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martes, 27 de agosto de 2013

MARIA, MADRE DE TODOS LOS HOMBRES

     De cómo todos los hombres, en particular, aunque con desigual medida, pertenecen como hijos a María; y no solamente aquellos que han venido al mundo después de Jesucristo, sino también aquellos mismos que le precedieron desde el principio de los siglos.
     I. Ha llegado la hora de estudiar cuáles son en particular los hijos de la Reina del cielo y en qué medida participan de esta bienaventurada filiación. Puesto que ha habido hasta ahora tal unanimidad entre los Padres, Santos y Maestros de la Sagrada Doctrina en afirmar la maternidad de gracia, parece que debiera darse igual acuerdo sobre la extensión de esta maternidad. Pues bien: lo que resalta a primera vista es la diversidad de opiniones. Para todos, es verdad, María es la Madre de los hombres; pero éstos hombres, de quien es Madre, están lejos de ser caracterizados de un modo uniforme.
     Según unos, todas las criaturas racionales, el género humano todo entero, estaba representado por el discípulo amado al pie de la cruz; según otros, todos los fieles, es decir, los cristianos hijos de la Iglesia. Estos dan a María por hijos a todos los justos, amigos de Cristo y miembros suyos vivos, los regenerados por la gracia de adopción; aquellos, por fin, como San Bernardino de Sena y San Anselmo, la hacen Madre de los elegidos y predestinados (
Inútil es confirmar estas apelaciones diversas con ejemplos. Lo que acabamos de decir se encuentra superabundantemente confirmado por multitud de textos, insertos en diversos lugares de esta obra y en forma más expresiva en los comentarios sobre las últimas palabras del Salvador moribundo).
     Se podrían multiplicar hasta lo infinito los ejemplos de divergencia. Mas es mejor demostrar que esta divergencia no existe sino en la superficie, y que en el fondo no hay en todos sino una sola doctrina presentada bajo aspectos diferentes. Una prueba de ello sin réplica es que los mismos autores, y a menudo en los mismos pasajes, definen diversamente la posteridad espiritual de María.
     Procuremos poner de manifiesto el acuerdo que existe entre textos tan opuestos en apariencia, y para hacerlo con mayor claridad sentemos como principio una verdad generalmente reconocida y admitida por todos. Es la de que María es Madre de todos aquellos que tienen a Jesucristo por Salvador y a Dios por Padre. Sobre este punto no hay discusiones ni incertidumbre: el axioma es tan incontestado como incontestable. Preguntémonos ahora si Jesucristo ha muerto para salvar a todos los hombres, o, lo que es lo mismo, si todos pueden llamar a Dios Padre. La respuesta no es dudosa. Es preciso afirmarlo si no se quiere ir a sumarse con los enemigos de la sana doctrina, en el siglo XVII, con los jansenistas.
