha llegado hasta el extremo de la Cruz y de la Eucaristía, odia la mediocridad, la indiferencia, la medianía.
Sin embargo, a nosotros nos interesa esta hora de encrucijada para el sacerdocio.
Jamás la criba que separa se ha agitado con tanta energía como ahora ante al furia de las pasiones, ni nunca el viento había soplado tan rabiosamente para separar el grano de la paja.
O apóstoles o apóstatas, tal es el dilema, o mártires o traidores, esta es la encrucijada.
Dios, la Iglesia, los hombres, los tiempos ya no soportan las mediocridad, la ambigüedad, al sacerdote tibio y contemporizador.

Dos neosacerdotes, tan cercanos, tan semejantes, que apenas tienen algún leve matiz en el grado de su piedad, a los pocos meses se encontrarán muy lejos el uno del otro, diversos, opuestos y casi enemigos; uno, camino del martirio; el otro, de la apostasía.
La intensa vida moderna, la vehemencia y la furia de las tentaciones, la aspereza de los sacrificios, maduran la apostasía o la santidad a la vuelta de pocos meses, como si fuera un despiadado sol tropical.
Esto es lo que han notado, desalentados y llenos de angustia, los Obispos, los Directores espirituales y los Rectores de Seminarios. La encrucijada decisiva se encuentra apenas al salir del umbral del Seminario; el mismo aire trágico, heroico y febril, favorece el entusiasmo para la entrega o exaspera la violencia de las pasiones, como el aire saturado y cálido de una incubadora.
Jamás hubo tentaciones y seducciones tan violentas, tan múltiples, tan pertinaces, tan atractivas, para despedazar el corazón y la pureza del sacerdote como en la actualidad. El mismo paganismo no pudo ofrecer tántas y tales seducciones como las ofrece esta civilización que ha evolucionado con más refinamiento. No se puede caminar por una calle, no se puede leer un periódico, sin que se encuentren asechanzas. La virtud se ve probada y puesta en peligro a cada paso.
Y ya no se trata de las pequeñas tentaciones de una vida un poco ligera, disipada y algo mundana que haga resbalar al sacerdote hasta la elegante tibieza de los abates del siglo XVIII; sino del impulso brutal hacia el precipicio de la apostasía y de la traición.

El día de hoy, sopla el viento de las cimas y de los abismos, que si bien extingue una fe de pabilo, hace arder más un incendio de amor.
Porque la misma violencia que pierde a los débiles, robustece y purifica a los fuertes y los impulsa a la sublimidad del heroísmo, de la sangre, del amor y de la muerte.
Es la hora de los apóstatas, pero también y más, es la hora de los mártires.
Han vuelto a encerrar al sacerdocio en la catacumbas; lo volvieron a hundir en las tinieblas la envidia de los gobernantes y el odio del pueblo; pero mucho más lo apremia la urgencia de huir del pantano de la lujuria para buscar, en el silencio, en el renunciamiento y en la intimidad con Dios, un aire que pueda respirar el espíritu.
¡Descendamos de nuevo a las catucumbas!
La hora en que salimos fue una hora fatal; el cristianismo y el sacerdocio fuera de las catacumbas nunca valieron lo que aquel cristianismo y aquel sacerdocio; no ha vuelto como entonces la hora feliz de los santos.
Descendemos de nuevo a las catacumbas para respirar el aire de nuestro origen, para sentir las palpitaciones henchidas de pureza de aquellas almas virginales, para llorar las lágrimas dulcísimas de aquellos mártires, para cantar los himnos victoriosos de aquellos héroes, para repetir las palabras mágicas de aquellos apóstoles.
Esta hora de encrucijada, por gracia de Dios, es muy parecida a las horas decisivas del cristianismo naciente; hoy como entonces, la elección se hace entre el suplicio o la traición; es necesario, por tanto, formarse una conciencia y un alma de cristianismo primitivo.

No significa ningún cambio el que hoy las catacumbas sean el cuartucho desnudo de una casa parroquial y que el suplicio actual sea el hambre; pues fácilmente transforman a las almas y las llevan a la madurez los subterráneos de las iglesias de España y las hecatombes de Cataluña.
Lo que sí es cierto es que se necesita un alma del siglo primero; las almas indecisas y las conciencias ambiguas son, en esta hora de dilema, anacrónicas y quizá condenados a su perdición.
Este espíritu, estas virtudes guerreras, estas visiones e ideales de un sacrificio supremo y absoluto es lo que debemos formar en nuestros seminarios.
Ha llegado la hora en que la Iglesia tiene necesidad de almas heroicas. Es la hora en que hay que comprometerse a fondo, ha dicho el Papa Pío XI; y, si Pedro lo dice, significa que esta es la hora y que no se trata sólo de la exaltación de la mente enfermiza de algún solitario maniático.

