Dr. Pbro. Joaquín Saenz Arriaga
(Páginas 163-175)
EL ARMONIOSO CONJUNTO DE LOS ENEMIGOS
Hay un punto gravísimo, de importantísima significación, sobre el cual ya se ha hablado, aunque, tal vez, no con la sinceridad, ponderación y necesaria claridad de conceptos, que el caso exige y amerita. Me refiero a las repercuciones clamorosas y excepcionales que los escritos y las actuaciones de Juan XXIII y Paulo VI, y los dos acontecimientos que separan y unen sus pontificados: la muerte del primero y la elección y coronación del segundo, han provocado entre los afiliados a la masonería y al comunismo. El fenómeno no tiene paralelo ni precedente en la reciente historia de la Iglesia. Tiene proporciones universales y escandalosas. Lo mismo en Italia que en Francia, Estados Unidos, Alemania, España o Portugal; lo mismo en México que en Rusia y Cuba, todas las corrientes subterráneas de destucción y de odio se unieron pública y descaradamente para aplaudir las tendencias progresistas —según ellos dicen— de los dos papas y para entonar una plañidera elegía ante la tumba del Pontífice de la Tolerancia. El "New York Times" fue el que inició esta campaña.
Para explicarnos estas voces acordes de enemigos de la Iglesia, muchos católicos dicen sonriendo: "Es natural que ellos traten de llevar el agua a su molino. Las palabras y actitudes de los dos últimos papas y especialmente las de Juan XXIII, han sido malévola y torcidamente interpretadas, como si ellas fueran una implícita aceptación del racionalismo, del materialismo, de la masonería y del comunismo".
a) Mas, esta explicación, por simplista es pueril e inadmisible. Nunca antes la masonería y el comunismo habían tenido aceptación ni encomioso comentario para las personas de los Papas, ni para sus Encíclicas o actuaciones. León XIII, Pio XI y Pío XII habían expuesto clara y magistralmente la doctrina social de la Iglesia, que se funda, de modo invariable, en la ley natural y en las enseñanzas divinas del Evangelio eterno; y, sin embargo, sus maravillosos documentos fueron ignorados, cuando no falseados y dolosamente impugnados por los secuases del error y de la iniquidad.
b) El fenómeno escandaloso, que estamos examinando, supone, desde luego, un origen común, una fuerza impulsora, que extiende sus tentáculos poderosos por todo el mundo. No es un fenómeno aislado, que admitiría, tal vez, otras explicaciones; es un hecho universal, sincronizado, en perfecta armonía de conceptos, de actuaciones y hasta de palabras. Los mismos adversarios lo hacen notar en sus comentarios.
c) Por otra parte, la lógica nos dice que, cuando los enemigos aplauden jubilosos las palabras papales, cuando recomiendan la lectura y meditación de esos documentos, es porque encontraron en ellos una terminología, un estilo, unas ideas, que, equivocadamente si lo queréis, ellos sostienen y pretenden demostrar que son las suyas propias.
d) En esta confusión ideológica, en la que es difícil precisar nuestras posiciones, la fe de muchos se inquieta, vacila, está en peligro de perderse. La coexistencia entre el error y la verdad es tan absurda como la identidad ontológica del ser y del no ser.
e) No negaremos que "razones de emulación, de prestigio, de orgullo o de ambición pueden perpetuar disidencias, que, tal vez, habrian tenido razón de ser en el pasado, pero que ahora resularían disidencias anacrónicas". Pero, no podemos confundir con esas desidencias los puntos dogmáticos, los principios inmutables, las verdades ya definidas por el Magisterio auténtico e infalible de la iglesia. Si abandonásemos esa intolerancia doctrinal, esa posición, definida e invariable, nuestra fe se habría desmoronado, habríamos traicionado al mismo Cristo y a su Iglesia.
f) Toda esta argumentación, todo ese cúmulo de documentos, nacionales y extranjeros, católicos y no católicos, que sobre estos asuntos hemos visto, parecen comprobar de una manera apodíctica la tesis sustentada por Maurice Pinay en su famoso libro "Complotto contro la Chiesa", que hemos encontrado acá en Europa y que oportunamente fue distribuido entre todos los Padres Conciliares, al empezar el Vaticano II. El autor denuncia una conjura urdida por las fuerzas políticas del semitismo universal contra la Iglesia Católica, con ocasión del XXII Concilio Ecuménico. Ese prólogo es una verdadera anticipación de lo que estaba planeado; de lo que iba a suceder en ese Sínodo. Por parecernos importantísimo, entre la documentación que presentamos, nos permitimos hacer una traducción al castellano del Prólogo, ya que en él encontramos la síntesis del libro. Es curioso sorprender tan palpable coincidencia entre los conceptos expresados en dicho Prólogo con la gran variedad de documentos, que habían anteriormente pasado por mis manos.
g) Finalmente, he procurado hacer un enjundioso compendio de documentos europeos que, según podrá el lector analizar en su lectura, demuestran la razón de las inquietudes que, en estos cruciales momentos, sacuden la fe de innumerables miembros de la Iglesia docente y más aún de la discente.
Para explicarnos estas voces acordes de enemigos de la Iglesia, muchos católicos dicen sonriendo: "Es natural que ellos traten de llevar el agua a su molino. Las palabras y actitudes de los dos últimos papas y especialmente las de Juan XXIII, han sido malévola y torcidamente interpretadas, como si ellas fueran una implícita aceptación del racionalismo, del materialismo, de la masonería y del comunismo".
a) Mas, esta explicación, por simplista es pueril e inadmisible. Nunca antes la masonería y el comunismo habían tenido aceptación ni encomioso comentario para las personas de los Papas, ni para sus Encíclicas o actuaciones. León XIII, Pio XI y Pío XII habían expuesto clara y magistralmente la doctrina social de la Iglesia, que se funda, de modo invariable, en la ley natural y en las enseñanzas divinas del Evangelio eterno; y, sin embargo, sus maravillosos documentos fueron ignorados, cuando no falseados y dolosamente impugnados por los secuases del error y de la iniquidad.
b) El fenómeno escandaloso, que estamos examinando, supone, desde luego, un origen común, una fuerza impulsora, que extiende sus tentáculos poderosos por todo el mundo. No es un fenómeno aislado, que admitiría, tal vez, otras explicaciones; es un hecho universal, sincronizado, en perfecta armonía de conceptos, de actuaciones y hasta de palabras. Los mismos adversarios lo hacen notar en sus comentarios.
