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ESTIGMAS: ¿FENOMENOS DE AUTOSUGESTION?
Realmente: 1) en las estigmatizaciones, las heridas han aparecido siempre en la palma de la mano, mientras, según la Sábana de Turín, Jesús habría sido atravesado en las muñecas; 2) entre los estigmatizados se dice que hay un obrero alemán notoriamente enemigo de la religión. (F. S.)
Aprovecho la ocasión para
precisar, ante todo, esa referencia a la Sábana. La palabra «muñeca» tiene un significado un poco vago en el lenguaje corriente y puede prestarse a equívocos. Cuando se habla de brazaletes o relojes-«pulsera» se entiende toda la región terminal del antebrazo completamente por debajo de la mano (Se entiende teniendo colocada la mano en alto y no con el brazo caído, como en otros pasajes, pues entonces en lugar de ser por debajo seria por encima de la mano. Nota del traductor). Lo de clavar en la muñeca haría pensar, por tanto, en que se traspasó la extremidad del antebrazo, entre los dos grandes huesos radio y cubito que lo forman. También en el lenguaje anatómico la expresión deja parado, por entenderse por muñeca «la región intermedia entre antebrazo y mano, con el centro en la articulación radio-carpiana», lo cual podría hacer pensar erróneamente en que se clavó en esa articulación y, por tanto, por encima del carpo (En el carpo hay dos filas de hueseclllos articulados entre si. Ese grupo de huesos carpianos está además articulado por encima con el antebrazo y por debajo con el metacarpo; son las dos articulaciones, radio-carpiana y carpo-metacarpiana. El espacio de Destot se halla en mitad del carpo, entre una y otra de dichas dos articulaciones), o sea por encima de la mano.
Muy probablemente, en cambio, como resulta de la Sábana, la herida se haría en el «carpo», que constituye la base de la mano —formada por las tres conocidas partes: carpo, metacarpo y falanges— y es, por consiguiente, todavía mano. Por el examen de la Sábana y experiencias del doctor Barbet parece, todavía más concretamente, que la mano fue traspasada en el llamado «espacio libre de Destot», incluido entre los huesecitos del carpo.
El problema de los estigmas es complicado, pero las respuestas a sus consultas, distinguido señor F. S., son más bien fáciles.
El Evangelio habla de manos y pies traspasados de Jesús y no determina el punto; lo mismo que habla de la herida del costado sin precisar el lado. Esas precisiones eran ajenas a la finalidad del Evangelio. La hipótesis más espontánea que le ocurre al lector, referente a la mano, es naturalmente que hubiese sido traspasada en la palma y la opinión corriente no podía dejar de ser ésta. Antes del descubrimiento de la Sábana no se podía pensar en la práctica de otro modo. Si, por tanto, los estigmas milagrosos se hubiesen presentado —por conformarse más objetivamente con el hecho histórico desconocido— en la base de la mano (carpo), hubiesen parecido una cosa extraña, una anomalía, que hubiese debilitado su sagrado valor. Dificilmente y sólo muy hipotéticamente se habría podido interpretar el hecho como revelador de la verdad histórica más precisa. De ello habría nacido, por lo menos, confusión. La Providencia no podía, por tanto, dejar de conformarse al conceder aquella gracia excepcional con la opinión corriente. Tanto más cuanto que se trataba de todos modos siempre de la mano, aunque de una parte distinta de ella. Y esto sigue valiendo aun después de descubrirse la Sábana.
Por otra parte, una eventual determinación del lugar de los estigmas tendría un carácter de exactitud anatómica e histórica casi pedante, extraña a la finalidad exclusivamente espiritual e interior del fenómeno; todavía más extraña que a la dicha finalidad de la descripción evangélica, por tener el Evangelio un fin histórico que los estigmas no tienen. Una confirmación, por lo demás, de que la finalidad de ese fenómeno místico es extraña a la precisión anatómica e histórica, consiste en las variedades accidentales de su manifestación en los varios centenares de estigmatizados (naturalmente, más o menos seguros) que registra la Historia, desde el primero, que fue San Francisco (hasta 1894, el doctor Imbert-Courbeyre contaba ya 321, de los que 61 eran santos y beatos). La herida del costado que muchos de ellos tuvieron se dio en algunos a la derecha y en otros a la izquierda. En cuanto a las manos y a los pies, además de la forma especialisima de San Francisco de que hablaré en seguida, y las invisibles (Santa Catalina), existen, en general, laceraciones hemorrágicas de diversa importancia, profundidad y extensión, muy diferentes del solo orificio de traspasar, que algunos imaginan.
