Vistas de página en total

jueves, 16 de diciembre de 2010

De cómo María, permaneciendo virgen, fue madre, y cómo siendo madre de un hombre, es Madre de Dios.

Razones por las que se atribuye al Espíritu Santo
la concepción de Cristo en el seno de María.

Penetremos en el misterio de la maternidad divina y procuremos tener cabal concepto de lo que creemos. La Iglesia no prohibe estas investigaciones, antes las permite, las aprueba, y aun las alienta, con la condición de que no sean presuntuosas, como si pudiéramos nosotros comprenderlo todo, ni independientes, como si nos fuese lícito rechazar aquello que exceda la capacidad de nuestro entendimiento. El estudio legítimo, aquel del cual los Santos Padres y los maestros de la Teología nos han dado ejemplo y trazados normas, empieza en la fe y en la fe acaba. Fides quaerens intellectum, dice San Anselmo, esto es, la fe trabaja para entender mejor lo que cree, y así creerlo con más perfección en tanto que llega la revelación plena, reservada para la vida venidera.
El dogma de la divina maternidad descansa sobre dos principios: María es Madre de Jesús, real y verdaderamente su Madre; siendo Madre de Jesús, por el caso mismo, es Madre de Dios, porque Jesús, cuya Madre es, no es un hombre divinizado, sino la persona única del Hijo de Dios hecho hombre por nosotros. He aquí lo que creemos, he aquí lo que procuramos declarar, pidiendo luz a los maestros de la Sagrada Teología.
I. —María es verdaderamente la Madre de Jesús.
¿Cuál es en efecto, el oficio propio de todas las madres en ese trabajo maravilloso que da un hombre al mundo y un servidor a Dios? Primeramente, la madre, de su misma substancia viva, prepara el germen cuya fecundación misteriosa y cuya animación, aún más misteriosa, producen un nuevo ser; luego, antes de dar a luz este nuevo ser, lo desarrolla con su acción maternal hasta que él pueda vivir con vida propia y desprenderse del seno que lo calienta, como se desprende el fruto maduro del árbol en que brotó. Esta es, en lo substancial, la función propia de una madre en la obra de la procreación de los seres humanos.
Y ésta fué también la doble parte que tuvo María en la formación del hombre por excelencia, Nuestro Señor Jesucristo. Prueba de esta verdad son las palabras del Arcángel el día de la Anunciación: "He aquí - dijo a María— que tú concebirás en tus entrañas y parirás un hijo que llamarás con el nombre de Jesús." Así dijo, porque el término de la primera influencia maternal es la concepción y el término de la segunda es el nacimiento. Nada hace al caso de que María no produjese ella misma y por propia virtud el alma de su fruto, porque esto tampoco es prerrogativa de las otras madres; basta que con su concurso vital cooperase como las demás a hacer a la materia capaz de recibir el alma hace al caso de que María no produjese ella misma y por propia de Dios, autor de la naturaleza. Nada, ciertamente, tan claro como esta identidad de concurso entre la maternidad de la Virgen y la de las demás mujeres.
Mas aquí la ignorancia o quizá la impiedad nos pueden salir al paso para objetarnos: ¿Cómo os atrevéis a decir que en María se hallan todos los elementos de una verdadera maternidad, cuando, según la fe católica. María concibió virginalmente por la sola operación del Espíritu Santo, con exclusión de otro cualquier agente exterior, por necesario que sea su influjo para la producción de los seres vivientes? Sí, nos atrevemos a decirlo, y podemos probarlo con toda verdad. El que Dios haya querido, para honor de la Madre y para gloria del Hijo, prescindir en esta concepción de todo lo que pudiera empañar la pureza virginal de la misma, no es obstáculo alguno para que María cumpliese perfectamente todas las funciones propias de la madre. Se suprimió, o, digamos mejor, se suplió de una manera sobreeminente por el Espíritu Santo, un oficio; pero no fue el de la Madre, sino el del Padre.
El milagro en la formación de la naturaleza humana de Jesucristo no se ha de buscar del lado de María; lo hay ciertamente, y más deslumbrante que el mismo sol, pero es en la virtud formativa, en esa virtud que no es virtud de hombre, sino virtud del Altísimo, que cubrió con su sombra a María e hizo fecunda su virginidad.
"¿Cómo sucederá lo que me anuncias? —pregunta la más pura de las vírgenes al arcángel—. Porque yo no conozco varón, es decir, yo no tengo ni puedo tener ninguna relación incompatible con mi virginidad." El ángel le respondió: "El Espíritu Santo descenderá sobre Ti y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra" (1).
¿Entendéis el prodigio de esta concepción y cómo María puede llegar a ser madre y verdaderamente madre, por una operación más encumbrada y más santa que cualquiera influencia de un agente creado, por la operación fecundadora del Espíritu Santo? ¿Negaréis, acaso, a Dios el poder de suplir la acción de su criatura y de producir por sí mismo un efecto que en el orden natural de las cosas Él quiere producir por medio del varón?