c) Por otra parte, la lógica nos dice que, cuando los enemigos aplauden jubilosos las palabras papales, cuando recomiendan la lectura y meditación de esos documentos, es porque encontraron en ellos una terminología, un estilo, unas ideas, que, equivocadamente si lo queréis, ellos sostienen y pretenden demostrar que son las suyas propias.
d) En esta confusión ideológica, en la que es difícil precisar nuestras posiciones, la fe de muchos se inquieta, vacila, está en peligro de perderse. La coexistencia entre el error y la verdad es tan absurda como la identidad ontológica del ser y del no ser.
e) No negaremos que "razones de emulación, de prestigio, de orgullo o de ambición pueden perpetuar disidencias, que, tal vez, habrian tenido razón de ser en el pasado, pero que ahora resularían disidencias anacrónicas". Pero, no podemos confundir con esas desidencias los puntos dogmáticos, los principios inmutables, las verdades ya definidas por el Magisterio auténtico e infalible de la iglesia. Si abandonásemos esa intolerancia doctrinal, esa posición, definida e invariable, nuestra fe se habría desmoronado, habríamos traicionado al mismo Cristo y a su Iglesia.
f) Toda esta argumentación, todo ese cúmulo de documentos, nacionales y extranjeros, católicos y no católicos, que sobre estos asuntos hemos visto, parecen comprobar de una manera apodíctica la tesis sustentada por Maurice Pinay en su famoso libro "Complotto contro la Chiesa", que hemos encontrado acá en Europa y que oportunamente fue distribuido entre todos los Padres Conciliares, al empezar el Vaticano II. El autor denuncia una conjura urdida por las fuerzas políticas del semitismo universal contra la Iglesia Católica, con ocasión del XXII Concilio Ecuménico. Ese prólogo es una verdadera anticipación de lo que estaba planeado; de lo que iba a suceder en ese Sínodo. Por parecernos importantísimo, entre la documentación que presentamos, nos permitimos hacer una traducción al castellano del Prólogo, ya que en él encontramos la síntesis del libro. Es curioso sorprender tan palpable coincidencia entre los conceptos expresados en dicho Prólogo con la gran variedad de documentos, que habían anteriormente pasado por mis manos.
g) Finalmente, he procurado hacer un enjundioso compendio de documentos europeos que, según podrá el lector analizar en su lectura, demuestran la razón de las inquietudes que, en estos cruciales momentos, sacuden la fe de innumerables miembros de la Iglesia docente y más aún de la discente.
ALGUNOS DE LOS DOCUMENTOS MAS IMPORTANTES QUE HEMOS VISTO Y QUE FUNDAMENTAN NUESTRO RACIOCINIO.
1) "La Gran Logia Occidental Mexicana de Libres y Aceptados Masones, con motivo del fallecimiento del Papa Juan XXIII hace publica su pena por la desaparición de este gran hombre que vino a revolucionar las ideas, pensamientos y formas de la liturgia católica romana".
"Las Encíclicas 'Madre y Mestra' y 'Paz en la Tierra' han revolucionado los conceptos en favor de los Derechos del Hombre y su Libertad".
"La humanidad ha perdido a un gran hombre, y los Masones reconocemos en él sus elevados principios, su humanitarismo y su condición de Gran Liberal".
"Las Encíclicas 'Madre y Mestra' y 'Paz en la Tierra' han revolucionado los conceptos en favor de los Derechos del Hombre y su Libertad".
"La humanidad ha perdido a un gran hombre, y los Masones reconocemos en él sus elevados principios, su humanitarismo y su condición de Gran Liberal".
Guadajara, Jal. Méx. a 3 de junio de 1963.
Lic. José Guadalupe Zuño Hernández.
(Tomado del diario "el Informador, martes 4 de junio 1963)
2) Nos permitimos copiar ahora dos artículos, tomados del "Boletín Masónico, órgano oficial del Supremo Consejo del grado 33 del Rito Escocés Antiguo y aceptado, para la Jurisdicción Masónica de los Estados Unidos Mexicanos, con sede en Lucerna 56. AÑO XVIII — México, D. F. mayo 1963. n° 220.
LA LUZ DEL G.A.D.U. ILUMINA EL VATICANO.
(La Luz del Gran Arquitecto del Universo)
La Encíclica "PACEM IN TERRIS", dirigida a todos los hombres de buena voluntad, ha producido, en general, confortadora esperanza. Lo mismo en los países democráticos que en los comunistas, se ha elogiado sin reserva. Solo las dictaduras católicas han fruncido el ceño y tergiversado su espíritu.
Para nosotros, gran número de conceptos y doctrinas, de los que en ella se exponen, son familiares. Los hemos oído, a través de los tiempos, de labios de ilustres hermanos nuestros racionalistas, liberales o socialistas. Podríamos afirmar, después de calibrar bien el valor de las palabras, que en sus afirmaciones fundamentales —una vez desprovista de la proverbial ojarasca, que caracteriza la literatura del Vaticano— la Encíclica "Pacem in Terris" es una vigorosa exposición de la doctrina masónica. Como destinatarios, en parte, de la Encíclica, por ser nosotros hombres de buena voluntad, no dudamos en recomendar su meditada lectura.
El slogan de Paz ha figurado en los labios de la mayoría de los Pontífices, aunque los actos no hayan correspondido siempre a las palabras. El historiador Lafuente -católico, por cierto- escribe que los Jerarcas de la Iglesia fueron más guerreros que religiosos. Tan diestros en el uso de la espada como en el del hisopo, olvidaron, con frecuencia, que mejor estarían en la Iglesia que alentando a sus belicosas huestes en el campo de batalla. Durante muchos siglos las luchas se entablaron unas veces entre la Cruz y la Media Luna y otras entre Reforma y Contrarreforma, batallas implacables que duraron centurias y que fueron amenizadas por las consabidas "cazas de brujas" y quema de herejes A.M.D.G. Algunos Pontífices fueron, por naturaleza, valerosos guerreros. Julio II, por ejemplo, llevaba más tiempo la coraza que el palio y más la espada que el báculo pontifical.
En las guerras carlistas españolas los curas fueron feroces guerrilleros, al igual que en la lucha entre el Gobierno republicano y el facismo, en que tomaron tan prominente parte; y viva está, todavía, en la memoria de los revolucionarios mexicanos, sus luchas cruentas contra los "cristeros". La Encíclica de Juan XXIII no se limita a una formularia invocación de paz y a una platónica condenación de la guerra, que no impidió a sus antecesores el bendecir a los ejércitos, que marchaban al combate, personalmente o por delegación de sus obispos. Juan XXIII pide una paz fundada en la verdad, la justicia, la caridad y la libertad; el cese de la competencia armamentista; que las armas nucleares sean prohibidas, y que se llegue a un acuerdo general acerca del desarme progresivo y de un método efectivo de vigiancia.
