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miércoles, 21 de agosto de 2013

EL DERECHO DE PROPIEDAD

     Dios, espléndido Hacedor del universo, ha creado una naturaleza hermosísima para servicio del género humano. El hombre, como criatura de Dios, tiene, por consiguiente, la estricta obligación moral de hacer uso de las cosas creadas para sustentar su vida, conservar su salud y asegurar su propia existencia, cubriendo sus necesidades. Por la misma razón, tiene derecho a adquirir legalmente y a retener personalmente tanta parte de las cosas naturales, cuanta le sea necesaria para su propio sustento y el de su familia. Una vez comprendido que el hombre posee un verdadero título para adquirir propiedad privada, se sigue lógicamente que está en su pleno derecho al exigir que el prójimo la respete.
      El fundamente sólido del derecho de propiedad privada, de la inmoralidad del robo y del daño injusto, ha sido ya brevemente expuesto. Se puede presumir razonablemente que los médicos y enfermeras han recibido ya una educación general religiosa y moral sobre estos puntos. Por ello, en el presente capítulo nos ocuparemos, en primer lugar, de la propiedad privada, que, a no dudarlo, requiere una ulterior explicación. 

La propiedad privada. 
     La propiedad privada puede definirse diciendo que es el derecho exclusivo de una persona a la disposición y uso perfecto y libre de una cosa. Implica, por tanto, el poder moral de usar, aprovecharse, cambiar, vender y aun destruir un determinado objeto. Comporta también la facultad moral de ejercer un control permanente sobre un objeto de propio interés, siempre que tal uso no ofenda los derechos de nuestro prójimo ni menoscabe el bienestar general de la sociedad.
      La propiedad, en el sentido antes explicado, tiene un doble aspecto muy importante: en primer lugar, el derecho a reclamar un objeto como propio; además, el uso de ese objeto juntamente con los beneficios que se derivan de tal uso. Esta distinción entre «derecho» y «uso» debe tenerse siempre presente. Una persona puede tener el derecho de propiedad sobre una cosa, pero su «uso» está siempre sujeto a muy determinadas y rígidas limitaciones. El fundamento de tales limitaciones es, naturalmente, el derecho adquirido del prójimo y de la sociedad. En algunos casos podremos observar que el derecho de propiedad pertenece a una persona, mientras que otra posee un título, al menos temporal, al uso de esa propiedad.
      Las personas privadas, como individuos, gozan del derecho de propiedad; pero un individuo puede convenirse con otros para tener ciertos bienes en común. De esta manera poseen legítimamente, usan y disponen de la propiedad las familias, las instituciones y el Estado, unidas en corporación. El hospital es un caso típico de corporación en lo referente a la propiedad. 

El robo. 
     El robo constituye la manera más ordinaria de violar el derecho de propiedad privada. Puede definirse: la «adquisición secreta de alguna cosa, perteneciente a otra persona, con la intención de ocultarla, al menos durante algún tiempo, contra la voluntad razonable de su dueño».
      Además del secuestro de la propiedad, a que otra persona tiene derecho, con la intención de retenerla permanentemente, los siguientes actos violan el derecho de propiedad de nuestros prójimos: primero, prestar la propiedad de otro sin que, al menos, se presuma razonablemente su consentimiento (tal acto equivaldría a despojar a uno, temporalmente, del uso de propiedad, y el «uso» es, con frecuencia, el aspecto más deseado y más beneficioso de la propiedad); segundo, adquirir una propiedad en préstamo con el consentimiento del propietario, y después descuidarla o rehusar restaurarla; tercero, contraer deliberadamente deudas con la previsión de no poder pagarlas; finalmente, gastar tanto dinero en cosas superfluas que se haga imposible el pago de las deudas contraídas.