Conviene advertir en este lugar, para consuelo de los fieles, la analogía maravillosa que hay entre la generación temporal del Hijo de Dios por naturaleza y el nacimiento espiritual de los hijos adoptivos de Dios. Volvamos a leer el Evangelio: "¿Cómo llegaré yo a ser madre de mi Dios; yo, cuya virginidad no conoce varón? El Espíritu Santo descenderá sobre ti", y lo demás que ya sabemos. "¿Cómo un hombre ya viejo podrá volver a nacer?", pregunta también, pero con un corazón menos puro y menos dócil, Nicodemus, el fariseo a quien Jesucristo predica la regeneración espiritual de los hijos de adopción. Y Jesús le responde: "En verdad, en verdad ninguno puede entrar en el reino de Dios si no renace del agua y del Espíritu Santo" (2).
Esta misma idea había expresado ya el Evangelista en el prólogo de su Evangelio, cuando decía del Verbo hecho carne: "A todos aquellos que lo han recibido les dio el poder de ser hechos hijos de Dios; pero hijos que en modo alguno han nacido de la sangre, ni de la voluntad de la carne, ni de la voluntad del hombre, sino de Dios"(3). De manera que en la una y en la otra generación falta la acción del hombre; cedió su puesto a la operación del Divino Espíritu. Ved por qué el Hijo único del Padre es, no sólo por Sí mismo, sino también por su generación temporal, ejemplar y modelo para nosotros que hemos nacido de la gracia.
Aunque el Espíritu Santo sea, juntamente con María, principio del Verbo Encarnado, no se le puede llamar su padre, y la razón, es evidente. Porque, si bien la operación del Espíritu Santo y el influjo paterno tienen un efecto idéntico, es muy diferente la manera de producirlo. El Espíritu Santo no comunica nada de su substancia, y la naturaleza formada por él en el seno virginal de María no es de la misma especie que su propia naturaleza; esto basta para excluir toda idea de paternidad verdadera. Por las mismas causas no se puede decir que María sea, en sentido propio, esposa del Espíritu Santo, aunque se le dé a veces este título, pero en un sentido amplio y por lejana analogía.
Fuera de esta diferencia fundamental entre la acción del Espíritu Santo y la operación del principio exterior en la obra de la generación natural, se da otra que merece ser considerada atentamente. Dejando a un lado ciertas teorías fisiológicas casi univeralmente aceptadas en la Edad Media, no es absolutamente cierto que la creación del alma y su infusión en el cuerpo coincidan de todo punto con la acción fecundadora del principio exterior, pues parece natural que un desarrollo, por lo menos inicial, del organismo preceda a la unión del alma racional con el cuerpo al que el alma va a comunicar el ser y la vida. Mas no fue así en Jesucristo. La virtud formativa del Espíritu Santo es tan eficaz, que con tocar la materia puede hacerla apta para la unión. Luego este cuerpo podrá desarrollarse; los órganos, unos tras de otro, se irán esbozando con el debido orden, siguiendo las leyes normales del crecimiento. Pero en el mismo instante en que el cuerpo de Jesucristo recibió la operación formativa de la virtud del Altísimo, cubriendo a María con su sombra, el alma tomó posesión del cuerpo; desde aquel instante el movimiento y la vida que tiene el cuerpo los recibe del alma.
Esta es la doctrina expresa de los Santos Padres. Oíd a San Juan Damasceno, y oyéndole a él oímos a todos los otros (De fide Orthodox., L. III, c. 2. P.G. XCIV, 985 et seq): "En el punto mismo en que la Santísima Virgen dio su consentimiento, el Espíritu de Dios, conforme a la palabra del Señor de que fue portador el ángel, descendió sobre ella para purificarla (Quiere decir para santificarla de una manera más elevada) y para darle la fuerza necesaria con que recibiera la divinidad del Verbo y engendrar su carne. Entonces la Sabiduría y la Virtud subsistente de Dios Altísimo la cubrió con su sombra (Para San Juan Damasceno, como para muchos Santos Padres: San Atanasio, San Gregorio Niseno, San Cipriano. San Hilario..., la virtud del Altísimo es en este punto la segunda persona de la Trinidad.); en otros términos, el Hijo de Dios, consubstancial al Padre, como una semilla divina, de la purísima y castísima sangre de la Virgen se formó una carne animada por un alma inteligente y racional; no ciertamente conforme al modo ordinario de la procreación humana, non id quidem seminali procreatione, sino guardando el modo propio del Soberano Artífice, esto es, por obra del Espíritu Santo; y esta formación del nuevo cuerpo no se hizo sucesivamente, como si hubiese procedido de la naturaleza, sino en un solo instante, por la omnipotente virtud del Verbo de Dios; y el Verbo, produciendo la carne, se la unió en su propia persona. Es que el Verbo de Dios no tomó una carne preexistente en una hipóstasis creada..., por lo cual en el primer instante de su existencia esta carne fué a la vez carne del Verbo, carne animada, carne participante de la inteligencia y de la razón ("Simul atque caro exstitit, simul Dei Verbi caro, simu! caro animata, rationis particeps et intelligentiae"). Por consiguiente, no adoramos a un hombre simplemente divinizado por gracia, sino a un Dios hecho hombre. Dios mismo, perfecto en su naturaleza, ha venido a ser hombre perfecto en la nuestra... unido como está personalmente, sin confusión, sin mudanza, ni división con la carne que tomó de la Virgen, carne animada por un alma inteligente y racional, carne a la que le ha sido dado el ser, no en sí misma, sino en el Verbo".