     Sí; el Hijo de Dios moribundo en el Calvario ofreció su sangre, no solamente por los justos y por los fieles, sino también por la universalidad de los hombres. Si esta proposición no es artículo de fe en todas sus partes, por lo menos es la expresión de la doctrina católica tal como nos la manifiestan la Escritura, los Padres y la enseñanza y persuasión común de la Iglesia
(Cf. I Tim., II, 1. sqq.; IV. 10: II Cor. V. 14-16. Consúltese en los Padres Petan. De Deo. 1. X, c. 4, 6; De Incarn.. 1. XIII, c. 1, sqq.).     Y, sin embargo, nadie lo ignora, varios Padres, y el mismo San Agustín, para no hablar de otros, han negado en determinadas circunstancias que Dios quiera la salvación de todos los hombres y que la Sangre de Jesucristo haya sido derramada por todos, sin excepción. Con más verdad se diría que, según él, la voluntad salvífica y la efusión de la sangre redentora alcanzan solamente a aquellos que han recogido con plenitud sus efectos. Pero uno de sus discípulos, San Próspero de Aquitania, por medio de una sencilla nota, ha hecho desaparecer la oposición aparente del gran Doctor con el común de los Padres y aun con sus propios escritos. "Sí, dice, se asegura con justicia que el Salvador ha sido crucificado por la salvación del mundo entero... Pero, por otra parte, puede decirse que no ha sido crucificado sino para aquellos a quienes su muerte ha aprovechado. Ha dado su sangre por el mundo, y el mundo no ha aceptado su redención" (Responsa ad object. Gallor., obj. 9° P. L., LI, 165). San Juan Crisóstomo había dado ya la solución. "Ha sido ofrecido para borrar los pecados de muchos hombres. ¿Por qué de muchos, y no de todos? Ha muerto por todos, con el fin de que su muerte los salvara a todos, en cuanto de él dependía. Esta muerte iba a reparar la ruina universal; sin embargo, no ha hecho desaparecer todos los pecados ni sanado a todos los pecadores, porque éstos no lo han querido" (Hom. 11 in ep ad Hebr., n. 2. P. G., LXIII, 129).     Todos los hombres han sido, pues, rescatados, en cuanto que Jesucristo con su muerte ha merecido para todos las gracias capaces de salvarlos a todos; y todos no han sido rescatados y salvados de hecho, porque la libertad humana, resistiendo a los designios de la divina misericordia, no ha permitido que les fuera aplicada la virtud universal de la Pasión. Nadie está excluido de la fuente de vida que manó de las heridas del Salvador; pero no todos vienen a tomar en ella el baño de la salud. Esto es lo que el Doctor Angélico acostumbra expresar por medio de dos palabras que los teólogos emplean de ordinario después de él: "La Pasión de Cristo ha destruido todos los pecados y ha hecho de todos los hombres otros tantos hijos de Dios en cuanto a la suficiencia de la satisfacción y del mérito, pero no en cuanto al efecto: quoad sufficientiam satisfactionis et meriti... non autem quantum ad efficientiam" (in Sent.., III, D. 19, q. 1, a. 1, sol. 2; cf. de Verit., q. 29, a. 7, ad 4, 8 y 12 : 3 p., q. 49. a 1, sqq.).
     Ahora bien: así como en cierto sentido todos no son rescatados ni salvados, así también entre los que participan de los frutos de la Pasión, no todos son igualmente restacatados y salvados, porque la medida de la participación no es igual para todos (
Así se dice de la Virgen Inmaculada que ha sido rescatada de una manera más sublime, sublimius redempta). Es, pues, verdadero el decir que Jesucristo no es igualmente el Salvador de los hombres; no lo es de los pecadores como de los justos, de los incrédulos como de los fieles, de los elegidos como de aquellos que no perseveran en la gracia. Y en este mismo sentido es como el Apóstol escribe del Dios vivo "que es Salvador de todos los hombres, principalmente de los fieles" (Tim., IV, 10). Luego, para resumirlo todo en dos palabras, Jesucristo es virtualmente por su muerte Salvador de todos los hombres, pues no lo es actualmente, porque no todos participan de la virtud de su sangre, como sería preciso para conseguir su salvación. Según estos principios, se comprende cómo Dios, aun cuando todas las criaturas racionales puedan decirle Padre, no las tiene a todas igualmente por sus hijas. Por medio de la gracia santificante y de la efusión del Espíritu Santo en nuestras almas es como somos constituidos formalmente hijos de adopción. De donde se ve que la paternidad divina, no menos que la cualidad de Salvador, contiene grados tan diversos como las condiciones en las cuales podemos encontrarnos con respecto a la gracia.
