Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás
(Mt. XVI, 17).
1. La solemnidad de hoy es de los dos apóstoles mayores y príncipes entre los demás, que fueron martirizados por Cristo el mismo día, en la misma ciudad y reinando el mismo emperador, Nerón. Tanta es la excelencia de cualquiera de ellos que la Iglesia celebra hoy el oficio de San Pedro y mañana el de San Pablo. Así lo haré yo también, predicando hoy de San Pedro y mañana de San Pablo, ya que hoy no tendría tiempo para hablar de los dos.
Para que nuestro sermón sea en alabanza y reverencia de Dios, saludemos a la Virgen María: Ave María.
Para que nuestro sermón sea en alabanza y reverencia de Dios, saludemos a la Virgen María: Ave María.
2. La frase propuesta como tema, base de nuestro sermón, necesita explicación literal. Hay que tener en cuenta que Pedro, antes de ser discípulo de Cristo, apóstol y papa universal, se llamaba Simón; pero cuando fué discípulo de Cristo y apóstol, y Cristo lo hizo su vicario universal y papa, le impuso el nombre de Pedro, como se hace ahora en la elección de papa, en la cual el elegido se cambia el nombre, significando que se cambia en otro varón, en una nueva creatura. Así lo hizo el Señor: Impuso a Simón el nombre de Pedro (Mc. III, 16).
3. Pedro tenía dos nombres, Simón e hijo de Jonás, y cada uno de ellos tiene dos significados en los que se muestran las cuatro virtudes principales de Pedro, por las cuales está en el cielo: pronta obediencia, áspera penitencia, recta intención, dura pasión.
4. Por lo que a la primera virtud se refiere, pronta obediencia, se señala en el tema cuando dice Simón, que quiere decir obediente. Cuando una persona escucha y obedece los mandatos de Dios y, cual siervo fiel, cumple su divina voluntad sin excusa de ningún género, es obediente y merece que se le dé el salario, que se le entregue el estipendio al fin de su servicio. Quien en este mundo sirve con prontitud y obedece los mandamientos de Dios, cuando acabe su servicio, en la muerte, tendrá justa retribución, consistente en la bienaventuranza: Bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen (Lc. XI, 28). San Pedro tuvo esta obediencia: Caminando Jesús junto al mar de Galilea vió a dos hermanos, Simón, llamado Pedro, y Andrés, su hermano, los cuales echaban las redes en el mar, pues eran pescadores; y les dijo: Venid en pos de mí y os haré pescadores de hombres. Ellos dejaron al instante las redes y le siguieron (Mt. IV, 18-20).
5. San Pedro, antes de ser discípulo de Cristo, era un pobre pescador, pues entre él y su hermano Andrés tenían sólo una barca y una red y vivían de su trabajo. Cierto día, mientras pescaban, se presentó Cristo en el lago, en el mar de Galilea, y vió en la orilla a Pedro y a Andrés, y les dijo: Buenos hombres, ¿qué hacéis ahí? Respondieron: Señor, vamos a pescar. Sabiendo Cristo que aprovecharían más en otro lugar que allí, les dijo: Venid en pos de mí y os haré pescadores de hombres (ibíd.); yo os enseñaré a pescar reyes, príncipes, duques, condes y muchas multitudes de gente. En estas palabras: Venid en pos de mí..., hay que notar dos cosas: primera, se da a entender en ellas que la Iglesia cristiana es como una nave con tres cubiertas. La primera cubierta, la más baja, es la de los religiosos que se humillan. Y así como la cubierta inferior está oculta, del mismo modo el religioso debe estar oculto en el claustro y en la celda, y no pasear por las calles y plazas tratando los negocios del siglo. La segunda cubierta significa el estado de los presbíteros que administran los sacramentos de la Iglesia. Ordinariamente en esta cubierta media se depositan las mercancías de gran valor; así también, en las manos y en el poder de los presbíteros se depositan los bienes del paraíso, los sacramentos, por los que alcanzamos la vida eterna. La tercera es el estado de los laicos, que van por el mundo de acá para allá, como los mercaderes en la nave, que pasean cumpliendo su trabajo. De esta cubierta decía Salomón: Es como nave de mercader, que desde lejos se trae su pan (Prov. XXXI, 14). Es decir, la mercancía, que es el alma buena.
6. La segunda cosa que se da a entender en las palabras de Cristo cuando dice: Os haré pescadores de hombres..., es la predicación. Porque la predicación es como una red. Así como la red está toda entrelazada y se arrastra con una cuerda, del mismo modo la predicación evangélica está entrelazada con muchas cuerdas, con autoridades, razones, parábolas..., etc., todo muy unido si el sermón está ordenado; y se arrastra con una cuerda, con el tema, que es la base del sermón. Dios nos envía a estos predicadores: Por eso vendrá el tiempo... y les mandaré muchos pescadores que los pescarán (Ier. XVI, 14-16). Envió muchos pescadores, porque envió a los apóstoles, a los mártires, a los confesores y, finalmente, a nosotros. A todos los cuales dice: Echad vuestras redes para pescar (Lc. V, 4). No les manda recoger las redes. Lo cual va contra aquellos que tienen gran ciencia, pero tienen las redes recogidas y no se disponen a predicar y a capturar peces. "Venid en pos de mí y os haré pescadores de hombres". Como si dijera: Dejad la barca pequeña en la que ahora pescáis, y os pondré en la gran nave de la Iglesia, que tiene tres cubiertas. Dejad vuestras redes y os daré la red de la doctrina evangélica. Dejad vuestro mar y os haré pescadores de reyes, de soldados y de muchos hombres. Así lo entendió Pedro, inspirado por Dios. Cuando oyó que Cristo les invitaba: Venid en pos de mí..., le reconoció por verdadero Mesías. Y trocando la red por la doctrina evangélica, obedeció prontamente para pescar hombres desde la nave de la Iglesia. Dice el evangelio: Abandonadas las redes y la nave, le siguieron al instante (Mc. 1, 18). San Pedro, postrándose en su corazón, le diría al Señor: No quiero la red ni la nave, desde que Vos pusisteis en mi corazón el afán de pescar en el mar de este mundo desde la nave de la Iglesia y me disteis como red indestructible la doctrina evangélica. E inmediatamente siguió a Cristo. Ahí tenéis su pronta obediencia.