He dicho que es mejor así: todo lo que lleva el cristianismo a sus orígenes, lo salva; el bisturí que corta el miembro gangrenado nos resucita; el viento que separa el grano de la paja lo hace más seleccionado y puro.
San Cipriano pidió al Señor, para el cristianismo ambiguo y mundano de sus días, el viento del desierto de una persecución; porque al cristianismo y al sacerdocio les importa ante todo definirse.
Dios escuchó la petición audaz del venerable Obispo, quien, la víspera del martirio, ante el torbellino de la persecución que, entre sus sacerdotes y fieles, había producido mártires y apóstatas, elevó aquella asombrosa y sublime oración: Señor, Te doy gracias porque me has dado un mártir por cada dos apóstatas.
En efecto, un mártir y un santo borran la vergüenza de mil traiciones.
En la actualidad, la acción de gracias de San Cipriano hubiera sido más profunda y emocionada, ¡porque en México, en Rusia, en España, en Hungría y en otros lugares, Dios le ha dado a la Iglesia apenas un grupo raquítico y vil de apóstatas en comparación de un ejército infinito de mártires y de santos!

LAS COSAS MAS GRANDES QUE EL

Permítaseme este hermosísimo título de una novela conocida, para tratar de un asunto que se refiere a los seminaristas.
Es verdad, todos los seminaristas tienen en la mirada un dejo de melancolía, de seriedad, casi de terror. Ojos límpidos de niños inocentes, de jóvenes puros; ojos serenos de conciencias tranquilas; pero demasiado serios hasta cuando sonríen. Frentes tersas y límpidas, pero siempre se dibuja en ellas una arruga de preocupación.
Como si cada uno escondiera un misterio, como si hubiera sufrido un dolor profundo, como si llevara en el corazón un martirio perenne y secreto.
Los extraños interpretan todo esto, tratan de adivinarlo y construyen conmovedoras novelas de vidas destrozadas, de nostalgias del mundo, de juventudes marchitas, de terrores y suplicios del tipo de la Inqusición española, de historias de currucas o de otros pájaros más o menos románticos y poéticos, pero siempre volátiles, especialmente en la región de lo fantástico y de lo irreal.

La realidad es enteramente distinta, más elevada y más seria.
La mayor parte de los seminaristas no tiene lamentos y no teje novelas sobre el vacío.
La timidez del seminarista y su seriedad no brotan del sentimiento, sino que tienen un origen más profundo: el pensamiento.
La realidad es que todo seminarista se siente, de pronto y sin cesar, rodeado de cosas más grandes que él, inmensamente más grandes.
Cuando los otros niños se entretienen todavía con juguetes y se mecen en los caballitos, los seminaristas ya son soldados, vestidos con un uniforme que implica comportamiento digno, edificación, seriedad, responsabilidad.
Cuando los otros pelean con una espada de madera, con una espada de juego; los seminaristas tienen un uniforme de guerra, y no por juego. No trataron de jugar cuando vistieron la sotana, lo saben bien y los demás se lo hacen saber mejor.
Saben que es un hábito de mortificación que implica obligaciones, con que se han revestido gigantes, como Vicente de Paúl, Francisco Javier, Juan Bosco; un hábito que han llevado los mártires, como los seminaristas de Barbastro, fusilados todos en agosto de 1936.

Los demás, al mirarlos con ojos de admiración o de burla, pero nunca con ojos de indiferencia, les inculcan la misma idea; por lo tanto, no es un uniforme de juego, sino que verdaderamente se han movilizado para una guerra siempre actual, porque es perenne.
A estos niños, cuando los otros se apasionan por las aventuras de Salgari, se les habla de formación, de sacerdocio, de apostolado, de almas, del Reino de Cristo, de Dios.
Tiene que meditar diariamente, examinarse, hacerse violencia, comprobar todos los días si dan la medida de la vocación y para su misión formidable; y a la postre, se encuentran siempre y cada vez más pequeños ante esa misión que cada día se hace más y más grande que ellos.
Joven de liceo, el seminarista se ve obligado a respirar el aire enardecido de la filosofía; no con la indiferencia del que aprende o del que capta alguna teoría para poder repetirla en los exámenes; sino con el ansia y el afán de quien ha de encontrar la verdad para enseñarla a los demás; con la pasión de quien tiene que sacar el error de su madriguera para combatirlo; con el miedo y la humildad de quien sabe que la filosofía no es para él una aventura histórica por el reino de los locos, sino una cuestión de vital importancia, para él y para muchos hermanos suyos.
Son cuestiones dificilísimas, seculares, que tiene que resolver. Están en juego su vocación, su fe, su alma, la fe y el alma de los demás.

