CAMERONIANOS
En el siglo XVII, se dio este nombre en Escocia a una secta que tenia por jefe a Arquibaldo Cameron, ministro presbiteriano, de un carácter singular; no queria recibir la libertad de conciencia que Carlos II rey de Inglaterra concedía a los presbiterianos; porque, según él, era reconocer la supremacía del rey, y considerarle como jefe de la Iglesia. En esta extravagancia se reconocía el genio característico del calvinismo. Estos sectarios, no contentos con haber producido un cisma con los demás presbiterianos, llevaron el fanatismo hasta declarar a Carlos II inhábil para la corona, y se sublevaron; se los redujo con facilidad, y en 1090, en el reinado de Guillermo III, se reunieron a los demás presbiterianos. En 1700, comenzaron de nuevo a excitar turbulencias en Escocia, se reunieron en gran número y tomaron las armas cerca de Edimburgo; pero fueron dispersados por los tropas disciplinadas que se enviaron en su persecución. Se cree que tengan mas odio a los presbiterianos que a los episcopales.
Es preciso no confundir el jefe de estos cameronianos con Juan Cameron, otro calvinista escocés que pasó a Francia, y enseñó en Sedan, Saumur y Montauban. Este era un hombre muy moderado, que desaprobó el fanatismo de los que se sublevaron contra Luis XIII, y experimentó muy malos tratamientos por su parte. Dejó algunas obras recomendables.
Es preciso no confundir el jefe de estos cameronianos con Juan Cameron, otro calvinista escocés que pasó a Francia, y enseñó en Sedan, Saumur y Montauban. Este era un hombre muy moderado, que desaprobó el fanatismo de los que se sublevaron contra Luis XIII, y experimentó muy malos tratamientos por su parte. Dejó algunas obras recomendables.
CAPUCIATI
Encapuchados. Se llamaron así a fines del siglo XII ciertos fanáticos que establecieron una especie de cisma civil y religioso con los demás hombres, y tomaron como signo de su asociación particular un capuchón blanco, del que colgaba una especie de plancha de plomo; su designio, según decían ellos, era el de obligar a los que hacían la guerra a vivir en paz.
Esta idea fué parto de la cabeza de un carnicero hacia el año 1186. Decía que se le había aparecido la Virgen Santísima, y que le había dado su imágen y la de su llijo con esta inscripción: Cordero de Dios que quitas los pecados del mundo, dadnos paz: que le mandó formar una asociación, cuyos miembros llevarian esta imágen con un capuchón blanco, símbolo de paz y de inocencia, y se habían de obligar bajo juramento a conservar la paz entre sí, y a hacerla observar a los demás.
El cansancio y descontento que produjeron en todos los ánimos las divisiones, las guerras intestinas y la anarquía de aquel siglo desgraciado dió consistencia al capricho raro de los encapuchados; hallaron aprobadores, e hicieron prosélitos en todos los Estados, principalmente en Borgoña y en Berri. Desgraciadamente para establecer la paz empezaban por hacer la guerra, y vivian a expensas de los que no querían unirse a ellos. Los señores y los obispos levantaron tropas, disiparon a estos fanáticos, y hicieron cesar su pillaje.
Mas bien pronto se presentaron otros tales, como los stadings, los circunceliones, los albigenses, los valdenses, etc., animados del mismo espíritu, y cometieron los mismos desórdenes.
En el siglo siguiente, el año 1387, hubo en Inglaterra encapuchados de otra especie: eran herejes sectarios de Wiclef, que no querían descubrirse, y conservaban su capuchón delante del Santísimo Sacramento: tomaron la defensa de un tal Pedro Parcshul, religioso agustino que dejó el hábito, y para justificar su apostasía, acusaba a su Orden de muchos crímenes.
Esta idea fué parto de la cabeza de un carnicero hacia el año 1186. Decía que se le había aparecido la Virgen Santísima, y que le había dado su imágen y la de su llijo con esta inscripción: Cordero de Dios que quitas los pecados del mundo, dadnos paz: que le mandó formar una asociación, cuyos miembros llevarian esta imágen con un capuchón blanco, símbolo de paz y de inocencia, y se habían de obligar bajo juramento a conservar la paz entre sí, y a hacerla observar a los demás.
El cansancio y descontento que produjeron en todos los ánimos las divisiones, las guerras intestinas y la anarquía de aquel siglo desgraciado dió consistencia al capricho raro de los encapuchados; hallaron aprobadores, e hicieron prosélitos en todos los Estados, principalmente en Borgoña y en Berri. Desgraciadamente para establecer la paz empezaban por hacer la guerra, y vivian a expensas de los que no querían unirse a ellos. Los señores y los obispos levantaron tropas, disiparon a estos fanáticos, y hicieron cesar su pillaje.