Esta es una de las cuestiones que los teólogos escolásticos han tratado con mayor diligencia. Todos unánimemente afirman que en el momento en que María pronunció el fiat que la hizo Madre, en aquel mismo instante el Espíritu Santo formó de su pura y virginal substancia una carne apta para recibir el alma buena ; en aquel mismo instante esta carne vivificada por un alma racional fue unida substancíalmente al Verbo de Dios. Por tanto, no hubo ningún intervalo entre estas tres cosas: la formación del cuerpo de Jesucristo, la unión del mismo cuerpo con el alma en la unidad de una sola naturaleza humana, y la entrada de esta naturaleza en la persona del Verbo hecho carne. Quizá algunos hayan exagerado el espacio de tiempo que, en las concepciones comunes, transcurre entre la primera fecundación del germen y la infusión del alma: acaso también la opinión acerca del grado de organización requerida para que el alma racional se una al cuerpo en formación, sen más incierta y aun más falsa. La cuestión presente no depende de estas teorías f¡siológicas. Lo que los teólogos indicados pretenden enseñar y lo que nosotros hemos do enseñar con ellos, es, ya lo hemos dicho, que en Nuestro Señor la carne sagrada que recibió de su Madre no existió jamás fuera de la unión substancial con el alma y de la unión personal con la divinidad. En lo demás, estos mismos teólogos enseñan también que el cuerpo orgánico de Cristo, unn vez vivificado por el alma, se desarrolló siguiendo las leyes naturales, es decir, en las condiciones que en todas las demás madres influyen en el desarrollo de su fruto.
Si preguntáis las razones por las cuales los teólogos aludidos insisten con tanto tesón en este punto, os darán dos principales, que citamos, tomándolas de Santo Tomás (3 p., q. 33, a. I) : "Ipsa formatio corporis (Christi), in qua principaliter ratio conceptionis consistit, fuit in instanti, duplici ratione : primo quidem, propter virtutem agentis infinitam, scilicet Spiritus Sancti, per quem Corpus Christi est formatum, ut supra dietum est : tanto enini nliquod agens potest citíus materiam disponere, quanto mnjoris virtutis est: unde agens infinitae virtutis potest in instanti materiam disponere ad debítam formam (quae est anima) ; secundo, ex parte personae Filli cujus corpus formabatur ; non enim erat congruum ut Corpus humanum assumeret nisi formatum (anima scilicet rationalí) : si autem ante formationem perfectam aliquod tempus concepionis praecessisset. non posset tota conceptio attribuì Filio Dei, quae non attribuitur ei nisi ratione assumptionis : et ideo in primo instanti quo materia adunata pervenit ad locum generation¡s, finí, perfecto formatum corpus Christi et assumpum ; et per hoc dicitur ipse Filius Dei conceptus ; quod ali ter dici non posset."

II. — Estas explicaciones bastan para demostrar que María es verdadera madre, madre virgen, del hombre; pero no aclaran cómo viniendo a ser madre del hombre vino a ser Madre de Dios; las últimas reflexiones solamente lo han insinuado. La solución de esta cuestión depende enteramente de una verdad que es capital entre todas: este hombre, cuya Madre es la Virgen, este hombre que ella produjo de su substancia bajo la operación omnipotente del Espíritu Santo es personalmente el Hijo Eterno de Dios. ¿Por qué una mujer es madre de tal o cual persona? Porque esa persona ha recibido de ella, por vía de generación, su propia naturaleza, el pertenecer a la estirpe humana; en una palabra, el ser hombre y el ser este hombre.
Ahora bien, el Verbo de Dios, que desde toda la eternidad subsistía como Hijo del Padre, porque de Él había recibido, por vía de generación, la naturaleza divina, se dignó en los tiempos novísimos recibir de la Virgen, y también por vía de generación, su naturaleza humana. ¿Por qué, pues, no ha de ser hijo de la Virgen con el mismo título que es Hijo del Padre, hijo de la Virgen en cuanto hombre. Hijo del Padre en cuanto Dios? Decidnos, Este cuerpo, ¿es el cuerpo de Dios? Esta naturaleza humana, ¿es la humanidad de Dios? Si lo negáis, trastornáis el misterio mismo de la Encarnación, porque tanto valdría como negar que Dios se hizo hombre. Si lo afirmáis, con eso decís que la bienaventurada Virgen es verdaderamente Madre de Dios, pues Dios tiene de ella el cuerpo y la humanidad por los cuales es hombre.