En el estudio de la teología se encuentra con el misterio.
Y misterio significa luz que supera el entendimiento humano, verdad que está por encima de cualquier inteligencia creada, realidad que trasciende todo esfuerzo terreno, infinitamente más grande que el hombre, más que cualquier criatura.
Esta es la verdadera razón de la melancolía o, mejor aún, de la seriedad del seminarista.

La psicología del seminarista es la psicología del que camina entre las sombras, solemnes y austeras, de un valle rodeado de altísimas cimas cortadas a pico. Son cimas de santidad, de apostolado, de sacrificio y de pensamiento, que circundan al seminarista aun en las horas del alegre esparcimiento; y, por eso, su actitud perenne de impotencia ante la grandeza.
Es la psicología del alpinista que sabe que las cimas se suceden unas a otras, como en una escala titánica, hasta llegar a las alturas de Cristo, Sumo Sacerdote.
Lo acompañará siempre la tristeza del camino que falta por recorrer, la melancolía de lo que nunca se podrá alcanzar, el aguijón del viaje interminable.
Es la psicología del soldado que está dentro de una trinchera improvisada, que aguarda, de un momento a otro, o la orden de lanzarse al asalto, o la sorpresa de un asalto enemigo que puede cercenar su vocación aun en el silencio del seminario.
Psicología, en una palabra, grave, austera, de obligaciones y responsabilidades, que son mucho más grandes que el corazón de un niño y que el esfuerzo de un joven.

¡Cuántas cosas más grandes que él, en el seminario!
¡Una pureza sin mancha, una santidad sacerdotal, una traición inmaculada, una misión divina, un heroísmo sublime!
Debe ser puro en una tierra de pecado, santo casi como Jesús; responsable hasta de las almas que no conoce y que se encuentran quizás muy distantes, perdidas entre los bosques impenetrables.
Cuando lee la historia de la Iglesia —la más grande, la más larga historia humana y divina—, comprende que debe incrustarse en esta historia y continuarla dignamente; sabe que hay un blasón divino que hay que conservar inmaculado y una tradición de mártires que debe prolongar.
Estudia la teología pastoral y contempla el pantano del mal, inmenso, sin riberas, y su apostolado lleno de espinas y dificultades.
Absorbe la grandeza, se nutre de ella, la respira, la sueña.
Todas estas cosas lo superan, lo aplastan, lo desalientan. . .

El alma del seminarista se recluye en su pequeñez con frecuencia; y, si la palabra cariñosa de los superiores no viniera en su ayuda para hablarle del auxilio de Dios, el desaliento lo sofocaría.
Esta es la humildad de darse cuenta, el terror por tener el sentido de la grandeza, el estupor ante lo infinito, la nostalgia de lo insuperable, la divina tristeza de no ser santo —de que habla León Bloy—, el sentimiento de la indignidad que no puede suprimirse, de la incapacidad que no puede superarse.
A esto se le añade frecuentemente el sobresalto, cuando el Aguila divina, en algunos momentos de gracia, aferra al joven y lo transporta hacia regiones altísimas y le deja entrever los grandiosos designios de Dios sobre él, la expectación de la Iglesia, lo que esperan las almas; cuando hace que contemple, en un relámpago, los mundos de la Mística.
Al volver a este mundo, no puede reír más.
Me refiero a la risa despreocupada y fácil, a la frente limpia de preocupaciones. Esto no es propio del seminarista; su juventud no es una juventud irreflexiva.
Lo cual de ninguna manera significa que no sea una hermosa juventud; más aún, quizá es la única juventud que se vive intensamente, plenamente...