7. Hablemos ahora de los defectos del mundo. Todos, cristianos, judíos, agarenos, somos llamados por Cristo, pero no queremos seguirle. Nos llama iluminando nuestros corazones, dándonos conocimiento de nuestros pecados, y debiéramos seguirle al instante. Pero nos ocurre como a Samuel, que era llamado por Dios y se presentaba a Helí (1 Reg. III, 2 ss.). No lo hizo así Job, el cual dice: Me llamarás y te responderé (Iob XIV, 15). Contra los que no le siguen dice el Señor: Os he llamado, y no habéis escuchado: tendí mis brazos, y nadie se dió por enterado (Prov. 1, 24).
8. En las palabras del Señor: Os haré pescadores de hombres, adviertan los religiosos y quienes tienen el oficio de la predicación, que son pescadores; la red es la predicación evangélica. Yo extiendo ahora la red, y si alguno de los que escuchan mi predicación se propone abandonar los pecados y los vicios y concibe el propósito de volverse a Dios, yo, que soy un pobre predicador, puedo decir que he capturado un pez. Cuando un noble o un soldado, movidos por la predicación, abandonan la pompa, el odio o el rencor a su enemigo, podemos decir que hemos pescado un delfín. ¡Oh, cómo gustan a Dios estos peces y quienes los pescan! Cuando una noble señora, movida por la predicación, deja las vanidades, ornamentos y cosas semejantes, y se confiesa proponiendo vivir rectamente, podemos decir que hemos pescado una tonina. Cuando por la predicación se convierte un labriego o un hombre sencillo, pescamos un barbo. Y cuando se convierte una mujer humilde podemos decir que hemos pescado una sardina. En el día del juicio dirá Cristo a los pescadores: Venid y comed. Y ellos le dirán: ¿De qué hemos de comer, Señor? Entonces les responderá: Traed los peces que habéis cogido (lo. XXI, 11). ¡Oh! ¿Qué será del predicador que no pueda sino decir: Señor, yo no he pescado sino algas y hierba, esto es, dinero, vestidos, celdas, amistades y fama? Por amor de Dios, trabajemos para pescar almas, pues el día del juicio llegará cada cual con las almas que convirtió, y le dirá al Señor: Señor, aquí tienes los peces que he pescado. ¡Cuántas almas llevará San Pedro consigo, el cual en el primer sermón convirtió a tres mil! (cf. Act. 2 y 4).
9. La segunda virtud por la que San Pedro está en el paraíso es la áspera penitencia. Esto se da a entender por el segundo significado que tiene la palabra Simón, que quiere decir: el que pone tristeza, es decir, penitencia, de la que dice el apóstol: La tristeza según Dios es causa de penitencia saludable (2 Cor. VII, 10). Dice la que es según Dios, la cual tiene lugar cuando el hombre tiene pesar de las ofensas hechas al Señor. Este tal merece la bienaventuranza, pues hace verdadera penitencia. Por eso se dice en San Mateo: Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados (Mt. V, 5), en la bienaventuranza celestial. Considerad ahora la penitencia de San Pedro. ¿En qué cosas hizo penitencia? En la comida, en la bebida y en el vestir. En la comida, pues interrogado una vez sobre la vida que llevaba, contestó: Mi manjar cotidiano es pan con unas olivas, y muy raramente con verduras, pues esto lo hacía sólo en las grandes festividades. Esta era su vida, aun siendo papa.
10. Y ahora pregunto: ¿De dónde salieron tantos capones y gallinas, faisanes y salsas de todos géneros, que se dan ahora en las mesas de los prelados? Lo diré irónicamente: han salido de aquellas pobres aceitunas que comía San Pedro, pues dieron sus frutos y salieron capones, gallinas y las demás cosas.
Otra vez fué interrogado acerca de su vestido, y respondió: La túnica y la capa que ves son mis vestidos en invierno y en verano. Así vestía el primer vicario de Cristo. Y ahora pregunto: ¿De dónde han salido los suntuosos vestidos que llevan ahora los prelados? Diré, irónicamente, que los engendró la capa de San Pedro. Su vida fué tan penitente que sus ojos fueron dos fuentes de lágrimas, recordando continuamente la negación que hizo de Cristo, por la que lloró durante toda su vida, y vivió, después de la Ascensión, treinta y siete años. Tanto lloraba, que tenía la cara quemada por las lágrimas. Pensemos bien en la penitencia que hizo el santo apóstol. Pecó por la boca, negando a Cristo; e hizo penitencia en su boca, no comiendo sino pan y aceitunas. Negó a Cristo, mientras calentaba su cuerpo, como dice San Juan (XVIII, 18); e hizo penitencia en su cuerpo, llevando sólo la túnica y la capa. Por último, así como su cara no se avergonzó de negar al Señor, tampoco se avergonzó de llorar. Estos son los frutos de la penitencia por los pecados (Lc. III, 8).