No objetéis, como lo hacía insidiosamente Nestorio, que María no es una diosa que haya concebido y dado a luz la naturaleza divina. Dios Padre tampoco ha concebido o dado a luz la naturaleza humana del Verbo encarnado. Si, pues, la unidad de persona subsistente en la una y en la otra naturaleza basta para que el Padre pueda decir de este hombre: "Este es mi Hijo muy amado en quien he puesto todas mis complacencias" (Matth., III. 17), ¿por qué la misma unidad no permitirá a María decir, a su vez, del Verbo hecho carne en ella: "He aquí a mi hijo; yo lo he engendrado hoy"? (Psalm. II, 7). En ambos casos se da igual razón, pues así María como el Eterno Padre comunican a Jesucristo, por vía de generación, su propia naturaleza: el Padre, la divinidad; María, la humanidad.
Mas no es necesario remontarse tan arriba para resolver la dificultad. Oigamos de nuevo al Ángel de las Escuelas: "Si alguno pretende con Nestorio que la bienaventurada Virgen no tiene derecho a ser llamada Madre de Dios, pretextando que el Verbo de Dios no ha recibido de ella la divinidad, sino únicamente su carne mortal, ése tal ignora manifiestamente el sentido de sus palabras. Una madre puede merecer este título sin que todo lo que constituye a su hijo se derive de la propia substancia de la madre. En efecto, el hombre es un compuesto de alma y cuerpo, y menos es hombre por razón del cuerpo que por razón del alma. Ahora bien, en ningún hombre el alma procede de la madre: prodúcela inmediatamente, por creación, Dios... Por consiguiente, de la misma manera que una mujer es, con toda verdad, madre del hombre que recibió de ella el cuerpo, así la bienaventurada Virgen debe ser llamada Madre de Dios, si el cuerpo de Dios ha sido tomado de su substancia. Ahora bien, un cuerpo es el cuerpo de Dios desde el momento que entra en la unidad de la persona del Hijo de Dios, verdadero Dios como su Padre".
S. Thom.. Competid. Theo!., e. 222. Podría objetarse contra esta respuesta del Doctor Angélico: És verdad que una madre no produce el alma de su hijo y tampoco es ella quien la une al cuerpo, pero no es extraña a esta doble operación, porque a ella toca preparar los materiales del ser futuro, preparación que conforme a la ley de naturaleza y al orden de la Providencia, reclama la infusión del alma, y, por consiguiente, que Dios la cree. Es verdad, y hay que confesarlo, que el oficio maternal de María no exige naturalmente la unión del Verbo con la materia elaborada por María, y por esta razón, esta unión es el milagro de los milagros; pero es falso decir o que María no puede ser Madre de Dios sin llenar estrictamente estas condiciones, o que en ella nada hay que predisponga su fruto para esta incomprensible unión.
Hay primeramente su consentimiento, en forma expresa solicitado por Dios, que se valió del ministerio del arcángel, y en forma expresa dado también por María, cuando pronunció el fiat de la Encarnación, como demostraremos en su lugar. Hay, además, en ella esas virtudes incomparables y esa plenitud de gracia por la que mereció ser escogida entre todas las demás para Madre de Dios. Hay sobre todo, en ella la operación del Espíritu Santo que la hizo virginalmente fecunda, y este es el punto que se ha de considerar con más atención. Es cosa sabida que el oficio de madre, para que sea eficaz, es decir, para que dé a la materia del nuevo ser el grado de formación que reclamo la infusión del alma, es necesario que sea completado por la acción de un principio exterior, por la acción del padre. Pues bien, existe cierta analogía entre esto y lo que aconteció en la concepción del Hijo de Dios hecho hombre. ¿Qué dijo, en efecto, el arcángel Gabriel a María? "El Espíritu Santo vendrá sobre Ti y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra." He aquí el suplemento divino del principio exterior que obra en las concepciones ordinarias. Dios pudo desde aquel momento unir el alma al cuerpo virginalmente producido, pues llenaba las condiciones que reclaman la infusión del alma. Y como este compuesto del alma y cuerpo no es solamente una obra común y ordinaria del hombre, sino también obra del Espírítu fecundador de Dios, fue de altísima conveniencia que fuese recibido, no en una persona humana, sino en la persona misma de Dios. Las palabras del Angel: "Y por esto el Santo que nacerá de Ti será llamado Hijo de Dios: Ideoque et quod nascetur ex te Sanctum, vocabitur Filius Dei: estas palabras, repetimos, expresan esta conclusión : que una fecundación virginal lleva consigo la concepción, no solamente de un hombre, sino de un Hombre de Dios: conclusión difícil de negar cuando han sido bien comprendidas aquellas palabras. Pero nótese bien que no decimos que el término producido sea el mismo Hijo de Dios, porque el Espíritu Santo al producirlo le comunique su propia naturaleza divina; lo que decimos y de lo que nos persuade el texto sagrado es que de una fecundación tan alta se puede inferir la divinidad del fruto. Por el origen mismo del Hijo de la Virgen se advierte que no es una pura criatura como nosotros. Más adelante veremos cómo los Santos Padres afirman unánimemente que un Dios no puedo nacer sino de una virgen; que una virgen no puede dar a luz sino a un Dios. Por consiguiente, el modo mismo de formación del cuerpo de Jesús pedía la unión del Verbo con la materia elaborada por la Santísima Virgen en concierto con el Espíritu Santo. Y dedúcese, por último, que este conjunto de razones basta plenamente para echar por tierra la objeción que ha motivado esta nota.