LA HUELLA


He visto muchos seminarios; algunos —y son los menos— robustos y solemnes; otros, —y son los más— pequeños, flacos, miserables.
Escaleras de piedra tosca, dormitorios pobres con camas duras y armarios de pino, corredores estrechos y oscuros, refectorios con muebles bastos y mesas de piedra.
Son viejos conventos ruinosos, con adaptaciones improvisadas, con una extraña mezcla de antiguo y de provisional; son restos de construcciones grandiosas de tiempos pasados, que se convirtieron en oficinas o se usaron como cuarteles.
Nada de grandioso, ni de aristócrata, ni de magnífico, que pueda impresionar o subyugar el espíritu de los jóvenes con su solemnidad misma, con la autoridad del ambiente.
El vestido no puede ser más mezquino, humilde, desprovisto, casi repugnante y despreciable.
Sin embargo, ninguno que haya vivido durante algún tiempo en estos institutos, puede salir tal como era; ninguno de ahí en adelante, podrá vivir una vida ordinaria, normal, burguesa.
Se lleva siempre el perfume de la santidad o el sello de una especie de apostasía, la nostalgia de una belleza vislumbrada o la tristeza de haber rechazado la invitación divina, la alegría de un encuentro sobrehumano o la pérdida y la añoranza de ensueños maravillosos e inolvidables.
Del seminario salen hombres extraordinarios y antitéticos; fieles o traidores, apóstoles o apóstatas, de la estirpe de Juan o de la raza de Judas.
Del seminario salieron San Juan Vianney, San Juan Bosco y otros mil colosos del bien; del Seminario salieron igualmente Robespierre, Renán, Fouché, Stalin y tantos otros monstruos del mal.
Hombres distantes, casi en los antípodas; pero todos se encuentran en una concepción mesiánica de la vida, en un sueño de misión universal, en la entrega total a una ¡dea, divina o malvada, en un entusiasmo místico por Dios o por Satanás.
Ninguno que haya estado en el seminario podrá pensar jamás que la vida pueda encerrarse dentro de los horizontes de la buena mesa, de la poltrona muelle, de los viajes en la mejor clase, de los pingües negocios y del no meterse en los asuntos de los demás; fatalmente, será soldado, luchador, polemista, entregado a una idea.
La historia y la experiencia constante de todo Rector demuestra claramente este asunto, que requiere un profundo examen psicológico y pedagógico.

¿Por qué? ¿Por qué el Seminario, ese instituto pobre y en apariencia insignificante, en el terreno de los hechos demuestra ser tan definitivo, tan determinante, tan diferenciador, como la encrucijada de dos caminos que conducen a polos opuestos, tan fatal como que da la vida o la muerte? ¿Por qué ese sello imborrable?
¿Por qué esa psicología tan violenta y avasalladora, por qué ese sentido de mesianidad?
La solución es compleja y difícil: yo no puedo dar sino lejanas aproximaciones.
En el seminario hay un torrente de gracias que necesariamente debe llevar hasta la santidad que arrebata o hasta el hartazgo que endurece el corazón, que causa nauseas por lo divino, odio de lo sobrenatural.
El seminario es un privilegio, un don, una invitación, que lleva al cielo a quien la acepta; pero, para el que la rehusa, se convierte en maldición y tormento rabioso.
En suma, en el seminario se encuentra a Dios, la intimidad y la ternura de Cristo; y el encuentro con Dios no deja indiferentes, la intimidad con Jesús desemboca en el corazón de Pablo o en el de Judas.
Jesús, tal como Simeón lo predijo, es signo de contradicción, para los individuos y para los pueblos; ante El, es preciso tomar una posición definida de amor o de odio.
Hasta los que hubieran deseado quedarse inmunes o neutrales, los que hubieran deseado eludir su encuentro, resultaron o resultarán partidarios: Pilato hubiera querido permanecer en su aristocrático y abstencionista escepticismo neutral; y fue arrastrado hasta convertirse en el juez que condenó a Cristo, o sea, en el hombre más comprometido y responsable, en el hombre que no pudo eludir su responsabilidad y debió pronunciar una sentencia.

En el seminario, el joven comprende el valor inmenso y energético de la idea; no se habla más que de ideas, no se discute sino de ideas, no se tiene pasión sino por las ideas; dogma, moral, historia, no son más que ideas y lucha por las ideas.
Se ponderan y se buscan las consecuencias extremas y técnicas de una idea, se comprende la rígida intolerancia de la idea, que es dignidad y como la vida misma de la verdad.
Cuando haya salido del seminario, le quedará siempre en el alma esta visión grandiosa y augusta de la idea, no jugará con los principios, se sentirá siempre soldado, apóstol y mártir de la idea, tendrá la intolerancia y la violencia del que se siente entregado a una idea.
El que durante largos años, en el seminario, ha soñado en la vida como en un llamado divino, como en una vocación, como en una misión, como en un apostolado; ya no podrá concebirla como un gozo personal, se sentirá evangelizador misionero, siempre apóstol, aunque sea al servicio del mal.
El que en el seminario ha conocido el decisivo valor de un hombre, capaz de llegar a ser Domingo, Francisco, Vicente de Paúl, Ignacio de Loyola, no podrá comprender que se pueda vivir como sibarita feliz, desapasionado y sonriente; sino que deseará siempre que su vida, su palabra y su tiempo tengan un peso y un valor determinante en la historia.
La vocación le quedará siempre; ya sea vuelta hacia la ciudad de Dios o volcada hacia la ciudad de Satanás.
El amor divino de que se ha revestido o lo seguirá como un éxtasis, o lo perseguirá siempre como un remordimiento y una rebeldía.
Las verdades eternas meditadas, cual picos rocosos, lo acompañarán siempre, o como cumbres que adorar y contemplar en éxtasis, como Santo Tomás o San Agustín, o para escalarlas con la soberbio y la audacia de Satanás.
La conciencia de su valor lo acompañará sin cesar, o como gratitud y ternura filial para Dios, o como orgullo satánico que quiere igualarse con Dios.
Todo niño que entra al seminario se reviste con un uniforme de fe y de combate; podrá quitárselo y ponerse un vestido común de seglar; pero el uniforme interior del alma, de excepción y de lucha, el sello de una elección jamás podrá arrancárselo ni se podrá borrar: ¡la huella del seminario no se borrará jamás!...

