1. Universalidad
de la Iglesia
Apenas
elevado, por inescrutables designios de la Providencia divina, sin mérito
alguno Nuestro, a ocupar la Cátedra del príncipe de los Apóstoles, Nos,
considerando como dichas a nuestra persona aquellas mismas palabras que Nuestro
Señor Jesucristo dijera a Pedro: "Apacienta mis ovejas, apacienta mis
corderos" [i] dirigimos enseguida una mirada llena de la más encendida
caridad al rebaño que se ha confiado a Nuestro cuidado: rebaño verdaderamente
innumerable, como que, por una o por otra razón, abraza a todos los hombres.
Porque todos, sin excepción, fueron librados de la esclavitud del pecado por
Jesucristo, que derramó su sangre por la redención de los mismos, sin que haya
uno siquiera que sea excluido de los beneficios de esta redención; por lo cual
el Pastor divino que tiene ya venturosamente recogida en el redil de su Iglesia
a una parte del género humano, asegura que Él atraerá amorosamente a la otra:
"Aun otras ovejas tengo que no son de este redil, y es preciso que yo las
traiga, y oirán mi voz" [ii].
2. Voz de
padre
Confesamos,
Venerables Hermanos, el primer afecto que embargó Nuestro ánimo, excitado sin
duda por la divina Bondad, fue de vehemente deseo y amor por la salvación de
todos los hombres; y al aceptar el Pontificado, Nos formulamos aquel mismo voto
que Jesucristo expresara a punto de morir en la cruz: "Padre santo,
guárdalo en tu nombre, a los que tu me diste" [iii]
Ahora bien:
apenas Nos fue dado contemplar, de una sola mirada, desde la altura de la
dignidad Apostólica, el curso de los humanos acontecimientos, al ofrecerse a
Nuestros ojos la triste situación de la sociedad civil, Nos experimentamos un
acerbo dolor. Y ¿cómo podría nuestro corazón de Padre común de todos los
hombres dejar de conmoverse profundamente ante el espectáculo que presenta la
Europa, y con ella el mundo entero, espectáculo el más atroz y luctuoso que
quizá ha registrado la historia de todos los tiempos? Parece que, en realidad,
han llegado aquellos días de los que Jesucristo profetizó: "Oiréis hablar
de guerra y de rumores de guerra... Se levantará nación contra
nación" [iv]. El tristísimo fantasma
de la guerra domina por doquier, y apenas hay otro asunto que ocupe los
pensamientos de los hombres. Poderosas y opulentas son las naciones que pelean;
por lo cual ¿qué extraño es que, bien provistas de los horrorosos medios que en
nuestros tiempos el arte militar ha inventado, se esfuercen en destruirse
mutuamente con refinada crueldad? No tienen, por eso, límite ni las ruinas, ni
la mortandad; cada día la tierra se empapa con nueva sangre y se llena de
muertos y heridos. ¿Quién diría que los que así se combaten tienen un mismo
origen, participan de una misma naturaleza, y pertenecen a la misma sociedad
humana? ¿Quién les reconocería como hermanos, hijos de un mismo Padre que está
en los cielos? Y mientras que de una y ora parte formidables ejércitos pelean
furiosamente, las naciones, las familias, los individuos sufren los dolores y
miserias que, como triste cortejo, siguen a la guerra. Aumenta sin medida, de
día en día, el número de viudas y de huérfanos; se paraliza, por la
interrupción de las comunicaciones, el comercio; están abandonados los campos y
suspendidas las artes; se encuentran en la estrechez los ricos, en la miseria
los pobres, en el luto todos.
3. Que reine
la paz
Nos,
conmovido por tan extrema situación, en el principio de Nuestro Supremo
Pontificado creímos deber nuestro recoger las últimas palabra de Nuestro
Predecesor, Pontífice de Ilustre y santísima memoria, y repitiéndolas, comenzar
nuestro apostólico ministerio; y conjuramos con toda vehemencia a los Príncipes
y a los gobernantes, a fin de que, considerando cuanta sangre y cuantas
lágrimas habían sido derramadas se apresuraren a devolver a los pueblos los
soberanos beneficios de la paz.
Y ojalá que
por la misericordia de Dios, suceda que, al empezar nuestro oficio de Vicario
suyo, resuene cuanto antes el feliz anuncio que los Ángeles cantaron en el
Nacimiento del divino Redentor de los
hombres: "Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad" [v]. Que
nos escuchen, rogamos, aquellos en cuyas manos están los destinos de los
pueblos. Otros medios existen, ciertamente, y otros procedimientos para
vindicar los propios derechos si hubiesen sido violados. Acudan a ellos,
depuestas en tanto las armas, con leal y sincera voluntad. Es la caridad hacia
ellos, y hacia todos los pueblos, no Nuestro propio interés, la que Nos mueve a
hablar así. No permitan, pues, se pierda en el vacío esta Nuestra voz de amigo
y de Padre.