Mas bien pronto se presentaron otros tales, como los stadings, los circunceliones, los albigenses, los valdenses, etc., animados del mismo espíritu, y cometieron los mismos desórdenes.
En el siglo siguiente, el año 1387, hubo en Inglaterra encapuchados de otra especie: eran herejes sectarios de Wiclef, que no querían descubrirse, y conservaban su capuchón delante del Santísimo Sacramento: tomaron la defensa de un tal Pedro Parcshul, religioso agustino que dejó el hábito, y para justificar su apostasía, acusaba a su Orden de muchos crímenes.
CARPOCRACIANOS.
Secta de herejes del siglo II era una rama de los gnósticos. Tuvieron por jefe a Carpocrates de Alejandría, especie de filósofo mal instruido y peor convertido, cuyas costumbres eran muy corrompidas, y que quería hermanar el cristianismo con la ideas de la filosofía pagana; casi contemporáneo de Basilides y Saturnino cayó en los mismos errores, y añadió otros nuevos.
Para explicar la demasiada célebre cuestión del origen del mal, supuso como Platón, que el mundo no habia sido criado por un Dios supremo infinitamente poderoso y bueno sino por genios inferiores poco sumisos a Dios. Por esto se concibe que todos estos razonadores no admitían la creación tomada en todo el rigor de la palabra; ¿cómo unos seres inferiores a Dios podian estar dotados del poder criador? Para dar razón de las imperfecciones, de las miserias y de las debilidades del hombre, supuso Carpocrates la preexistencia de las almas: decia que habian pecado en una vida anterior; que en castigo de su crimen habian sido condenadas a ser encerradas en los cuerpos y sujetas al imperio de los genios criadores del mundo; que para agradar a estos genios, era preciso satisfacer todos los deseos de la carne y todos los movimientos de las pasiones. Concluía que ninguna acción os buena ó mala, virtuosa ó criminal en sí, sino solamente según la opinion de los hombres. Esta era también la moral de los filósofos de la secta cirenáica.
Toda alma, añadian los carpocracianos, que no ha cumplido en esta vida todas las obras de la carne, está condenada después de la muerte a pasar a otros cuerpos, hasta que haya satisfecho toda deuda. La concupiscencia es el enemigo de que habla el evangelio, Mat. v, 23, con el cual es preciso que nos pongamos de acuerdo mientras que caminemos con él, por temor de que no nos haga pagar hasta el último óbolo. En su consecuencia estos herejes se entregaban a la impudicicia, establecían la comunidad de las mujeres, vituperaban los ayunos y las mortificaciones, no buscaban mas que el placer, y tenían unas costumbres muy licenciosas.
Tenían de Jesucristo una idea muy rara. Según ellos, el alma de Jesucristo antes de haber encarnado, habia sido mas fiel a Dios que las demás. Por esta razón, Dios la habia suministrado mas conocimiento que a las de los demás hombres, mas fuerza para vencer a los genios enemigos de la humanidad y para volver al cielo a pesar de estos. Dios, decian, concede la misma gracia a los que aman a Jesucristo, y conocen como él la dignidad de su alma.
Los carpocracianos consideraban pues a Jesucristo como un puro hombre, aunque mas perfecto que los demás, le creian hijo de José y de María, confesaban sus milagros y sus padecimientos. No se les acusa el haber negado su resurrección, sino la resurrección general, y de decir que solo el alma de Jesucristo habia subido al cielo.
Por consiguiente, pretendían que se podía igualar a Jesucristo en conocimientos, en virtudes y en milagros; algunos de estos sectarios se lisonjeaban hasta de sobrepujarle; y para persuadírselo a los ignorantes practicaban la magia, absurdo muy común entre los filósofos de aquella época.
Tal es el cuadro que San Ireneo ha hecho de estos herejes: ninguno podia conocerlos mejor que él porque vivió en el mismo siglo; los demás Padres dijeron todos lo mismo.
Hé aquí una secta de pretendidos filósofos que enseñaban una doctrina muy opuesta a la de los apóstoles, que no estaban subyugados por su autoridad, y que sin embargo convenían en los principales hechos publicados por los apóstoles, en las virtudes, milagros, padecimientos y resurrección de Jesucristo; según San Epifanio, los carpocracianos y los corintios admitían el evangelio de San Mateo, Haer. 28 y 30. ¿Cómo podrían sostener los incrédulos en el dia que los hechos publicados por los apóstoles y la historia que los refiere no fueron creídos sino por el pueblo, los ignorantes é imbéciles a quienes los apóstoles habian subyugado?