     Como consecuencia de estos mismos principios, la teología, tratando de la incorporación de los miembros de Cristo a su persona mística, distingue en ella grados análogos a los de la filiación divina y a los de la redención. Sin hablar de aquellos desgraciados eternamente separados del Cuerpo de Cristo por haber muerto en la impenitencia final, hay también los que sólo están unidos con Jesucristo, su Cabeza, en potencia y en destinación: hablamos de aquellos a quienes ningún lazo, ni aun el de la fe, une con su divina Cabeza. En otros, como son los pecadores que creen y esperan, pero que no han recibido todavía la justificación por medio de la gracia santificante y de la caridad, la unión no es más que un boceto. Para que sea perfecta es preciso el nudo sagrado de amor divino. Y aun la cohesión de la Cabeza con sus miembros, de los cristianos con Cristo, no tendrá su perfección suprema sino en la gloria, porque allí solamente es donde la Cabeza infundirá en cada miembro toda la perfección de la vida sobrenatural y los miembros serán unidos a su Cabeza con nudos eternamente indisolubles (
S. Thom., 3 p„ 9, 8, ad 3).
      Apliquemos estos principios a la maternidad espiritual de María. ¿Sois del número de los elegidos que gozan de la gloria, miembros de Jesucristo con la certeza de no verse nunca separados de esta divina Cabeza inconmoviblemente incorporados a su persona mística, hijos de Dios admitidos a la herencia del Padre y a la plenitud de la salvación? Por lo mismo, sois hijos de María en toda la extensión de la palabra.
     Si pertenecéis aún a la Iglesia militante; si sois justos y santos a los ojos de Dios, miembros vivos de Jesucristo vivo, también vosotros sois hijos de María; pero estáis en período de formación: Al saludar a María como a Madre acordaos que aún podéis ser arrancados de sus brazos maternales, no por su culpa, sino por la vuestra; de igual modo que podéis ser separados del amor de Dios, de la persona mística de Cristo, y perder la salvación.
     Si formáis parte de los fieles, pero atados con los lazos de la culpa, María ve en vosotros a hijos también; hijos que ahora no lo son sino muy imperfectamente, como imperfectamente participáis de la vida de Jesucristo, queremos decir, de la vida sobrenatural que sólo poseéis en preparación.
     Y este infiel, ya lo sea por el azar de su nacimiento o por su propia malicia, María no lo rechaza como a un extraño. Podrá llamarla su madre en igual medida que puede tener a Dios por Padre y por Hermano a Jesucristo. No está en el seno virginal de esta Madre de misericordia sino en el estado de un germen todavía informe. Mas si no opone un obstáculo invencible a las influencias de su amor; si no contrarresta la acción del Espíritu Santo que en ella reposa para hacerla siempre fecunda, hora llegará en que María podrá decir también de Él, como dé sus demás hijos: "Heme aquí y a los hijos que me habéis dado." En espera de tan dichoso día, la divina Madre le mira como a hijo a quien hay que formar; lo quiere como suyo, y no depende de Ella el que, al fin, no lo engendre de hecho a la vida de los hijos de Dios.
     ¿Quién, pues, no es hijo de María de algún modo o por algún título? El condenado. A éste no le reconoce por hijo; su amor maternal, por inconmensurable que sea, no lo encierra en sí, ni aun sigue a este muerto que fué su hijo en otro tiempo, como la viuda de Naim seguía al suyo, para atraer sobre él el beneficio de la resurrección. La razón es porque está irrevocablemente separado del cuerpo de Jesucristo, porque la gracia regeneradora no le alcanzará jamás, y Dios será siempre para él juez implacable y Padre nunca.
     Augusto Nicolás, en una de sus obras sobre la Madre de Dios, ha hecho notar la terrorífica energía con que pone esta verdad en escena el fresco del Juicio final, pintado por Miguel Angel. En primer término, Jesucristo precipita con gesto amenazador a millares de condenados en el infierno, y parece que les dice: "Ahora llegó ya el juicio del mundo. Apartaos, malditos." En segundo término se ve a una mujer que está detrás de Jesús. Esta mujer es la compasiva María, la cual, contemplando la cólera de su Hijo, parece que dice a su vez: "Nada puede ya calmarla, ni satisfacción, ni misericordia, ni oraciones." No se arroja entre ellos y su Hijo: permanece detrás, inmóvil y silenciosa. "El aspecto de este final produce escalofríos —añade el autor—, porque lo que mejor expresa las angustias del último día no es pensar en las ruinas del mundo y en la ira de Dios: es el recordar que la dulce voz de María no se levanta ya en favor de los pecadores (que no son ya nada para ella), y que si quisiera hablar, ya no sería escuchada."