4. El mal viene de lejos
Pero no es
solamente la sangrienta guerra actual la que trae a los pueblos en la miseria y
a Nos angustiado y solícito. Otro mal funesto ha penetrado hasta las mismas
entrañas de la sociedad humana y tiene atemorizados a todos los hombres de sano
criterio, ya que por los daños que ha causado y causará en lo futuro a las
naciones, ya porque, con toda razón, es considerado como causa de la presente
luctuosísima guerra. En efecto, desde que se han dejado de aplicar en el
gobierno de los Estados la norma y las prácticas de la sabiduría cristiana, que
garantizaban la estabilidad y la tranquilidad del orden, comenzaron, como no podía menos de suceder, a vacilar sus
cimientos las naciones y a producirse tal cambio en las ideas y en las costumbres,
que si Dios no lo remedia pronto, parece ya inminente la destrucción de la
sociedad humana. He aquí los desórdenes que estamos presenciando: la ausencia
de amor mutuo en la comunicación entre los hombres: el desprecio de la
autoridad de los que gobiernan; la injusta lucha entre las diversas clases
sociales; el ansia ardiente con que son apetecidos los bienes pasajeros y
caducos, como si no existiesen otros, y ciertamente mucho más excelentes,
propuestos al hombre para que los alcance. En estos cuatro puntos se contienen,
según Nuestro parecer, otras tantas causas de las gravísimas perturbaciones que
padece la sociedad humana. Todos, por lo tanto, debemos esforzarnos en que por
completo desaparezcan, restableciendo los principios del cristianismo, si de
veras se intenta poner paz y orden en los intereses comunes.
5. Amaos los
unos a los otros
Pero, en
primer lugar, Jesucristo, habiendo descendido de los cielos para restaurar
entre los hombres el reino de la paz, destruido por la envidia de Satanás, no
quiso apoyarlo sobre otro fundamento que el de la caridad. Por eso repitió
tantas veces: Un precepto nuevo os doy: que os améis los unos a los otros [vi];
Este es mi precepto: que os améis los unos a los otros [vii]; Esto os mando: que
os améis unos a otros [viii]; como si no tuviese otra misión que la de hacer
que los hombres se amasen mutuamente y para conseguirlo, ¿qué género de
argumentos dejó de emplear? A todos nos manda levantar los ojos al cielo: Uno
solo es vuestro Padre, el que está en los cielos [ix]. A todos, sin distinción
de naciones, de lenguas ni de intereses, nos enseña la misma forma de orar:
Padre nuestro, que estás en los cielos [x]; es más, afirma que el Padre
celestial, al repartir los beneficios naturales, no hace distinción de los
méritos de cada uno: Que hace salir el sol sobre malos y buenos y llueve sobre
justos e injustos [xi].
También nos
dice, unas veces, que somos hermanos, y otras nos llama hermanos suyos: Todos
vosotros sois hermanos [xii]; Para que [su Hijo] sea primogénito entre muchos
hermanos [xiii]. y lo que más fuerza tiene para estimularnos en sumo grado a
este amor fraternal aun hacia aquellos a quienes nuestra nativa soberbia
menosprecia quiere que se reconozca en el más pequeño de los hombres la
dignidad de su misma persona: Cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis
hermanos menores, a mí me lo hicisteis [xiv]. ¿Qué más? En los últimos
momentos de su vida rogó encarecidamente al Padre que todos cuantos en El
habían de creer fue sen una sola cosa por el vínculo de la caridad: Como tú,
Padre, estás en mí y yo en ti. Finalmente, suspendido de la cruz, derramó su
sangre sobre todos nosotros, para que, unidos estrechamente, como formando un
solo cuerpo, nos amásemos mutuamente con un amor semejante al que existe entre
los miembros de un mismo cuerpo. Pero muy de otra manera sucede en nuestros
tiempos. Nunca quizá se habló tanto como en nuestros días de la fraternidad
humana; más aún, sin acordarse de las enseñanzas del Evangelio y posponiendo la
obra de Cristo y de su Iglesia, no reparan en ponderar este anhelo de
fraternidad como uno de los más preciados frutos que la moderna civilización ha
producido.
6. La
fraternidad ha muerto
Pero, en
realidad, nunca se han tratado los hombres menos fraternalmente que ahora. En
extremo crueles son los odios engendrados por la diferencia de razas; más que
por las fronteras, los pueblos están divididos por mutuos rencores: en el seno
de una misma nación y dentro de los muros de una misma ciudad, las distintas
clases sociales son blanco de la recíproca malevolencia; y las relaciones
privadas se regulan por el egoísmo, con vertido en ley suprema. Ya veis,
venerables hermanos, cuán necesario es procurar con todo empeño que la caridad
de Jesucristo torne a reinar entre los hombres. Este será siempre nuestro
ideal, y ésta la labor propia de nuestro pontificado. Y os exhortamos a que
éste sea también vuestro anhelo. No cesaremos de inculcar en los ánimos de los
hombres y de poner en práctica aquello del apóstol San Juan: Amémonos
mutuamente [xv]. Excelentes son, es cierto, y sobremanera recomendables, los
institutos benéficos que tanto abundan en nuestros días; mas téngase en cuenta
que entonces resultan de verdadera utilidad cuando prácticamente contribuyen de
algún modo a fomentar en las almas la verdadera caridad hacia Dios y hacia los
prójimos; pero, si nada de esto consiguen, son inútiles, porque el que no ama
permanece en la muerte [xvi].