Y nada importa que este hijo haya existido, y por cierto desde toda la eternidad, antes que aquella mujer a quien llamamos su madre. Esta es también objeción que propuso el impío Nestorio. ¿Es creíble, decía, que un hijo tenga más edad que su madre? Si el hijo tiene una sola naturaleza, ciertamente no es creíble. Mas sí lo es cuando el hijo, preexistiendo como Dios en su naturaleza divina toma, por vía de generación, una segunda naturaleza, la nuestra, de una madre mortal. Siendo anterior a esta madre en cuanto a la naturaleza divina resulta posterior a la misma en cuanto a la naturaleza humana; Verbo desde el principio, antes que todo principio, por su nacimiento eterno; hombre en medio de los años, por nacimiento temporal.
Pero insisten los enemigos de la Virgen María: Para que haya verdadero nacimiento, ¿no es necesario que el hijo reciba de su madre la existencia? ¿Y cómo puede recibir de su madre la existencia aquel que existe antes que ella? Sutilezas vanas son éstas que se desvanecen a la luz de la fe. Nosotros no decimos que Jesucristo recibiese de María su ser de persona, pues enseñamos que es eterno. Lo que nosotros decimos es que recibió de ella su ser de hombre, al recibir de ella y por ella la naturaleza por la que es hombre. En las generaciones puramente humanas hay producción de la naturaleza, y, mediante ella, producción de la persona, porque la persona no existe ni subsiste sino en esta única naturaleza. En la generación temporal del Hijo de Dios, de la cual fue el principio María, hay, como en todas, exceptuada siempre la generación eterna del Verbo, producción de naturaleza; pero esta producción no envuelve la producción de la persona, porque la persona que se apropia esta naturaleza para subsistir en ella es anterior a todos los siglos. ¿Qué aconteció, pues, a esta persona en virtud de la generación materna? Pues que de hoy más subsiste en dos naturalezas: es Dios, como su Padre, por la naturaleza divina; hombre, como nosotros, por su naturaleza humana. Y María, por eso mismo que produjo de su propia substancia esta naturaleza humana, produjo al hombre, o, hablando con más exactitud, produjo la persona, pero solamente en cuanto a esta persona es hombre.
Ahora podemos entender mejor por qué los Santos Padres y los Doctores insisten con tanta energía en esta idea capital: la humanidad formada en el seno de María no existió nunca, ni un solo instante, fuera de la unión personal con el Verbo. Y asimismo entenderemos por qué la misma operación del Espíritu Santo, que formó en María esta carne animada de un alma racional, la unió al formarla al Hijo único de Dios. Suponed que por un instante la carne de Jesucristo no haya sido pertenencia y propiedad del Verbo; María no sería Madre de Dios. La flor que se abrió sobre su tallo no sería flor divina. Hablemos sin metáfora: un hombre, y simplemente un hombre nada más, sería lo que María hubiera concebido: porque la naturaleza humana que comenzara a existir sin pertenecer al Hijo de Dios, participaría de la suerte común de cualquier otra naturaleza producida en el seno de la mujer; tal naturaleza subsistiría en sí misma, y sería, por consiguiente, una persona; pero una persona puramente humana. Ahora bien, esto sería la negación radical de la maternidad divina.
Y aunque supongáis que, transcurrido cierto tiempo, el lapso más pequeño, Dios se tomase aquella naturaleza humana y la hiciese suya y subsistiese en ella desde entonces, desde el momento de tal unión tendríais un Hombre Dios, pero no tendríais una Madre de Dios, porque este Hombre Dios no sería fruto de la concepción virginal de María. Sería formado en su seno; pero no sería Hombre Dios desde su seno, pues, al principio, otra persona, y no divina, habría poseído aquella naturaleza humana.
Y ahora hablen los Santos Padres: "Dios se encarnó no uniendo a sí una carne ya formada..., un alma preexistente. La carne y el alma de Cristo vinieron a la existencia en el momento preciso en que la persona del Hijo de Dios los recibió en su unidad... La carne no fue carne antes de ser la carne del Verbo; desde el mismo instante en que fue animada por el alma racional, fue la carne animada del Verbo Dios, pues no en ella, sino en él, recibió la existencia" (S. Sophronius Hiorosolym., Epist. synod. ad Serg., lecta et approbata in Conc. VI. abb. Conc. (Venet. 1729), VII. 896). Este texto es de San Sofronio de Jerusalén. Las mismas expresiones y quizá más enérgicas leemos en San Juan Damasceno: "No, el Verbo no se unió a una carne que ya existiera por sí misma. Entrando en las entrañas de la Santísima Virgen para habitar en ella, pero sin quedar circunscrito por ellas, formó con la más pura de su sangre esta carne animada de un alma racional, a quien él mismo sirve de hipóstasis. El mismo instante la vio carne, carne del Verbo de Dios, carne animada por un alma inteligente... Y por esto decimos que el hijo de la Virgen Madre no es un hombre divinizado, sino un Dios hecho hombre" (S. Joan. Damac, De Fide Orthodox.. I.. III. c. 2. P. G. XCIV. 985, 988).