11. San Pedro, por la triple negación con que negó a Cristo, embargado de temor, hizo penitencia treinta años. ¿Qué será de aquellos que le niegan no sólo tres veces, sino mil veces al día, por cosas pequeñas, o por una ocasión, jurando y blasfemando de Cristo? ¡Oh maldito!, ¿qué será de tu alma? Si San Pedro hizo tanta penitencia por haber negado tres veces a Cristo, ¿qué deberías hacer tú que perjuras, no por temor a la muerte, sino por costumbre? Pedro dijo: No le conozco. ¿Qué será de tu alma? Por amor de Dios, pongamos los medios para que cesen estos detestables juramentos. Para lo cual os propongo tres remedios: Primero, que las mujeres instruyan a sus hijos para que no juren, para que aseguren sólo con adverbios. Segundo, que cualquiera que tenga costumbre de jurar se proponga pagar cierta cantidad a los pobres, en domingo, por cualquier juramento que haga, y así se corregirá. Tercero, a los rectores de la comunidad incumbe la obligación de establecer normas y leyes para que los que juran sean castigados, y no perdonen a nadie en lo que se refiere al honor de Cristo. Pero como los gobernantes no se esfuerzan en corregir, se queja el Señor: Sus opresores aúllan, y continuamente es blasfemado mi nombre. También mi pueblo conocerá mi nombre y que yo soy quien dice: Aquí estoy (Is. 52, 5-6). 12. La tercera virtud por la que San Pedro es llamado bienaventurado es la recta intención, es decir, que miraba siempre, en todo lo que hacía, el honor de Dios, predicando, celebrando y en las demás obras virtuosas. Así lo significa la palabra Bar lona, que quiere decir hijo de la sencillez, contrapuesto a la doblez. Cuando alguien tiene la mirada puesta en el mundo, en los honores, etc., y se aparta de Dios, tiene doblez. Ocurre a éstos lo que al gallo, que con un ojo mira al cielo y con el otro al grano. San Pedro tenía siempre y en todas las cosas recta intención hacia Dios. Y se le puede aplicar lo del salmo: No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu nombre sea dada la gloria (Ps. 113, 1). Esta fué su simplicidad, con la que se merece la gloria: Bienaventurados los limpios de corazón, porque verán a Dios (Mt. 5, 8), aquí en la tierra por la contemplación, y en el otro mundo por la eterna posesión de Dios. San Pedro tuvo muy arraigada esta virtud, pues a pesar de ser papa y de tener tanta santidad que sanaba a los enfermos a los que alcanzaba su sombra (Act. 5, 15), con todo, tuvo tanta sencillez que estaba inmune de toda hipocresía o presunción. Está claro que era hijo de la sencillez, y podía decir: Yo sé, Dios mío, que tú escrudiñas el corazón y amas la sencillez; por eso te he hecho yo todas mis ofrendas voluntarias en la rectitud de mi corazón (1 Par. 29, 17). Tú escudriñas el corazón y, si es sencillo, lo amas; por eso en la sencillez de mi corazón te he amado y servido con rectitud de corazón.
13. Téngase en cuenta que lo primero que Dios mira en todas nuestras obras es la intención. Porque si alguien hiciera todos los bienes del mundo sin recta intención, no tendrían mérito alguno. Es muy meritorio entrar en religión, hasta tal punto que, según Santo Tomás, si se hace con recta intención, es más meritorio que el voto de peregrinar a Tierra Santa, pues el de la religión es voto perpetuo, y el otro es temporal. Por lo mismo, es muy razonable afirmar que por ingresar en religión se perdonan todos los pecados, lo cual es más útil que peregrinar a Tierra Santa; pues lo primero promueve al bien, y lo otro absuelve de la pena (2-2, q.189, a.3 ad 3). Mas el ingreso en religión se malogra cuando se hace por una intención perversa y temporal. Por ejemplo, porque esperáis que vuestro hijo sea abad, o maestro en teología, u obispo, y si nada de esto esperarais no le dejaríais entrar en religión. Perdéis el mérito, pues tal intención no es referida a Dios, sino al mundo. A veces queréis que entre en la religión para que viva descansado, sin guardar las observancias religiosas; en este caso vuestra intención es perversa, pues sería mejor que fuera ladrón, que religioso sin cumplir lo que debe. Del mismo modo, predicar la palabra de Dios es de gran mérito, pues es una gran obra, siempre que la intención sea recta; pero cuando alguien predica por vanagloria, por fama o por dinero, refiriendo su intención a las cosas mundanas, todo se pierde y se condena.