7. El
desprecio de la autoridad de los gobernantes
Dejamos
dicho que otra causa del general desorden consiste en que ya no es respetada la
autoridad de los que gobiernan. Porque, desde el momento que se quiso atribuir
el origen de toda humana potestad, no a Dios, Creador y dueño de todas las
cosas, sino a la libre voluntad de los hombres, los vínculos de mutua
obligación que deben existir entre los superiores y los súbditos se han
aflojado hasta el punto de que casi han llegado a desaparecer. Pues el
inmoderado deseo de libertad, unido a la contumacia, poco a poco lo ha invadido
todo, y no ha respetado siquiera la sociedad doméstica, cuya potestad es más
clara que la luz meridiana que arranca de la misma naturaleza; y, lo que
todavía es más doloroso, ha llegado a penetrar hasta en el recinto mismo del
Santuario. De aquí proviene el desprecio de las leyes; de aquí las agitaciones
populares, de aquí la petulancia en censurar todo lo que es mandado, de aquí
los monstruosos crímenes de aquellos que, confesando que carecen de toda ley,
no respetan ni los bienes ni las vidas de los demás.
Ante
semejante desenfreno en el pensar y en el obrar, que destruye la constitución
de la sociedad humana, Nos, a quien ha sido divinamente confiado el magisterio
de la verdad, no podemos en modo alguno callar, y recordamos a los pueblos
aquella doctrina que no puede ser cambiada por el capricho de los hombres: No
hay autoridad sino por Dios, y las que hay, por Dios han sido ordenadas [xvii].
Por tanto, toda autoridad existente entre los hombres, ya sea soberana o
subalterna, es divina en su origen. Por esto San Pablo enseña que a los que
están investidos de autoridad se les ha de obedecer, no de cualquier modo, sino
religiosamente, por obligación de conciencia, a no ser que manden algo que sea
contrario a las divinas leyes: Es preciso someterse no sólo por temor del
castigo, sino también por conciencia [xviii]. Concuerdan con estas palabras de
San Pablo aquellas otras del mismo Príncipe de los Apóstoles : Por amor del
Señor estad sujetos a toda autoridad humana: ya al emperador, como soberano; ya
a los gobernantes, como delegados suyos... [xix]. De donde colige el Apóstol de
las Gentes que quien resiste con contumacia al legítimo gobernante, a Dios
resiste, y se hace reo de las eternas penas: De suerte que quien resiste a la
autoridad resiste a la disposición de Dios, y los que la resisten se atraen
sobre sí la condenación [xx].
8. La
Religión de Cristo apoya la autoridad civil
Recuerden
esto los príncipes y los que gobiernan a los pueblos, y consideren si es
prudente y saludable consejo, tanto para el poder público como para los
ciudadanos, apartarse de la santa religión de Jesucristo, que tanta fuerza y
consistencia presta a la humana autoridad. Mediten una y otra vez si es medida
de sabia política querer prescindir de la doctrina del Evangelio y de la
Iglesia en el mantenimiento del orden social y en la pública instrucción de la
juventud. Harto nos demuestra la experiencia que la autoridad de los hombres
perece allí donde la religión es desterrada. Suele de hecho acontecer a las naciones
lo que acaeció a nuestro primer padre al punto que hubo pecado. Así como en
éste, apenas la voluntad se hubo apartado de la de Dios, las pasiones
desenfrenadas rechazaron el imperio de la voluntad, así también, cuando los que
gobiernan los Estados desprecian la autoridad de Dios, suelen los pueblos
burlarse de la de ellos. Les queda, es verdad, la fuerza, y de ella acostumbran
usar, para sofocar las rebeliones; pero ¿con qué provecho? Por la violencia se
sujetan los cuerpos, mas no los espíritus.
9. Los
pobres contra los ricos
Suelto, pues, o aflojado aquel doble vínculo
de cohesión de todo cuerpo social, a saber, la unión de los miembros entre sí,
por la mutua caridad, y de los miembros con la cabeza, por el acatamiento de la
autoridad ¿quién se maravillará con razón, Venerables Hermanos, de que la
actual sociedad humana aparezca dividida en dos grandes bandos que luchan entre
sí despiadadamente y sin descanso?