     He aquí los dos términos extremos de la maternidad espiritual de María: a un lado, los reprobados; del otro, los bienaventurados del cielo. Entre estos dos términos se escalonan en grados desiguales los hijos de esta Madre para siempre bendita. Y esto basta para hacernos comprender las diferentes expresiones empleadas por los Santos cuando hablan de los hijos de María. Su objeto no es excluir del privilegio de hijo a aquellos que no han alcanzado o la fe, o el estado de gracia, o la gloria celestial; a lo sumo, lo que quieren expresar es la desigualdad de perfección según la cual puede gozarse de este privilegio.

     II. Ahora bien: no sólo es Madre la Bienaventurada Virgen de los hombres venidos al mundo después de Ella, sino que lo es también de cuantos la han precedido desde el principio de los siglos. Es un dogma de nuestra fe que después de la promesa del Libertador hecha al género humano caído, toda gracia y todo perdón depende de Dios hecho hombre. Lo que predicaba San Pedro a los judíos, "que no hay salvación en ningún otro, porque no se ha dado otro nombre bajo el cielo a los hombres por el cual debamos ser salvos" (Act., IV, 12), es verdad, sin excepción, para todos los tiempos.
     Subid al cielo y oiréis a la universidad de los elegidos cantar en coro ante el Cordero: "Sois digno, Señor, de recibir el Libro y de abrir sus sellos, porque habéis sido muerto y nos habéis rescatado para Dios con vuestra sangre, de toda tribu, de toda lengua, de todo pueblo y de toda nación. Y habéis hecho de nosotros un reino y sacerdotes para nuestro Dios..." (
Apoc., V. 9, 10).
     Y en esta forma es como "el Cordero ha sido inmolado desde el principio del mundo" (
Apoc., XIII, 8): inmolado, no en realidad, sino en la presciencia y voluntad del Padre; inmolado de tal suerte que desde entonces y en consideración de su sangre y de sus merecimientos era por lo que Dios derramaba sobre los hombres su gracia y su Espíritu. Luego si no hubo jamás santificación fuera de la víctima del Calvario, ¿no veis cuál es la parte que tiene la Bienaventurada Virgen en la salvación de las generaciones antiguas, puesto que de Ella es de quien el mundo ha recibido al Salvador y Ella le ha seguido hasta su inmolación?
     Así como los justos anteriores a la venida del Redentor universal de los hombres no fueron santificados independientemente de sus futuros méritos, así también la fe en el mismo Redentor fué para ellos, como lo es para nosotros, necesaria para la salvación. "Aunque Cristo no hubiese encarnado de hecho en tiempo de los Patriarcas del Antiguo Testamento, la Encarnación existía ya en las preordenaciones divinas y en su fe, en esa fe por la cual fueron justificados, porque los tiempos han cambiado, pero no la fe, dice San Agustín (
De natura et gratia, c. 44. P L XLIV 272); sin embargo, los arroyos de la gracia eran entonces menos abundantes que en nuestros días, porque los manantiales de los sacramentos de la nueva alianza no habían sido abiertos aún, ni removido el obstáculo, que a los hijos de Adán, el pecador, cerraba las puertas del cielo". Así habla Santo Tomás, y con él toda la teología católica.