precisar, ante todo, esa referencia a la Sábana. La palabra «muñeca» tiene un significado un poco vago en el lenguaje corriente y puede prestarse a equívocos. Cuando se habla de brazaletes o relojes-«pulsera» se entiende toda la región terminal del antebrazo completamente por debajo de la mano (Se entiende teniendo colocada la mano en alto y no con el brazo caído, como en otros pasajes, pues entonces en lugar de ser por debajo seria por encima de la mano. Nota del traductor). Lo de clavar en la muñeca haría pensar, por tanto, en que se traspasó la extremidad del antebrazo, entre los dos grandes huesos radio y cubito que lo forman. También en el lenguaje anatómico la expresión deja parado, por entenderse por muñeca «la región intermedia entre antebrazo y mano, con el centro en la articulación radio-carpiana», lo cual podría hacer pensar erróneamente en que se clavó en esa articulación y, por tanto, por encima del carpo (En el carpo hay dos filas de hueseclllos articulados entre si. Ese grupo de huesos carpianos está además articulado por encima con el antebrazo y por debajo con el metacarpo; son las dos articulaciones, radio-carpiana y carpo-metacarpiana. El espacio de Destot se halla en mitad del carpo, entre una y otra de dichas dos articulaciones), o sea por encima de la mano.
Muy probablemente, en cambio, como resulta de la Sábana, la herida se haría en el «carpo», que constituye la base de la mano —formada por las tres conocidas partes: carpo, metacarpo y falanges— y es, por consiguiente, todavía mano. Por el examen de la Sábana y experiencias del doctor Barbet parece, todavía más concretamente, que la mano fue traspasada en el llamado «espacio libre de Destot», incluido entre los huesecitos del carpo.
El problema de los estigmas es complicado, pero las respuestas a sus consultas, distinguido señor F. S., son más bien fáciles.
El Evangelio habla de manos y pies traspasados de Jesús y no determina el punto; lo mismo que habla de la herida del costado sin precisar el lado. Esas precisiones eran ajenas a la finalidad del Evangelio. La hipótesis más espontánea que le ocurre al lector, referente a la mano, es naturalmente que hubiese sido traspasada en la palma y la opinión corriente no podía dejar de ser ésta. Antes del descubrimiento de la Sábana no se podía pensar en la práctica de otro modo. Si, por tanto, los estigmas milagrosos se hubiesen presentado —por conformarse más objetivamente con el hecho histórico desconocido— en la base de la mano (carpo), hubiesen parecido una cosa extraña, una anomalía, que hubiese debilitado su sagrado valor. Dificilmente y sólo muy hipotéticamente se habría podido interpretar el hecho como revelador de la verdad histórica más precisa. De ello habría nacido, por lo menos, confusión. La Providencia no podía, por tanto, dejar de conformarse al conceder aquella gracia excepcional con la opinión corriente. Tanto más cuanto que se trataba de todos modos siempre de la mano, aunque de una parte distinta de ella. Y esto sigue valiendo aun después de descubrirse la Sábana.
Por otra parte, una eventual determinación del lugar de los estigmas tendría un carácter de exactitud anatómica e histórica casi pedante, extraña a la finalidad exclusivamente espiritual e interior del fenómeno; todavía más extraña que a la dicha finalidad de la descripción evangélica, por tener el Evangelio un fin histórico que los estigmas no tienen. Una confirmación, por lo demás, de que la finalidad de ese fenómeno místico es extraña a la precisión anatómica e histórica, consiste en las variedades accidentales de su manifestación en los varios centenares de estigmatizados (naturalmente, más o menos seguros) que registra la Historia, desde el primero, que fue San Francisco (hasta 1894, el doctor Imbert-Courbeyre contaba ya 321, de los que 61 eran santos y beatos). La herida del costado que muchos de ellos tuvieron se dio en algunos a la derecha y en otros a la izquierda. En cuanto a las manos y a los pies, además de la forma especialisima de San Francisco de que hablaré en seguida, y las invisibles (Santa Catalina), existen, en general, laceraciones hemorrágicas de diversa importancia, profundidad y extensión, muy diferentes del solo orificio de traspasar, que algunos imaginan.