ESCLAVITUD Y LIBERTAD

Dicen que Santo Tomás de Aquino rehúye la paradoja; y sin embargo, en la profundidad de su genio me parece el más paradójico de los pensadores; bastaría convertir en axiomas sus argumentos para que al punto salte a la vista la paradoja.
Para Santo Tomás el espíritu es libre porque... está atado, es libre de escoger o rechazar todos los bienes finitos, porque está atado al Bien Sumo, al Bien Infinito; es indiferente a las cosas pequeñas, porque está encadenado y enamorado del Sumo Bien.
Si no estuviera atado y atraído necesariamente por el Absoluto, caería en la imposibilidad de querer, en la esclavitud de la impotencia absoluta, en los grilletes pasivos de la nada.
Al Amor Infinito libera al espíritu humano de las cadenas del amor finito y pequeño.
El espíritu es libre, porque es capaz de pensar y está forzado a querer lo universal: a conocer y a amar a Dios.
La materia es esclava, porque es incapaz de este amor; si pudiera amar y encadenarse al Infinito, se destruiría su determinismo.
La esclavitud radical de un ser es la pequenez de su bien: en la medida en que se hace más y más grande, las cadenas se aflojan, y llegan a romperse cuando se le acaban todos los límites a su bien.

¡Cuánta luz hay en esta verdad!
El sacerdote es el hombre más esclavo para ser el hombre más libre.
Está encadenado a Dios con un vínculo perpetuo, solemne, público; con un juramento eterno de exclusivismo celoso.
Está rodeado por una legislación eclesiástica severa, minuciosa, múltiple.
Se le vigila en sus actos, en sus ademanes, en sus palabras; por los superiores, por sus hermanos, por los fieles, por los amigos, por los enemigos.
Un credo le ata la mente, una obediencia encadena su voluntad, un voto su corazón, una disciplina sus sentidos, una educación sus gustos y su vida.
Un denso cercado de prohibiciones lo encierra en el recinto de Dios y de las almas.
Sólo a costa de esta tiranía puede ser la criatura más libre.
Quiere la Iglesia que sus ojos estén deslumbrados por la luz de los misterios, para que no se fascinen y queden ciegos por el falso brillo de las criaturas; quiere que su corazón esté arrebatado por la Belleza Infinita, a fin de que los sentidos no lo manchen; quiere que su voluntad quede sumergida en un éxtasis para que no se doblegue al yugo de las pasiones.
El credo lo libra del error; la obediencia, del instinto; el voto, de los sentidos; la disciplina, del ambiente; la ley, de las modas; el silencio, de las palabras de los hombres; la soledad, de los juicios humanos; la educación, de las conveniencias del mundo.
Cuando Dios lo abraza, lo une a Sí y lo desvincula de la tierra; lo ata a lo elevado para librarlo de las bajezas, lo atrae a la libertad de ese vuelo que rompe las cadenas.
Al sacerdote se le niega la suicida libertad de hacerse esclavo, se le impone la feliz tiranía de un amor libertador.
Por medio de la pobreza, la mortificación y la pureza se le obliga a dirigirse a las regiones del espíritu, para que se ensanche y vuele con el pensamiento y el deseo por el Infinito, para que se embriague con lo sumo, con lo supremo, y no vea la mezquindad y se quede indiferente ante lo mediocre.

En el camino de Damasco, San Pablo ya no vio nada, durante tres días no comió ni bebió, y sólo entonces quedó libre; la luz divina lo cegó para la tierra, el hambre y la sed de Dios y de las almas le quitaron el gusto de las criaturas y de la carne.
En la luz de esta ceguera, en la insensibilidad de este arrobamiento, en la esclavitud de este amor, en la fijeza de este éxtasis, él se abisma en visiones inefables, domina las criaturas, habla, escribe, camina y grita que está enclavado en la Cruz de Cristo: Christo confixus sum cruci; y al mismo tiempo, afirma que está libre, con la libertad de El, qua libertate Christus nos liberavit.
Así debe ser el sacerdote: le cierran los ojos para que pueda ver el misterio; le obturan los oídos para que escuche la voz de Dios en el Sinaí; se le niega alimento y bebida para que se sacie de Dios y apague su sed en las almas.
Estas visiones ultraterrenas, estas voces divinas, esta hambre suprema lo encadenan al cielo y lo libran para siempre de la tierra.
Está encadenado en la cima, para que domine el valle.