     Es preciso, sin embargo, advertir que esta fe, más o menos explícita en aquellos que Dios había destinado más especial mente a conservar el depósito de la revelación, no debía necesariamente serlo así en todos los demás. Restábales "confiar en la Providencia con una fe implícita, es decir, creer que Dios libraría a los hombres con arreglo a los medios que le agradasen y del modo que su Espíritu lo había dado a conocer a aquellos a quienes podía haber honrado con sus revelaciones". La importancia de esta doctrina es tal que el Doctor Angélico la repite también en sus comentarios sobre la Sagrada Escritura: "Después del pecado de nuestro primer padre no hay nadie que se pueda librar del pecado de origen sin la fe en el Redentor. Pero esta fe se ha diversificado en cuanto al modo de creer según la diferencia de los tiempos y de los estados. Para nosotros, que hemos venido después de cumplirse el gran misterio, la obligación de creerlo es mayor que lo era para aquellos que lo precedieron. Aun antes de la venida de Cristo había algunos que debían creerlo más explícitamente, a saber, los patriarcas, majores, y aquellos a quienes Dios lo había revelado de un modo especial. Asimismo, en aquellos que vivieron bajo la ley de Moisés, la fe en el misterio debía ser mayor que la de los hombres que vivieron antes de la ley, porque tenían en sus sacramentos otras tantas figuras que representaban a Cristo y su sacrificio. En cuanto a los gentiles que se salvaron, bastábales creer en un Dios remunerador, porque la remuneración prometida no existe sino por Cristo. Haciéndolo así, creían con fe implícita en el Mediador" 

     S. Thom., in ep. ad Hebr.. c. XI, 1. 2. En ninguna parte ha expuesto más ampliamente Santo Tomás estos puntos doctrinales como en las Cuestiones de Veritate. Comienza por dar la noción de la fe explícita y de la fe implícita. Si pensáis actualmente en algún principio universal, tenéis conocimiento implícito de las conclusiones particulares que de él pueden deducirse; y tendréis su conocimiento explícito cuando, habiéndolas deducido las examináis en sí mismas. Así es que creemos explícitamente las verdades reveladas, que están actualmente a la vista de nuestra inteligencia: por el contrario, sólo las creemos de una manera implícita cuando acatamos otras verdades en las cuales están encerradas, como las conclusiones en sus principios. Por ejemplo, el que cree firmemente que la fe de la Iglesia es verdadera, cree con una fe como implícita todos los artículos particulares que están comprendidos en esta doctrina.
     "Ahora bien, continúa el Santo Doctor, así como un hombre individual puede progresar con la edad y los grados de cultura en la fe explícita de la revelación, así ocurre con el género humano... La plenitud de los tiempos es para este último como la madurez de la edad; por lo cual en nuestro tiempo los maiores, es decir, los maestros de la doctrina religiosa, deben creer explícitamente todo lo que pertenece a la fe. Pero en tiempo de la Ley y los Profetas, estos maestros, maiores, no estaban obligados o creer todo explícitamente sin embargo, la fe explícita estaba entonces más extendida de lo que estaba antes de esa época. Así, pues, en el estado que precedió al pecado no existia para los hombres la necesidad de creer explícitamente la doctrina del Redentor, porque el Redentor aún no era necesario. Sin embargo, creían en ella de un modo implícito en el dogma de la divina Providencia, en cuanto que creían que Dios proveería a quien quisiera amarle de todas las cosas necesarias para la salvación... Pero después del pecado, hasta los tiempos de la gracia, los maiores estaban obligados a tener fe explícita del Redentor; en cuanto a los simples, minores, bastábales creer en ella implícitamente ya sea en fe de los patriarcas y profetas, o ya en la creencia, en la Providencia divina..." (S. Thom., de Varitate, q. 14, a. 11; col. 14, q. 18, a. 3. ad 4)
     En resumen, no hay justificación, no sólo sin los méritos, sino tampoco sin la fe en Cristo Redentor, porque viniendo de El desde la caída original toda justificación, no podemos ser salvos sin unirnos a El. Ahora bien: el principio de esta unión es, por nuestra parte, la fe. Pero si la fe en Cristo es necesaria, es preciso decir lo mismo, guardando la debida proporción, de la creencia en la Madre de Cristo, porque ésta, según el orden de los divinos consejos, está necesariamente ligada con aquélla. Por lo cual vemos la revelación de la Madre ir generalmente a la par con las manifestaciones proféticas del Hijo. He aquí que volvemos de nuevo a esta verdad manifiesta: que la salvación de los hombres, a partir de las divinas promesas hechas a la humanidad culpable y caída, dependía no sólo del nuevo Adán, sino también de la nueva Eva, su inseparable compañera. ¿No es esto bastante para afirmar, como ya lo hemos hecho, su derecho de maternidad sobre los hombres durante la larga serie de los siglos que precedieron a la Encarnación del Hijo de Dios, su Hijo?