"¿Cómo, dice otro de nuestros antiguos Doctores, cómo la humanidad de Cristo podría ser una persona, cuando nunca existió por sí misma y en su propia hipóstasis, ya que recibió el ser y la consistencia en el Verbo de Dios que se la apropió?" (Theodor. Presbyt. Rayth. L. de Incarnat., P. G. XCI. 1493. Este Teodoro era abad del Monasterio de Raihta, localidad de la Arabia,según unos, de Egipto, en los alrededores del mar Rojo, según otros). San Máximo, en uno de sus opúsculos, enuncia la fórmula de nuestra fe acerca del misterio de la Encarnación como sigue: "El Verbo unió consigo, en su persona, una carne tomada de María, carne consubstancial a la nuestra...; una carne que ni un punto había subsistido en sí misma, porque en el Verbo de Dios vino a la existencia" (S. Maxim., Epist. ad Joan. Cubicul. P. G.. XCI. 468). Palabras de energía sin igual, y que hallamos textualmente en San Juan Damasceno (S. Joan. Damasc, 1. c, L. III, с. II, 1024: Cf. Rustic. diacon., Disp. c. Acephal. P.G. LXVII, 1234. 1239).
Con los Padres latinos concuerdan sus hermanos de Oriente; véase, si no, este texto del Papa Juan II, en el que, después de haber enseñado de Cristo que es perfecto en sus dos naturalezas, añade: "Y su carne no existió antes de ser unida al Verbo, sino que recibió en el Verbo mismo el principio de su existencia" ("In ipso Verbo initium ut esset arcepit". Joan. II, ep. ad Avien., apud Petav., De Incarnat. L. IV. е. II). Así lo testifica también este pasaje de una carta del Papa San León: "El Señor no unió a sí ni un alma que haya precedido a la unión, ni una carne que no saliese del cuerpo materno. La naturaleza que tomó de nosotros no era una naturaleza anteriormente creada; pues con un mismo acto la hizo suya y le comunicó el ser" (Dominus... nес animam quae anterior exstitisset, nес carnem quae non materni corporis esset, accepii. Natura quippe nostra non siс asumpta est ut prius creata, sed ut ipsa assumptione crearetur).
Séame permitido citar también la respuesta dada por un ortodoxo a un partidario de Apolinar, en un diálogo que por mucho tiempo se atribuyó a San Atanasio, y que es de grande antigüedad: "Los santos, dice el hereje, han participado del Verbo; el Verbo participa del hombre. ¿Dónde está, pues, la diferencia? Responde el ortodoxo: La diferencia está en que los santos han existido primeramente en sí mismos y después vinieron a ser participantes del Verbo de Dios; pero no ocurrió esto con el hombre concebido en el seno de la Virgen. El Dios Verbo que existía antes que todos los siglos, queriendo hacerse hombre, santificó a la Virgen, y tomando de ella un cuerpo de hombre, lo unió consigo, no después de su existencia anterior, sino en la misma existencia". (Dial. de Trinit., IV inter opera S. Athan., P. G., XXVII, 1257.)
Justiniano, en su profesión de fe, en el Concilio V, segundo de Constantinopla, afirma con gran energía la misma doctrina: "La unidad de la hipóstasis o la persona significa que el Verbo de Dios... no se asoció a un hombre preexistente, sino que él se formó de la Virgen y en el seno de la misma Virgen una carne animada por un alma inteligente, es decir, una naturaleza humana... Y fue en el Verbo en quien esta naturaleza recibió el comienzo de su existencia".
De todo lo que precede se deriva una consecuencia muy digna de notarse. Puesto que las dos naturalezas, la naturaleza divina y la naturaleza humana, pertenecen a la misma persona, la una siendo con ella una misma cosa; la otra, teniendo en ella su primera existencia, no hay, por tanto, en Jesucristo más que un ser personal ("Esse divinae personae pertinet ad utramque naturam". Santo Thom. iv III Sent., D. 6, q. 2, a. 2).
Y como quiera que desde toda la eternidad la persona del Verbo existió antes que la unión de las dos naturalezas, y una persona divina es esencialmente inmutable tanto en su ser como en sus demás perfecciones, dedúcese que ella y no otra nueva persona salida de la unión de las dos naturalezas es la que posee estas dos naturalezas y subsiste en la una y en la otra. Sucede, pues, con la naturaleza humana de Jesucristo algo parecido a lo que acaece con los alimentos cotidianos, que se introducen en la economía de nuestra substancia sin que por esto se desdoble nuestra personalidad.