14. Pregunta Santo Tomás si mediante la penitencia puede recuperarse la aureola prometida al que predica dignamente, y que perdió por vanagloria (Quodl. 5, q. 12, a.l). Responde que no, pues no la ha ganado, según la sentencia del Señor: En verdad os digo que recibieron su recompensa (Mt. 6, 5). Pero, si se enmienda, puede recuperar la gracia de Dios o lucrar una nueva aureola mediante otra predicación; mas la aureola perdida de ningún modo puede recuperarse. En la guerra justa los soldados hacen una gran obra, si tienen recta intención. Son bienaventurados los que mueren por la justicia o por la defensa de la república; y son gloriosos entre los mártires, aunque la Iglesia no celebre su fiesta. Mas si lo hacen por vanidad, como hacen muchos fatuos, por amor a su señor o a las riquezas, es necesario que se anteponga el amor y respeto divino y la verdadera justicia, y deben decir: Hagamos esto por amor y celo de la justicia, y cenaremos en las tiendas de nuestros enemigos después de la victoria, o con Dios en el paraíso, por haber defendido la justicia. Si la intención necia perdura, se pierde todo el bien. De la misma manera, perdonar las injurias y a los enemigos es una gran obra, si se hace por amor de Dios; pero cuando se hace, no por reverencia y amor a Dios, sino por miramiento hacia las personas, se pierde todo el mérito.
15. Si el papa o el rey te pidiera que perdonaras, tú lo harías; y, sin embargo, no lo quieres hacer por Cristo. Y Cristo en el juicio te mostrará sus llagas y te dirá: Esto es lo que yo hice por ti; ¿qué hiciste tú por mí? Si perdonaste por amor de Dios, te dará el paraíso; pero si hubieras perdonado por amor al papa o al rey o a otros, te dirá: Vete y que te den ellos el paraíso, si lo pueden hacer. Si perdonas con intención pura y por el honor de Cristo, el Señor te tomará de la mano, diciendo: Levántate, siervo bueno y fiel (Mt. 25, 21). Estad, pues, alerta para dirigir vuestra intención a Dios en todas las cosas. En todo sea Dios glorificado por Jesucristo, cuya es la gloria y el imperio por los siglos de los siglos (1 Petr. 4, 11).
16. Respecto a la cuarta virtud, que es la dura pasión, se señala en la expresión Bar lona, que tiene un segundo significado, y quiere decir hijo de paloma. En ello se declara su martirio. Cuando los sacerdotes del antiguo Testamento ofrecían a Dios una paloma, la desplumaban, le rompían las alas, le retorcían el cuello y doblaban su cabeza; sacrificio que era muy aceptable a Dios: Es holocausto, ofrenda encendida de suave olor a Yaveh (Lev. 1, 17). Que San Pedro fuera "hijo de paloma" está manifiesto en su martirio, en su paciencia, mediante la cual alcanzó la bienaventuranza: Si padeciereis por la justicia, seréis bienaventurados (1 Petr. 3, 14). Después de predicar en muchas ciudades y villas y después de convertir muchas almas en Antioquía y en otras partes, llegó a Roma, en donde fué preso por predicar contra la orden del emperador Nerón, quien había prohibido predicar la fe de Cristo. Los cristianos, que le querían liberar, le decían: ¡Oh padre!, nosotros os libraremos; huid de aquí. Hizoles caso y huyó. Pero a las puertas de la ciudad le apareció Cristo con la cruz en sus hombros. Pedro, al ver al Señor, le preguntó: Señor, ¿adonde vas? Como si dijera: Yo salgo de la ciudad, ¿y tú entras en ella? Respondió Cristo: Vengo a Roma a ser crucificado de nuevo. Como si dijera: Fui crucificado una vez en Jerusalén y quiero ser crucificado aquí por segunda vez. Quería dar a entender con ello que después de ser crucificado en su propio cuerpo en Jerusalén, quería ser crucificado segunda vez en Roma en la persona de Pedro. Cuando Pedro lo advirtió, volvió a la ciudad y narró a los cristianos cómo se le había aparecido Cristo. Y, por sus propios pies, volvió a la cárcel imperial.
17. Llegaron los ministros y le anunciaron la sentencia de muerte en cruz, sentencia que él aceptó, diciendo a los ministros: Por favor os pido que no me crucifiquéis con la cabeza hacia arriba, como a mi Maestro, sino con la cabeza hacia abajo. Los ministros dijeron: Tendrá mayor tormento; démosle gusto en ello. Puesto en la cruz, no cesaba de predicar a los que le rodeaban.
En esto nos enseña que no debemos dejar la predicación ni por el frío ni por el calor, ni por trabajo, sino que hemos de esforzarnos por la conversión de los almas.
Estando el apóstol en la cruz, Cristo envió un ángel con coronas moradas, y el Señor abrió el libro que llevaba en su mano, en el que pudo leer San Pedro. Después exclamó: Señor mío Jesucristo, gracias te doy porque me has llevado al fin tan deseado. Te encomiendo a estos cristianos, hijos engendrados por el bautismo en el seno de tu esposa la Iglesia. Y entonces entregó su espíritu al Señor, y fué llevado a la gloria por los ángeles.