     Además, encontramos millares de testimonios para confirmar expresamente este derecho de maternidad. Citaremos algunos tomados, por decirlo así, al azar. Escuchemos en primer lugar a San Bernardino de Sena. Explicando a su manera el simbolismo de las doce estrellas que vió San Juan en la frente de la Bienaventurada Virgen: "La segunda, escribió, es una estrella de preservación. María, durante millones de años antes de su nacimiento, ha salvado de la destrucción, primero y principalmente a Adán y Eva,
y después a su posteridad toda entera. Nuestros primeros padres habían merecido, en efecto, por su rebeldía, no sólo la muerte, sino además el aniquilamiento, y así como Dios no había preservado a los ángeles, podía, de igual modo, castigar sin esperanza de perdón los pecados de los hombres (Había, sin embargo, conveniencias muy graves que militaban en favor de la naturaleza humana con preferencia a la angélica. Cf. Santo Tomás, in III, D. 20, q. 1, a. 1 ; D. 1, q. 1, a. 2; in 11, I). 7, q. i, a. 2; S. Bonav., in II, D. 17, p. 1, a 1. q. 1, etc.: Petau de Incarn., 1. XII, c. 10, nn. 6 y siga). Mas tuvo piedad de éstos por la dilección singularísima que tuvo por la Virgen, porque la amó desde toda la eternidad, con amor excesivo sobre toda criatura, exceptuando tan sólo a la humanidad que personalmente había de unir a Sí mismo. He aquí por qué nuestros primeros padres fueron preservados de la destrucción que habían merecido. Esta bendita Virgen estaba en germen en ellos, puesto que debía nacer un día de su descendencia, y de ellos también debía nacer virginalmente por mediación de María el Hijo de Dios, Jesucristo, Nuestro Señor. Esto fué lo que les valió la divina misericordia, porque si Dios los hubiera hecho perecer, ni la Virgen hubiera nacido, ni, por consiguiente, Cristo se hubiera revestido de nuestra carne. Luego gracias a esta muy noble criatura es por lo que Dios salvó a nuestros primeros antepasados de las consecuencias de su rebelión. 
     "En consideración a Ella fué también Noé librado de las aguas del diluvio; Abraham, de los ejércitos de Chodorlahomor; Isaac, de la persecución de Ismael; Jacob, de las manos de Esaú; el pueblo judío, del furor de Faraón. Y, para decirlo todo de una vez, todas las libertades y perdones otorgados en el Antiguo Testamento, Dios los concedió, sin duda alguna, por el amor de esta Virgen mil veces bendita, que había predestinado eternamente, con preferencia a toda criatura" (S. Bernard. Sen., Serm. pro festivit. B. V. M. Sermo 4 de Nativit. SS. V., a. un., c. 2, t. IV, p. 84. Lugduni, 1650). Seguramente, esto es decir con bastante claridad que la maternidad de María refluye sobre todas las generaciones, hasta en el origen de los tiempos.