La herencia judaica del implacable Dios del Sinaí que, al igual que los dioses homéricos, se complacía en intervenir personalmente en las batallas, deja libre el paso al Cristo de la paz y del perdón. En esta Semana Santa se ha enterrado a un Dios, que, esperamos, no volverá a resucitar jamás: el implacable Dios de las Batallas. De acuerdo con la Encíclica, Santiago Matamoros debe envainar su espada.
Juan XXIII agrega que el bien común universal plantea problemas de dimensiones mundiales, que no pueden ser abordados ni resueltos adecuadamente, sino mediante el esfuerzo de autoridades públicas que estén en posición de funcionar en una forma efectiva sobre una base mundial. Vieja idea de un gobierno Mundial expuesta a fines del siglo por el Gran Maestro León Boreois, Presidente del Gobierno francés y Premio Nobel, y, en este siglo, en forma de creación de los Estados Unidos de Europa, por nuestro hermano Briand.
Para nosotros, gran número de conceptos y doctrinas, de los que en ella se exponen, son familiares. Los hemos oído, a través de los tiempos, de labios de ilustres hermanos nuestros racionalistas, liberales o socialistas. Podríamos afirmar, después de calibrar bien el valor de las palabras, que en sus afirmaciones fundamentales —una vez desprovista de la proverbial ojarasca, que caracteriza la literatura del Vaticano— la Encíclica "Pacem in Terris" es una vigorosa exposición de la doctrina masónica. Como destinatarios, en parte, de la Encíclica, por ser nosotros hombres de buena voluntad, no dudamos en recomendar su meditada lectura.
El slogan de Paz ha figurado en los labios de la mayoría de los Pontífices, aunque los actos no hayan correspondido siempre a las palabras. El historiador Lafuente -católico, por cierto- escribe que los Jerarcas de la Iglesia fueron más guerreros que religiosos. Tan diestros en el uso de la espada como en el del hisopo, olvidaron, con frecuencia, que mejor estarían en la Iglesia que alentando a sus belicosas huestes en el campo de batalla. Durante muchos siglos las luchas se entablaron unas veces entre la Cruz y la Media Luna y otras entre Reforma y Contrarreforma, batallas implacables que duraron centurias y que fueron amenizadas por las consabidas "cazas de brujas" y quema de herejes A.M.D.G. Algunos Pontífices fueron, por naturaleza, valerosos guerreros. Julio II, por ejemplo, llevaba más tiempo la coraza que el palio y más la espada que el báculo pontifical.
En las guerras carlistas españolas los curas fueron feroces guerrilleros, al igual que en la lucha entre el Gobierno republicano y el facismo, en que tomaron tan prominente parte; y viva está, todavía, en la memoria de los revolucionarios mexicanos, sus luchas cruentas contra los "cristeros". La Encíclica de Juan XXIII no se limita a una formularia invocación de paz y a una platónica condenación de la guerra, que no impidió a sus antecesores el bendecir a los ejércitos, que marchaban al combate, personalmente o por delegación de sus obispos. Juan XXIII pide una paz fundada en la verdad, la justicia, la caridad y la libertad; el cese de la competencia armamentista; que las armas nucleares sean prohibidas, y que se llegue a un acuerdo general acerca del desarme progresivo y de un método efectivo de vigiancia.
La herencia judaica del implacable Dios del Sinaí que, al igual que los dioses homéricos, se complacía en intervenir personalmente en las batallas, deja libre el paso al Cristo de la paz y del perdón. En esta Semana Santa se ha enterrado a un Dios, que, esperamos, no volverá a resucitar jamás: el implacable Dios de las Batallas. De acuerdo con la Encíclica, Santiago Matamoros debe envainar su espada.
Juan XXIII agrega que el bien común universal plantea problemas de dimensiones mundiales, que no pueden ser abordados ni resueltos adecuadamente, sino mediante el esfuerzo de autoridades públicas que estén en posición de funcionar en una forma efectiva sobre una base mundial. Vieja idea de un gobierno Mundial expuesta a fines del siglo por el Gran Maestro León Boreois, Presidente del Gobierno francés y Premio Nobel, y, en este siglo, en forma de creación de los Estados Unidos de Europa, por nuestro hermano Briand.
Exalta Juan XXIII la virtud y la dignidad humana y declara que todo hombre tiene derechos y obligaciones que emanan de su naturaleza y que son, por tanto, universales, inviolables e inalienables. Todos los hombres son iguales, por razón de su dignidad humana y quien posee estos derechos tiene la obligación de reclamarlos como marca de su dignidad. Consecuencia de esta declaración: exalta los regímenes democráticos y las constituciones políticas, como la mejor forma de Gobierno de nuestro tiempo. Declara que un Estado no puede desarrollarse restringiendo u oprimiendo a otro Estado y recuerda las palabras de San Agustín: ¿Qué son los reinos sin justicia sino una banda de ladrones?
Consecuentemente con estas teorías condena en forma clara las dictaduras diciendo: Aunque la autoridad venga de Dios, los hombres tienen derecho a escoger a quien ha de gobernar el Estado, a decidir la forma de Gobierno y a determinar, tanto la forma como ha de ejercitarse la autoridad, como los límites de ésta. Si un Gobierno no reconoce los derechos del hombre o los viola, no sólo no cumple su obligación, sino que sus órdenes carecen por completo de fuerza jurídica. Cualquier sociedad humana que sea establecida bajo regímenes de fuerza, debe ser considerada como inhumana, puesto que la personalidad de sus miembros está restringida o reprimida.
Por haber dicho mucho menos están encarcelados millares de personas en España, Portugal y varias repúblicas Hispanoamericanas. Suponemos que los amados hijos en Cristo del Pontífice Juan XXIII: Francisco Franco, Oliveira Salazar, Stroessner, Somoza, etc. habrán enrojecido de vergüenza al leer estas palabras, ¡si es que pueden enrojecer los tiranos con algo que no sea la sangre de sus víctimas!
Por ley natural —dice Juan XXIII— todo ser humano tiene derechos consustanciales con su persona. Los derechos humanos —comentamos nosotros— no son, pues, una concesión divina o de Jefes de Estados ungidos con la gracia de Dios. Nacen del derecho natural, doctrina más Roussoniana que católica. Entre estos derechos menciona el Pontífice la libertad para buscar la verdad y para expresar y comunicar sus opiniones, el derecho a la vida y a su desarrollo, ropa, abrigo, descanso, servicios sociales, seguridad en caso de enfermedad, incapacidad para el trabajo, viudez, ancianidad y desempleo. Estos derechos —decimos nosotros— se han ido conquistando, gracias a las organizaciones obreras y cruentas revoluciones en el ultimo tercio del siglo pasado y lo que va de esta centuria. Pero, ¿qué había hecho la Iglesia Católica por imponer a sus fieles el respeto a estos derechos en los primeros diecinueve siglos de su existencia? ¿Qué había dicho de ellos la Verdad Revelada?