     Inmoralidad del robo. Para poder determinar con exactitud el grado de pecaminosidad de un acto de hurto, se deben tener en cuenta tres factores: a) el valor de la propiedad; b) el estado de la persona robada; c) el espacio de tiempo empleado en el robo.
     a) El valor de la propiedad robada puede ser absolutamente grave, relativamente grave y leve.
     Se dice que un robo es absolutamente grave cuando la cantidad es tan excesiva que constituye de suyo un pecado mortal, no habida consideracón de la persona a quien se roba. En orden a proteger el bienestar común, y para salvaguardar la propiedad en general, el robo de una cantidad notable de propiedad ajena debe constituir un pecado mortal. En semejantes casos no nos interesa primariamente el grado preciso de injusticia que se infiere a la persona a causa del robo. Lo que aquí se tiene en cuenta es el hecho de que robar una cantidad absolutamente grave a cualquier persona constituye una grave violación del orden público. Si la pecaminosidad de tales robos se midiese atendiendo solamente a las inconveniencias ocasionadas a la víctima, y, por consiguiente, pudiesen ser clasificadas entre las solamente veniales, se seguirían de ahí dos intolerables consecuencias: la paz y el orden de la sociedad resultarían imposibles; prevalecería el desprecio de todos los derechos de propiedad y faltaría a la mayor parte de los hombres un estímulo para acumular la propiedad privada apelando a medios lícitos.
     Lo que es extremadamente difícil es determinar la cantidad que debe ser considerada como una suma absolutamente grave. Es evidente que esa cantidad ha de cambiar con la inestabilidad del valor monetario. Generalmente hablando, los moralistas competentes consideran como absolutamente grave la cantidad equivalente al salario medio semanal de un trabajador (de clase media).
     Se dice que un robo es relativamente grave, cuando la cantidad es tan grande que constituye una grave pérdida para la persona a quien se roba. En el caso de este género, el grado preciso de pecaminosidad del robo se mide en función del daño o perjuicio que se hace a la víctima. Siempre que el robo implica una pérdida grave para el poseedor de la propiedad, se comete un pecado mortal. Evidentemente el robo de una cantidad, que no llega a la suma que constituye un robo absolutamente grave, significa, con frecuencia, una pérdida notable para un individuo particular y, por consiguiente, será un pecado mortal. Para servir de guía en esta materia, los moralistas suelen establecer la cantidad equivalente al salario medio diario de la víctima; así, la cantidad necesaria para que la víctima pueda sustentarse a sí y a su familia durante un día, constituiría un robo relativamente grave (pecado mortal).
     Se dice que un robo es leve, cuando la cantidad tomada es tan pequeña que no llegaría a la suma absoluta ni a la relativa, es decir, no constituiría una amenaza grave para el orden social ni significaría una pérdida notable para la persona robada.
     b) El segundo factor, que debe tenerse en cuenta en la valorización de la pecaminosidad de un hurto, es el estado de la persona a quien se roba. La víctima puede ser una persona rica, una corporación, o una persona que cuenta con los medios ordinarios para la vida (las clases media y pobre de la sociedad).
     Es evidente que los robos infligidos a personas ricas o a corporaciones deben ser valorados según el tipo de robo absolutamente grave; mientras que los cometidos contra personas que cuentan con medios ordinarios, deben ajustarse al tipo de las relativamente graves.
     c) El tercer factor que hay que tener presente para calcular la culpabilidad de un robo, es el espacio de tiempo empleado en la acción. Hay que hacer notar esto, porque no todos los latrocinios implican el secuestro de una suma global, que exceda, en un solo acto, la cantidad considerada como absoluta o relativamente grave. A los casos en que una cantidad grave es robada en un solo acto, podemos añadir los siguientes: 1) Robos de pequeñas sumas, separados por cortos intervalos, que suman, finalmente, una cantidad grave; 2) robos de sumas pequeñas, hechos con la intención de llegar últimamente a una suma considerable; 3) robos de pequeñas sumas que nunca llegan a una cantidad notable.