Mas, una palabra de San Pablo rasga el misterio sobrenatural de esta cegadora verdad: "Ubi spiritus Domini, ibi libertas", dice en la Segunda Epístola a los Corintios: "Donde está el Espíritu del Señor, ahí hay libertad"; y se refiere al Espíritu Santo.
El Paráclico es Libertador. ¿Por qué?
Precisamente porque es el vínculo.
La doctrina tomista se ilumina con la luz del misterio.
El Espíritu Santo es el vínculo entre el Padre y el Hijo, es el peso de amor que une al Padre y al Hijo e impele, con el ímpetu de la Belleza Infinita, Uno hacia el Otro.
Es el vínculo, es el amor y por eso ata, y libra precisamente porque une.

Atados y arrebatados por el Amor, los sacerdotes se libran de todo temor, de toda sujeción humana, se rebelan contra toda capitulación, se desvinculan de cualquier pasado, arrasan cualquier barrera, quebrantan cualquier obstáculo, impulsados por el estímulo de la Caridad de Cristo.
Terrible e irresistiblemente libres, hablan, dominan, mandan, reprochan, sin que nadie ni nada logre dominarlos, encarcelarlos, detenerlos y hacerlos callar: "Amor volat, currit et laetatur, líber est et non tenetur. El Amor vuela, corre, goza, es libre y no está encadenado", dice la Imitación de Cristo.

Así fueron los Apóstoles, así los sacerdotes en quienes el divino Paráclico, el primer Amor, se ha dado sobreabundantemente el día de su ordenación.
Amor arctatus non coarctatur, el amor apremia, pero no aprisiona, dice la misma Imitación en aquel himno sublime que se encuentra en el capítulo V del libro III.
El Espíritu Santo ata el corazón sacerdotal a Dios, pero no lo encarcela, muy al contrario, lo impulsa hacia la libertad embriagadora del amor para el que todo es lícito, todo es permitido, todo es posible.
"Ama y haz lo que quieras", dice San Agustín.
Ama para que estés encadenado, y esta cadena te dé la libertad de obrar como quieras.
Se requiere, eso sí, una cadena, y que esta cadena sea el amor, la más dulce, la más libertadora cadena.

Rueguen los fieles para que se encienda esta llama divina del Espíritu Santo en el corazón de todos los sacerdotes, para que sean los verdaderos libres.
Toda otra libertad es una ilusión, es una esclavitud disfrazada.
Es ridicula la actitud y, más ridículo todavía, el gesto de quien se rebela contra Dios para servir a una criatura, se rebela contra una revelación para ser esclavo de una opinión, se rebela contra el espíritu para someterse a los sentidos, se rebela contra la ley para encadenarse a una conveniencia, se rebela contra la Iglesia para arrastrarse ante el tirano.
El sacerdote es libre, porque es el hombre del espíritu, es libre porque es templo del Espíritu Santo. Libre por la pobreza, no teme a los ricos; libre por la pureza, no teme a los libertinos; libre por la mortificación, no teme la muerte.
Libre por la revelación, domina a todas las filosofías humanas; libre por la autoridad, habla a los grandes y a los pequeños; libre sobre todo por el Amor, se apropia todos los derechos del amor y vibran en él todas sus audacias.

¡PRESENTE!

He aquí dos sencillos y humildes acontecimientos para la crónica: en México una monstruosa prepotencia cierra todas las iglesias y los seminarios. Los seminaristas se dispersan, se van a sus casas, en medio de tantos peligros, asisten a las mascaradas anticlericales, escuchan las calumnias más vergonzosas, ven a los sacerdotes que caen abatidos por la metralla.
Los católicos de los Estados Unidos tienen una idea genial (Se trata del Seminario Pontificio de Montezuma, New-México, U. S. A., a cargo de los PP. Jesuítas, que ha prestado incalculables servicios al Clero mexicano. De él han salido centenares de sacerdotes y aun varios obispos.): abren un gradioso seminario en una ciudad limítrofe, para seminaristas mexicanos.
Tienen aquel gesto con un poco de temor: ¿Vendrán? ¿este seminario tendrá alumnos? ¿responderá alguno al sencillo aviso que se ha enviado por la radio? ¿los incendios de las iglesias no habrán cegado los ojos de todos? ¿los fusilamientos no habrán ensordecido todos los oídos?
La respuesta de Dios y de los seminaristas fue sublime.
En el día señalado para la apertura se presentaron tántos alumnos que fue imposible darles alojamiento a todos.
Disfrazados, a través de peripecias y peligros indecibles, escondidos en los trenes, con pasaportes falsos, escalando montañas, alguno después de dos meses de caminar a pie, mendigando, el alimento; casi todos respondieron: ¡Presente!
Fue necesario ampliar el edificio para dar cabida a todos.
Esto sucedió ya hace algún tiempo, de tal modo que el gobierno revolucionario, no pudiendo soportar la afrenta, tuvo que dejar que se volvieran a abrir los seminarios mexicanos.