Los trabajadores de todo el mundo —dice el Papa— se niegan a ser tratados como si fueran objetos irracionales, sin libertad, a ser usados a la disposición arbitraria de otros. ¿Quién los trató así durante siglos? Los señores feudales católicos, los Monarcas por la Gracia de Dios, los patronos y grandes capitalistas, fieles cumplidores de diezmos y primicias y en constante rebeldía con las leyes sociales.
Como algo nuevo, en la tradición católica, Juan XXIII habla de la dignidad humana de la mujer y de su paridad de derechos con los del hombre, tanto en la vida doméstica como en la pública. Conviene recordar la tradición de la Iglesia para celebrar, aun más, este cambio de actitud. Eva, extraída de un hueso supernumerario de Adán para ser su compañera, perdió al género humano y por su culpa la maldición divina recayó sobre sus hijos de generación en generación. Numerosos Santos, cuyos complejos explicaría el más modesto discípulo de Freud, dedicaron a las mujeres mil ternezas: "No hay bestia salvaje tan dañina como la mujer", clamó San Juan Crisóstomo. "Es un hombre frustrado, un ser ocasional" afirmó Santo Tomás. "Es una bestia, ni firme ni estable" agregó San Agustín. No es extraño que las ideas de estos santos, que tantas mujeres veneran en los altares, influyeran en los Padres de la Iglesia hasta el extremo de llegar a discutirse en un Concilio, si las mujeres tenían o no alma. La tradición misógena ha sido superada y a ello ha contribuido, sin duda, el culto Mariano; Juan XXIII ha dado ahora un definitivo espaldarazo de ciudadanía a nuestra eterna musa y compañera. En este aspecto quizás algunos masones tengan algo que aprender.
Hay una declaración en la Encíclica de Juan XXIII que, aunque figura al principio de la misma, hemos dejado para nuestros comentarios finales, por ser la esencia misma de la doctrina masónica: "Todo ser humano tiene el derecho de honrar a Dios, de acuerdo con los dictados de una conciencia proba,". Por sostener este mismo principio miles de racionalistas y heterodoxos ardieron en las hogueras de la Inquisición; por decir eso mismo, fuimos excomulgados los masones por Clemente XII y siete Pontífices más. Las afirmaciones de tolerancia y libertad de conciencia de Juan XXIII, en momentos en que los grandes Jerarcas de la Iglesia preparan sus conclusiones para el Concilio Vaticano, hacen suponer que quizás la Iglesia Católica cambie su política de fanática intolerancia. Eso iría ganando la humanidad.
Juan XXIII termina su Encíclica afirmando que estos principios doctrinales suministran al católico una base de entendimiento en la que puede encontrar tanto a los cristianos separados, como a los seres humanos, que no estén iluminados por la fe de Cristo, pero que estén dotados de la luz de la razón y de una honradez natural y práctica.
Alabamos las buenas intenciones del Pontífice de la Tolerancia. Su doctrina humanista nos merece respeto. Suponemos que, en bien de la humanidad, para la causa de la paz, del desarme, de la prohibición de armas atómicas, y para garantizar el derecho a la vida, a la libertad y a la dignidad humana, ni un solo hombre de buena voluntad rehuirá el diálogo. Los que estamos seguros de que habrán de rehuirlo con sus amados hijos en Cristo, que condenan a sus pueblos al hambre, la desesperación y la miseria, los que suspenden indefinidamente las garantías Constitucionales, los mercaderes de las cosas santas, los sacerdotes y obispos, que todavía velan sus armas en las trincheras de la contrareforma.
Consecuentemente con estas teorías condena en forma clara las dictaduras diciendo: Aunque la autoridad venga de Dios, los hombres tienen derecho a escoger a quien ha de gobernar el Estado, a decidir la forma de Gobierno y a determinar, tanto la forma como ha de ejercitarse la autoridad, como los límites de ésta. Si un Gobierno no reconoce los derechos del hombre o los viola, no sólo no cumple su obligación, sino que sus órdenes carecen por completo de fuerza jurídica. Cualquier sociedad humana que sea establecida bajo regímenes de fuerza, debe ser considerada como inhumana, puesto que la personalidad de sus miembros está restringida o reprimida.
Por haber dicho mucho menos están encarcelados millares de personas en España, Portugal y varias repúblicas Hispanoamericanas. Suponemos que los amados hijos en Cristo del Pontífice Juan XXIII: Francisco Franco, Oliveira Salazar, Stroessner, Somoza, etc. habrán enrojecido de vergüenza al leer estas palabras, ¡si es que pueden enrojecer los tiranos con algo que no sea la sangre de sus víctimas!
Por ley natural —dice Juan XXIII— todo ser humano tiene derechos consustanciales con su persona. Los derechos humanos —comentamos nosotros— no son, pues, una concesión divina o de Jefes de Estados ungidos con la gracia de Dios. Nacen del derecho natural, doctrina más Roussoniana que católica. Entre estos derechos menciona el Pontífice la libertad para buscar la verdad y para expresar y comunicar sus opiniones, el derecho a la vida y a su desarrollo, ropa, abrigo, descanso, servicios sociales, seguridad en caso de enfermedad, incapacidad para el trabajo, viudez, ancianidad y desempleo. Estos derechos —decimos nosotros— se han ido conquistando, gracias a las organizaciones obreras y cruentas revoluciones en el ultimo tercio del siglo pasado y lo que va de esta centuria. Pero, ¿qué había hecho la Iglesia Católica por imponer a sus fieles el respeto a estos derechos en los primeros diecinueve siglos de su existencia? ¿Qué había dicho de ellos la Verdad Revelada?
Los trabajadores de todo el mundo —dice el Papa— se niegan a ser tratados como si fueran objetos irracionales, sin libertad, a ser usados a la disposición arbitraria de otros. ¿Quién los trató así durante siglos? Los señores feudales católicos, los Monarcas por la Gracia de Dios, los patronos y grandes capitalistas, fieles cumplidores de diezmos y primicias y en constante rebeldía con las leyes sociales.