     Cuando se roban pequeñas sumas a intervalos, de ordinario la víctima no sufre una pérdida tan grave como cuando el total es sustraído de una vez. Por esto se dice que la suma requerida para constituir una materia grave debe ser mayor, cuando la cantidad ha sido robada en pequeñas cantidades durante un cierto período de tiempo, que cuando ha sido de una sola vez.
     En algunos casos, una persona puede tener intención ya desde el principio de robar una gran cantidad, tomando pequeñas sumas a intervalos y a una persona particular. La razón para extender el robo a un período de tiempo puede ser asunto de conveniencia; el robo pudiera ser fácilmente descubierto si la suma tomada de una vez fuera considerable, mientras que será en extremo difícil para la víctima apercibirse de los pequeños hurtos. En estos casos, todos los pequeños hurtos se unen en virtud de la intención primera de robar una gran cantidad, constituyendo un pecado grave de hurto. Este principio debe aplicarse, aun cuando los intervalos entre los pequeños robos sean considerables. Además, no se requiere en estos casos que la cantidad total robada sea mayor de lo que lo fuera tomada de una sola vez.
     Finalmente, pequeños robos repetidos a grandes intervalos, y que no proceden de una intención primera, única en el sentido explicado antes, no se unen para constituir un grave pecado de hurto. Estos actos siguen siendo pecados veniales, individuales.
     Afortunadamente, son raros los grandes robos, tratándose de médicos y enfermeras. Así es como debe ser. Habría que hacer un lastimoso comentario sobre el carácter de quien, siendo miembro de una profesión tan noble, descendiese al nivel de los ladrones comunes.
     Es, sin embargo, más difícil hacer comprender al personal sanitario que roban, de hecho, cuando se benefician a sí mismos con algunos pequeños artículos pertenecientes al hospital, tales como esparadrapos, vendajes, medicinas. Cuando se los sorprende in fraganti, suelen contestar que ellos no creen cometer un robo, y que son libres para hacer uso de artículos que allí se emplean en tanta abundancia.
     Respondiendo a esta actitud, hay que advertir que dichos artículos, y otros muchos por el estilo, son de exclusiva propiedad del hospital. De ningún modo pertenecen a médicos o enfermeras. Los sellos y efectos de un escritorio, en una oficina, pertenecen a la Compañía, y cometen un robo los estenógrafos que se benefician de ellos para uso personal. El equipo de una fábrica pertenece a una firma industrial, y es un ladrón el que emplea los utensilios o materiales de la misma para su uso. De la misma manera, una vez aceptado el empleo, el personal médico, es un empleado del hospital con el que ha estipulado un contrato bien definido; a cambio del cumplimiento de su deber, el hospital les asegura ciertos beneficios, tales como manutención, entrenamiento, libros de texto, habitación, ropa blanca, asistencia médica, y quizá también alguna recompensa en dinero. Cuando han cumplido su parte en el contrato, llenando sus deberes específicos, tienen derecho estricto a la recompensa en dinero, según lo convenido en el contrato.
     Durante el ejercicio de su deber, tienen asimismo perfecto derecho a todos los otros beneficios concertados con el hospital, pero no tienen ni siquiera la sombra de un derecho sobre ninguna cosa más. El hospital no se ha comprometido a permitir que tomen de los enseres del hospital los artículos que ellos crean convenientes para su uso personal, familias o amigos. Por consiguiente, cuando se benefician con estas cosas. tomando alguna de ellas con la intención de guardarlas o consumirlas, lo hacen en contra de la voluntad razonable del hospital. Y esto constituye precisamente la esencia del robo. 