18. La cruz de Pedro no era como la de Cristo. Me parece que muchos ponen su esperanza en la cruz de Pedro, que a nadie puede salvar, ni siquiera a Pedro, sino en virtud de Cristo: Yo no me gloriaré sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo (Gal. 6, 14). Es más, algunos, de hecho, ponen su esperanza en el signo del diablo, que es un círculo. Pues así como los buenos religiosos invocan a Dios al principio de las horas con el signo de la cruz, éstos hacen un círculo. (Haz prácticamente el gesto defectuoso de aquellos que no se persignan bien al entrar en la iglesia, o en la mesa, o de la mujer cuando acuesta a su hijo.) Y lo mismo los presbíteros, cuando bendicen el agua o el pan; y, lo que es peor, sobre el cuerpo de Cristo, no hacen sino un circulo. Por tanto, signaos así: En el nombre del Padre elevando vuestra mano a la frente; y del Hijo, bajándola hasta la cintura; y del Espíritu Santo, llevándola desde el hombro izquierdo al derecho. Y cuando digáis amén, besad la cruz que forman las manos juntas. Contra esta señal no prevalecerá peligro alguno. Enseñadla a vuestros hijos. De ella canta la profecía: Yo te suscitaré debajo del manzano... Ponme como sello sobre tu corazón; ponme en tu brazo como sello (Cant. 8, 5-6)
3. Pedro tenía dos nombres, Simón e hijo de Jonás, y cada uno de ellos tiene dos significados en los que se muestran las cuatro virtudes principales de Pedro, por las cuales está en el cielo: pronta obediencia, áspera penitencia, recta intención, dura pasión.
4. Por lo que a la primera virtud se refiere, pronta obediencia, se señala en el tema cuando dice Simón, que quiere decir obediente. Cuando una persona escucha y obedece los mandatos de Dios y, cual siervo fiel, cumple su divina voluntad sin excusa de ningún género, es obediente y merece que se le dé el salario, que se le entregue el estipendio al fin de su servicio. Quien en este mundo sirve con prontitud y obedece los mandamientos de Dios, cuando acabe su servicio, en la muerte, tendrá justa retribución, consistente en la bienaventuranza: Bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen (Lc. XI, 28). San Pedro tuvo esta obediencia: Caminando Jesús junto al mar de Galilea vió a dos hermanos, Simón, llamado Pedro, y Andrés, su hermano, los cuales echaban las redes en el mar, pues eran pescadores; y les dijo: Venid en pos de mí y os haré pescadores de hombres. Ellos dejaron al instante las redes y le siguieron (Mt. IV, 18-20).
5. San Pedro, antes de ser discípulo de Cristo, era un pobre pescador, pues entre él y su hermano Andrés tenían sólo una barca y una red y vivían de su trabajo. Cierto día, mientras pescaban, se presentó Cristo en el lago, en el mar de Galilea, y vió en la orilla a Pedro y a Andrés, y les dijo: Buenos hombres, ¿qué hacéis ahí? Respondieron: Señor, vamos a pescar. Sabiendo Cristo que aprovecharían más en otro lugar que allí, les dijo: Venid en pos de mí y os haré pescadores de hombres (ibíd.); yo os enseñaré a pescar reyes, príncipes, duques, condes y muchas multitudes de gente. En estas palabras: Venid en pos de mí..., hay que notar dos cosas: primera, se da a entender en ellas que la Iglesia cristiana es como una nave con tres cubiertas. La primera cubierta, la más baja, es la de los religiosos que se humillan. Y así como la cubierta inferior está oculta, del mismo modo el religioso debe estar oculto en el claustro y en la celda, y no pasear por las calles y plazas tratando los negocios del siglo. La segunda cubierta significa el estado de los presbíteros que administran los sacramentos de la Iglesia. Ordinariamente en esta cubierta media se depositan las mercancías de gran valor; así también, en las manos y en el poder de los presbíteros se depositan los bienes del paraíso, los sacramentos, por los que alcanzamos la vida eterna. La tercera es el estado de los laicos, que van por el mundo de acá para allá, como los mercaderes en la nave, que pasean cumpliendo su trabajo. De esta cubierta decía Salomón: Es como nave de mercader, que desde lejos se trae su pan (Prov. XXXI, 14). Es decir, la mercancía, que es el alma buena.
6. La segunda cosa que se da a entender en las palabras de Cristo cuando dice: Os haré pescadores de hombres..., es la predicación. Porque la predicación es como una red. Así como la red está toda entrelazada y se arrastra con una cuerda, del mismo modo la predicación evangélica está entrelazada con muchas cuerdas, con autoridades, razones, parábolas..., etc., todo muy unido si el sermón está ordenado; y se arrastra con una cuerda, con el tema, que es la base del sermón. Dios nos envía a estos predicadores: Por eso vendrá el tiempo... y les mandaré muchos pescadores que los pescarán (Ier. XVI, 14-16). Envió muchos pescadores, porque envió a los apóstoles, a los mártires, a los confesores y, finalmente, a nosotros. A todos los cuales dice: Echad vuestras redes para pescar (Lc. V, 4). No les manda recoger las redes. Lo cual va contra aquellos que tienen gran ciencia, pero tienen las redes recogidas y no se disponen a predicar y a capturar peces. "Venid en pos de mí y os haré pescadores de hombres". Como si dijera: Dejad la barca pequeña en la que ahora pescáis, y os pondré en la gran nave de la Iglesia, que tiene tres cubiertas. Dejad vuestras redes y os daré la red de la doctrina evangélica. Dejad vuestro mar y os haré pescadores de reyes, de soldados y de muchos hombres. Así lo entendió Pedro, inspirado por Dios. Cuando oyó que Cristo les invitaba: Venid en pos de mí..., le reconoció por verdadero Mesías. Y trocando la red por la doctrina evangélica, obedeció prontamente para pescar hombres desde la nave de la Iglesia. Dice el evangelio: Abandonadas las redes y la nave, le siguieron al instante (Mc. 1, 18). San Pedro, postrándose en su corazón, le diría al Señor: No quiero la red ni la nave, desde que Vos pusisteis en mi corazón el afán de pescar en el mar de este mundo desde la nave de la Iglesia y me disteis como red indestructible la doctrina evangélica. E inmediatamente siguió a Cristo. Ahí tenéis su pronta obediencia.