Frente a los
que la suerte, o la propia actividad ha dotado de bienes de fortuna, están los
proletarios y obreros, ardiendo de odio, porque participando de la misma
naturaleza de ellos, no gozan sin embargo, de la misma condición. Naturalmente
una vez infatuados como están por las falacias de los agitadores, a cuyo
influjo por entero suelen someterse, ¿quién será capaz de persuadirlos que no
por que los hombres sean iguales en naturaleza, han de ocupar el mismo puesto
en la vida social; sino que cada cual tendrá aquél que adquirió con su
conducta, si las circunstancias no le son adversas? Así, pues, los pobres que
luchan contra los ricos como si éstos hubieran usurpado ajenos bienes, obran no
solamente contra la justicia y la caridad, sino también contra la razón; sobre
todo, pudiendo ellos, si quieren, con una honrada perseverancia en el trabajo,
mejorar su propia fortuna. Cuáles y cuantos perjuicios acarree esta lucha de
clases, tanto a los individuos en particular como a la sociedad en general, no
hay necesidad de declararlo; todos estamos viendo y deplorando las frecuentes
huelgas, en las cuales suele quedar repentinamente paralizado el curso de la
vida pública y social, hasta en los oficios de más imprescindible necesidad;
e igualmente, esas amenazadoras
revueltas y tumultos, en los que con frecuencia se llega al empleo de las armas
y al derramamiento de sangre.
10. Utopías
socialistas
No Nos
parece necesario repetir ahora los argumentos que prueban hasta la evidencia lo
absurdo del socialismo y de otros semejantes errores. Ya lo hizo
sapientísimamente León XIII Nuestro Predecesor, en memorables Encíclicas; y
vosotros, Venerables Hermanos, cuidaréis con vuestra diligencia de que tan
importantes enseñanzas no caigan en el olvido, sino que sean sabiamente
ilustradas e inculcadas, según la necesidad lo requiera, en las asambleas y reuniones
de los católicos, en la predicación sagrada y en las publicaciones católicas.
Pero de un modo especial, y no dudamos repetirlo, procuraremos con toda suerte
de argumentos suministrados por el Evangelio, por la misma naturaleza del
hombre, y los intereses públicos y privados, exhortar a todos a que,
ajustándose a la ley divina de la caridad, se amen unos a otros como hermanos.
La eficacia de este fraterno amor no consiste en hacer que desaparezca la
diversidad de condiciones y de clases, cosa tan imposible como el que en un
cuerpo animado todos y cada uno de los miembros tengan el mismo ejercicio y
dignidad, sino en que los que estén más altos se abajen, en cierto modo, hasta
los inferiores y se porten con ellos, no sólo con toda justicia, como es su obligación,
sino también benigna, afable, pacientemente; los humildes a su vez se alegren
de la prosperidad y confíen en el apoyo de los poderosos, no, de otra suerte
que el hijo menor de una familia se pone bajo la protección y el amparo del de
mayor edad.
11. La raíz
del mal, la concupiscencia
Sin embargo,
Venerable Hermanos, los males que hasta ahora venimos deplorando tienen una
raíz más profunda y si para extirparla no se aúnan los esfuerzos de los buenos,
en vano esperaremos lograr aquello que todos ciertamente anhelamos , es a
saber, la tranquilidad estable y duradera de la vida social. Cual sea esta raíz
lo declara el Apóstol: "La raíz de todos los males es la
concupiscencia" [xxi]. Porque, si bien se considera, los males que ahora
sufre la sociedad humana nacen de esta raíz. Pues cuando en escuelas perversas
se moldea como cera la edad infantil, y con la malicia de ciertos escritos,
diaria o periódicamente se forma la mente de la multitud inexperta, y con otros
semejantes medios es dirigida la opinión pública; cuando, decimos, se ha
introducido en los ánimos el funestisimo error de que el hombre no ha de
esperar un estado de eterna felicidad, sino que aquí abajo puede ser dichoso
con el goce de las riquezas, d los honores, de los placeres de esta vida, nadie
se maravillará de que estos hombres, naturalmente inclinados a la felicidad,
con la misma violencia con que se lanzan a la conquista de tales bienes,
rechacen todo aquello que retarda o impide su consecución. Mas, porque estos
bienes no están distribuidos por igual entre todos, y a la autoridad pública
toca impedir que la libertad individual traspase los límites y se apodere de lo
ajeno, de aquí nace el odio contra la autoridad, y la envidia de los
desheredados de la fortuna contra los ricos, y las luchas y contiendas mutuas
entre las diversas clases de ciudadanos esforzándose los unos por obtener, a
toda costa, aquello de que carecen, y los otros por conservar, y aún aumentar
lo que ya poseen.
12. Las
bienaventuranzas de Cristo
Previendo
Jesucristo, Señor Nuestro, semejante estado de cosas, explicó en aquel sublime
sermón de la montaña cuáles eran las verdaderas bienaventuranzas del hombre
sobre la tierra, y puso, por decirlo así, los fundamentos de la filosofía.
Teles enseñanzas, aun a los hombres más adversos a la fe pareció que contenían
una sabiduría singular y perfectísima doctrina así moral como religiosa; y
ciertamente todos convienen en reconocer que nadie, antes de Cristo, que es la
misma Verdad, había enseñado jamás cosa parecida en esta materia, ni con tanta
gravedad y autoridad, ni con tan elevados y amorosos sentimientos.