Como algo nuevo, en la tradición católica, Juan XXIII habla de la dignidad humana de la mujer y de su paridad de derechos con los del hombre, tanto en la vida doméstica como en la pública. Conviene recordar la tradición de la Iglesia para celebrar, aun más, este cambio de actitud. Eva, extraída de un hueso supernumerario de Adán para ser su compañera, perdió al género humano y por su culpa la maldición divina recayó sobre sus hijos de generación en generación. Numerosos Santos, cuyos complejos explicaría el más modesto discípulo de Freud, dedicaron a las mujeres mil ternezas: "No hay bestia salvaje tan dañina como la mujer", clamó San Juan Crisóstomo. "Es un hombre frustrado, un ser ocasional" afirmó Santo Tomás. "Es una bestia, ni firme ni estable" agregó San Agustín. No es extraño que las ideas de estos santos, que tantas mujeres veneran en los altares, influyeran en los Padres de la Iglesia hasta el extremo de llegar a discutirse en un Concilio, si las mujeres tenían o no alma. La tradición misógena ha sido superada y a ello ha contribuido, sin duda, el culto Mariano; Juan XXIII ha dado ahora un definitivo espaldarazo de ciudadanía a nuestra eterna musa y compañera. En este aspecto quizás algunos masones tengan algo que aprender.
Hay una declaración en la Encíclica de Juan XXIII que, aunque figura al principio de la misma, hemos dejado para nuestros comentarios finales, por ser la esencia misma de la doctrina masónica: "Todo ser humano tiene el derecho de honrar a Dios, de acuerdo con los dictados de una conciencia proba,". Por sostener este mismo principio miles de racionalistas y heterodoxos ardieron en las hogueras de la Inquisición; por decir eso mismo, fuimos excomulgados los masones por Clemente XII y siete Pontífices más. Las afirmaciones de tolerancia y libertad de conciencia de Juan XXIII, en momentos en que los grandes Jerarcas de la Iglesia preparan sus conclusiones para el Concilio Vaticano, hacen suponer que quizás la Iglesia Católica cambie su política de fanática intolerancia. Eso iría ganando la humanidad.
Juan XXIII termina su Encíclica afirmando que estos principios doctrinales suministran al católico una base de entendimiento en la que puede encontrar tanto a los cristianos separados, como a los seres humanos, que no estén iluminados por la fe de Cristo, pero que estén dotados de la luz de la razón y de una honradez natural y práctica.
Alabamos las buenas intenciones del Pontífice de la Tolerancia. Su doctrina humanista nos merece respeto. Suponemos que, en bien de la humanidad, para la causa de la paz, del desarme, de la prohibición de armas atómicas, y para garantizar el derecho a la vida, a la libertad y a la dignidad humana, ni un solo hombre de buena voluntad rehuirá el diálogo. Los que estamos seguros de que habrán de rehuirlo con sus amados hijos en Cristo, que condenan a sus pueblos al hambre, la desesperación y la miseria, los que suspenden indefinidamente las garantías Constitucionales, los mercaderes de las cosas santas, los sacerdotes y obispos, que todavía velan sus armas en las trincheras de la contrareforma.
Del mismo Boletín sacamos el siguiente
DIALOGO FANTASMAGORICO ENTRE JUAN XXIII Y MAXIMILIANO ROBESPIERRE
Era una noche tempestuosa del mes de marzo. Una lluvia persistente y un viento huracanado azotaban los cristales de la recámara papal. Alumbrado por la débil luz de una lamparilla y el fulgor intermitente de los relámpagos, el Pontífice Juan XXIII reposaba en el lecho, después de un día de intenso trabajo. El Padre Francisco recostado en el respaldo de un sillón, contemplaba cerca de la ventana, el majestuoso espectáculo de un cielo cargado de nubes, desgarradas por frecuentes relámpagos.
P. Francisco: ¡Qué tormenta, Santo Padre! Dicen que fue bajo una tempestad como ésta, cuando el Primer Concilio del Vaticano instituyó el dogma de la infalibilidad del Papa.
Juan XXIII: También fue en medio de truenos y relámpagos cuando se promulgó la ley mosaica en el Sinaí.
P. Francisco: También he oído decir que fue en un atardecer tempestuoso cuando N.S. Jesucristo se apareció a Vuestro santo antecesor. ¿Creéis vos, Santo Padre, en las apariciones?
Juan XXIII: Nuestra Santa Iglesia tiene su fundamento en una de ellas;. Recuerda que Jesús se apareció a Pedro, cuando huia de la ciudad y le obligó a volver a Roma, donde murió sacrificado en la Cruz.
P. Francisco: Ya recuerdo. ¿Quo vadis, Domine?. Cuenta la hermana Pascualina que ella escuchó el diálogo entre Pío Xll y Nuestro Señor. Dice que ella entraba en la recámara llevando una taza de café y oyó a Pío XII que decía: "No me abandones todavía, Jesús mío", y pidió a la hermana Pascualina otro cafe mas. ¿Creéis Vos en esto, Santo Padre?
Juan XXIII: Para el Señor no hay nada imposible. Jesús, después de su Resurrección, asistió a una comida en Emaús... Bien quisiera yo merecer el privilegio de su inspiración para la Encíclica que voy a dirigir a los fieles este Jueves Santo.
P. Francisco: Descansad tranquilo, Padre Santo; vuestra Encíclica no desmerecerá de la "Mater et Magistra".
(El rostro fatigado del Pontífice va adquiriendo la serenidad del sueño. Un dulce sopor va venciendo también al P. Francisco mientras la lluvia continúa su monótono repiqueteo en los cristales)
Cerca del lecho del Pontífice va dibujándose, cada vez con más firmeza, la sombra de una conocida figura de la Convención. Tocada su cabeza con fina y empolvada peluca; su frente era grande y despejada los ojos alargados, los pómulos salientes y la barbilla redonda. Vestía casaca azul y camisa blancos, calzon de piel de gamo y botas altas. Sobre la blanca pechera se destacaban grandes manchas de sangre y en derredor de su cuello se percibía una marcada y profunda línea roja.
Juan XXIII: No es de ti, Robespierre, de quien esperaba inspiración.
Robespierre: Si lo deseas, me retiro; y perdóname, Santo Padre, el tuteo. El terrorista y ateo Hebert, a quien yo mandé guillotinar, nos obligó en la Convención a tutearnos. ¡Y es tan difícil para un muerto cambiar de costumbres!