7. Hablemos ahora de los defectos del mundo. Todos, cristianos, judíos, agarenos, somos llamados por Cristo, pero no queremos seguirle. Nos llama iluminando nuestros corazones, dándonos conocimiento de nuestros pecados, y debiéramos seguirle al instante. Pero nos ocurre como a Samuel, que era llamado por Dios y se presentaba a Helí (1 Reg. III, 2 ss.). No lo hizo así Job, el cual dice: Me llamarás y te responderé (Iob XIV, 15). Contra los que no le siguen dice el Señor: Os he llamado, y no habéis escuchado: tendí mis brazos, y nadie se dió por enterado (Prov. 1, 24).
8. En las palabras del Señor: Os haré pescadores de hombres, adviertan los religiosos y quienes tienen el oficio de la predicación, que son pescadores; la red es la predicación evangélica. Yo extiendo ahora la red, y si alguno de los que escuchan mi predicación se propone abandonar los pecados y los vicios y concibe el propósito de volverse a Dios, yo, que soy un pobre predicador, puedo decir que he capturado un pez. Cuando un noble o un soldado, movidos por la predicación, abandonan la pompa, el odio o el rencor a su enemigo, podemos decir que hemos pescado un delfín. ¡Oh, cómo gustan a Dios estos peces y quienes los pescan! Cuando una noble señora, movida por la predicación, deja las vanidades, ornamentos y cosas semejantes, y se confiesa proponiendo vivir rectamente, podemos decir que hemos pescado una tonina. Cuando por la predicación se convierte un labriego o un hombre sencillo, pescamos un barbo. Y cuando se convierte una mujer humilde podemos decir que hemos pescado una sardina. En el día del juicio dirá Cristo a los pescadores: Venid y comed. Y ellos le dirán: ¿De qué hemos de comer, Señor? Entonces les responderá: Traed los peces que habéis cogido (lo. XXI, 11). ¡Oh! ¿Qué será del predicador que no pueda sino decir: Señor, yo no he pescado sino algas y hierba, esto es, dinero, vestidos, celdas, amistades y fama? Por amor de Dios, trabajemos para pescar almas, pues el día del juicio llegará cada cual con las almas que convirtió, y le dirá al Señor: Señor, aquí tienes los peces que he pescado. ¡Cuántas almas llevará San Pedro consigo, el cual en el primer sermón convirtió a tres mil! (cf. Act. 2 y 4).
9. La segunda virtud por la que San Pedro está en el paraíso es la áspera penitencia. Esto se da a entender por el segundo significado que tiene la palabra Simón, que quiere decir: el que pone tristeza, es decir, penitencia, de la que dice el apóstol: La tristeza según Dios es causa de penitencia saludable (2 Cor. VII, 10). Dice la que es según Dios, la cual tiene lugar cuando el hombre tiene pesar de las ofensas hechas al Señor. Este tal merece la bienaventuranza, pues hace verdadera penitencia. Por eso se dice en San Mateo: Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados (Mt. V, 5), en la bienaventuranza celestial. Considerad ahora la penitencia de San Pedro. ¿En qué cosas hizo penitencia? En la comida, en la bebida y en el vestir. En la comida, pues interrogado una vez sobre la vida que llevaba, contestó: Mi manjar cotidiano es pan con unas olivas, y muy raramente con verduras, pues esto lo hacía sólo en las grandes festividades. Esta era su vida, aun siendo papa.
10. Y ahora pregunto: ¿De dónde salieron tantos capones y gallinas, faisanes y salsas de todos géneros, que se dan ahora en las mesas de los prelados? Lo diré irónicamente: han salido de aquellas pobres aceitunas que comía San Pedro, pues dieron sus frutos y salieron capones, gallinas y las demás cosas.
Otra vez fué interrogado acerca de su vestido, y respondió: La túnica y la capa que ves son mis vestidos en invierno y en verano. Así vestía el primer vicario de Cristo. Y ahora pregunto: ¿De dónde han salido los suntuosos vestidos que llevan ahora los prelados? Diré, irónicamente, que los engendró la capa de San Pedro. Su vida fué tan penitente que sus ojos fueron dos fuentes de lágrimas, recordando continuamente la negación que hizo de Cristo, por la que lloró durante toda su vida, y vivió, después de la Ascensión, treinta y siete años. Tanto lloraba, que tenía la cara quemada por las lágrimas. Pensemos bien en la penitencia que hizo el santo apóstol. Pecó por la boca, negando a Cristo; e hizo penitencia en su boca, no comiendo sino pan y aceitunas. Negó a Cristo, mientras calentaba su cuerpo, como dice San Juan (XVIII, 18); e hizo penitencia en su cuerpo, llevando sólo la túnica y la capa. Por último, así como su cara no se avergonzó de negar al Señor, tampoco se avergonzó de llorar. Estos son los frutos de la penitencia por los pecados (Lc. III, 8).
11. San Pedro, por la triple negación con que negó a Cristo, embargado de temor, hizo penitencia treinta años. ¿Qué será de aquellos que le niegan no sólo tres veces, sino mil veces al día, por cosas pequeñas, o por una ocasión, jurando y blasfemando de Cristo? ¡Oh maldito!, ¿qué será de tu alma? Si San Pedro hizo tanta penitencia por haber negado tres veces a Cristo, ¿qué deberías hacer tú que perjuras, no por temor a la muerte, sino por costumbre? Pedro dijo: No le conozco. ¿Qué será de tu alma? Por amor de Dios, pongamos los medios para que cesen estos detestables juramentos. Para lo cual os propongo tres remedios: Primero, que las mujeres instruyan a sus hijos para que no juren, para que aseguren sólo con adverbios. Segundo, que cualquiera que tenga costumbre de jurar se proponga pagar cierta cantidad a los pobres, en domingo, por cualquier juramento que haga, y así se corregirá. Tercero, a los rectores de la comunidad incumbe la obligación de establecer normas y leyes para que los que juran sean castigados, y no perdonen a nadie en lo que se refiere al honor de Cristo. Pero como los gobernantes no se esfuerzan en corregir, se queja el Señor: Sus opresores aúllan, y continuamente es blasfemado mi nombre. También mi pueblo conocerá mi nombre y que yo soy quien dice: Aquí estoy (Is. 52, 5-6). 12. La tercera virtud por la que San Pedro es llamado bienaventurado es la recta intención, es decir, que miraba siempre, en todo lo que hacía, el honor de Dios, predicando, celebrando y en las demás obras virtuosas. Así lo significa la palabra Bar lona, que quiere decir hijo de la sencillez, contrapuesto a la doblez. Cuando alguien tiene la mirada puesta en el mundo, en los honores, etc., y se aparta de Dios, tiene doblez. Ocurre a éstos lo que al gallo, que con un ojo mira al cielo y con el otro al grano. San Pedro tenía siempre y en todas las cosas recta intención hacia Dios. Y se le puede aplicar lo del salmo: No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu nombre sea dada la gloria (Ps. 113, 1). Esta fué su simplicidad, con la que se merece la gloria: Bienaventurados los limpios de corazón, porque verán a Dios (Mt. 5, 8), aquí en la tierra por la contemplación, y en el otro mundo por la eterna posesión de Dios. San Pedro tuvo muy arraigada esta virtud, pues a pesar de ser papa y de tener tanta santidad que sanaba a los enfermos a los que alcanzaba su sombra (Act. 5, 15), con todo, tuvo tanta sencillez que estaba inmune de toda hipocresía o presunción. Está claro que era hijo de la sencillez, y podía decir: Yo sé, Dios mío, que tú escrudiñas el corazón y amas la sencillez; por eso te he hecho yo todas mis ofrendas voluntarias en la rectitud de mi corazón (1 Par. 29, 17). Tú escudriñas el corazón y, si es sencillo, lo amas; por eso en la sencillez de mi corazón te he amado y servido con rectitud de corazón.
13. Téngase en cuenta que lo primero que Dios mira en todas nuestras obras es la intención. Porque si alguien hiciera todos los bienes del mundo sin recta intención, no tendrían mérito alguno. Es muy meritorio entrar en religión, hasta tal punto que, según Santo Tomás, si se hace con recta intención, es más meritorio que el voto de peregrinar a Tierra Santa, pues el de la religión es voto perpetuo, y el otro es temporal. Por lo mismo, es muy razonable afirmar que por ingresar en religión se perdonan todos los pecados, lo cual es más útil que peregrinar a Tierra Santa; pues lo primero promueve al bien, y lo otro absuelve de la pena (2-2, q.189, a.3 ad 3). Mas el ingreso en religión se malogra cuando se hace por una intención perversa y temporal. Por ejemplo, porque esperáis que vuestro hijo sea abad, o maestro en teología, u obispo, y si nada de esto esperarais no le dejaríais entrar en religión. Perdéis el mérito, pues tal intención no es referida a Dios, sino al mundo. A veces queréis que entre en la religión para que viva descansado, sin guardar las observancias religiosas; en este caso vuestra intención es perversa, pues sería mejor que fuera ladrón, que religioso sin cumplir lo que debe. Del mismo modo, predicar la palabra de Dios es de gran mérito, pues es una gran obra, siempre que la intención sea recta; pero cuando alguien predica por vanagloria, por fama o por dinero, refiriendo su intención a las cosas mundanas, todo se pierde y se condena.
14. Pregunta Santo Tomás si mediante la penitencia puede recuperarse la aureola prometida al que predica dignamente, y que perdió por vanagloria (Quodl. 5, q. 12, a.l). Responde que no, pues no la ha ganado, según la sentencia del Señor: En verdad os digo que recibieron su recompensa (Mt. 6, 5). Pero, si se enmienda, puede recuperar la gracia de Dios o lucrar una nueva aureola mediante otra predicación; mas la aureola perdida de ningún modo puede recuperarse. En la guerra justa los soldados hacen una gran obra, si tienen recta intención. Son bienaventurados los que mueren por la justicia o por la defensa de la república; y son gloriosos entre los mártires, aunque la Iglesia no celebre su fiesta. Mas si lo hacen por vanidad, como hacen muchos fatuos, por amor a su señor o a las riquezas, es necesario que se anteponga el amor y respeto divino y la verdadera justicia, y deben decir: Hagamos esto por amor y celo de la justicia, y cenaremos en las tiendas de nuestros enemigos después de la victoria, o con Dios en el paraíso, por haber defendido la justicia. Si la intención necia perdura, se pierde todo el bien. De la misma manera, perdonar las injurias y a los enemigos es una gran obra, si se hace por amor de Dios; pero cuando se hace, no por reverencia y amor a Dios, sino por miramiento hacia las personas, se pierde todo el mérito.
15. Si el papa o el rey te pidiera que perdonaras, tú lo harías; y, sin embargo, no lo quieres hacer por Cristo. Y Cristo en el juicio te mostrará sus llagas y te dirá: Esto es lo que yo hice por ti; ¿qué hiciste tú por mí? Si perdonaste por amor de Dios, te dará el paraíso; pero si hubieras perdonado por amor al papa o al rey o a otros, te dirá: Vete y que te den ellos el paraíso, si lo pueden hacer. Si perdonas con intención pura y por el honor de Cristo, el Señor te tomará de la mano, diciendo: Levántate, siervo bueno y fiel (Mt. 25, 21). Estad, pues, alerta para dirigir vuestra intención a Dios en todas las cosas. En todo sea Dios glorificado por Jesucristo, cuya es la gloria y el imperio por los siglos de los siglos (1 Petr. 4, 11).
16. Respecto a la cuarta virtud, que es la dura pasión, se señala en la expresión Bar lona, que tiene un segundo significado, y quiere decir hijo de paloma. En ello se declara su martirio. Cuando los sacerdotes del antiguo Testamento ofrecían a Dios una paloma, la desplumaban, le rompían las alas, le retorcían el cuello y doblaban su cabeza; sacrificio que era muy aceptable a Dios: Es holocausto, ofrenda encendida de suave olor a Yaveh (Lev. 1, 17). Que San Pedro fuera "hijo de paloma" está manifiesto en su martirio, en su paciencia, mediante la cual alcanzó la bienaventuranza: Si padeciereis por la justicia, seréis bienaventurados (1 Petr. 3, 14). Después de predicar en muchas ciudades y villas y después de convertir muchas almas en Antioquía y en otras partes, llegó a Roma, en donde fué preso por predicar contra la orden del emperador Nerón, quien había prohibido predicar la fe de Cristo. Los cristianos, que le querían liberar, le decían: ¡Oh padre!, nosotros os libraremos; huid de aquí. Hizoles caso y huyó. Pero a las puertas de la ciudad le apareció Cristo con la cruz en sus hombros. Pedro, al ver al Señor, le preguntó: Señor, ¿adonde vas? Como si dijera: Yo salgo de la ciudad, ¿y tú entras en ella? Respondió Cristo: Vengo a Roma a ser crucificado de nuevo. Como si dijera: Fui crucificado una vez en Jerusalén y quiero ser crucificado aquí por segunda vez. Quería dar a entender con ello que después de ser crucificado en su propio cuerpo en Jerusalén, quería ser crucificado segunda vez en Roma en la persona de Pedro. Cuando Pedro lo advirtió, volvió a la ciudad y narró a los cristianos cómo se le había aparecido Cristo. Y, por sus propios pies, volvió a la cárcel imperial.
17. Llegaron los ministros y le anunciaron la sentencia de muerte en cruz, sentencia que él aceptó, diciendo a los ministros: Por favor os pido que no me crucifiquéis con la cabeza hacia arriba, como a mi Maestro, sino con la cabeza hacia abajo. Los ministros dijeron: Tendrá mayor tormento; démosle gusto en ello. Puesto en la cruz, no cesaba de predicar a los que le rodeaban.
En esto nos enseña que no debemos dejar la predicación ni por el frío ni por el calor, ni por trabajo, sino que hemos de esforzarnos por la conversión de los almas.
Estando el apóstol en la cruz, Cristo envió un ángel con coronas moradas, y el Señor abrió el libro que llevaba en su mano, en el que pudo leer San Pedro. Después exclamó: Señor mío Jesucristo, gracias te doy porque me has llevado al fin tan deseado. Te encomiendo a estos cristianos, hijos engendrados por el bautismo en el seno de tu esposa la Iglesia. Y entonces entregó su espíritu al Señor, y fué llevado a la gloria por los ángeles.
18. La cruz de Pedro no era como la de Cristo. Me parece que muchos ponen su esperanza en la cruz de Pedro, que a nadie puede salvar, ni siquiera a Pedro, sino en virtud de Cristo: Yo no me gloriaré sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo (Gal. 6, 14). Es más, algunos, de hecho, ponen su esperanza en el signo del diablo, que es un círculo. Pues así como los buenos religiosos invocan a Dios al principio de las horas con el signo de la cruz, éstos hacen un círculo. (Haz prácticamente el gesto defectuoso de aquellos que no se persignan bien al entrar en la iglesia, o en la mesa, o de la mujer cuando acuesta a su hijo.) Y lo mismo los presbíteros, cuando bendicen el agua o el pan; y, lo que es peor, sobre el cuerpo de Cristo, no hacen sino un circulo. Por tanto, signaos así: En el nombre del Padre elevando vuestra mano a la frente; y del Hijo, bajándola hasta la cintura; y del Espíritu Santo, llevándola desde el hombro izquierdo al derecho. Y cuando digáis amén, besad la cruz que forman las manos juntas. Contra esta señal no prevalecerá peligro alguno. Enseñadla a vuestros hijos. De ella canta la profecía: Yo te suscitaré debajo del manzano... Ponme como sello sobre tu corazón; ponme en tu brazo como sello (Cant. 8, 5-6)
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