La índole
secreta e íntima de esta filosofía consiste en que los llamados bienes de esta
vida tienen la apariencia de bien, pero no la eficacia; y por lo mismo, no son
tales que su goce pueda hacer feliz al hombre. Pues, según la palabra de Dios,
tan lejos está que las riquezas, la gloria, los placeres, hagan feliz al
hombre, que si quiere serlo de veras debe por amor de Dios, privarse de los mismos:
“Bienaventurados los pobres... bienaventurados cuando los hombres os
aborrezcan, y excomulgándoos os maldigan y proscriban vuestro nombre como
malo" [xxii]. Es decir, que por medio de los dolores, adversidades y
miserias de esta vida, si las soportamos con paciencia, como debemos, nosotros
mismos nos abrimos paso hacia aquellos bienes verdaderos y eternos, "lo
que Dios ha preparado para los que le aman" [xxiii]. Sin embargo, muchos
descuidan tan importantes enseñanzas de la fe, y muchos las han olvidado por completo.
13. Manos a
la obra por el premio eterno
Es necesario
pues, Venerables Hermanos, renovar según ellas todos los corazones. No de otra
suerte lograrán la paz los hombres, ni la sociedad humana. Exhortamos, por
tanto, a los que padecen cualquier adversidad, a que no fijen sus miradas en la
tierra, en la cual no somos más que peregrinos, sino que la levanten al cielo a
donde nos encaminamos: "no tenemos aquí morada permanente, sino que
anhelamos la futura" [xxiv]. Y en medio de las adversidades con las que
Dios prueba la constancia en su divino servicio, consideren con frecuencia que
premio les está reservado para cuando salgan vencedores de esta lucha.
"Pues por la momentánea y ligera tribulación nos prepara un peso eterno de
gloria incalculable" [xxv]. Finalmente, el dedicarse con todo empeño y esfuerzo a que reconozca en
los hombres la fe en las verdades sobrenaturales, y asimismo, el aprecio, el
deseo y la esperanza de los bienes, eternos, debe ser vuestro principal empeño,
Venerables Hermanos, así como también el del Clero y el de todos los nuestros,
que, unidos en varias asociaciones, procuran promover la gloria de Dios y el
verdadero bien común. Porque a medida que esta fe crezca entre los hombres,
decrecerá en ellos el afán inmoderado de alcanzar los fingidos bienes de la
tierra, y renaciendo a la caridad, gradualmente cesarán las luchas y contiendas
sociales.
14. Algo se
ha hecho ya en el campo religioso
Ahora bien,
si, dejando aparte la sociedad civil, volvemos Nuestro pensamiento a considerar
las cosas eclesiásticas, tenemos, sin duda, motivos para que Nuestro ánimo,
herido por la general calamidad de estos tiempos, al menos en parte, reciba
algún alivio; pues además de las pruebas, que se presentan clarísimas, de la
divina virtud y firmeza de que goza la Iglesia, no pequeño consuelo Nos ofrecen
los preclaros frutos que de su activo Pontificado nos dejó Nuestro predecesor
Pío X, después de haber ilustrado a la Sede Apostólica con los ejemplos de una
vida santa. Vemos, en efecto, por obra suya, inflamado por doquier el espíritu
religioso entre los eclesiásticos; despertada la piedad del pueblo cristiano;
promovidas en las asociaciones de los católicos la acción y la disciplina;
fundadas en unas partes, y multiplicadas en otras, las sedes episcopales;
ajustada la educación de la juventud levítica conforme a la exigencia de los
cánones, y, en cuanto es necesario, a la condición de estos tiempos; alejados
de la enseñanza de las ciencias sagradas los peligros de temerarias
innovaciones; el arte musical, obligado a servir dignamente a la majestad de
las funciones sagradas; y aumentando el decoro de la Liturgia y propagando
extensamente el nombre cristiano con nuevas misiones de predicadores
evangélicos.
Son estos
realmente, grandes méritos de Nuestro Antecesor para con la Iglesia, de los
cuales conservará grata memoria la posteridad. Sin embargo, como quiera que el
campo del Padre de familias, por permisión divina, está siempre expuesto a la
malicia del hombre enemigo, jamás sucederá que no deba trabajarse en él para
que la abundante cizaña no sofoque la buena mies. Por lo tanto, teniendo como
dicho también a Nosotros, lo que Dios dijo al Profeta: "Sobre pueblos y
reinos hoy te doy poder de arrancar y arruinar... de edificar, levantar y
plantar" [xxvi], por Nuestra parte, tendremos sumo cuidado en alejar
cualquier mal y promover el bien hasta que plazca al Príncipe de los Pastores
pedirnos cuenta de nuestro ministerio.
Y ahora,
Venerables Hermanos, al dirigirnos por medio de esta primera Encíclica, creemos
conveniente indicar algunos puntos principales, a los cuales hemos resuelto
dedicar Nuestro especial cuidado; así, procurando vosotros secundar con vuestro
celo Nuestros designios, se obtendrán más pronto los frutos deseados.