Ahora se improvisan los seminarios de España.
Los antiguos Institutos han sido destruidos, muchos seminaristas han sido asesinados, otros han combatido, hasta ayer, con los nacionalistas, todos han podido ver cuánto cuesta ser sacerdote.
También en España los Obispos han comenzado con un poco de temor, pero la respuesta ha sido idéntica y gloriosa: casi todos, después de tántos años, de tánta sangre, de tántas muertes, han respondido: ¡Presente!
Si el mundo tuviera vergüenza y lealtad, si tuviera sentido de elevación, debería gritar su derrota. La derrota de los comunistas ante los nacionales es nada frente a esta oprobiosa derrota de la carne ante la gloria, el triunfo, el heroísmo del espíritu.
¿Dónde está, oh muerte, tu victoria, si de nuevo los seminarios están reventando de alumnos? La metralla no ha logrado despoblar los seminarios, todo lo contrario, los ha llenado. ¿Dónde están los seminaristas muertos, si ahora todos sus puestos ya están ocupados? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón, si tu trágica fas no desalienta sino que atrae?
Y, cuando la muerte ha perdido su aspecto terrorífico y se transforma en el semblante glorioso del Angel del Martirio, Satanás y sus secuaces están vencidos irremisiblemente, porque la muerte es su arma suprema, su última trinchera, que cuando cae vencida, los deja al descubierto, sin resguardo y sin fuerzas.
¡Cuántas crueldades malgastadas!
Si un montón de cadáveres apiñados no logra obstruir la entrada del seminario, si los ríos de sangre que corren por las escaleras no hacen retroceder a los seminaristas, ¿con qué amenaza se les impedirá la entrada?

En efecto, este episodio no es sino la manifestación clamorosa de una larga lucha, sorda y continua. Se han intentado todos los procedimientos, se han usado todas las armas, se han buscado todos los caminos, se ha tratado de infundir terror con todas las amenazas para que ya no haya vocaciones.
Esta vasta conjuración viene desde Satanás y va hasta los padres que se dicen católicos.
El número ha disminuido, pero los sacerdotes allí están aún; también hay vocaciones y los seminarios están repletos.
Es un milagro perenne y una divina ironía.
¡Qué ridículos son los hombres que quieren impedirle el paso a Jesús, que quieren prohibirle que diga las palabras: Ven y sigúeme!
Ya los fariseos no sabían explicárselo y estaban espantados de que todo el mundo corría en pos de El, y para impedirlo, lo clavaron llagado y sangriento sobre la Cruz; sin pensar que Cristo había predicho: Cuando sea exaltado (sobre la Cruz) todo lo atraeré a Mí.
Este acto de locura estúpida, impolítica y equivocada, ha sido repetido muchas veces; el mal no tiene fantasía, le falta originalidad: el tigre destroza de un solo modo.

¿Quién puede impedir la comunicación entre Dios y las almas?
A través de la puerta, cerrada por el miedo celoso de los padres, pasan las vibraciones misteriosas del reclamo de Dios; y el joven, a quien se ha mantenido lejos de la Iglesia y de los sacerdotes, se presenta un día, decidido y resuelto, a su padre, para manifestarle el terrible deseo que ha madurado en su alma: ¡Quiero ser sacerdote!
En medio del tumulto de una orgía mundana, en el estrépito de una bacanal, la débil voz de Cristo se deja oír clara e imperiosa, inconfundible y arrolladora, como el reclamo del amor.
Se oscurece la luz violenta de un teatro, desaparecen los resplandores de los brillantes, cuando en una fiesta aparece, inesperada e inoportuna, la faz sangrante del Crucificado que hace su invitación.
Hasta la charca del vicio desciende la semilla de la vocación, que florece en el sacerdocio, como un lirio que surge del pantano.
Dios se ríe de las barreras, no le tiene miedo al mal.
Donde menos se espera, donde menos se cree, brota la flor de la vocación.
A veces es mensajera de Dios la cosa más fútil y menos temida, una hoja que envuelve un jabón, una sotana, una conversación escuchada en el tren, un gesto, una mirada, la figura recogida y pura de un sacerdote.
Todos los rectores de seminarios son testigos de este perenne milagro, que parece caprichoso, pero que en realidad sigue los caminos escondidos y soberanos de la libertad y de la predilección de Dios.
Vocaciones magníficas, generosas, firmes, decididas, que nacieron quién sabe cómo ni por qué, como las flores maravillosas que despuntan en la hendedura de las rocas, que nacen en las áridas lavas, donde la vida parece imposible.