     Es cierto que el hospital ha convenido en prestar la asistencia médica necesaria. Pero, cuando establece este convenio, se estipula claramente que el personal debe presentarse para su examen y tratamiento a un médico determinado del cuerpo de Sanidad. En este caso se les suministran las medicinas y se atiende a otras necesidades de los enfermos según lo estipulado en el reglamento. Cuando se ignoran estas disposiciones y se proporcionan libremente las medicinas, se apropian de aquello a que no tienen derecho en virtud del contrato. Desde el momento en que el hospital considera el procedimiento seguido por el personal sanitario, para procurarse la asistencia médica y las medicinas, como obligatorio, no puede alegarse como consentimiento implícito la falta de reprensión o aviso por parte del hospital.

Damnificación injusta.
     La sección anterior consideraba la violación del derecho de propiedad mediante el acto del robo. En ésta, trataremos de una acción de otro género, que viola también los derechos de propiedad del prójimo; nos referimos a la damnificación injusta.
     Se dice que una persona ha inferido un daño injusto a otra, cuando la ha perjudicado en su propiedad sin atender a si el ofensor se ha beneficiado o no en la acción. Así, por ejemplo, la enfermera, que es demasiado perezosa en procurar los materiales adecuados, en recoger las medicinas desparramadas, etc., puede ser reo de grave daño injusto.
     Una mera lista de algunos destrozos y gastos inútiles, que ocurren con frecuencia en los hospitales, proporcionaría material suficiente para que las enfermeras reflexionasen sobre ello; los objetos de cristal se rompen cuando se echan en ellos líquidos calientes en exceso; las puntas de las tijeras se estropean cuando son usadas para destapar las botellas; los termómetros se rompen también cuando se dejan en la boca de enfermos delirantes o se confían a los niños; se permite que los utensilios esterilizadores hiervan sin agua; los vestidos y otras materias de tela se echan a perder con las manchas de aceite; el maderamen pulimentado es destruido por el agua caliente, jabón y alcohol; la ropa blanca queda inservible cuando se emplea para secar la tintura de yodo; quedan a veces encendidos los aparatos de calefacción, con peligro de abrasar las camas, mantas, cobertores, sábanas, colchones; los vestidos son salpicados con soluciones para ellos dañosas; los instrumentos de goma son rotos sin necesidad; las llaves del agua se dejan abiertas; las luces, encendidas; la ropa blanca, de cama, queda deshecha cuando se usa para tratamientos que implican vendajes húmedos en gran cantidad, como en los casos de quemaduras o de ciertas enfermedades de la piel que requieren medicinas, en cuya composición entran materias oleaginosas.
     Existe la obligación moral de restituir a causa de un daño injusto solamente cuando se verifican las tres condiciones siguientes:
     1) Que verdaderamente se haya verificado el daño. La intención de causar un daño injusto es pecado, pero la obligación de restituir se tiene solamente cuando el daño se ha realizado.
     Cuando de hecho no se han violado los derechos de propiedad del prójimo en un caso en concreto, no hay obligación de restituir. Así, por ejemplo, una enfermera puede desear y tener intención de usar una funda buena de almohada para recoger la tintura de yodo que se le ha derramado, pero no lo hace a causa de la presencia de los superiores del hospital. La enfermera habrá cometido un pecado interno, pero no está obligada a restitución.
     2) Que la acción del agente sea verdadera causa eficiente del daño. La enfermera que tiene a su cuidado un enfermo, puede convenirse con otra compañera digna de confianza para que haga sus veces durante la noche. La otra acepta, cumple su cometido negligentemente de modo que se origina un daño para el enfermo o para su propiedad. La enfermera que tenía a su cargo al paciente, cree que ese daño no hubiera sucedido si ella se hubiera quedado cumpliendo con su deber. Sea de esto lo que fuere, el hecho, sin embargo, es que ella no ha sido la causa del daño y no está obligada en conciencia a restituir. Naturalmente, suponemos que ella tenía todas las razones para suponer que la que la sustituía estaba capacitada, siendo, además, digna de confianza, y que ninguna promesa hecha al paciente, ni al reglamento del hospital, prohibían la sustitución. Estas mismas reflexiones se aplican en el caso del médico sustituido por otro.