15. Unión y
concordia
Y ante todo,
como quiera que en toda sociedad de hombres, sea cualquiera el motivo por el
que se han asociado, lo primero que se requiere para el éxito de la acción
común, es la unión y concordia de los ánimos, Nos procuraremos resueltamente
que cesen las disensiones y discordias que hay entre los católicos y que no
nazcan en otros en lo sucesivo; de tal manera, que entre los católicos no haya
más que un solo sentir y un solo obrar. Saben bien los enemigos de Dios y de la
Iglesia que cualquiera disensión de los nuestros en la lucha es para ellos una
victoria; por lo que, cuando ven a los católicos más unidos, entonces emplean
la antigua táctica de sembrar astutamente la semilla de la discordia,
esforzándose por deshacer la unión. ¡Ojalá que semejante táctica no les hubiese
proporcionado tan frecuentemente el éxito apetecido, con tanto daño de la
Religión! Así, pues, cuando la potestad legítima mandare algo, a nadie sea
lícito quebrantar el precepto por la sola razón de que no lo aprueba, sino que
todos sometan su parecer a la autoridad de aquel al cual están sujetos, y le
obedezcan por deber de conciencia. Igualmente ninguna persona privada se tenga
por maestra en la Iglesia, ya cuando publique libros o periódicos, ya cuando
pronuncie discursos en público. Saben todos a quien ha confiado Dios el magisterio
de la Iglesia; a sólo éste, pues, se deje el derecho de hablar como le parezca
y cuando quiera. Los demás tienen el deber de escucharlo y obedecerlo
devotamente. Mas en aquellas cosas sobre las cuales, salvo la fe y la
disciplina, no habiendo emitido su juicio la Sede Apostólica, se puede disputar
por ambas partes, a todos es lícito manifestar y defender lo que opinan. Pero
en estas disputas húyase de toda intemperancia de lenguaje que pueda causar
grave ofensa a la caridad; cada uno defienda su opinión con libertad, pero con
moderación, y no crea serle lícito acusar a los contrarios, sólo por esta
causa, de fe sospechosa o de falta de disciplina. Motes
indebidos que deben evitarse.
Queremos
también que los católicos se abstengan de usar aquellos apelativos que
recientemente se han introducido para distinguir unos católicos de otros, y que
los eviten, no sólo como innovaciones profanas de palabras, que no están
conformes con la verdad ni con la equidad, sino también porque de ahí se sigue
grande perturbación y confusión entre los mismos. La fe católica es de tal
índole y naturaleza, que nada se le puede añadir ni quitar: o se profesa por
entero o se rechaza por entero: "Esta es la fe católica; y quien no la
creyere firme y fielmente no podrá salvarse" [xxvii]. No hay, pues,
necesidad de añadir calificativos para significar la profesión católica;
bástale a cada uno esta profesión: Cristiano es mi nombre, católico, mi
apellido; procure tan sólo se en efecto aquello que dice.
16.
Exhortación a los que disminuyan la fe o se engrían. Modernismo
Por lo
demás, a los nuestros que se han consagrado a la utilidad común de la causa
católica, pide hoy la Iglesia otra cosa muy distinta que insistir por más
tiempo en cuestiones de las cuales ninguna utilidad se sigue; pide que con todo
esfuerzo procuren conservar la fe íntegra y libre de toda sombra de error,
siguiendo especialmente la huellas de Aquel a quien Cristo ha constituido
guardián e intérprete de la verdad. También hay, y no pocos, quienes como dice el
Apóstol: "No sufrirán la sana doctrina y deseosos de novedades...
apartarán los oídos de la verdad para volverlos a las fábulas" [xxviii]. En
efecto, orgullosos y engreídos por la gran estima que tienen del entendimiento
humano, el cual ciertamente, por permisión divina, ha hecho increíbles
progresos en el estudio d la naturaleza, algunos, anteponiendo su propio juicio
a la autoridad de la Iglesia, llevaron a tal punto su temeridad que no dudaron
en medir con su inteligencia aun los mismos secretos misterios de Dios, y
cuanto ha revelado al hombre, y de acomodarlos a la manera de pensar de estos
tiempos. Así se engendraron los monstruosos errores del Modernismo, que Nuestro
Antecesor llamó justamente síntesis de todas las herejías, y condenó
solemnemente. Nos, Venerables Hermanos, renovamos aquí esta condenación en toda
su extensión; y dado que tan pestífero contagio no ha sido aún enteramente
atajado, sino que todavía se manifiesta acá y allá, aunque solapadamente. Nos
exhortamos a que con sumo cuidado se guarde cada uno del peligro de contraerlo.
Pues de esta peste bien puede afirmarse lo que Job había dicho de otra cosa:
"Fuego que devora hasta la destrucción y que consume toda mi
hacienda" [xxix]. Y no solamente deseamos que los católicos se guarden de
los errores de los modernistas, sino también de sus tendencias, o del espíritu
modernista, como suele decirse: el que queda inficionado de este espíritu
rechaza con desdén todo lo que sabe a antigüedad, y busca, con avidez la
novedad en todas las cosas divinas, en
la celebración del culto sagrado, en las instituciones católicas, y hasta en el
ejercicio privado de la piedad. Queremos, por tanto, que sea respetada aquella
ley de Nuestros mayores: Nihil innovetur nisi quod traditum est, "Nada se
innove sino lo que se ha trasmitido"; la cual, si por una parte ha de ser
observada inviolablemente en las cosas de fe, por otra, sin embargo, debe
servir de norma para todo aquello que pueda sufrir mutación, si bien, aun en
esto vale generalmente la regla: Non nova, sed noviter, "No cosas nuevas
sino de un modo nuevo".