Juan XXIII: Llámame como quieras. No me molesta hablar contigo. Siendo yo en Francia el Nuncio Roncalli visité varias veces el Museo Carnavalette, donde hay muchos recuerdos tuyos. Vi la proclama incitando a la insurrección, que sólo llevaba las dos primeras letras de tu apellido... Fue entonces cuando dispararon sobre ti... Siempre tuve curiosidad por tu persona y cuanto a tus ideas; el Nuncio Roncalli tuvo amistad con grandes Maestros, como Marsoudón, Ramadier, Mendez france y Guy Molet. Hace pocos días he recibido a Adjubey y quizas muy pronto reciba a Kruschev; y éstos son ateos integrales. Tú, en cambio, creías en el Ser Supremo y en la inmortalidad del alma. Tú eras un hombre religioso.
Robespierre: ¡Gran fiesta fue la que organicé en honor del Ser Supremo! Yo vestía este mismo traje, el que después llevé en Thermidor. Iba delante de los Diputados de la Convención y detrás de nosotros venían varios cientos de miles de ciudadanos. Acerqué la tea incendiaria a la estatua deforme del Ateísmo y esperé a que de entre las llamas surgieran los atributos de la razón y de la virtud. Antes, en mi discurso en la Convención, había exaltado el culto al Ser Supremo, como un golpe mortal al fanatismo y a la intolerancia religiosa. Hablé de una religión, sin verdugos ni víctimas, en el que todas las almas se confundieran en el amor al creador de la naturaleza —en el Gran Arquitecto del Universo—. Proclamé el derecho de todo hombre a adorar a Dios, conforme a los dictados de su propia conciencia; a buscar su verdad por medios que la razón le dicte. Yo, como mi Maestro Rousseau, fuimos grandes humanistas; teníamos confianza en la bondad innata del hombre; en que era la sociedad la que nos hacía malos. El mejor culto al Ser Supremo es la práctica de los deberes del hombre. Esa es la única garantía de la felicidad social.
Juan XXIII: Me extraña oir hablar de deberes al paladín de los derechos del hombre.
Robespierre: Es que ambos conceptos son recíprocos y emanan de nuestra misma naturaleza; por eso son universales, inviolables e inalienables. Tú sabes que la declaración de los Derechos del Hombre, en Filadelfia, fue obra de nuestra Augusta Orden. Más tarde, la Convención proclamó la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, de la que yo fui uno de los redactores: "La igualdad de los Derechos del Hombre está fundada en la naluraleza -decíamos-. El pueblo es soberano y el Gobierno es una delegación suya. La ley es igual para todos. Nada debe prevalecer contra la voluntad general". Ya no se cuáles eran las palabras de Rousseau y cuáles nuestras, pero ellas son la esencia de la doctrina liberal y racionalista, que la Iglesia Católica ha considerado pecado. Y, sin embargo, nuestra Revolución ha sido para la Humanidad lo que la brújula para el navio: ésta no ve el puerto, pero conduce a él.
Juan XXIII: Los Derechos del Hombre están hoy reconocidos por todas las Constituciones políticas. Fue un triunfo vuestro, pero ya, muchos siglos antes, Jesús había proclamado la igualdad de todos los hombres.
Robespierre: Cristo proclamó a todos los hombres iguales ante Dios; pero nosotros los hicimos iguales ante la ley.
Juan XXIII: La Iglesia siempre defendió los derechos humanos y se inspiró en el amor de Cristo a sus semejantes.
Robespierre: Sí, en la doctrina; pero habéis permitido que los jefes de Estado, que se llaman católicos, los burlen y escarnezcan. Los artículos de la Constitución, en que se consagran esos derechos, están suspendidos, durante décadas y a veces por períodos de más de veinticinco años. La Iglesia ha amparado y propiciado las dictaduras en España, Portugal y la mayor parte de las Repúblicas Americanas. Todos los dictadores, que violan continuamente los derechos humanos, son amadísimos hijos vuestros. No ha habido un solo Papa que, por violar las doctrinas de la Iglesia, haya excomulgado a uno solo de los dictadores y algunos han recibido del Pontífice la Rosa de Oro.
Juan XXIII: No de mis manos. Cierto que Pío XII la dio al General Franco —representado en su esposa— y que en España no rige Constitución alguna; pero, mi ilustre antecesor, a quien el mundo ha llamado el Papa de la Paz...
Robespierre: Perdóname, pero no me alabes a Pío XII. Ningún Papa ha pronunciado tantos discursos, ni lanzado tantas Encíclicas como él, y no encontrarás en ellas ni una sola palabra para protestar contra los campos de concentración, las deportaciones en masa, las cámaras de gases, el exterminio del pueblo judío y de los masones.
Juan XXIII: Me extraña ese sentimentalismo en quien instituyó el terror.
Robespierre: ¡Tu quoque, Pater mi!... En todo el período del terror hubo menos víctimas que en una sola de las gloriosas batallas de Napoleón; menos de las que llevó a la hoguera Domingo de Guzmán, a quien tenéis en los altares. Yo tuve el valor de defender la paz, en los Jacobinos, frente a la opinión de la inmensa mayoría de los franceses; defendí la virtud y la dignidad humana y luché contra la inmoralidad y la corrupción. Me atacaban, porque el pueblo pedía el poder para mi, el más virtuoso, el único que podía haber salvado a Francia. Mis ideas no permitieron esclavizar a mi pueblo en nombre de la libertad. Preferí morir, a asumir la dictadura.
Juan XXIII: Yo también odio la dictadura. Como sabes, soy infalible; y, sin embargo, he convocado el Concilio: mi Convención. No sé qué va a decir la Iglesia en cuestión de doctrina. ¡Ah! si todos mis colaboradores fueran como Lienart, Bea, Méndez Arceo! Pero, todavía hay muchos que quisieran encender otra vez las hogueras de la Inquisición. ¡Si tú conocieras a Ottaviani y a los Obispos españoles, émulos de Torquemada!
Robespierre: Pero conocí a Fouché, a Fouquier Tinville, a Barrás, a Tallien. Guárdate de tus enemigos, mejor que yo me guardé de los míos.
Juan XXIII: Nada me importa ya. He dejado una doctrina social y un espíritu de tolerancia, que espero no se borre. Ya soy muy viejo Tú, en cambio, moriste tan joven!
Robespierre: Los que tenemos un destino histórico que cumplir morimos cuando se cumple ese destino. (Poco a poco la figura del "Incorruptible" se ha ido desvaneciendo...).
Juan XXIII: Padre Farncisco; enciende la luz. Durante mi sueño me han brotado algunas ideas, que quiero que anotes para mi Encíclica. Ya les darás forma. Escribe: "Todos los hombres tienen derecho a adorar a Dios, conforme a los dictados de su conciencia; a buscar su propia verdad para expresar y comunicar sus opiniones".