     3) Que la acción sea culpable, es decir, que haya sido llevada a cabo consciente y voluntariamente. Como se ha expuesto en el capítulo segundo, el acto puede ser ejecutado con diversos grados de conocimiento y libertad. De donde se sigue que, además de las acciones malas, ejecutadas deliberadamente, también los efectos perjudiciales, que proceden de dicha acción o en virtud de hábitos contraídos, de indolencia y de descuido, son culpables. Por el contrario, el daño que resulta de un verdadero accidente imprevisto no induce la obligación de restituir. Una enfermera lleva una medicina o un instrumento costoso y no se da cuenta de que en el sitio por donde va a pasar hay una sustancia grasienta. Puede seguirse indudablemente una caída que perjudique lo que lleva en sus manos, causando un daño al hospital. En este caso, la enfermera no está moralmente obligada a restituir, a no ser que se haya convenido con el hospital en pagar todos los perjuicios que pueda ocasionar su malicia, negligencia o por pura casualidad.
     Respecto a los perjuicios causados por la enfermera al paciente, los principios antes anunciados le servirán para conocer si está obligada o no a la restitución. Sin embargo, quizá sería mejor para la enfermera o el hospital ofrecerse a resarcir al paciente, cuando no existe una verdadera obligación moral de hacerlo. Claro está que no urgiríamos a obrar de esta manera, si esto ocasionase un sacrificio excesivo o significase una molestia indebida para la enfermera o el hospital. Pero, si el daño pudiera ser reparado sin dificultad, sería a veces laudable hacerlo así. De ordinario, el paciente, viendo que no ha habido negligencia por parte del médico o enfermera, rehusará la gentil oferta. De todos modos, conservará la benevolencia del paciente, y su respeto por la profesión médica se verá acrecentado. Poco podemos consolarnos con saber que tenemos razón y que el otro está equivocado, si nuestra insistencia ocasiona la pérdida de la amistad o de la benevolencia de esa persona. La actitud que deben tomar los hospitales, tratándose del daño ocasionado por sus empleados, presenta siempre un problema de no fácil solución. Algunos hospitales no hacen hincapié en el asunto, y no insisten en que su personal pague los daños causados. Otros, en cambio, tienen rígidos reglamentos, que exigen la restitución a veces por daños meramente accidentales. Los primeros piensan que los reglamentos que exigen la restitución por los daños causados, hacen más mal que bien. Creen que las inevitables pesquisas e indagaciones, a causa de los daños, alimentan los resentimientos entre el personal médico y la institución. Los interrogatorios apremiantes tienden también a crear un carácter doloso en aquellos que se niegan a reparar perjuicios.
     Los hospitales que se inclinan por la segunda actitud, creen que el personal médico debe restituir como cualquiera otro, cuando perjudica o destruye la propiedad ajena. Estas instituciones constatan, además, la necesidad de que los empleados adquieran hábitos de diligencia y economía, cualidades necesarias que deben caracterizarlos. Saben también que pocos métodos son más a propósito para desarrollar tales características, como la constatación, por parte de los mismos, de la necesidad de indemnizar los daños inferidos. Cuando no existe esta obligación, desaparece el aliciente en favor de la diligencia y de la economía, y pronto se desarrolla la costumbre de la negligencia y de la prodigalidad. El aumento que resulta en gastos inútiles y a causa de los daños recibidos, puede llegar de ordinario a constituir una pesada carga para muchas instituciones.
     No pretendemos presentar aquí una valorización comparativa de estas dos actitudes en relación con los daños causados. Sólo queremos acentuar que, en uno y otro caso, la propiedad perjudicada pertenece al hospital. Si el hospital prefiere desligar a sus empleados de la obligación de restituir por los daños injustos, nadie le impide hacer esta concesión. Sin embargo, los que trabajan en tales instituciones deben tener siempre bien presente el hecho de que han sido eximidos de una obligación. La mejor muestra de reconocimiento debe consistir en un esfuerzo sincero por cuidar bien la propiedad del hospital. Muy a menudo el fracaso de los hospitales, en la interpretación de estos hechos, radica en que el personal ha perdido por completo el sentido de responsabilidad en lo referente a la propiedad del hospital.