17. Estímulo
a las asociaciones
Ya que,
Venerables Hermanos, para profesar abiertamente la fe católica y para vivir de
manera conveniente a la misma fe, los hombres suelen ser estimulados
principalmente con fraternales exhortaciones y con mutuos ejemplos, por eso,
Nos complace sobremanera que sean tomadas de continuo nuevas asociaciones
católicas. Y no sólo deseamos que dichas asociaciones crezcan, sino que también
queremos que florezcan por Nuestra protección
y por Nuestro favor, y florecerán, sin duda, con tal que se acomoden constante,
y fielmente a las prescripciones que esta Sede Apostólica ha dado ya, o diere
en adelante. Así, pues, todos aquellos que, tomando parte en estas
asociaciones, trabajan por Dios y por la Iglesia, nunca olviden lo que dice la
Sabiduría: "El Hombre obediente conquistará victorias" [xxx] porque si
no obedecieren a Dios por el obsequio hacia la Cabeza de la Iglesia, tampoco
merecerán el auxilio divino, y trabajarán en vano.
18. Una
mirada al clero y las vocaciones
Mas, para
que todas estas cosas sean llevadas a cabo, con el feliz resultado que
apetecemos, sabéis muy bien, Venerables Hermanos, que es necesaria la
cooperación asidua y prudente de aquellos a quienes Cristo Señor Nuestro envió
como operarios a su mies, esto es, del clero. Por lo cual entenderéis que
vuestro primer cuidado debe ser fomentar la santidad conveniente a su estado en
el clero que ya tenéis, y formar dignamente para un oficio tan santo, con la
más esmerada educación, a los alumnos del Santuario. Y aunque vuestra
diligencia no tiene necesidad de estímulo, os exhortamos y os conjuramos a que
queráis cumplir este deber con el mayor interés posible; porque se trata de
cosa tan importante, que no hay otra de mayor interés para el bien de la Iglesia;
pero, como quiera que ya Nuestro Antecesores de s. m. León XIII y Pío X hayan
tratado esto de propósito, Nos no tenemos nada que añadir. Solamente ansiamos
que los documentos de tan sabios Pontífices, y principalmente la Exhortatio ad
clerum de Pío X, con el auxilio de vuestras exhortaciones, no caigan jamás en
olvido, sino que sean escrupulosamente observadas.
19. Sumisión
a nuestros superiores
Una cosa hay
sin embargo, que no debe pasarse en silencio: y es que queremos recordar a
todos cuantos sacerdotes hay en el mundo, como hijos Nuestros muy amados, que
es absolutamente necesario, ya para su propia santificación, ya para el fruto
del ministerio sagrado, que esté cada uno estrechamente unido y enteramente
adicto a su propio Obispo. Por cierto que, como arriba deploramos, no todos los
ministros del Santuario están libres de insubordinación y de independencia, tan
corriente en estos tiempos; ni sucede rara vez a los Pastores de la Iglesia,
encontrar dolor y contradicción allí donde con derecho hubiesen esperado
consuelo y ayuda. Ahora bien, los que tan desgraciadamente abandonan su deber,
reflexionen una y otra vez que es divina la autoridad de aquellos a los cuales:
"El Espíritu Santo ha constituido a los Obispos para que gobiernen la
Iglesia de Dios" [xxxi]. Y que, si, como hemos visto, resisten a Dios los
que resisten a cualquier potestad legítima, mucho más irreverente es la
conducta d aquellos que rehúsan obedecer a los Obispos, a los cuales ha
consagrado Dios con el sello de su potestad: Cum charitas, así escribía el
santo mártir Ignacio, non sinnat me tacere de vobis, propterea anteverti vos
admonere, ut unanimi sitis in sententia Dei. Etenim Jesus Christus,
inseparabilis a nostra vita, sententia Patris est, ut et Episcopi per tractus
terrae constituti, in sententia Patris sunt. Unde decet vos Episcopi sententiam
concurrere [xxxii]. Y como habló aquel mártir ilustre, así hablaron en todos los
tiempos, los Padres y Doctores de la Iglesia. Añádase que ya es demasiado
pesada la carga que llevan los Obispos, aun por la misma dificultad que ofrecen
estos tiempos, y que es más grave todavía la ansiedad en que viven por la salud
del rebaño que les ha sido confiado: "Obedeced a vuestros pastores y
estadles sujetos que ellos velan sobre vuestras almas" [xxxiii]. ¿No han de
llamarse crueles los que, negando el obsequio debido, aumentan esta carga y
esta ansiedad? Esto no es conveniente, diría a los tales el Apóstol, porque,
Ecclesia est plebs sacerdoti adunata, et pastori suo grex adhaerens [xxxiv]; de
lo cual se sigue que no está con la Iglesia aquel que no está con el Obispo.