P. Francisco: ¡Perdón, Santo Padre, el Concilio de Trento decía...
Juan XXIII: Yo no he venido a continuar las luchas religiosas sino a enterrar la Contra-reforma. Quiero hablar de tolerancia, de los derechos del hombre y de sus deberes, de la virtud y de la dignidad humana; quiero desenmascarar las dictaduras y proclamar que la igualdad entre los hombres nace de su naturaleza y que todos los pueblos deben ayudarse mutuamente.
P. Francisco: ¡Qué bueno sois, Santo Padre! ¡Vos también como San Francisco, besaríais a un leproso!
Juan XXIII: Quiero hacer algo más. Tu Santo patrón había llamado hermano al lobo; pero nadie, hasta ahora, ha llamado, desde la silla de San Pedro, hermano al HOMBRE. Al ser humano, sin distinción de razas, de país, creencias, ni de religiones. Yo quiero dirigir mi Encíclica a TODOS LOS HOMBRES DE BUENA VOLUNTAD.
El P. Francisco ha levantado, asombrado, su cabeza. Los ojos del familiar parecen espantados. De su nariz aguileña han caído los lentes y su mano ha dejado resbalar la pluma.
Amanecía. La luz pálida de la aurora daba un misterio espectral a la escena que relatamos.
P. Francisco: ¡Qué tormenta, Santo Padre! Dicen que fue bajo una tempestad como ésta, cuando el Primer Concilio del Vaticano instituyó el dogma de la infalibilidad del Papa.
Juan XXIII: También fue en medio de truenos y relámpagos cuando se promulgó la ley mosaica en el Sinaí.
P. Francisco: También he oído decir que fue en un atardecer tempestuoso cuando N.S. Jesucristo se apareció a Vuestro santo antecesor. ¿Creéis vos, Santo Padre, en las apariciones?
Juan XXIII: Nuestra Santa Iglesia tiene su fundamento en una de ellas;. Recuerda que Jesús se apareció a Pedro, cuando huia de la ciudad y le obligó a volver a Roma, donde murió sacrificado en la Cruz.
P. Francisco: Ya recuerdo. ¿Quo vadis, Domine?. Cuenta la hermana Pascualina que ella escuchó el diálogo entre Pío Xll y Nuestro Señor. Dice que ella entraba en la recámara llevando una taza de café y oyó a Pío XII que decía: "No me abandones todavía, Jesús mío", y pidió a la hermana Pascualina otro cafe mas. ¿Creéis Vos en esto, Santo Padre?
Juan XXIII: Para el Señor no hay nada imposible. Jesús, después de su Resurrección, asistió a una comida en Emaús... Bien quisiera yo merecer el privilegio de su inspiración para la Encíclica que voy a dirigir a los fieles este Jueves Santo.
P. Francisco: Descansad tranquilo, Padre Santo; vuestra Encíclica no desmerecerá de la "Mater et Magistra".
(El rostro fatigado del Pontífice va adquiriendo la serenidad del sueño. Un dulce sopor va venciendo también al P. Francisco mientras la lluvia continúa su monótono repiqueteo en los cristales)
Cerca del lecho del Pontífice va dibujándose, cada vez con más firmeza, la sombra de una conocida figura de la Convención. Tocada su cabeza con fina y empolvada peluca; su frente era grande y despejada los ojos alargados, los pómulos salientes y la barbilla redonda. Vestía casaca azul y camisa blancos, calzon de piel de gamo y botas altas. Sobre la blanca pechera se destacaban grandes manchas de sangre y en derredor de su cuello se percibía una marcada y profunda línea roja.
Juan XXIII: No es de ti, Robespierre, de quien esperaba inspiración.
Robespierre: Si lo deseas, me retiro; y perdóname, Santo Padre, el tuteo. El terrorista y ateo Hebert, a quien yo mandé guillotinar, nos obligó en la Convención a tutearnos. ¡Y es tan difícil para un muerto cambiar de costumbres!
Juan XXIII: Llámame como quieras. No me molesta hablar contigo. Siendo yo en Francia el Nuncio Roncalli visité varias veces el Museo Carnavalette, donde hay muchos recuerdos tuyos. Vi la proclama incitando a la insurrección, que sólo llevaba las dos primeras letras de tu apellido... Fue entonces cuando dispararon sobre ti... Siempre tuve curiosidad por tu persona y cuanto a tus ideas; el Nuncio Roncalli tuvo amistad con grandes Maestros, como Marsoudón, Ramadier, Mendez france y Guy Molet. Hace pocos días he recibido a Adjubey y quizas muy pronto reciba a Kruschev; y éstos son ateos integrales. Tú, en cambio, creías en el Ser Supremo y en la inmortalidad del alma. Tú eras un hombre religioso.
Robespierre: ¡Gran fiesta fue la que organicé en honor del Ser Supremo! Yo vestía este mismo traje, el que después llevé en Thermidor. Iba delante de los Diputados de la Convención y detrás de nosotros venían varios cientos de miles de ciudadanos. Acerqué la tea incendiaria a la estatua deforme del Ateísmo y esperé a que de entre las llamas surgieran los atributos de la razón y de la virtud. Antes, en mi discurso en la Convención, había exaltado el culto al Ser Supremo, como un golpe mortal al fanatismo y a la intolerancia religiosa. Hablé de una religión, sin verdugos ni víctimas, en el que todas las almas se confundieran en el amor al creador de la naturaleza —en el Gran Arquitecto del Universo—. Proclamé el derecho de todo hombre a adorar a Dios, conforme a los dictados de su propia conciencia; a buscar su verdad por medios que la razón le dicte. Yo, como mi Maestro Rousseau, fuimos grandes humanistas; teníamos confianza en la bondad innata del hombre; en que era la sociedad la que nos hacía malos. El mejor culto al Ser Supremo es la práctica de los deberes del hombre. Esa es la única garantía de la felicidad social.
Juan XXIII: Me extraña oir hablar de deberes al paladín de los derechos del hombre.
Robespierre: Es que ambos conceptos son recíprocos y emanan de nuestra misma naturaleza; por eso son universales, inviolables e inalienables. Tú sabes que la declaración de los Derechos del Hombre, en Filadelfia, fue obra de nuestra Augusta Orden. Más tarde, la Convención proclamó la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, de la que yo fui uno de los redactores: "La igualdad de los Derechos del Hombre está fundada en la naluraleza -decíamos-. El pueblo es soberano y el Gobierno es una delegación suya. La ley es igual para todos. Nada debe prevalecer contra la voluntad general". Ya no se cuáles eran las palabras de Rousseau y cuáles nuestras, pero ellas son la esencia de la doctrina liberal y racionalista, que la Iglesia Católica ha considerado pecado. Y, sin embargo, nuestra Revolución ha sido para la Humanidad lo que la brújula para el navio: ésta no ve el puerto, pero conduce a él.