Cuántas veces nos sucede tener un interrogatorio extraño:
— Quiero entrar al seminario.
— ¿Qué sacerdote te ha encaminado hacia aquí?
— No conozco ninguno.
— ¿De qué asociación católica vienes?
— Jamás he frecuentado ninguna.
— ¿A qué Iglesia has entrado?
— A ninguna.
— ¿Entonces...?
Pues entonces, no queda sino inclinar la frente ante el misterio de la gracia de Dios, no resta sino adorar la soberana voluntad del Señor.
Nosotros, pequeños hombrecillos, quisiéramos encontrar la lógica, lo racional, las causas de aquella vocación; olvidamos que Dios usa de las causas naturales, pero que no es'esclavo de ellas.

"En suma, —se preguntaba hace tiempo, colérico y desalentado, un periodista anticlerical francés— ¿que es lo que atrae aún a los jóvenes hacia el Sacerdocio y el seminario?
Hemos escrito novelas, comedias, periódicos, hemos logrado estupendas caricaturas de sacerdotes y de seminaristas, y no hemos logrado deshacer el encanto y destruir el hechizo, no hemos podido hacer antipático y repugnante al cura".
Los jóvenes se han saciado y cansado de tantos otros ideales, de tántas carreras y profesiones; y este ideal incomprensible, después de dos mil años, todavía seduce; y hay cientos de miles de sacerdotes, de seminaristas, de misioneros.
Este es el hecho que merece un serio estudio psicológico.
¿Qué los atrae?
¿La riqueza? Todos saben que ahora los sacerdotes se alimentan de hambre.
¿Los honores? Los honores para los sacerdotes son las palabrotas y los conjuros que se hacen las gentes cuando los ven aparecer y, en los días más solemnes, hasta las pedradas.
¿La vida cómoda? Quizás antes, sí; pero ahora he visto a los sacerdotes lanzarse a una actividad agobiadora.
El periodista, por último, trata de dar una explicación suya: "ese fenómeno debería explicarse como una ilusión colectiva, que perdura en medio de la plebe..."
La explicación es idiota, porque no es cierto que el pueblo crea aún que la vida del sacerdote sea envidiable, y porque hacia el sacerdocio se encaminan muchísimos intelectuales que están por encima de la psicología colectiva.
La explicación es clara y refulgente: no atrae hacia el sacerdocio ni las riquezas, ni el respeto, ni la vida regalada, ni alguna otra ilusión; sino Nuestro Señor Crucificado, desnudo y sangrante...

Todos los salivazos de los judíos no pudieron cubrir ni borrar, la divina majestad que aparece aun en el velo de la Verónica y en la Sábana Santa.
Así mismo tampoco las blasfemias y las burlas de todos los impíos no han logrado, no digamos destruir, sino ni siquiera velar o disminuir la soberana belleza que atrae a los puros y a los héroes.
Tántos años de calumnias, de privaciones y de martirio no han logrado otra cosa que hacer más pura, más desinteresada, más caballeresca y abnegada la vocación.
En la actualidad, hay que ser sacerdote por puro amor; las ilusiones terrenas han desaparecido.
No han logrado sino limpiar el Calvario de la turba embarazosa de los cálculos humanos, a fin de que domine, solitario y avasallador, el Crucificado.
Esta visión, demos gracias a Dios ya... los anticlericales, descorazona y aleja a los viles; pero atrae más irresistiblemente a los caballeros y a los poetas.
Las filas de los sacerdotes y de los seminaristas han sido depuradas y definidas por la criba del odio en la hora de la pasión; los Judas se han alejado para recibir los treinta denarios; pero los "Discípulos amados" se han quedado y han seguido al Maestro hasta el pie de la Cruz.
En nuestro siglo tan calculador y sibarita, el sacerdote está presente, más raro, más cansado; pero también más puro y generoso.
Presente en las aldeas, en las grandes ciudades, en las misiones; milagro perenne de la gracia, argumento viviente de la vitalidad y de la belleza del cristianismo.
Presente en los seminarios donde los seminaristas, en este siglo realista y sensual, se obstinan en soñar en un Calvario, en una Cruz, en un martirio...

Mons. Francesco Pennisi
Obispo de Ragusa
LA TRAICIÓN AL SACERDOCIO

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