20. Que
termine la guerra y la cuestión romana
Y ahora,
Venerables Hermanos, al terminar esta carta, Nuestro corazón vuelve al mismo
punto por donde empezásemos a escribir; y pedimos de nuevo, con fervientes e
insistentes votos, el fin de esta desastrosísima guerra, tanto para el bien de
la sociedad, como el de la Iglesia; de la sociedad, para que, obtenida la paz,
progrese verdaderamente en todo género de cultura: de la Iglesia de Jesucristo,
para que, libre ya de ulteriores impedimentos, siga llevando a los hombres el
consuelo y la salvación hasta los últimos confines de la tierra. Desde hace
mucho tiempo la Iglesia no goza de aquella independencia que necesita, esto es,
desde que su cabeza, el Pontífice Romano, empezó a carecer de aquel auxilio que
por disposición de la divina Providencia, en el transcurso de los siglos, había
obtenidos para defensa de su libertad. Quitado este auxilio, sobrevino, como no
podía menos, una grave perturbación entre los católicos; porque cuantos se
profesan hijos del Romano Pontífice, todos, así los que están cerca como los
que están lejos, exigen con pleno derecho, que no pueda ponerse duda que el
Padre común de todos, en el ejercicio del ministerio apostólico, sea
verdaderamente, ya así mismo aparezca, libre de todo poder humano.
21. La
libertad de la Iglesia
Por lo
tanto, mientras hacemos fervientes votos para que renazca la paz entre todas
las naciones, deseamos, también que cese para la Cabeza de la Iglesia esta
situación anormal que daña gravemente, por más de una razón, a la misma
tranquilidad de los pueblos. Contra tal estado de cosas, Nos renovamos las
protestas que Nuestros Predecesores hicieron repetidas veces, movidos, no por
intereses humanos, sino por la santidad del deber; y las renovamos por las
mismas causas, para defender los derechos y la dignidad de la Sede Apostólica.
Oración por
la paz
Finalmente,
Venerables Hermanos, ya que están en la mano de Dios los corazones de los
príncipes y de todos aquellos que pueden dar fin a las atrocidades y a los
daños de que hemos hecho mención, levantemos a Dios nuestra voz suplicante, y
clamemos: Da pacem, Domine, in diebus nostris. "Da paz, Señor en nuestros
días". Aquel que dijo de sí: "Soy yo, Jehová, yo doy la
paz" [xxxv], aplacado por nuestros ruegos, quiera sosegar cuanto antes las
olas tempestuosas que agitan a la sociedad civil y a la religiosa. Séanos
propicia la bienaventurada Virgen que engendró a Aquel que es Príncipe de la
paz y acoja bajo su maternal protección Nuestra humilde Persona, Nuestro
ministerio Pontifical, la Iglesia, y con ésta las almas de todos los hombres,
redimidos con la sangre de su Hijo.
Bendición
final
Como prenda
de los dones celestiales y en testimonio de Nuestra benevolencia, Venerables
Hermanos, os damos de todo corazón la bendición apostólica a vosotros, a
vuestro clero y a vuestro pueblo.
Dado en
Roma, junto a San Pedro, en la fiesta de Todos los Santos, día 1º de Noviembre
del año 1914, primero de Nuestro Pontificado.
Benedicto Papa XV.
[i] Juan 21,
15-17.
[ii] Juan
10, 16.
[iii] Juan
17, 11.
[iv] Mat.
24, 6-7.
[v] Luc. 2,
14.
[vi] Io. 13,
34.
[vii]
Io.15,12.
[viii] Io.
15, 17.
[ix] Mt. 23,
9.
[x] Mt. 6,
9.
[xi] Mt. 5,
45.
[xii] Mat.,
23, 8
[xiii] Rom.
8, 20.
[xiv] Mt.
25, 40.
[xv] I Io. 3, 23
[xvi] I Io.
3, 14.
[xvii] Rom.
13, 1.
[xviii] Rom.
13, 5.
[xix]1 Pet.
2, 13-14.
[xx] Rom.
13, 2
[xxi] I Tim.
6, 10.
[xxii] Luc.
6, 20-22.
[xxiii] I
Cor. 2, 9.
[xxiv] Hebr.
13, 13.
[xxv] II
Cor. 4, 17.
[xxvi]
Jerem., 1, 10
[xxvii]
Simb. Atanasiano.
[xxviii] II
Tim. 4, 3-4.
[xxix] Job
31, 12.
[xxx] Prov.
21, 28.
[xxxi] Act.
20, 28.
[xxxii] In
Epist. ad Ephes. 3 "Por cuanto la caridad no me permite callar tratándose
de vosotros, me propuse exhortaros a que caminéis unánimes en la voluntad de Dios. Pues, también Cristo, inseparable de nuestra vida es la voluntad del
Padre, como también los obispos que están constituidos hasta los confines de la
tierra están en la voluntad de Dios. Por eso, os corresponde caminar según la
voluntad del Obispo".
[xxxiii]
Hebr. 13, 17.
[xxxiv] S.
Cypr., "Florentio cui et Puppiano ep. 66" (al. 69) "La Iglesia
es el pueblo unido al sacerdote y la grey que ama a su pastor".
[xxxv]
Isaías 45, 6-7.
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