Juan XXIII: Los Derechos del Hombre están hoy reconocidos por todas las Constituciones políticas. Fue un triunfo vuestro, pero ya, muchos siglos antes, Jesús había proclamado la igualdad de todos los hombres.
Robespierre: Cristo proclamó a todos los hombres iguales ante Dios; pero nosotros los hicimos iguales ante la ley.
Juan XXIII: La Iglesia siempre defendió los derechos humanos y se inspiró en el amor de Cristo a sus semejantes.
Robespierre: Sí, en la doctrina; pero habéis permitido que los jefes de Estado, que se llaman católicos, los burlen y escarnezcan. Los artículos de la Constitución, en que se consagran esos derechos, están suspendidos, durante décadas y a veces por períodos de más de veinticinco años. La Iglesia ha amparado y propiciado las dictaduras en España, Portugal y la mayor parte de las Repúblicas Americanas. Todos los dictadores, que violan continuamente los derechos humanos, son amadísimos hijos vuestros. No ha habido un solo Papa que, por violar las doctrinas de la Iglesia, haya excomulgado a uno solo de los dictadores y algunos han recibido del Pontífice la Rosa de Oro.
Juan XXIII: No de mis manos. Cierto que Pío XII la dio al General Franco —representado en su esposa— y que en España no rige Constitución alguna; pero, mi ilustre antecesor, a quien el mundo ha llamado el Papa de la Paz...
Robespierre: Perdóname, pero no me alabes a Pío XII. Ningún Papa ha pronunciado tantos discursos, ni lanzado tantas Encíclicas como él, y no encontrarás en ellas ni una sola palabra para protestar contra los campos de concentración, las deportaciones en masa, las cámaras de gases, el exterminio del pueblo judío y de los masones.
Juan XXIII: Me extraña ese sentimentalismo en quien instituyó el terror.
Robespierre: ¡Tu quoque, Pater mi!... En todo el período del terror hubo menos víctimas que en una sola de las gloriosas batallas de Napoleón; menos de las que llevó a la hoguera Domingo de Guzmán, a quien tenéis en los altares. Yo tuve el valor de defender la paz, en los Jacobinos, frente a la opinión de la inmensa mayoría de los franceses; defendí la virtud y la dignidad humana y luché contra la inmoralidad y la corrupción. Me atacaban, porque el pueblo pedía el poder para mi, el más virtuoso, el único que podía haber salvado a Francia. Mis ideas no permitieron esclavizar a mi pueblo en nombre de la libertad. Preferí morir, a asumir la dictadura.
Juan XXIII: Yo también odio la dictadura. Como sabes, soy infalible; y, sin embargo, he convocado el Concilio: mi Convención. No sé qué va a decir la Iglesia en cuestión de doctrina. ¡Ah! si todos mis colaboradores fueran como Lienart, Bea, Méndez Arceo! Pero, todavía hay muchos que quisieran encender otra vez las hogueras de la Inquisición. ¡Si tú conocieras a Ottaviani y a los Obispos españoles, émulos de Torquemada!
Robespierre: Pero conocí a Fouché, a Fouquier Tinville, a Barrás, a Tallien. Guárdate de tus enemigos, mejor que yo me guardé de los míos.
Juan XXIII: Nada me importa ya. He dejado una doctrina social y un espíritu de tolerancia, que espero no se borre. Ya soy muy viejo Tú, en cambio, moriste tan joven!
Robespierre: Los que tenemos un destino histórico que cumplir morimos cuando se cumple ese destino. (Poco a poco la figura del "Incorruptible" se ha ido desvaneciendo...).
Juan XXIII: Padre Farncisco; enciende la luz. Durante mi sueño me han brotado algunas ideas, que quiero que anotes para mi Encíclica. Ya les darás forma. Escribe: "Todos los hombres tienen derecho a adorar a Dios, conforme a los dictados de su conciencia; a buscar su propia verdad para expresar y comunicar sus opiniones".
P. Francisco: ¡Perdón, Santo Padre, el Concilio de Trento decía...
Juan XXIII: Yo no he venido a continuar las luchas religiosas sino a enterrar la Contra-reforma. Quiero hablar de tolerancia, de los derechos del hombre y de sus deberes, de la virtud y de la dignidad humana; quiero desenmascarar las dictaduras y proclamar que la igualdad entre los hombres nace de su naturaleza y que todos los pueblos deben ayudarse mutuamente.
P. Francisco: ¡Qué bueno sois, Santo Padre! ¡Vos también como San Francisco, besaríais a un leproso!
Juan XXIII: Quiero hacer algo más. Tu Santo patrón había llamado hermano al lobo; pero nadie, hasta ahora, ha llamado, desde la silla de San Pedro, hermano al HOMBRE. Al ser humano, sin distinción de razas, de país, creencias, ni de religiones. Yo quiero dirigir mi Encíclica a TODOS LOS HOMBRES DE BUENA VOLUNTAD.
El P. Francisco ha levantado, asombrado, su cabeza. Los ojos del familiar parecen espantados. De su nariz aguileña han caído los lentes y su mano ha dejado resbalar la pluma.
Amanecía. La luz pálida de la aurora daba un misterio espectral a la escena que relatamos.
NOTA DEL AUTOR.—Estos dos documentos, tomados, como hemos dicho, del Boletín oficial masónico, órgano oficial del Supremo Consejo del grado 33 del Rito Escocés Antiguo y Aceptado, nos están haciendo sensacionales revelaciones que explican ampliamente la crisis pavorosa, por la que está pasando la Iglesia de Cristo. Estos documentos prueban, por sí solos, la inspiración de la anti-Iglesia judeo-masónica en esta verdadera revolución religiosa, que estamos presenciando. No es el Espíritu Santo, sino Robespierre el que ha inspirado la "MATER ET MAGISTRA", "LA PACEM IN TERRIS" y otros documentos más recientes, que siguen despertando la inconformidad con el pasado, el cambio de todas las estructuras y el espíritu combativo de las guerrillas. No es la doctrina de Cristo, sino la doctrina prefabricada por el Judaismo Internacional y su mesianismo materialista, adaptada dócilmente por las logias masónicas, la que parece exponerse en esos documentos novedosos. Si no nos alargásemos demasiado, podríamos hacer un análisis minucioso de lo que se afirma en estos documentos y lo que se proclama como doctrina católica del siglo XX, en los documentos papales de Juan XXIII, Paulo VI y el Vaticano II. El paralelismo es perfecto, en muchas ocasiones.
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