Mas las impudicicias y desórdenes a que se entregaban estos sectarios causaban al cristianismo el mayor perjuicio. Los paganos eran incapaces do discernir los verdaderos cristianos de los falsos; atribuían a todos en general la perversidad de costumbres de algunos herejes, y los prestigios de estos últimos desacreditaban los verdaderos milagros obrados por los apóstoles y sus discípulos. Los Padres de la Iglesia nos hacen notar este inconveniente, San Epifanio Haeres. XXXIV, etc. Celso se prevalía de esto contra los cristianos; habla de una secta de carpocracianos que Orígenes dice que no conoce. Contra Cels. I. 5, número 62. Es probable que quería hablar de los carpocracianos.
Para explicar la demasiada célebre cuestión del origen del mal, supuso como Platón, que el mundo no habia sido criado por un Dios supremo infinitamente poderoso y bueno sino por genios inferiores poco sumisos a Dios. Por esto se concibe que todos estos razonadores no admitían la creación tomada en todo el rigor de la palabra; ¿cómo unos seres inferiores a Dios podian estar dotados del poder criador? Para dar razón de las imperfecciones, de las miserias y de las debilidades del hombre, supuso Carpocrates la preexistencia de las almas: decia que habian pecado en una vida anterior; que en castigo de su crimen habian sido condenadas a ser encerradas en los cuerpos y sujetas al imperio de los genios criadores del mundo; que para agradar a estos genios, era preciso satisfacer todos los deseos de la carne y todos los movimientos de las pasiones. Concluía que ninguna acción os buena ó mala, virtuosa ó criminal en sí, sino solamente según la opinion de los hombres. Esta era también la moral de los filósofos de la secta cirenáica.
Toda alma, añadian los carpocracianos, que no ha cumplido en esta vida todas las obras de la carne, está condenada después de la muerte a pasar a otros cuerpos, hasta que haya satisfecho toda deuda. La concupiscencia es el enemigo de que habla el evangelio, Mat. v, 23, con el cual es preciso que nos pongamos de acuerdo mientras que caminemos con él, por temor de que no nos haga pagar hasta el último óbolo. En su consecuencia estos herejes se entregaban a la impudicicia, establecían la comunidad de las mujeres, vituperaban los ayunos y las mortificaciones, no buscaban mas que el placer, y tenían unas costumbres muy licenciosas.
Tenían de Jesucristo una idea muy rara. Según ellos, el alma de Jesucristo antes de haber encarnado, habia sido mas fiel a Dios que las demás. Por esta razón, Dios la habia suministrado mas conocimiento que a las de los demás hombres, mas fuerza para vencer a los genios enemigos de la humanidad y para volver al cielo a pesar de estos. Dios, decian, concede la misma gracia a los que aman a Jesucristo, y conocen como él la dignidad de su alma.
Los carpocracianos consideraban pues a Jesucristo como un puro hombre, aunque mas perfecto que los demás, le creian hijo de José y de María, confesaban sus milagros y sus padecimientos. No se les acusa el haber negado su resurrección, sino la resurrección general, y de decir que solo el alma de Jesucristo habia subido al cielo.
Por consiguiente, pretendían que se podía igualar a Jesucristo en conocimientos, en virtudes y en milagros; algunos de estos sectarios se lisonjeaban hasta de sobrepujarle; y para persuadírselo a los ignorantes practicaban la magia, absurdo muy común entre los filósofos de aquella época.
Tal es el cuadro que San Ireneo ha hecho de estos herejes: ninguno podia conocerlos mejor que él porque vivió en el mismo siglo; los demás Padres dijeron todos lo mismo.
Hé aquí una secta de pretendidos filósofos que enseñaban una doctrina muy opuesta a la de los apóstoles, que no estaban subyugados por su autoridad, y que sin embargo convenían en los principales hechos publicados por los apóstoles, en las virtudes, milagros, padecimientos y resurrección de Jesucristo; según San Epifanio, los carpocracianos y los corintios admitían el evangelio de San Mateo, Haer. 28 y 30. ¿Cómo podrían sostener los incrédulos en el dia que los hechos publicados por los apóstoles y la historia que los refiere no fueron creídos sino por el pueblo, los ignorantes é imbéciles a quienes los apóstoles habian subyugado?
Mas las impudicicias y desórdenes a que se entregaban estos sectarios causaban al cristianismo el mayor perjuicio. Los paganos eran incapaces do discernir los verdaderos cristianos de los falsos; atribuían a todos en general la perversidad de costumbres de algunos herejes, y los prestigios de estos últimos desacreditaban los verdaderos milagros obrados por los apóstoles y sus discípulos. Los Padres de la Iglesia nos hacen notar este inconveniente, San Epifanio Haeres. XXXIV, etc. Celso se prevalía de esto contra los cristianos; habla de una secta de carpocracianos que Orígenes dice que no conoce. Contra Cels. I. 5, número 62. Es probable que quería hablar de los carpocracianos.
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