¿Qué es lo que oigo de ti?
En los oídos del mayordomo infiel, la pregunta tuvo que sonar como una amenaza. Y lo era en verdad.
A ella sé siguió inmediatamente la orden terminante: Redde rationem villicationis tuae. Y luego, la destitución del oficio por muchos años, quizá, desempeñado y que había sido ocasión de sus engaños. Iam enim non poteris villicare. No puedes ya continuar en tu mayordomía.
Pero yo imagino oír en esa misma pregunta una queja amorosa de mi Señor, pregunta que es reprensión discreta, paternal, nacida del amor y del deseo de mi bien.
«¿Qué es lo que oigo de ti?» ¡Si esa pregunta resonara en mi corazón cuando entro a visitar a Jesús oculto en el Sagrario! Él me la ha hecho muchas veces. Yo la he oído, y tenía a veces acento de tristeza, a veces también de invitación amorosa para que le abriera de par en par las puertas de mi corazón, para que derramara en su Corazón sagrado todas mis preocupaciones y mis amarguras.
Tristeza por mi falta de fidelidad, por mis debilidades; es la voz del Padre, que deja entender el dolor que le causa mi abandono y mi olvido.
Amonestación a mi negligencia, a mi pereza, a mis descuidos voluntarios en su servicio; es la voz de mi Señor, que quiere recordarme mis obligaciones contraídas con Él en el día solemne y bendito en que le hice mi entrega.
Invitación para que le hable con la confianza íntima de un hijo con su Padre; para que le cuente mis fracasos, que me entristecen inútilmente; mis alegrías, las que Él mismo, sin que yo apenas me dé cuenta de ello, va sembrando en mi camino; los proyectos que he forjado; los medios con que cuento para realizarlos... Tantas cosas que Él quiere oír de mis labios, aunque las conozca, porque lee en mi corazón.
«¿Qué es lo que oigo de ti?»
Si yo quisiera responder sinceramente a esta pregunta, tendría que entrar muy dentro de mí mismo; allí sorprendería tal vez, en los rincones más apartados y oscuros, esos resortes del amor propio que causan inquietudes a mi Señor. Los que hacen que mi administración se vaya enredando en mil pequeñas condescendencias, en ilusiones que pueden llegar a ser fatales, en argucias que pretenden ser razones para excusar mi negligencia.
Es menester hacer sinceramente ese examen para responder a esa pregunta.
El mayordomo infiel buscó diligentemente a los deudores de su señor para arreglar con ellos, aunque a su modo, las cuentas.
Y yo tengo que buscar diligentemente mis propias deudas con Aquel a quien todo lo debo. Con Él no puedo usar de artimañas, como el infiel mayordomo, por que a sus ojos todas las cosas aparecen en la cruda realidad. Pero examinarlas con sinceridad y decírselas a Él con humildad y pedirle perdón por ellas, es responder a su pregunta con lo que Él espera de mí.
Señor, eso que has oído de mí es verdad: que soy negligente y perezoso, soberbio e impaciente, malhumorado y poco caritativo, amigo de mis comodidades, duro con mis hermanos y demasiado complaciente conmigo mismo; todo eso es cierto; lo confieso sincera y humildemente, Señor. Pero estoy arrepentido, y vengo a tus plantas a pedirte perdón y a prometerte... otra vez..., y haz que ésta sí sea ya la definitiva..., la enmienda.
Que no vuelvas a oír de mí las mismas quejas.
A ella sé siguió inmediatamente la orden terminante: Redde rationem villicationis tuae. Y luego, la destitución del oficio por muchos años, quizá, desempeñado y que había sido ocasión de sus engaños. Iam enim non poteris villicare. No puedes ya continuar en tu mayordomía.
Pero yo imagino oír en esa misma pregunta una queja amorosa de mi Señor, pregunta que es reprensión discreta, paternal, nacida del amor y del deseo de mi bien.
«¿Qué es lo que oigo de ti?» ¡Si esa pregunta resonara en mi corazón cuando entro a visitar a Jesús oculto en el Sagrario! Él me la ha hecho muchas veces. Yo la he oído, y tenía a veces acento de tristeza, a veces también de invitación amorosa para que le abriera de par en par las puertas de mi corazón, para que derramara en su Corazón sagrado todas mis preocupaciones y mis amarguras.
Tristeza por mi falta de fidelidad, por mis debilidades; es la voz del Padre, que deja entender el dolor que le causa mi abandono y mi olvido.
Amonestación a mi negligencia, a mi pereza, a mis descuidos voluntarios en su servicio; es la voz de mi Señor, que quiere recordarme mis obligaciones contraídas con Él en el día solemne y bendito en que le hice mi entrega.
Invitación para que le hable con la confianza íntima de un hijo con su Padre; para que le cuente mis fracasos, que me entristecen inútilmente; mis alegrías, las que Él mismo, sin que yo apenas me dé cuenta de ello, va sembrando en mi camino; los proyectos que he forjado; los medios con que cuento para realizarlos... Tantas cosas que Él quiere oír de mis labios, aunque las conozca, porque lee en mi corazón.
«¿Qué es lo que oigo de ti?»
Si yo quisiera responder sinceramente a esta pregunta, tendría que entrar muy dentro de mí mismo; allí sorprendería tal vez, en los rincones más apartados y oscuros, esos resortes del amor propio que causan inquietudes a mi Señor. Los que hacen que mi administración se vaya enredando en mil pequeñas condescendencias, en ilusiones que pueden llegar a ser fatales, en argucias que pretenden ser razones para excusar mi negligencia.
Es menester hacer sinceramente ese examen para responder a esa pregunta.
El mayordomo infiel buscó diligentemente a los deudores de su señor para arreglar con ellos, aunque a su modo, las cuentas.
Y yo tengo que buscar diligentemente mis propias deudas con Aquel a quien todo lo debo. Con Él no puedo usar de artimañas, como el infiel mayordomo, por que a sus ojos todas las cosas aparecen en la cruda realidad. Pero examinarlas con sinceridad y decírselas a Él con humildad y pedirle perdón por ellas, es responder a su pregunta con lo que Él espera de mí.
Señor, eso que has oído de mí es verdad: que soy negligente y perezoso, soberbio e impaciente, malhumorado y poco caritativo, amigo de mis comodidades, duro con mis hermanos y demasiado complaciente conmigo mismo; todo eso es cierto; lo confieso sincera y humildemente, Señor. Pero estoy arrepentido, y vengo a tus plantas a pedirte perdón y a prometerte... otra vez..., y haz que ésta sí sea ya la definitiva..., la enmienda.
Que no vuelvas a oír de mí las mismas quejas.
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