     No es sólo San Bernardino de Sena el que habla de este modo. El en verdad, no hizo sino repetir a su modo lo que otros mil, y entre ellos los más ilustres Padres y Doctores, habían dicho antes que él. ¿Acaso ya los hemos oído predicar de María que Ella ha sido la Abogada de Eva (
S. Iren., adv. Haeres., 1. V, c. 19, n. 1. P. G., VII, 1175), la única esperanza de los Patriarcas, y, con más generalidad, la de todo el género humano? Cosas todas que bastan a constituir su maternidad espiritual; en otros términos, a hacer de María, sin restricción, la Madre de los vivientes, como la nombró San Epifanio. ¿Será preciso recordar también las ardientes plegarias con que suplicaban a María que diese su consentimiento a la embajada celestial que le proponía la maternidad de Dios hecho hombre, testimoniando así que de Ella y de su voluntad dependía su liberación y la salvación del mundo?
     ¿Deseáis textos tan claros y solemnes que no necesiten comentario alguno para ser comprendidos?: "Bienaventurados, tres veces bienaventurados sois vosotros, Joaquín y Ana, pero aún más dichosa mil veces la descendiente de David, esa hija vuestra, formada de vuestra sangre. Vosotros sois tierra, Ella es un cielo, y por Ella lo que es tierra, por consiguiente, vosotros, llega a ser celestial" (
Joan, monach. et presbyt. Eubocae, Serm. in Concept. SS. Deip., n. 12. P. G., XCVI, 1473). 
     "Ana, aun cuando hubiese engendrado a la Virgen, necesitaba de su hija para ser regenerada. Cuando la llevaba en su seno, era ella misma llevada en el seno virginal de la niña. Y no solamente su madre, que la había alcanzado de Dios por medio de ardorosas súplicas, sino también su padre, debía buscar en Ella como otra madre, con el fin de hallar por Ella su entera y sólida formación... ¿Qué más? La multitud casi infinita de los hijos de Adán, renegando en cierto modo, antes del nacimiento de María, de las madres que no habían sabido darles más que un ser imperfecto y ojos casi sin luz, llamaban con sus votos a esta Madre común de los hombres, porque Ella sola era capaz de formarlos de un modo perfecto y de disipar sus tinieblas. Ellos también estaban encerrados en el seno maternal y la Virgen, divinamente fecunda, los dió a luz, cuando por el más inaudito de los prodigios parió a mi Salvador" (Isidor. Thessalon., Or. de Nativ. Deipar.. n. 9. P. G., CXXXIX, 24).
     "Si el Señor ha bendecido a la casa de David, fué por causa de María, su futura nieta y Madre de la Vida. Si bendijo la casa de Joaquín y Ana, fué en consideración de su hija santísima" (
Cosmas Vestitor., Serm. in SS. Joachim et Annam, n. 6. P. G., CIV, 1010).
     "Así, pues, ¡oh Virgen sin mancilla, por Vos toda gloria, todo honor, toda santidad, desde el primer Adán hasta la consumación de los siglos manó, mana todavía y manará siempre sobre los Apóstoles, los justos, los humildes de corazón, y toda criatura, ¡oh, llena de gracia!, encuentra su gozo en Vos" (
Obras de San Efrén, Or. ad Dei Matrem, t. III (graece et lat.), p. 632).
     "Sí, verdaderamente sois bendita entre todas las mujeres, porque... gracias a Vos, Adán, que yacía, condenado a la execración, se ha visto bendecido de nuevo por Dios... Vos sois verdaderamente bendita entre las mujeres, puesto que vuestros antepasados mismos encontraron en Vos su salvación" (