La segunda objeción ataca el problema de la posibilidad y de las experiencias de estigmas naturales, por influencia nerviosa dilatadora de los vasos sanguíneos, influencia innegable y demostrada por el mismo fenómeno elemental de ruborizarse el rostro.
Pero hay una diferencia cualitativa y cuantitativa enorme entre los pequeños fenómenos naturales, que semejan estigmas y experimentados en sujetos especialmente sensibles, y los estigmas de los santos, empezando por los famosos, en forma de clavo, de San Francisco.
Puede hacerse, por ejemplo, una típica comparación con los célebres fenómenos estudiados en una histérica por el Profesor Janet, en la Salpetriére de París, de 1896 a 1918. Ante todo, no se llegó a eliminar la duda de si aquellos efectos se habrían producido con las uñas u otro medio externo y luego se trataba a lo sumo de esto: pequeñas erosiones, alguna ampolla y sólo una vez una escoriación de la epidermis con alguna destilación de serosidad de sangre. Véase ahora la descripción de los estigmas de San Francisco hecha por Tomás de Celano, contemporáneo, testigo y primer historiador del santo: «Sus manos y sus pies aparecían traspasados, en medio, por clavos. La cabeza de éstos se hallaba en el interior de las manos y en la parte superior de los pies. Redondos en el interior de las manos, se hacían más delgados en el exterior, y su punta estaba doblada, como si se la hubiese remachado con el martillo. Lo mismo ocurría con los pies... Eran negros como el hierro... Eran clavos formados con la carne del santo... Cuando se apretaban por un lado, salían por el otro. Nosotros hemos visto lo que decimos; hemos tocado aquellos clavos con la mano que escribe estos renglones.»
¡Nada de escoriaciones histéricas!
¿Diréis que el más o el menos no modifica la especie del fenómeno? Pero en cambio puede ser decisivo para juzgar del carácter milagroso o no de un hecho.
¿Qué pensaríais, por ejemplo, de quien, sabiendo que la altura de un hombre puede excepcionalmente superar la ordinaria y llegar a dos metros veinte, afirmase que, por tanto, podrá también llegar a cien metros? ¿O de quién, sabiendo que la naturaleza puede a veces reducir mucho el tiempo de la cicatrización de una herida, dedujese de ello que esa cicatrización puede darse también instantáneamente, como se comprueba en los milagros, etc?
Es además decisivo lo que se podría denominar el «contexto» del hecho. Entre el histérico del mundo que sufre aquel trauma y el santo existe la antítesis más completa de sus modos de vida. En el santo, a diferencia del histérico, los estigmas se presentan como valiosa señal del inflamado amor a Jesús y a su cruz, como fenómeno de alma inundada de gracia; y la intervención divina, para explicar el fenómeno, se encuadra en todo el restante privilegiado contacto del santo con Dios.
Es verdad que, hablando en abstracto, no es absurda la concomitancia accidental de algún fenómeno neuropatológico, con la sobrenatural vibración del alma de un santo. Pero, en realidad, en algunos casos especialmente, si el fenómeno de los estigmas no fuese de origen milagroso, al menos en cuanto a la medida y al modo, como para exigir una verdadera intervención directa de Dios, se presentaría como típico engaño, haciendo pensar en una sublime señal de divino agrado, donde no habría más que una reacción nerviosa: error demasiado grave para ser fácilmente admisible en los grandes santos estigmatizados.
Y hay que notar —para no caer en el círculo vicioso— que a los santos no se les proclama tales por razón de los estigmas, sino por las virtudes heroicas. Y los estigmas no se presentan sino como excepcional confirmación de la ya demostrada santidad.
Pero hay una diferencia cualitativa y cuantitativa enorme entre los pequeños fenómenos naturales, que semejan estigmas y experimentados en sujetos especialmente sensibles, y los estigmas de los santos, empezando por los famosos, en forma de clavo, de San Francisco.