     Cuando un hospital cree lo más conveniente obligar a resarcir los daños debidos por negligencia, está, sin duda, en su derecho.
     A veces se exige como condición, para ser admitido en las escuelas para enfermeras, un contrato en virtud del cual se obligan a pagar todos los desperfectos, que resulten accidentalmente, o debidos a negligencia y descuido. También los hospitales están en su derecho al hacer este contrato, y la enfermera, que entra en una escuela con esa condición, está moralmente obligada a observar el contrato estipulado.
     Sin tener en cuenta los reglamentos que se refieren a los perjuicios en los hospitales, aquellos que sienten interés por moldear su carácter conforme a los ideales éticos, deben aprender a respetar rígidamente el derecho de propiedad de los demás. Hay pocas personas que voluntariamente causan desperfectos o echan a perder la propiedad de un hospital. Pero es más fácil que se den inadvertencias y descuidos habituales, a causa de la abundancia de material de que el personal sanitario se ve rodeado por todas partes.
     El buen juicio es un requisito indispensable para el médico y la enfermera. Los hospitales desean que se les suministre a los pacientes todo lo que necesitan, pero no quieren hacer frente a los gastos inútiles, ocasionados por desperfectos debidos a negligencias y prodigalidades inexcusables. Hay que evitar, tanto una exagerada economía, como un gasto completamente inútil. Lo primero da al traste con la eficacia del hospital, privando a sus pacientes de las cosas necesarias para el bienestar; lo segundo, la restringe, sujetando a la institución a gastos innecesarios que abren un desagüe en los recursos económicos, evitando de esta manera que sus servicios puedan ampliarse con la adquisición de equipo moderno para el hospital. Las pérdidas financieras del hospital, ocasionadas por los gastos y daños inútiles, y los cuidados gratuitos que pudieran prestarse a la comunidad con las cantidades gastadas, constituiría una materia de seria reflexión para todos.
     No está mal que médicos y enfermeras se den cuenta del deber de la economía en cuanto que ésta se relaciona con sus pacientes. En realidad de verdad, es el paciente o su familia los que pagan las facturas. La enfermedad es un golpe serio para los recursos financieros de la familia. Se sobrellevan con gusto los gastos necesarios o útiles que ocasiona; pero los innecesarios e inútiles constituyen una amarga experiencia que las familias nunca olvidarán. Por esto, ellos deben ser más diligentes en el uso de los materiales y medicinas, esforzándose por suministrar siempre a los enfermos todo lo necesario, pero procurando también que los gastos se eleven lo menos posible dentro de lo permitido, aparte de la asistencia necesaria a los pacientes.

La obligación de restituir.
     El acto, mediante el cual se repara el daño o la pérdida ocasionada a otra persona, se denomina «restitución». Esta obligación existe siempre que la justicia conmutativa ha sido violada. De aquí que los actos de hurto o de daño injusto, hechos a la propiedad ajena, originen el deber de restituir al que ha sido víctima. En general, podemos decir que, cuando se ha cometido un pecado mortal en pecado de hurto o de damnificación injusta, la obligación de restituir urge, bajo pecado grave; pero cuando el pecado cometido en esta materia ha sido venial, la obligación de restituir es sólo bajo pecado venial. No es necesario exponer aquí el complejo principio moral que regula la restitución. La cantidad precisa que debe restituirse a la víctima, el modo de la restitución en algún caso particular, y la responsabilidad en la dilación del cumplimiento de este deber, son cosas que exceden la instrucción moral del personal médico. Semejantes problemas morales deben someterse al sólido juicio de un confesor prudente.
Charles J. Mc. Fadden, (Agustino)
ETICA Y MEDICINA

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