Según opinión de algunos teólogos, sería necesario imaginar entre la naturaleza humana y la persona del Verbo una gracia creada; gracia de unión, sin la cual, a juicio de los aludidos teólogos, no se concibe cómo Dios esté más en la naturaleza humana que en el alma de los justos. El Ángel de las Escuelas les responde con estas palabras: "Dios está en la humanidad de Cristo diversamente de como está en las demás criaturas, en cuanto que el mismo ser de la persona divina se comunica a la naturaleza humana" (S. Thom., in III Sent., D. 18, q. 3, a. I, ad 8).
Pero —vuelven a objetar aquéllos— cuando el Espíritu Santo desciende a un alma, su venida no puede explicarse sin la producción de un nuevo efecto en el alma. Por consiguiente, para que la persona del Hijo se una a la carne, también es necesario que se produzca en ésta alguna perfección creada; conviene, a saber, la gracia de unión. "Es verdad, replica el Angélico: el Espíritu Santo se da de nuevo, no por razón de un cambio que se obre en el mismo, sino en virtud del cambio que se obra en la criatura por la recepción del don mismo de la gracia. Y por un cambio análogo el Verbo unió a sí la naturaleza humana: cambio que se ha de buscar, no en el Verbo, que es inmutable, sino en la humanidad, a la que el Verbo comunica no ya algún don creado, sino el ser mismo increado de la persona divina" (Ibíd., ad 9).
Resumamos esta hermosa, profunda y general doctrina. El Verbo eterno desciende al seno de la Virgen, atraído por el perfume de sus virtudes. Allí, por la operación de su divino Espíritu, se fabrica de la substancia purísima de María una carne humana, que desde el primer instante es suya; carne que no existió ni existirá jamás fuera de su persona; carne que halla en él su primer ser; carne para la cual es una misma cosa el ser hecha y el ser unida; carne, en fin, cuya unión con el Verbo es su creación, "ut assumptione crearetur". Fue, por consiguiente, concebida en la persona del Verbo y como perteneciente a la persona del Verbo; y, por consecuencia necesaria, sobre el Verbo, sobre el Verbo hecho carne, recae propiamente la concepción, con el mismo título con que recae sobre cualquier hombre concebido de mujer, porque no es a la naturaleza, sino a la persona existente en la naturaleza, a quien corresponde propiamente ser concebida.
Ahora bien, puesto que la Virgen tuvo en esta concepción de la carne de Cristo la misma parte que las otras madres, fuerza es concluir que concibió al Verbo en cuanto a su naturaleza humana, y, que, por derivación lógica, es verdadera Madre de Dios hecho hombre, verdadera Madre de Dios. Ved hasta dónde nos llevan estas dos verdades: ni la existencia de la carne animada del Salvador comenzó fuera del Verbo, ni su concepción se obró sin el concurso materno de María: verdades que la razón natural no puede alcanzar por sí misma, pero de las cuales la palabra divina nos da infalible seguridad.
Si el fin de esta obra lo permitiera, podríamos alargar aún estas consideraciones; pero menester es confesarlo: más allá de los límites que hemos tocado no hallaríamos el acuerdo unánime de los maestros, que hasta aquí nos ha guiado. Y es que la Iglesia, o mejor dicho, Dios por medio de su Iglesia, no ha resuelto claramente con su infalible autoridad los problemas agitados entre los teólogos. De donde procede tal divergencia en las soluciones, que sería prolijo y enojoso examinarlas aquí. Fuera de que ese estudio no interesa directamente a nuestra fe en la divina maternidad. Dejémoslo, pues, a los teólogos y estudiemos una cuestión que está más relacionada con la maternidad virginal de María, según nos la presenta el Santo Evangelio.

III.—La cuestión es la siguiente: ¿Por qué se atribuye especialmente al Espíritu Santo así la concepción milagrosa de la carne de Cristo como la unión de esta misma carne con el Verbo de Dios? "Concebido del Espíritu Santo, nacido del Espíritu Santo: qui conceptus est de Spiritus Sancto, natus est de Spiritu Sancto dicen los Símbolos universalmente. Esto mismo anunció el Ángel a María cuando ésta le preguntó cómo podría concebir sin conocer varón: "El Espíritu Santo descenderá sobre ti y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra."
"Pero, dice San Agustín: ¿No es la Trinidad entera la que hizo esta gran obra? ¿No son todas las obras divinas inseparablemente del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo? Y entonces, ¿por qué atribuir sólo al Espíritu Santo esta obra por excelencia? ¿Acaso porque no se puede atribuir un efecto a una de las tres personas sin concebirlo como procedente de toda la Trinidad? Así es y puede demostrarse con numerosos ejemplos" (S. August., Enchirid, c. 38. P. L. XL, 251.)