Puede hacerse, por ejemplo, una típica comparación con los célebres fenómenos estudiados en una histérica por el Profesor Janet, en la Salpetriére de París, de 1896 a 1918. Ante todo, no se llegó a eliminar la duda de si aquellos efectos se habrían producido con las uñas u otro medio externo y luego se trataba a lo sumo de esto: pequeñas erosiones, alguna ampolla y sólo una vez una escoriación de la epidermis con alguna destilación de serosidad de sangre. Véase ahora la descripción de los estigmas de San Francisco hecha por Tomás de Celano, contemporáneo, testigo y primer historiador del santo: «Sus manos y sus pies aparecían traspasados, en medio, por clavos. La cabeza de éstos se hallaba en el interior de las manos y en la parte superior de los pies. Redondos en el interior de las manos, se hacían más delgados en el exterior, y su punta estaba doblada, como si se la hubiese remachado con el martillo. Lo mismo ocurría con los pies... Eran negros como el hierro... Eran clavos formados con la carne del santo... Cuando se apretaban por un lado, salían por el otro. Nosotros hemos visto lo que decimos; hemos tocado aquellos clavos con la mano que escribe estos renglones.»
¡Nada de escoriaciones histéricas!
¿Diréis que el más o el menos no modifica la especie del fenómeno? Pero en cambio puede ser decisivo para juzgar del carácter milagroso o no de un hecho.
¿Qué pensaríais, por ejemplo, de quien, sabiendo que la altura de un hombre puede excepcionalmente superar la ordinaria y llegar a dos metros veinte, afirmase que, por tanto, podrá también llegar a cien metros? ¿O de quién, sabiendo que la naturaleza puede a veces reducir mucho el tiempo de la cicatrización de una herida, dedujese de ello que esa cicatrización puede darse también instantáneamente, como se comprueba en los milagros, etc?
Es además decisivo lo que se podría denominar el «contexto» del hecho. Entre el histérico del mundo que sufre aquel trauma y el santo existe la antítesis más completa de sus modos de vida. En el santo, a diferencia del histérico, los estigmas se presentan como valiosa señal del inflamado amor a Jesús y a su cruz, como fenómeno de alma inundada de gracia; y la intervención divina, para explicar el fenómeno, se encuadra en todo el restante privilegiado contacto del santo con Dios.
Es verdad que, hablando en abstracto, no es absurda la concomitancia accidental de algún fenómeno neuropatológico, con la sobrenatural vibración del alma de un santo. Pero, en realidad, en algunos casos especialmente, si el fenómeno de los estigmas no fuese de origen milagroso, al menos en cuanto a la medida y al modo, como para exigir una verdadera intervención directa de Dios, se presentaría como típico engaño, haciendo pensar en una sublime señal de divino agrado, donde no habría más que una reacción nerviosa: error demasiado grave para ser fácilmente admisible en los grandes santos estigmatizados.
Y hay que notar —para no caer en el círculo vicioso— que a los santos no se les proclama tales por razón de los estigmas, sino por las virtudes heroicas. Y los estigmas no se presentan sino como excepcional confirmación de la ya demostrada santidad.
BIBLIOGRAFIA
L. Courbeyre: La stigmatisation, Clermont, 1894 ;
A. Gemelu: Le affermazioni della scienza intorno alle stimmate di S. Francesco («Studi Frang.», 1924, págs. 368-404);
R. G. Lagrange: Le stimmate e la suggestione («Perfice Munus», 1942, pág. 130; 1943, pág. 139; 1944, página 43);
L. Le Monnier: Le stimmate di S. Francesco («Mise. Frang.», 1909, págs. 3-10); Stigmates de St. Frangois d'Assise (critique hist., philos., théol), DAFC., IV, págs. 1.924-8;
R. Van Der Elst : Id. (critique medie.), ibi., págs. 1.948-507;
E. Amann : Stigmatisation, DThC., XIV, págs. 2.616-24 ;
G. Stano: Stimmate, EC., XI, págs. 1.342-5; A. Alliney : Id. (studio medico), ibi., págs. 1.345-7;
G. Barbet: La passione di N. S. G. C. secondo il chirurgo, Turín, 1951;
Antonio Barbará Riudor: La Medicina y la Pasión de Jesús, 2.a ed., Editorial «Vilamala», Barcelona, s. a.
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