S. Sofronio, Hom. in Deip. Annunciat., tercer noct. para el séptimo día de la Octava de la Inm. Concept.).
     Esto es lo que han predicado los orientales. Esta es también la doctrina de Occidente. San Antonino, por ejemplo, saluda a María, como a Madre única de todos los hombres. Mas ¿por qué? "Es, dice con Alberto el Grande, porque ha dado a luz corporalmente a un hombre, a Cristo, y porque en este hombre ha dado a luz espiritualmente a los demás... Poco importa que numerosos Santos la hayan precedido en esta vida mortal. Si se trata del orden natural, el hijo no puede preceder en el tiempo a la madre; mas no ocurre lo mismo en el orden de la gracia. Todos los Santos que precedieron a Cristo fueron salvos por su fe, explícita o implícita, en el Verbo encarnado que un día debía nacer de la Virgen, y, en vista de su plenitud, es por lo que ellos han recibido la gracia. Así, pues, de igual modo que la regeneración espiritual que da el ser de la gracia procede, para los Santos del Nuevo Testamento, de su fe viva en el Verbo hecho hombre en el seno de María, así también los Santos de la Antigua Alianza han debido su regeneración, según el ser espiritual, a su fe en la encarnación del Verbo, encarnación de la que fué libre instrumento María. Luego la Bienaventurada Virgen es, sin excepción ni restricción, Madre de todos los hombres regenerados por la gracia" (
Summa Theol., p. IV, t. XV, c. 3).
     Digámoslo de nuevo: todo cuanto vive con la vida de Dios entre los hombres, nace de Jesús y María. Este es un orden seguro y constante, aunque a menudo oculto. Un día veremos estallar sus resplandores y lucir, entre los aplausos de la tierra y del cielo. De igual modo que Juan, que Pedro y los demás Apóstoles y .que todos los Doctores, todos los mártires y Vírgenes de la Nueva Alianza, los elegidos de las edades antiguas, Adán, Eva, Abel, Moisés, David, en una palabra, la falange entera de los justos, cuya fe describió tan magníficamente San Pablo en su carta a los hebreos (
Hebr., XI, 12-40), dirán a María Madre mía, como dirán a Jesús Salvador mío y Padre mío a Dios. Y si por un imposible algún santo de los últimos tiempos viniera a disputarles el derecho de darles este título, le responderían con filial indignación: ¿Por qué no hemos de ser nosotros, como vosotros, hijos de esta Madre universal? No nos separéis de su seno maternal si no queréis alejaros de él vosotros mismos, porque es Ella la que nos ha dado, como a vosotros, al común autor de nuestra vida divina.
     Proclamémoslo, pues, con San Bernardo: "Hacia María, como hacia un centro, hacia el Arca de Dios, hacia el negocio, negotium, de los siglos vuelven las miradas los habitantes del cielo, los justos cautivos del infierno y los que nos han precedido, y los que viven con nosotros, y los que vendrán después de nosotros, y sus hijos, y los hijos de sus hijos: los que habitan en el cielo, para pedirle la restauración de sus falanges; los del infierno (
Es decir, los de los limbos, o el purgatorio), la libertad; nuestros antepasados, el cumplimiento fiel de sus profecías, y sus sucesores, la beatitud y la gloria. Sí, todas las generaciones os llamarán bienaventurada, ¡oh, Santa Madre de Dios, Soberana del mundo, Reina del Cielo! Todas las generaciones, digo, porque existen las generaciones del cielo y las generaciones de la tierra. ¿No habla el Apóstol del Padre de los Espíritus, de quien toda paternidad toma su nombre en el cielo y sobre la tierra? (Eph., III, 15). Desde ahora, pues, toda generación os llamará bienaventurada, porque para todas habéis engendrado la vida y la gloria. En Vos han encontrado los ángeles la alegría sempiterna; los justos, la gracia; los pecadores, el perdón. Con justicia, pues, las miradas de toda criatura se vuelven hacia Vos, puesto que en Vos, por Vos y de Vos la benignísima mano del Todopoderoso ha vuelto a crear todo lo que creó" (S. Bernard., serm. 2 in die Pentec.. n. 5 P. L.. CLXXXIII. 326).
J.B. Terrien S.J.
LA MADRE DE DIOS Y MADRE DE LOS HOMBRES.

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