Y, sin embargo, el mismo San Agustín y en el mismo libro (Id., ibíd., XL, 252), explica cómo estas atribuciones particulares no se hacen sin razón. Tienen, en efecto, su razón de ser en las analogías y afinidades especiales de la operación común con las propiedades de la persona a quien se hace la atribución (Si la acción de unir el Verbo a nuestra naturaleza es común a las tres personas, la fe nos enseña que la unión es exclusivamente propia de la segunda. Sólo el Hijo de Dios tomó carne en María. San Buenaventura se sirve de una preciosa imagen para derramar alguna luz sobre estos dos misterios. Presenta tres jóvenes ocupadas en engalanar a una novia para la ceremonía nupcial. Mas como una de las tres es la novia, sola ella recibe las galas y al mismo tiempo se engalana. Pues del mismo modo, cuando nuestra humanidad pasó a ser la vestidura de la divinidad, las tres divinas personas concurrieron con una operación común para cubrir al Hijo con esta vestidura; pero sólo el Hijo quedó revestido de ella, entretanto que el Padre y ú Espíritu Santo lo revestían. Cf. Bonav., in III Sent., D. I, a. I. q. 2. ad 2). Cedamos la palabra otra vez al Doctor Angélico. Después de haber declarado cómo la concepción del cuerpo de Nuestro Señor y la unión de este cuerpo con el Verbo proceden de las tres divinas personas por una sola y común operación, propone tres razones principales, las cuales persuaden que debe apropiarse singularmente a la tercera.
"Lo primero, dice, que reclama esta apropiación es la causa de la Encarnación considerada de parte de Dios. El Espíritu Santo, por su propiedad personal, es el amor del Padre y del Hijo. Ahora bien, la Encarnación del Hijo de Dios en el seno purísimo de la Virgen es por excelencia una obra de amor, porque el Salvador mismo ha dicho en su Evangelio: "Tanto amó Dios al mundo, que le dio a su Unigénito" (Joan., III, 16). La segunda razón que pide aquella aprobación es la causa de la Encarnación, considerada de parte de la naturaleza que el Verbo hizo suya. En efecto, sabemos que si la humanidad del Salvador entró en la persona del Verbo no provino esto de méritos de la humanidad, como soñaron ciertos herejes, sino de pura liberalidad y bondad de Dios. ¿Y no es el Espíritu Santo Don substancial de Dios a quien las Escrituras Divinas atribuyen todas las gracias, conforme a la doctrina del Apóstol: Hay gran diversidad de gracias, pero un solo Espíritu? (I Cor., XII, 4). Por último, la tercera razón que pide la dicha apropiación es la Encarnación considerada de parte de su término; porque el término de la Encarnación era hacer del hombre concebido por la Virgen María el Santo por excelencia e Hijo eterno del Padre.
Ahora bien, la tercera persona de la Trinidad, ¿no es el Espíritu Santo, la Santidad hipostática, el Espíritu de santificación? (S. Thom., S p., q. 32. a. 1 ; col. III, D. 4, q. 1, a. 1.).
Vemos, pues, cómo el Doctor Angélico fundamenta la apropiación al Espíritu Santo de una obra esencialmente común a las tres divinas personas, en los tres caracteres personales del Espíritu Santo y en las tres relaciones del misterio de la Encarnación con aquellos tres caracteres.
El opúsculo anónimo acerca de la Humanidad de Cristo, inserto entre las obras de Santo Tomás, añade una cuarta razón, tomada de la naturaleza del Verbo. Es ingeniosa y merece, siquiera por esto, que la traslademos aquí. El teólogo autor del opúsculo nota muy bien cómo "el verbo del hombre, es decir, la palabra interior con la que todo hombre se dice a sí mismo el objeto de su pensamiento, lleva en sí la imagen viviente del Verbo eternamente concebido en el seno del Padre. Por esto dijo San Agustín: Quien pueda comprender lo que es nuestro verbo, antes que se manifieste en los sonidos articulados de la voz y aun antes que la imaginación forme en nosotros la imagen de los sonidos, podrá contemplar cierta imagen del Verbo de quien está escrito: Al principio era el Verbo. Ahora bien, como el verbo humano se incorpora de alguna manera en la voz para revelarse sensiblemente a los hombres, así el verbo de Dios se revistió de nuestra carne para manifestarse al mundo. Pero la voz se forma del soplo (spiritus), del aliento del hombre; fue, pues, necesario que la carne de Cristo fuese formada por el soplo, es decir, por el Espíritu de Cristo" o, por lo menos, que esta formación fuese apropiada al Espíritu Santo (Opusc. De Humanit. Christ., a. 3. Ínter opusc. S. Thom.).
Y aún podría completarse la razón que el Doctor Angélico toma del amor. En el misterio de la Encarnación no sólo es de admirar la inmensa caridad de Dios para con los hombres. Si el Hijo de Dios desciende al seno de María para contraer en él, mediante ella, un matrimonio indisoluble con la naturaleza humana, desciende movido de las virtudes de la divina madre, y sobre todo del amor en que arde hacia Dios su corazón virginal. Y siendo así, como lo es, ¿no es cosa llana atribuir al Amor personal, que es el Amor del Hijo, pues del Hijo procede, una unión fundada de la una y de la otra parte, de parte de Dios y de parte de la naturaleza humana, sobre el amor?.

J.B. Terriens S.J.
LA MADRE DE DIOS...

No hay comentarios: