Algunas nociones preliminares sobre el culto y el culto religioso. — Que la Virgen Santísima tiene derecho al culto de "hiperdulía", ya por la excelencia sobreeminente de su gracia, ya, principalmente, por razón de su divina maternidad.
Ya es tiempo de que hablemos del culto que nosotros, hijos de María, debemos tributar y tributamos en efecto a nuestra Madre. Para poder explicarlo en toda su amplitud habría primero que estudiar lo que es esta Virgen en sí misma, lo que es para nosotros y lo que nosotros somos para Ella, porque de todas estas otras cosas dependen la naturaleza de los honores que Ella merece y el carácter especial de que debe estar revestido su culto.
Unos son los homenajes que el súbdito debe ofrecer a la madre y a la esposa de su propio soberano, y otros los que conviene que rinda a la persona de una reina extranjera. Unos también serán los testimonios de respetuosa deferencia, si no sois más que súbditos, y otros los que debéis, si además de vasallos sois hijos. Por consiguiente, y puesto que la Virgen Santísima nos está unida por tantos títulos que por todos merece nuestra veneración, nuestro amor y nuestra gratitud, es manifiesto y claro que necesitamos, antes de hablar de su culto, considerar esos mismos títulos en conjunto y separadamente.
Unos son los homenajes que el súbdito debe ofrecer a la madre y a la esposa de su propio soberano, y otros los que conviene que rinda a la persona de una reina extranjera. Unos también serán los testimonios de respetuosa deferencia, si no sois más que súbditos, y otros los que debéis, si además de vasallos sois hijos. Por consiguiente, y puesto que la Virgen Santísima nos está unida por tantos títulos que por todos merece nuestra veneración, nuestro amor y nuestra gratitud, es manifiesto y claro que necesitamos, antes de hablar de su culto, considerar esos mismos títulos en conjunto y separadamente.
I. Pero antes de proseguir en esta materia importa explicar, al menos en pocas palabras, la naturaleza del culto y las formas diferentes bajo las cuales se presenta, puesto que por haber comprendido mal y aun ignorado totalmente estas nociones, se han dado ataques contra los honores que se rinden en la Iglesia católica a la Madre de Dios.
Según la teología, el culto o la adoración, tomada en el significado más universal de la palabra, es la reverencia, reventia, que se debe a cualquiera en consideración a su excelencia y a su superior dignidad. Por donde se ve que la idea del culto supone en el que lo recibe no solamente un mérito, una excelencia cualquiera, sino un mérito y una excelencia superior, al menos por algún lado, a la dignidad de la persona que lo rinde. He aquí por qué el séptimo Concilio ecuménico, si creemos a algunos teólogos, definió la adoración con el nombre de "el énfasis del honor".
En efecto, según el rigor de los términos, una cosa es el culto o adoración y otra la simple demostración honorífica. Honrar es demostrar la estimación más o menos grande que se tiene del mérito de una persona; adorarla y darle culto es reconocer en ella una excelencia superior al propio mérito. Toda adoración encierra, pues, un honor, pero todo honor no implica la adoración ni el culto. Se puede honrar a un igual y hasta a un inferior, pero no se le debe ni el respeto ni la reverencia que caracterizan al culto propiamente dicho. "Honraos todos", dice San Pedro (I Petr.. II, 17).
"Adelantaos en honraros unos a otros", escribe a su vez el Apóstol de las Gentes (Rom.. XII, 10).
Y en otro lugar: "Honor y gloria a todo hombre que hace el bien" (Rom., VIII, 10).
La Sagrada Escritura no refiere cómo Asuero, el rey de reyes, honró al judío Mardoqueo, mientras que la Reina Ester lo adoró a él (Esther., VI, 6 sqq.).
Hasta el mismo Dios puede honrar a su criatura, aun cuando todo culto hacia ella le sea manifiestamente imposible: "El que me sirve dijo Cristo, será honrado de mi padre" (Joan., XII, 26).
Por esto no se puede aceptar, sin explicarlo de algún modo, la identificación del culto que debemos a la Virgen Santísima, a los ángeles y a los Santos, con el honor de caridad y de sociedad fraternal que deben prestarse mutuamente los cristianos en su trato ordinario de este mundo. Y esta restricción se comprenderá mejor cuando hayamos definido las diferentes especies de culto. Por consiguiente, siendo el motivo de la adoración la excelencia superior de aquel a quien se dirige, claro es que las distintas especies de adoración responderán a los diversos modos de excelencia que la reclaman. Ahora bien, hay que distinguir ante todo una doble excelencia: la excelencia increada, propia de solo Dios, y la excelencia creada.
A la primera pertenece la adoración en el sentido más elevado de la palabra, es decir, el culto de latría, que sería una impiedad el rendir a otro que no fuese Dios o su Cristo, porque sólo Dios es nuestro primer principio y nuestro último fin. A la segunda pertenece un culto de orden esencialmente inferior, que se diferencia según la naturaleza de la dignidad, que es su motivo u objeto. El culto civil o natural es cuando honramos a las personas por razón de una preeminencia que no pasa de los límites del orden de la naturaleza, como por ejemplo, la cualidad de padres, magistrados y amos; en una palabra, de todos aquellos a quienes en tal orden debemos obediencia y respeto. El culto religioso es cuando la preeminencia que lo motiva es de un orden más elevado que el de la naturaleza, tal como la dignidad de los ministros de Cristo, sacerdotes y Pontífices, o tal como sería la excelencia reconocida de los amigos de Dios y de sus Santos. Ahora bien, en el lenguaje eclesiástico se llama comúnmente culto de dulía el honor que corresponde a este último modo de dignidad sobrenatural.
Aquí precisa hacer algunas advertencias para evitar equívocos. Cuando hablábamos de la adoración, la hemos tomado en la significación más general de este nombre, es decir, en la que ordinariamente le han dado la Sagrada Escritura y los escritores eclesiásticos. Pero en el uso vulgar no se emplea ya este término sino para expresar el culto debido a Dios, singularmente el culto de latría. Por consiguiente, los protestantes, gran número de sus escritores, que acusan a los católicos de idolatría porque enseñan la adoración de la Virgen Santísima y de los Santos, demuestran una ignorancia singular o pretenden embrollar las cosas, siendo así que el término de adoración no tiene en todos los textos el mismo significado.
Otra advertencia es que la excelencia de Dios, primer principio y fin supremo de todas las cosas, está muy por encima de todo género y de toda especie y así el culto divino no puede, por género ni especie alguna, confundirse con el de la criatura. Es único en su orden, como el derecho de Dios a nuestra adoración es incomunicable a cualquier otro que no sea Él. Algunos autores católicos, movidos por esta consideración, han querido reservar la expresión de culto religioso al solo culto de latría, porque la virtud de la religión no tiene más que a Dios por término. "A Dios sólo es debido el culto religioso", dicen ellos. A nuestro parecer, esto es exagerar la nota, y no vemos la razón que nos obligue a no calificar de religioso el honor que rendimos a los Santos del cielo, a los elegidos de Dios. Ni en el lenguaje eclesiástico ni en el comúnmente empleado por los hombres se ha restringido nunca hasta ese punto la acepción de las palabras, y sería imponerse una molestia inútil el querer prohibirse una expresión que no puede provocar peligro alguno de errar.
La tercera advertencia, de más importancia aún, es que el culto encierra dos clases de actos: unos, que proceden de la inteligencia y de la voluntad, constituyen el culto interior; otros, ejercidos por las facultades sensibles y corporales, forman el culto exterior, y de estos dos resulta un solo culto total, del cual es el segundo el cuerpo y el primero el alma, y este culto es propiamente el culto humano (S. Thom., 2-2, a. 84, a. 1 et 2; q. 81, a. 7).
Ahora bien: en este compuesto tienen los actos exteriores una triple relación con las operaciones interiores, es decir, con el principal elemento del culto. Relación de medio a fin, puesto que contribuyen muy eficazmente a desarrollarlas, vivificarlas y alimentarlas. ¿Qué sería el culto católico sin las ceremonias, los cantos y las otras cosas de la Sagrada Liturgia? Relación del efecto a su causa; un culto que no saliese del interior al exterior sería un cuerpo sin alma, el culto de los adoradores de los falsos dioses, o de aquellos judíos de los cuales dijo el Señor: "Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí." Relación, por último, del signo de la cosa significada, porque sucede con todas las prácticas del culto exterior como con el sacrificio y la alabanza: están hechos para traducir sentimientos análogos a los que presentan los sentidos.
Añadamos, como última advertencia, que importan bastante poco para la cuestión presente el buscar en qué actos hay que poner la esencia del culto y qué otros hay que asignar como presupuestos al culto formal, o como ordenados por él. Estas son cuestiones muy sutiles que pueden tener utilidad en un tratado completo sobre la materia, pero que son indiferentes al fin que perseguimos aquí.
Según la teología, el culto o la adoración, tomada en el significado más universal de la palabra, es la reverencia, reventia, que se debe a cualquiera en consideración a su excelencia y a su superior dignidad. Por donde se ve que la idea del culto supone en el que lo recibe no solamente un mérito, una excelencia cualquiera, sino un mérito y una excelencia superior, al menos por algún lado, a la dignidad de la persona que lo rinde. He aquí por qué el séptimo Concilio ecuménico, si creemos a algunos teólogos, definió la adoración con el nombre de "el énfasis del honor".
En efecto, según el rigor de los términos, una cosa es el culto o adoración y otra la simple demostración honorífica. Honrar es demostrar la estimación más o menos grande que se tiene del mérito de una persona; adorarla y darle culto es reconocer en ella una excelencia superior al propio mérito. Toda adoración encierra, pues, un honor, pero todo honor no implica la adoración ni el culto. Se puede honrar a un igual y hasta a un inferior, pero no se le debe ni el respeto ni la reverencia que caracterizan al culto propiamente dicho. "Honraos todos", dice San Pedro (I Petr.. II, 17).
"Adelantaos en honraros unos a otros", escribe a su vez el Apóstol de las Gentes (Rom.. XII, 10).
Y en otro lugar: "Honor y gloria a todo hombre que hace el bien" (Rom., VIII, 10).
La Sagrada Escritura no refiere cómo Asuero, el rey de reyes, honró al judío Mardoqueo, mientras que la Reina Ester lo adoró a él (Esther., VI, 6 sqq.).
Hasta el mismo Dios puede honrar a su criatura, aun cuando todo culto hacia ella le sea manifiestamente imposible: "El que me sirve dijo Cristo, será honrado de mi padre" (Joan., XII, 26).
Por esto no se puede aceptar, sin explicarlo de algún modo, la identificación del culto que debemos a la Virgen Santísima, a los ángeles y a los Santos, con el honor de caridad y de sociedad fraternal que deben prestarse mutuamente los cristianos en su trato ordinario de este mundo. Y esta restricción se comprenderá mejor cuando hayamos definido las diferentes especies de culto. Por consiguiente, siendo el motivo de la adoración la excelencia superior de aquel a quien se dirige, claro es que las distintas especies de adoración responderán a los diversos modos de excelencia que la reclaman. Ahora bien, hay que distinguir ante todo una doble excelencia: la excelencia increada, propia de solo Dios, y la excelencia creada.
A la primera pertenece la adoración en el sentido más elevado de la palabra, es decir, el culto de latría, que sería una impiedad el rendir a otro que no fuese Dios o su Cristo, porque sólo Dios es nuestro primer principio y nuestro último fin. A la segunda pertenece un culto de orden esencialmente inferior, que se diferencia según la naturaleza de la dignidad, que es su motivo u objeto. El culto civil o natural es cuando honramos a las personas por razón de una preeminencia que no pasa de los límites del orden de la naturaleza, como por ejemplo, la cualidad de padres, magistrados y amos; en una palabra, de todos aquellos a quienes en tal orden debemos obediencia y respeto. El culto religioso es cuando la preeminencia que lo motiva es de un orden más elevado que el de la naturaleza, tal como la dignidad de los ministros de Cristo, sacerdotes y Pontífices, o tal como sería la excelencia reconocida de los amigos de Dios y de sus Santos. Ahora bien, en el lenguaje eclesiástico se llama comúnmente culto de dulía el honor que corresponde a este último modo de dignidad sobrenatural.
Aquí precisa hacer algunas advertencias para evitar equívocos. Cuando hablábamos de la adoración, la hemos tomado en la significación más general de este nombre, es decir, en la que ordinariamente le han dado la Sagrada Escritura y los escritores eclesiásticos. Pero en el uso vulgar no se emplea ya este término sino para expresar el culto debido a Dios, singularmente el culto de latría. Por consiguiente, los protestantes, gran número de sus escritores, que acusan a los católicos de idolatría porque enseñan la adoración de la Virgen Santísima y de los Santos, demuestran una ignorancia singular o pretenden embrollar las cosas, siendo así que el término de adoración no tiene en todos los textos el mismo significado.
Otra advertencia es que la excelencia de Dios, primer principio y fin supremo de todas las cosas, está muy por encima de todo género y de toda especie y así el culto divino no puede, por género ni especie alguna, confundirse con el de la criatura. Es único en su orden, como el derecho de Dios a nuestra adoración es incomunicable a cualquier otro que no sea Él. Algunos autores católicos, movidos por esta consideración, han querido reservar la expresión de culto religioso al solo culto de latría, porque la virtud de la religión no tiene más que a Dios por término. "A Dios sólo es debido el culto religioso", dicen ellos. A nuestro parecer, esto es exagerar la nota, y no vemos la razón que nos obligue a no calificar de religioso el honor que rendimos a los Santos del cielo, a los elegidos de Dios. Ni en el lenguaje eclesiástico ni en el comúnmente empleado por los hombres se ha restringido nunca hasta ese punto la acepción de las palabras, y sería imponerse una molestia inútil el querer prohibirse una expresión que no puede provocar peligro alguno de errar.
La tercera advertencia, de más importancia aún, es que el culto encierra dos clases de actos: unos, que proceden de la inteligencia y de la voluntad, constituyen el culto interior; otros, ejercidos por las facultades sensibles y corporales, forman el culto exterior, y de estos dos resulta un solo culto total, del cual es el segundo el cuerpo y el primero el alma, y este culto es propiamente el culto humano (S. Thom., 2-2, a. 84, a. 1 et 2; q. 81, a. 7).
Ahora bien: en este compuesto tienen los actos exteriores una triple relación con las operaciones interiores, es decir, con el principal elemento del culto. Relación de medio a fin, puesto que contribuyen muy eficazmente a desarrollarlas, vivificarlas y alimentarlas. ¿Qué sería el culto católico sin las ceremonias, los cantos y las otras cosas de la Sagrada Liturgia? Relación del efecto a su causa; un culto que no saliese del interior al exterior sería un cuerpo sin alma, el culto de los adoradores de los falsos dioses, o de aquellos judíos de los cuales dijo el Señor: "Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí." Relación, por último, del signo de la cosa significada, porque sucede con todas las prácticas del culto exterior como con el sacrificio y la alabanza: están hechos para traducir sentimientos análogos a los que presentan los sentidos.
Añadamos, como última advertencia, que importan bastante poco para la cuestión presente el buscar en qué actos hay que poner la esencia del culto y qué otros hay que asignar como presupuestos al culto formal, o como ordenados por él. Estas son cuestiones muy sutiles que pueden tener utilidad en un tratado completo sobre la materia, pero que son indiferentes al fin que perseguimos aquí.
II. Asentados estos principios generales, vengamos al culto de la Madre de Dios.
Que debemos rendirle un culto de honor, de respeto y de amor es cosa tan clara que tiene que ser ciego o impío el que lo ponga en duda. En efecto, hay que escoger entre dos extremos: o reconocéis sus privilegios de gracia y de gloria, o rehusáis admitirlos. En la primera hipótesis, sería el colmo de la ceguedad el negarle el homenaje de vuestro culto. ¿Cómo? La naturaleza misma nos enseña que hay que rendir honor, respeto y deferencia a los seres racionales que poseen una excelencia aun del orden natural. Y ¿no veremos que tiene derecho a nuestros homenajes la Madre de Dios, la Reina del mundo, el abismo insondable donde sobreabundan todas las perfecciones de la naturaleza, de la gracia y de la gloria; la más elevada, la más perfecta de las criaturas de Dios, la obra maestra de sus manos; Aquella ante quien toda grandeza, excepto la divina, queda eclipsada? Si la primera hipótesis supone una ceguedad sin ejemplo, la segunda no se puede admitir sin impiedad manifiesta; habla de los que viven y se mueven en la plena luz del cristianismo. ¿No es preciso, en efecto, cerrar voluntariamente los ojos a esta luz para no ver y confesar los títulos que tiene la Virgen Santísima al culto de los ángeles y de los hombres, es decir, de toda criatura, y no sería tal cosa una verdadera impiedad?
Por esto la Iglesia, por la voz y, sobre todo, por el corazón de sus hijos, nunca jamás en el curso de los siglos ha medido el tributo de sus homenajes a la Madre de Dios. Más tarde tendremos ocasión de constatar la existencia de este culto desde las primeras edades del Cristianismo, y lo veremos extenderse en iguales proporciones que el reino de Dios. Lo que tantas veces hemos leído en las obras de los Padres y de los escritores eclesiásticos ya nos dispensa de entrar en un estudio más dilatado.
A los que hacen profesión de no inclinarse, en materia religiosa, sino ante la autoridad de la palabra de Dios y la de la palabra escrita, les diremos: Abrid el Evangelio y leed. Leed la salutación del Angel. Es el Enviado de Dios hablando en nombre de Dios mismo: "Dios te salve, llena de gracia, el Señor es contigo: bendita eres entre todas las mujeres." ¿No es esto darle culto? Culto de honor, culto de alabanza, culto también religioso, puesto que descansa sobre la atestación de una excelencia del orden sobrenatural y divino. Culto inaudito hasta entonces porque los ángeles, aunque ya se habían revelado a los hombres con frecuencia como portadores de los mensajes de Dios y ministros de su misericordia y de su justicia, no se habían jamás abajado delante de ellos para saludarlos. Es la advertencia que hace Santo Tomás en su Exposición de la Salutación angélica. "Hay que considerar que era muy gran cosa en otro tiempo para los hombres el recibir la visita de los ángeles, y un gran honor también el poderles rendir humildes homenajes. Por eso se escribe en alabanza de Abraham, que tuvo ángeles por huéspedes y que les ofreció testimonios de la más humilde deferencia. Pero que un ángel hubiese tratado a un hombre con una reverencia igual a la que tenía costumbre de recibir de él, esto es lo que no se había visto hasta el día en que Gabriel se inclinó respetuosamente ante la Virgen María y le dijo: Ave. Ahora bien, la razón por la cual antiguamente se inclinaba el hombre delante del ángel, y no el ángel delante del hombre, hela aquí: El ángel era superior al hombre bajo tres aspectos principales. Superior, en cuanto a la dignidad, porque el ángel es un puro espíritu, mientras que el hombre es corruptible por su naturaleza... No convenía, pues, que una naturaleza incorruptible y espiritual se abajase ante una criatura como el hombre, sujeta a la corrupción. Superior en cuanto a la intimidad con Dios. El ángel, en efecto, es un familiar de Dios, como asistente a su Trono (Dan., VII, 10). El hombre, por el contrario, era como un extraño para Dioe desterrado de su presencia por causa del pecado (Psalm., LIV, 7). Por consiguiente, también, por esta razón, convenía que el hombre se abajase al ángel. Superior, en fin, en cuanto a los esplendores de la gracia. A los ángeles pertenece la participación más amplia de la luz divina; y por esto se muestran siempre rodeados de luz. En cuanto a los hombres, aunque entrasen en participación de la gracia, era con mucha menos abundancia y alguna obscuridad.
"Por consiguiente, para que los ángeles pudiesen abajarse ante el hombre, para rendirle honor y respeto, era menester que se hablase una criatura que los sobrepujase en las tres cosas dichas, y esta criatura fue la Santísima Virgen. Por lo cual el ángel, al pronunciar el Ave, demostró claramente que reconocía en María esta triple preeminencia sobre la naturaleza angélica. Preeminencia en la plenitud de la gracia: Salve la llena de gracia, le dice. Preeminencia en la familiaridad con Dios: El Señor es contigo; de tal modo contigo, que vas a ser su Madre y, por consiguiente. Reina y Soberana. Preeminencia en pureza porque la Virgen no fué solamente pura en sí misma sino que derramó la pureza en los demás" (S. Thom., Expositio super Salut. Angelic., entre sus opúsculos). Omitimos los comentarios dados por el Santo Doctor a estos tres puntos, porque han sido superabundantemente expuestos en el curso de esta obra. Y esto demuestra lo que teníamos que probar: que el culto de María, antes de ser practicado por los hombres, lo había sido por los espíritus celestiales, y por los más grandes entre ellos, y por orden del mismo Dios, puesto que la embajada de Gabriel había sido dictada por Él.
Leed en el mismo capítulo esta exclamación de Isabel al recibir la visita de María: "Bendita tú entre las mujeres, y bendito el Fruto de tus extrañas. Y ¿de dónde a mí que venga la Madre de mi Señor a visitarme?" ¿No es esto también la expresión de un culto de veneración sin límites? ¿Y quién dirá que este culto es exagerado, pues se rinde por la acción misma del Espíritu Santo?
Leed el Magníficat de Nuestra Señora. El Verbo Encarnado se lo inspira a su Madre; el Espíritu de Dios se lo dicta a su Esposa. Ahora bien: este cántico contiene la causa y la profética aprobación de los homenajes que el género humano debe rendir a María: "Desde este momento, todas las generaciones me llamarán Bienaventurada, porque ha hecho en mí grandes cosas el Todopoderoso."
Seguid leyendo el Evangelio y veréis a Cristo mismo, en la soledad bendita de Nazareth, daros en su persona el perfecto modelo del culto filial de sumisión, de confianza, de ternura y de abandono que la Iglesia reclama para su Reina y su Madre. Esto nos revelan aquellas palabras a la vez tan sencillas, significativas y profundas: "Les estaba sujeto." Seguid leyendo, o mejor dicho, escuchad a la mujer del Evangelio, que exclama arrebatada por las palabras de Jesús: "Bendito el vientre que te llevó y los pechos que te amamantaron." Pero poned cuidado y veréis cómo Cristo mismo, al recoger y comentar esta exclamación, ratifica la alabanza de Isabel a María: "Bienaventurada tú, porque has creído." Leed, en fin, aquella escena, por siempre memorable, en que Jesús nos dice a todos en persona del discípulo amado: He aquí vuestra Madre; pero no una madre a quien debéis la deferencia de un hijo según la naturaleza, sino una Madre en el orden de la gracia, y digna, por consiguiente, de un culto religioso; digna de la veneración más humilde, más profunda y más amorosa.
Apelabais al Evangelio, y esto os responde el Evangelio. Libres sois para no reconocer su voz, pero, sabedlo, no podéis sustraeros al culto de la Madre de Dios sin poneros en oposición abierta con el texto sagrado. No se trata ya de la interpretación; basta leer y comprender; tan clara, apremiante y manifiesta se revela la verdad. Por consiguiente, el culto de María no es de invención puramente humana, puesto que nos ha venido del cielo, ni tampoco data, como pretenden, del cuarto o quinto siglo de nuestra era, puesto que está preconizado en el Evangelio y practicado desde la aurora de la Redención.
No hemos dicho bastante. El culto de la Madre de Dios es tan antiguo como el mundo, y es también la Sagrada Escritura la que lo atestigua. ¿Acaso no fué María presentada a la admiración y a los homenajes del universo cuando fue divinamente preconizada como eterna enemiga del diablo y Madre de Aquel que quebrantaría la cabeza de la serpiente infernal, como la Virgen que debía concebir y dar al mundo al Emmanuel, como la Asociada del Salvador y Redentor de los hombres? Seguramente que no era todavía el culto del Nuevo Testamento con su maravillosa florescencia; pero era el germen y las primicias. ¡Y por medio de cuántas profecías, figuras y símbolos fué conservada en el mundo esta preciosa semilla antes de que se desarrollase bajo el soplo de Dios!
Apenas nos atrevemos aquí a recordar la pobre objeción que nos oponen los adversarios del culto a la Virgen. ¡Sea!, nos dicen; María, en vida, recibió honores. Pero ahora que ha dejado el mundo y que es, por consiguiente, incapaz de recibirlos y de gozar de ellos, ¿qué le importan y qué pueden hacerle nuestros homenajes? Podríase preguntar a éstos si no tienen culto a los difuntos, ellos que celebran con tanta pompa y ruido la memoria de su Lutero y de su Calvino. Pero no apartemos la vista de la Reina del cielo. ¿No sabemos que está viva en la tierra de los vivientes: viviente en todo su ser y con una vida bienaventurada que no se extinguirá jamás, tanto más digna de ser glorificada cuanto que ya no es para Ella tiempo de humillación, sino hora de triunfo? ¿No sabemos también que nada de lo que la concierne se escapa de su vista? ¿Ni nuestras oraciones, ni nuestras alabanzas, ni nuestros gritos de angustia hacia Ella, ni las menores demostraciones de respeto, de veneración y de amor que le tributamos? Sería lo mismo que decir que Cristo, porque ha dejado esta tierra miserable para subir a su Padre, es incapaz de recibir las adoraciones de los hombres y debe ser olvidado por este mundo que salvó. Por consiguiente, nada mejor fundado sobre las Escrituras, sobre la tradición de la Iglesia y sobre la naturaleza misma, iluminada por la fe, que nuestro culto hacia la Madre de Dios.
III. Sin detenernos más en demostrar una verdad tan clara, procuremos poner en plena luz el carácter de este culto, y de paso apartaremos algunas maneras de concebirlo y de expresarlo que podrían desnaturalizar o alterar al menos la verdadera noción de él.
Ante todo, el culto de la Virgen Santísima es un culto de hiperdulía, es decir, un culto esencialmente inferior al que rendimos a Dios, pero supereminentemente superior a la veneración que debemos tener hacia los otros Santos; dos ideas se expresan por esta palabra hiperdulía: culto de dulía, porque la adoración de latría conviene a solo Dios; culto de hiperdulía, porque el grado del culto es proporcionado a la excelencia de las perfecciones sobrenaturales que lo motivan. Ahora bien: no tenemos que probar de nuevo que la Madre de Dios sobrepuja casi infinitamente a todos los otros servidores de Dios, por mucho que la liberalidad divina lo haya elevado en este destierro y en la patria celestial. Recuérdense estas dos propiedades de María, una y otra absolutamente incomparables: la maternidad divina y la plenitud de gracias. Por consiguiente, incomparables deben ser también sus títulos a nuestros homenajes. Acumulad, decíamos con los Santos Padres, grandezas sobre grandezas, privilegios sobre privilegios atravesad todos los grados de gracia y de gloria; subid por cima de los santos, de los confesores, de los apóstoles, de los profetas y de las vírgenes; id más allá de todos los ángeles, de todos los tronos, de todas las virtudes, de las potestades, de los querubines y serafines. Y de todas estas grandezas creadas, de todas estas excelencias y todas estas dignidades componed una sola grandeza, una sola excelencia y una sola dignidad. Y si entonces os creéis que habéis alcanzado la medida de grandeza y de perfección sobrenatural concedida por Cristo a María, no sabéis en verdad lo que es ser Madre de Dios ni llena de gracia. Por consiguiente, recoged todos los homenajes de veneración, de admiración, de alabanza y de amor que merecen los amigos, los siervos y los elegidos de Dios; sería mucho, sin duda, pero no es todavía lo que reclama de vosotros la Madre de Dios, la Hija de Dios, la Esposa de Dios. He aquí por qué este culto es culto de hiperdulía.
Hemos prometido enderezar algunas ideas más o menos inexactas que se relacionan con el culto de la Madre de Dios. Si no nos equivocamos, hay una que se encuentra a veces en algunos libros, escritos por otra parte con ciencia y devoción. Allí parece insinuarse que María no tiene más que un título a nuestro culto: su incomprensible santidad, o, lo que es lo mismo, su unión con Dios por la gracia. Seguramente la maternidad no quedaría fuera de ese culto; pero, ¿por qué? Porque su dignidad de Madre le ha valido a Nuestra Señora gracias correspondientes, gracias extraordinarias cuya medida ha llenado su constante fidelidad a ellas, porque su dignidad de Madre ha realzado el precio de su humilde abajamiento. Por esto, pues, la reverenciamos; esta es la base general de toda elevación sobrenatural: la humildad y la santidad. Elevación prodigiosa en María, porque también fue prodigiosa su humildad y prodigiosa su santidad. Parece, por consiguiente, que el motivo próximo del culto que le damos no es tanto su maternidad como su plenitud de gracia y su plenitud de corespondeencia a la gracia. Repetimos que no queda excluida la maternidad, pero interviene únicamente como origen de favores espirituales que fueron en María, por consecuencia de su libre cooperación, el principio de sus méritos y de sus virtudes, y, en fin, por causa de su inefable unión de gracia con Dios, tiene derecho a homenajes que sobrepujan a todo culto de dulía. He aquí lo que han dicho.
Lo confesamos, y es una verdad muy cierta; aun cuando María no tuviese para merecer nuestra religiosa veneración más que el tesoro casi infinito de sus méritos, de sus virtudes y de su santidad, su culto debería ser, sin embargo, culto de hiperdulía. Pero lo que no podemos conceder es que la maternidad divina no sea directa y próximamente un título, y el primer título, de la Virgen Santísima al culto de los cristianos. Escuchad a los príncipes de la teología razonando sobre esta cuestión. "La hiperdulía, dice el Angel de las Escuelas, es la principal y más excelente especie de dulía, considerada en su significado más amplio, porque la veneración que tiene la primacía entre las demás es debida al hombre por razón de la afinidad que le conviene con relación a Dios" (S. Thom., 2-2, q. 103. a. 4, ad 2). Ahora bien: nadie ignora que, según la doctrina del Santo Doctor, la primera de las afinidades contraídas por el hombre con Dios no es otra que la de madre a hijo, es decir, la maternidad. En otro lugar escribe en el mismo sentido: "Siendo la Virgen Santísima una criatura racional, no se le debe adoración de latría, sino tan sólo la veneración de dulía, con mucha más eminencia, sin embargo, que a las otras criaturas, por ser Madre de Dios, y por esto se dice de su culto que no es una dulía cualquiera, sino una hiperdulía" (S. Thom., 3 p„ q. 26, a. 5).
Estos dos pasajes están tomados de la Suma Teológica.
Nuestro gran Doctor había enseñado ya la misma doctrina en sus Comentarios sobre las Sentencias; véase este párrafo tan explícito: "La Virgen no puede ser adorada con culto de latría; sin embargo, porque es honrada, no sólo por Ella misma (y por sus perfecciones de santidad), sino por causa de su Hijo, es decir, en tanto que es Madre de Dios, por esto mismo, en tanto que pertenece a Cristo, le rendimos culto de hiperdulía" (S. Thom., in Sent.. III D. 9, q. 1, a. 2, sol. 3).
¿Queréis oír a San Buenaventura, el Seráfico amigo del Doctor Angélico? "La Virgen Santísima, dice, es una pura criatura; por esto no se le puede dar el honor del culto de latría. Pero como posee un nombre excelentísimo, tan excelente que no lo hay semejante entre las criaturas, el culto que le conviene no es la simple dulía, sino la hiperdulía. Ahora bien: el nombre de que hablo es el de Virgen Madre de Dios, nombre de una dignidad tan alta que no sólo los viadores, sino también los comprensores; no solamente los hombres, sino también los ángeles, la reverencian de una manera especialísima. Por esto mismo, en efecto, que es Madre de Dios, está singularmente elevada por encima de todas las criaturas, y, por consiguiente, conviene venerarla y honrarla más que a todas. Y este honor es el que los maestros llaman hiperdulía" (S. Bonav., in Sentent., III, D. 9, a. 1, q. 3).
Escuchemos a otro ilustre teólogo de la Escuela exponer la razón primordial del culto que debemos rendir a María. "La tercera razón, dice Suárez, por la cual la Virgen Santísima reclama nuestro culto es su dignidad de Madre de Dios... Porque esta dignidad es distinta de aquella que le confiere la gracia, y aun en cierto sentido de una naturaleza más elevada, como lo demostramos al comenzar esta materia" (de Mysteriis vitae Christi, D. XX, b. 2).
Que debemos rendirle un culto de honor, de respeto y de amor es cosa tan clara que tiene que ser ciego o impío el que lo ponga en duda. En efecto, hay que escoger entre dos extremos: o reconocéis sus privilegios de gracia y de gloria, o rehusáis admitirlos. En la primera hipótesis, sería el colmo de la ceguedad el negarle el homenaje de vuestro culto. ¿Cómo? La naturaleza misma nos enseña que hay que rendir honor, respeto y deferencia a los seres racionales que poseen una excelencia aun del orden natural. Y ¿no veremos que tiene derecho a nuestros homenajes la Madre de Dios, la Reina del mundo, el abismo insondable donde sobreabundan todas las perfecciones de la naturaleza, de la gracia y de la gloria; la más elevada, la más perfecta de las criaturas de Dios, la obra maestra de sus manos; Aquella ante quien toda grandeza, excepto la divina, queda eclipsada? Si la primera hipótesis supone una ceguedad sin ejemplo, la segunda no se puede admitir sin impiedad manifiesta; habla de los que viven y se mueven en la plena luz del cristianismo. ¿No es preciso, en efecto, cerrar voluntariamente los ojos a esta luz para no ver y confesar los títulos que tiene la Virgen Santísima al culto de los ángeles y de los hombres, es decir, de toda criatura, y no sería tal cosa una verdadera impiedad?
Por esto la Iglesia, por la voz y, sobre todo, por el corazón de sus hijos, nunca jamás en el curso de los siglos ha medido el tributo de sus homenajes a la Madre de Dios. Más tarde tendremos ocasión de constatar la existencia de este culto desde las primeras edades del Cristianismo, y lo veremos extenderse en iguales proporciones que el reino de Dios. Lo que tantas veces hemos leído en las obras de los Padres y de los escritores eclesiásticos ya nos dispensa de entrar en un estudio más dilatado.
A los que hacen profesión de no inclinarse, en materia religiosa, sino ante la autoridad de la palabra de Dios y la de la palabra escrita, les diremos: Abrid el Evangelio y leed. Leed la salutación del Angel. Es el Enviado de Dios hablando en nombre de Dios mismo: "Dios te salve, llena de gracia, el Señor es contigo: bendita eres entre todas las mujeres." ¿No es esto darle culto? Culto de honor, culto de alabanza, culto también religioso, puesto que descansa sobre la atestación de una excelencia del orden sobrenatural y divino. Culto inaudito hasta entonces porque los ángeles, aunque ya se habían revelado a los hombres con frecuencia como portadores de los mensajes de Dios y ministros de su misericordia y de su justicia, no se habían jamás abajado delante de ellos para saludarlos. Es la advertencia que hace Santo Tomás en su Exposición de la Salutación angélica. "Hay que considerar que era muy gran cosa en otro tiempo para los hombres el recibir la visita de los ángeles, y un gran honor también el poderles rendir humildes homenajes. Por eso se escribe en alabanza de Abraham, que tuvo ángeles por huéspedes y que les ofreció testimonios de la más humilde deferencia. Pero que un ángel hubiese tratado a un hombre con una reverencia igual a la que tenía costumbre de recibir de él, esto es lo que no se había visto hasta el día en que Gabriel se inclinó respetuosamente ante la Virgen María y le dijo: Ave. Ahora bien, la razón por la cual antiguamente se inclinaba el hombre delante del ángel, y no el ángel delante del hombre, hela aquí: El ángel era superior al hombre bajo tres aspectos principales. Superior, en cuanto a la dignidad, porque el ángel es un puro espíritu, mientras que el hombre es corruptible por su naturaleza... No convenía, pues, que una naturaleza incorruptible y espiritual se abajase ante una criatura como el hombre, sujeta a la corrupción. Superior en cuanto a la intimidad con Dios. El ángel, en efecto, es un familiar de Dios, como asistente a su Trono (Dan., VII, 10). El hombre, por el contrario, era como un extraño para Dioe desterrado de su presencia por causa del pecado (Psalm., LIV, 7). Por consiguiente, también, por esta razón, convenía que el hombre se abajase al ángel. Superior, en fin, en cuanto a los esplendores de la gracia. A los ángeles pertenece la participación más amplia de la luz divina; y por esto se muestran siempre rodeados de luz. En cuanto a los hombres, aunque entrasen en participación de la gracia, era con mucha menos abundancia y alguna obscuridad.
"Por consiguiente, para que los ángeles pudiesen abajarse ante el hombre, para rendirle honor y respeto, era menester que se hablase una criatura que los sobrepujase en las tres cosas dichas, y esta criatura fue la Santísima Virgen. Por lo cual el ángel, al pronunciar el Ave, demostró claramente que reconocía en María esta triple preeminencia sobre la naturaleza angélica. Preeminencia en la plenitud de la gracia: Salve la llena de gracia, le dice. Preeminencia en la familiaridad con Dios: El Señor es contigo; de tal modo contigo, que vas a ser su Madre y, por consiguiente. Reina y Soberana. Preeminencia en pureza porque la Virgen no fué solamente pura en sí misma sino que derramó la pureza en los demás" (S. Thom., Expositio super Salut. Angelic., entre sus opúsculos). Omitimos los comentarios dados por el Santo Doctor a estos tres puntos, porque han sido superabundantemente expuestos en el curso de esta obra. Y esto demuestra lo que teníamos que probar: que el culto de María, antes de ser practicado por los hombres, lo había sido por los espíritus celestiales, y por los más grandes entre ellos, y por orden del mismo Dios, puesto que la embajada de Gabriel había sido dictada por Él.
Leed en el mismo capítulo esta exclamación de Isabel al recibir la visita de María: "Bendita tú entre las mujeres, y bendito el Fruto de tus extrañas. Y ¿de dónde a mí que venga la Madre de mi Señor a visitarme?" ¿No es esto también la expresión de un culto de veneración sin límites? ¿Y quién dirá que este culto es exagerado, pues se rinde por la acción misma del Espíritu Santo?
Leed el Magníficat de Nuestra Señora. El Verbo Encarnado se lo inspira a su Madre; el Espíritu de Dios se lo dicta a su Esposa. Ahora bien: este cántico contiene la causa y la profética aprobación de los homenajes que el género humano debe rendir a María: "Desde este momento, todas las generaciones me llamarán Bienaventurada, porque ha hecho en mí grandes cosas el Todopoderoso."
Seguid leyendo el Evangelio y veréis a Cristo mismo, en la soledad bendita de Nazareth, daros en su persona el perfecto modelo del culto filial de sumisión, de confianza, de ternura y de abandono que la Iglesia reclama para su Reina y su Madre. Esto nos revelan aquellas palabras a la vez tan sencillas, significativas y profundas: "Les estaba sujeto." Seguid leyendo, o mejor dicho, escuchad a la mujer del Evangelio, que exclama arrebatada por las palabras de Jesús: "Bendito el vientre que te llevó y los pechos que te amamantaron." Pero poned cuidado y veréis cómo Cristo mismo, al recoger y comentar esta exclamación, ratifica la alabanza de Isabel a María: "Bienaventurada tú, porque has creído." Leed, en fin, aquella escena, por siempre memorable, en que Jesús nos dice a todos en persona del discípulo amado: He aquí vuestra Madre; pero no una madre a quien debéis la deferencia de un hijo según la naturaleza, sino una Madre en el orden de la gracia, y digna, por consiguiente, de un culto religioso; digna de la veneración más humilde, más profunda y más amorosa.
Apelabais al Evangelio, y esto os responde el Evangelio. Libres sois para no reconocer su voz, pero, sabedlo, no podéis sustraeros al culto de la Madre de Dios sin poneros en oposición abierta con el texto sagrado. No se trata ya de la interpretación; basta leer y comprender; tan clara, apremiante y manifiesta se revela la verdad. Por consiguiente, el culto de María no es de invención puramente humana, puesto que nos ha venido del cielo, ni tampoco data, como pretenden, del cuarto o quinto siglo de nuestra era, puesto que está preconizado en el Evangelio y practicado desde la aurora de la Redención.
No hemos dicho bastante. El culto de la Madre de Dios es tan antiguo como el mundo, y es también la Sagrada Escritura la que lo atestigua. ¿Acaso no fué María presentada a la admiración y a los homenajes del universo cuando fue divinamente preconizada como eterna enemiga del diablo y Madre de Aquel que quebrantaría la cabeza de la serpiente infernal, como la Virgen que debía concebir y dar al mundo al Emmanuel, como la Asociada del Salvador y Redentor de los hombres? Seguramente que no era todavía el culto del Nuevo Testamento con su maravillosa florescencia; pero era el germen y las primicias. ¡Y por medio de cuántas profecías, figuras y símbolos fué conservada en el mundo esta preciosa semilla antes de que se desarrollase bajo el soplo de Dios!
Apenas nos atrevemos aquí a recordar la pobre objeción que nos oponen los adversarios del culto a la Virgen. ¡Sea!, nos dicen; María, en vida, recibió honores. Pero ahora que ha dejado el mundo y que es, por consiguiente, incapaz de recibirlos y de gozar de ellos, ¿qué le importan y qué pueden hacerle nuestros homenajes? Podríase preguntar a éstos si no tienen culto a los difuntos, ellos que celebran con tanta pompa y ruido la memoria de su Lutero y de su Calvino. Pero no apartemos la vista de la Reina del cielo. ¿No sabemos que está viva en la tierra de los vivientes: viviente en todo su ser y con una vida bienaventurada que no se extinguirá jamás, tanto más digna de ser glorificada cuanto que ya no es para Ella tiempo de humillación, sino hora de triunfo? ¿No sabemos también que nada de lo que la concierne se escapa de su vista? ¿Ni nuestras oraciones, ni nuestras alabanzas, ni nuestros gritos de angustia hacia Ella, ni las menores demostraciones de respeto, de veneración y de amor que le tributamos? Sería lo mismo que decir que Cristo, porque ha dejado esta tierra miserable para subir a su Padre, es incapaz de recibir las adoraciones de los hombres y debe ser olvidado por este mundo que salvó. Por consiguiente, nada mejor fundado sobre las Escrituras, sobre la tradición de la Iglesia y sobre la naturaleza misma, iluminada por la fe, que nuestro culto hacia la Madre de Dios.
III. Sin detenernos más en demostrar una verdad tan clara, procuremos poner en plena luz el carácter de este culto, y de paso apartaremos algunas maneras de concebirlo y de expresarlo que podrían desnaturalizar o alterar al menos la verdadera noción de él.
Ante todo, el culto de la Virgen Santísima es un culto de hiperdulía, es decir, un culto esencialmente inferior al que rendimos a Dios, pero supereminentemente superior a la veneración que debemos tener hacia los otros Santos; dos ideas se expresan por esta palabra hiperdulía: culto de dulía, porque la adoración de latría conviene a solo Dios; culto de hiperdulía, porque el grado del culto es proporcionado a la excelencia de las perfecciones sobrenaturales que lo motivan. Ahora bien: no tenemos que probar de nuevo que la Madre de Dios sobrepuja casi infinitamente a todos los otros servidores de Dios, por mucho que la liberalidad divina lo haya elevado en este destierro y en la patria celestial. Recuérdense estas dos propiedades de María, una y otra absolutamente incomparables: la maternidad divina y la plenitud de gracias. Por consiguiente, incomparables deben ser también sus títulos a nuestros homenajes. Acumulad, decíamos con los Santos Padres, grandezas sobre grandezas, privilegios sobre privilegios atravesad todos los grados de gracia y de gloria; subid por cima de los santos, de los confesores, de los apóstoles, de los profetas y de las vírgenes; id más allá de todos los ángeles, de todos los tronos, de todas las virtudes, de las potestades, de los querubines y serafines. Y de todas estas grandezas creadas, de todas estas excelencias y todas estas dignidades componed una sola grandeza, una sola excelencia y una sola dignidad. Y si entonces os creéis que habéis alcanzado la medida de grandeza y de perfección sobrenatural concedida por Cristo a María, no sabéis en verdad lo que es ser Madre de Dios ni llena de gracia. Por consiguiente, recoged todos los homenajes de veneración, de admiración, de alabanza y de amor que merecen los amigos, los siervos y los elegidos de Dios; sería mucho, sin duda, pero no es todavía lo que reclama de vosotros la Madre de Dios, la Hija de Dios, la Esposa de Dios. He aquí por qué este culto es culto de hiperdulía.
Hemos prometido enderezar algunas ideas más o menos inexactas que se relacionan con el culto de la Madre de Dios. Si no nos equivocamos, hay una que se encuentra a veces en algunos libros, escritos por otra parte con ciencia y devoción. Allí parece insinuarse que María no tiene más que un título a nuestro culto: su incomprensible santidad, o, lo que es lo mismo, su unión con Dios por la gracia. Seguramente la maternidad no quedaría fuera de ese culto; pero, ¿por qué? Porque su dignidad de Madre le ha valido a Nuestra Señora gracias correspondientes, gracias extraordinarias cuya medida ha llenado su constante fidelidad a ellas, porque su dignidad de Madre ha realzado el precio de su humilde abajamiento. Por esto, pues, la reverenciamos; esta es la base general de toda elevación sobrenatural: la humildad y la santidad. Elevación prodigiosa en María, porque también fue prodigiosa su humildad y prodigiosa su santidad. Parece, por consiguiente, que el motivo próximo del culto que le damos no es tanto su maternidad como su plenitud de gracia y su plenitud de corespondeencia a la gracia. Repetimos que no queda excluida la maternidad, pero interviene únicamente como origen de favores espirituales que fueron en María, por consecuencia de su libre cooperación, el principio de sus méritos y de sus virtudes, y, en fin, por causa de su inefable unión de gracia con Dios, tiene derecho a homenajes que sobrepujan a todo culto de dulía. He aquí lo que han dicho.
Lo confesamos, y es una verdad muy cierta; aun cuando María no tuviese para merecer nuestra religiosa veneración más que el tesoro casi infinito de sus méritos, de sus virtudes y de su santidad, su culto debería ser, sin embargo, culto de hiperdulía. Pero lo que no podemos conceder es que la maternidad divina no sea directa y próximamente un título, y el primer título, de la Virgen Santísima al culto de los cristianos. Escuchad a los príncipes de la teología razonando sobre esta cuestión. "La hiperdulía, dice el Angel de las Escuelas, es la principal y más excelente especie de dulía, considerada en su significado más amplio, porque la veneración que tiene la primacía entre las demás es debida al hombre por razón de la afinidad que le conviene con relación a Dios" (S. Thom., 2-2, q. 103. a. 4, ad 2). Ahora bien: nadie ignora que, según la doctrina del Santo Doctor, la primera de las afinidades contraídas por el hombre con Dios no es otra que la de madre a hijo, es decir, la maternidad. En otro lugar escribe en el mismo sentido: "Siendo la Virgen Santísima una criatura racional, no se le debe adoración de latría, sino tan sólo la veneración de dulía, con mucha más eminencia, sin embargo, que a las otras criaturas, por ser Madre de Dios, y por esto se dice de su culto que no es una dulía cualquiera, sino una hiperdulía" (S. Thom., 3 p„ q. 26, a. 5).
Estos dos pasajes están tomados de la Suma Teológica.
Nuestro gran Doctor había enseñado ya la misma doctrina en sus Comentarios sobre las Sentencias; véase este párrafo tan explícito: "La Virgen no puede ser adorada con culto de latría; sin embargo, porque es honrada, no sólo por Ella misma (y por sus perfecciones de santidad), sino por causa de su Hijo, es decir, en tanto que es Madre de Dios, por esto mismo, en tanto que pertenece a Cristo, le rendimos culto de hiperdulía" (S. Thom., in Sent.. III D. 9, q. 1, a. 2, sol. 3).
¿Queréis oír a San Buenaventura, el Seráfico amigo del Doctor Angélico? "La Virgen Santísima, dice, es una pura criatura; por esto no se le puede dar el honor del culto de latría. Pero como posee un nombre excelentísimo, tan excelente que no lo hay semejante entre las criaturas, el culto que le conviene no es la simple dulía, sino la hiperdulía. Ahora bien: el nombre de que hablo es el de Virgen Madre de Dios, nombre de una dignidad tan alta que no sólo los viadores, sino también los comprensores; no solamente los hombres, sino también los ángeles, la reverencian de una manera especialísima. Por esto mismo, en efecto, que es Madre de Dios, está singularmente elevada por encima de todas las criaturas, y, por consiguiente, conviene venerarla y honrarla más que a todas. Y este honor es el que los maestros llaman hiperdulía" (S. Bonav., in Sentent., III, D. 9, a. 1, q. 3).
Escuchemos a otro ilustre teólogo de la Escuela exponer la razón primordial del culto que debemos rendir a María. "La tercera razón, dice Suárez, por la cual la Virgen Santísima reclama nuestro culto es su dignidad de Madre de Dios... Porque esta dignidad es distinta de aquella que le confiere la gracia, y aun en cierto sentido de una naturaleza más elevada, como lo demostramos al comenzar esta materia" (de Mysteriis vitae Christi, D. XX, b. 2).
"Además, prosigue en seguida el mismo autor, esta dignidad no es extrínseca a la Virgen Santísima; le pertenece en propiedad; está en Ella, o físicamente, como una relación real con Cristo, o moralmente, como la dignidad real está en el rey; lo que basta para motivar un culto absoluto. Por esto dijo la Virgen de Sí misma en su Cántico: "Porque hizo de Mí grandes cosas el Todopoderoso; porque miró la humildad de su sierva, he aquí que desde ahora me llamarán Bienaventurada todas las naciones." Hay, pues, razón para aplicarle las palabras del Apóstol a los Filipenses: "Ella se humilló a sí misma, y por esto Dios la exaltó y le dió un nombre sobre todo nombre después del de Dios (Philip., II, 8, 9), a saber, el nombre de Madre de Dios, a fin de que ante ese nombre toda rodilla se doble para tributarle un culto a medida de su grandeza, porque, según lo ha proclamado San Juan Damasceno, conviene que la Madre posea lo que es de su Hijo y sea adorada de toda criatura" (S. Joan. Damasc., Orat. 2 de Assumpt. B. V. Deip., n. 1. P. G., CXVI, 721. Es, en cuanto al sentido, el pensamiento del célebre Doctor)
"Palabras que confirman y declaran más a fondo este título de la Virgen a nuestros homenajes. En efecto, la cualidad de Madre de Dios le da un cierto derecho especial y como una especie de soberanía sobre todas las criaturas, y ¿quién ignora que la soberanía reclama de parte de los súbditos honor y respeto para el soberano...? Por consiguiente, este título de Madre y de Soberana es una razón muy suficiente para honrar a María".
Suárez, ibid. ¿Se dirá tal vez que, por lo menos, el título de soberanía no es admisible en esta cuestión ? Nada más cierto, si se tratase de un culto de latría, porque para legitimar este culto hace falta la soberanía suprema, la divina. Este nombre de Reina y Soberana del cielo y de la tierra, tan universalmente proclamado de María, y tantas veces consagrado por la Santa Iglesia misma, no puede ser un título vano. Los ángeles y los elegidos del cielo lo reconocen con su obediencia; y si los hombres viadores en la tierra no deben conformarse con las voluntades que se les intimen de parte de María, sino cuanto estén de acuerdo con la dirección de la autoridad visible, no es ésta una razón para creer que María no es Dueña y Soberana de ellos, de una manera más amplia y eminente (Cf. Suárez, 1. c.).
Más aún: es la razón que sobrepone a las otras. "En efecto, añade Suárez, la dignidad de madre es de todas las prerrogativas de la Virgen Santísima la más excelente, puesto caso que todas las demás están comprendidas en ella o formal o virtualmente" (Es lo que extensamente hemos demostrado en la primera parte, libro III, capítulos 1 y 2).
Por consiguiente, el culto basado sobre esta dignidad sobrepuja a todo otro culto.
Y lo que confirma esto es que la Iglesia honra principalmente a Nuestra Señora a causa de su maternidad; es que preconiza esta razón más que todas las otras y que la pone siempre en primera línea; por consiguiente, es opinión suya que este es, sobre todo, el motivo del culto tributado a María.
Añadid que esta dignidad de Madre, exigiendo la plenitud de gracia y de santidad como una disposición conveniente, y, por así decir, connatural, no podemos honrar a María como Madre de Dios sin honrarla de un modo más eminente, como la santa y la perfecta por excelencia, puesto que estas perfecciones de gracia fluyen de la maternidad divina y se refieren a Ella. Y he aquí por qué este modo de honrar a la Virgen Santísima es, no sólo distinto de todo otro modo, sino que parece también el más propio y el más acomodado a su dignidad.
Ciertamente son grandes las citadas autoridades. Sin embargo, no cierran la puerta a todas objeciones. En efecto, hay que escoger una de estas dos cosas: o consideráis la cualidad de madre exclusivamente o la miráis revestida de los dones de gracia y santidad que la acompañan. En la primera hipótesis, la maternidad no basta para motivar un culto absoluto; en la segunda, es legítimo el culto, pero no es un título diferente de la santidad. A esto respondemos primeramente con Suárez que, según una ley connatural en cierto modo a la dignidad de Madre de Dios, los dones de la gracia, en el orden actual de la naturaleza sobrenatularizada son un resultado necesario de la maternidad divina. Por consiguiente, también, esto basta para que ella sea en sí misma y por sí misma un motivo para honrar a la Virgen Santísima y el primero de todos. Gracias a esta advertencia tenemos resuelta dicha objeción, porque, excluida la hipótesis primera, muestra que en la segunda la maternidad conserva con respecto al culto su carácter de motivo, y, según decíamos hace poco, de motivo fundamental.
Pero, a fin de mostrar la verdad con plena luz, admitamos el caso imposible de una Madre de Dios despojada de todo privilegio de gracia y de gloria. ¿Podría ser aún objeto de un culto de hiperdulía? ¡Sí!, responde Suárez, siempre que tal despojo no la ponga en enemistad de Dios, es decir, siempre que la supongáis en ese estado de pura naturaleza en que la falta de gracia no fuera un elemento de pecado, sino la condición misma de la economía providencial que rigiese en la familia humana. Entonces, en efecto, la cualidad de Madre de Dios reclamaría justamente los homenajes de las criaturas de Dios.
Apuremos la cuestión. Lleguemos a proponer la hipótesis de una Madre de Dios, no ya despojada de la espléndida vestidura de la gracia y de las virtudes sobrenaturales, sino también una madre tan orgullosa y desobediente como humilde y sumisa fué María; una madre rebelde a Dios y en desgracia suya. ¿Sería todavía posible el culto de hiperdulía? Y si no lo fuese, ¿no resultaría la maternidad divina como un motivo incapaz por sí mismo de exigir nuestro culto para Aquella que la posee?
Ya lo hemos dicho, y nuestro amor filial hacia María nos obliga a repetirlo: tal hipótesis es inadmisible, intolerable. ¡No!, jamás podríamos comprender cómo el Hijo de Dios podría sufrir en su Madre, no sólo la ausencia de toda gracia y de toda vida sobrenatural, sino también y sobre todo esa cosa abominable a sus ojos que llamamos pecado. Una Madre de Dios que por su libre consentimiento y por la permisión de su Hijo se convirtiera en enemiga de Dios, en justo objeto de su cólera, sería para nosotros el más incomprensible de los enigmas.
Dejemos, sin embargo, pasar la hipótesis, puesto que, a la postre, ha de llevarnos a apreciar mejor la sobreeminente grandeza de la divina Maternidad. Pero, por respeto a la Virgen Inmaculada, no la mezclemos en persona en este debate; razonemos sobre una Madre de Dios puramente ficticia.
Ahora bien: la hipótesis así desprendida puede presentarse también bajo un doble aspecto. Imaginad primero una Madre de Dios irreparablemente inmovilizada en el mal, como están los réprobos. Incontestablemente, no tendría ya derecho a recibir nuestros homenajes. Totalmente separados de Dios, no pueden los condenados, ni ser objeto de nuestro amor, ni de nuestra veneración y respeto. El título permanecería, en cuanto al fondo, como la naturaleza misma o como el mérito adquirido en otro tiempo; pero sería un título irremediablemente paralizado, neutralizado, mortificado. Si debía tenerse en consideración, sería para aumentar el desprecio y la indignación contra aquella que lo llevase, porque demostraría una espantosa ingratitud y la degradación más criminal. Suponed, por el contrario, un estado de pecado reparable por la penitencia, es decir, el estado de un pecador viador todavía; cierto que tal estado no podría ser conocido sin imponer alguna reserva que disminuiría otro tanto las expresiones de nuestro culto hacia la culpable. Sin embargo, si no podíamos ya honrar a la llena de gracias y amiga de Dios, no podríamos estar exentos de toda obligación de reconocerla con nuestros homenajes por Madre del Señor. ¿Acaso un Pontífice indigno, por sus faltas, de representar a Cristo, de quien es Vicario, ha perdido sus títulos a la veneración de los fieles? ¿Podríamos, bajo pretexto de que su vida no responde a su dignidad, negarle, no digo solamente la obediencia, como sí el derecho de mandar dependiese de la santidad de las costumbres, sino también las demostraciones de honor reclamadas por la tiara?.
Y, sin elevarnos, ¿acaso nos está permitido rehusar toda demostración de reverencia a los padres porque sean infieles a sus deberes para con Dios y estén privados, por consiguiente, de su gracia y amistad?
Por consiguiente, y para concluir, el honor que debemos rendir a la Madre de Dios no radica únicamente sobre su santidad. La santidad puede ser una condición para que su cualidad de madre exija de hecho la veneración que le viene de derecho; pero no es ni el único ni el principal motivo. Según el testimonio de los Santos Padres, María debía ser la pureza y la santidad misma para concebir al Verbo de Dios. Por esto, nos dicen, lo concibió en el espíritu antes de concebirlo en su cuerpo. Prius concepit mente quam ventre... ¿Diremos, por eso, que lo que la ha hecho en realidad Madre de Dios es su inefable santidad y no su concurso físico a la formación de la carne de Cristo? Pero bastante hemos hablado ya de los motivos que legitiman el culto de la Madre de Dios, puesto que de ellos estamos convencidos; la maternidad divina, con todo lo que requiere y encierra en ella está de tal modo sobre toda otra dignidad natural y sobrenatural, de tal modo aparte, que jamás podremos, no ya sobrepujarla, pero ni igualarla siquiera con nuestros homenajes.
"Palabras que confirman y declaran más a fondo este título de la Virgen a nuestros homenajes. En efecto, la cualidad de Madre de Dios le da un cierto derecho especial y como una especie de soberanía sobre todas las criaturas, y ¿quién ignora que la soberanía reclama de parte de los súbditos honor y respeto para el soberano...? Por consiguiente, este título de Madre y de Soberana es una razón muy suficiente para honrar a María".
Suárez, ibid. ¿Se dirá tal vez que, por lo menos, el título de soberanía no es admisible en esta cuestión ? Nada más cierto, si se tratase de un culto de latría, porque para legitimar este culto hace falta la soberanía suprema, la divina. Este nombre de Reina y Soberana del cielo y de la tierra, tan universalmente proclamado de María, y tantas veces consagrado por la Santa Iglesia misma, no puede ser un título vano. Los ángeles y los elegidos del cielo lo reconocen con su obediencia; y si los hombres viadores en la tierra no deben conformarse con las voluntades que se les intimen de parte de María, sino cuanto estén de acuerdo con la dirección de la autoridad visible, no es ésta una razón para creer que María no es Dueña y Soberana de ellos, de una manera más amplia y eminente (Cf. Suárez, 1. c.).
Más aún: es la razón que sobrepone a las otras. "En efecto, añade Suárez, la dignidad de madre es de todas las prerrogativas de la Virgen Santísima la más excelente, puesto caso que todas las demás están comprendidas en ella o formal o virtualmente" (Es lo que extensamente hemos demostrado en la primera parte, libro III, capítulos 1 y 2).
Por consiguiente, el culto basado sobre esta dignidad sobrepuja a todo otro culto.
Y lo que confirma esto es que la Iglesia honra principalmente a Nuestra Señora a causa de su maternidad; es que preconiza esta razón más que todas las otras y que la pone siempre en primera línea; por consiguiente, es opinión suya que este es, sobre todo, el motivo del culto tributado a María.
Añadid que esta dignidad de Madre, exigiendo la plenitud de gracia y de santidad como una disposición conveniente, y, por así decir, connatural, no podemos honrar a María como Madre de Dios sin honrarla de un modo más eminente, como la santa y la perfecta por excelencia, puesto que estas perfecciones de gracia fluyen de la maternidad divina y se refieren a Ella. Y he aquí por qué este modo de honrar a la Virgen Santísima es, no sólo distinto de todo otro modo, sino que parece también el más propio y el más acomodado a su dignidad.
Ciertamente son grandes las citadas autoridades. Sin embargo, no cierran la puerta a todas objeciones. En efecto, hay que escoger una de estas dos cosas: o consideráis la cualidad de madre exclusivamente o la miráis revestida de los dones de gracia y santidad que la acompañan. En la primera hipótesis, la maternidad no basta para motivar un culto absoluto; en la segunda, es legítimo el culto, pero no es un título diferente de la santidad. A esto respondemos primeramente con Suárez que, según una ley connatural en cierto modo a la dignidad de Madre de Dios, los dones de la gracia, en el orden actual de la naturaleza sobrenatularizada son un resultado necesario de la maternidad divina. Por consiguiente, también, esto basta para que ella sea en sí misma y por sí misma un motivo para honrar a la Virgen Santísima y el primero de todos. Gracias a esta advertencia tenemos resuelta dicha objeción, porque, excluida la hipótesis primera, muestra que en la segunda la maternidad conserva con respecto al culto su carácter de motivo, y, según decíamos hace poco, de motivo fundamental.
Pero, a fin de mostrar la verdad con plena luz, admitamos el caso imposible de una Madre de Dios despojada de todo privilegio de gracia y de gloria. ¿Podría ser aún objeto de un culto de hiperdulía? ¡Sí!, responde Suárez, siempre que tal despojo no la ponga en enemistad de Dios, es decir, siempre que la supongáis en ese estado de pura naturaleza en que la falta de gracia no fuera un elemento de pecado, sino la condición misma de la economía providencial que rigiese en la familia humana. Entonces, en efecto, la cualidad de Madre de Dios reclamaría justamente los homenajes de las criaturas de Dios.
Apuremos la cuestión. Lleguemos a proponer la hipótesis de una Madre de Dios, no ya despojada de la espléndida vestidura de la gracia y de las virtudes sobrenaturales, sino también una madre tan orgullosa y desobediente como humilde y sumisa fué María; una madre rebelde a Dios y en desgracia suya. ¿Sería todavía posible el culto de hiperdulía? Y si no lo fuese, ¿no resultaría la maternidad divina como un motivo incapaz por sí mismo de exigir nuestro culto para Aquella que la posee?
Ya lo hemos dicho, y nuestro amor filial hacia María nos obliga a repetirlo: tal hipótesis es inadmisible, intolerable. ¡No!, jamás podríamos comprender cómo el Hijo de Dios podría sufrir en su Madre, no sólo la ausencia de toda gracia y de toda vida sobrenatural, sino también y sobre todo esa cosa abominable a sus ojos que llamamos pecado. Una Madre de Dios que por su libre consentimiento y por la permisión de su Hijo se convirtiera en enemiga de Dios, en justo objeto de su cólera, sería para nosotros el más incomprensible de los enigmas.
Dejemos, sin embargo, pasar la hipótesis, puesto que, a la postre, ha de llevarnos a apreciar mejor la sobreeminente grandeza de la divina Maternidad. Pero, por respeto a la Virgen Inmaculada, no la mezclemos en persona en este debate; razonemos sobre una Madre de Dios puramente ficticia.
Ahora bien: la hipótesis así desprendida puede presentarse también bajo un doble aspecto. Imaginad primero una Madre de Dios irreparablemente inmovilizada en el mal, como están los réprobos. Incontestablemente, no tendría ya derecho a recibir nuestros homenajes. Totalmente separados de Dios, no pueden los condenados, ni ser objeto de nuestro amor, ni de nuestra veneración y respeto. El título permanecería, en cuanto al fondo, como la naturaleza misma o como el mérito adquirido en otro tiempo; pero sería un título irremediablemente paralizado, neutralizado, mortificado. Si debía tenerse en consideración, sería para aumentar el desprecio y la indignación contra aquella que lo llevase, porque demostraría una espantosa ingratitud y la degradación más criminal. Suponed, por el contrario, un estado de pecado reparable por la penitencia, es decir, el estado de un pecador viador todavía; cierto que tal estado no podría ser conocido sin imponer alguna reserva que disminuiría otro tanto las expresiones de nuestro culto hacia la culpable. Sin embargo, si no podíamos ya honrar a la llena de gracias y amiga de Dios, no podríamos estar exentos de toda obligación de reconocerla con nuestros homenajes por Madre del Señor. ¿Acaso un Pontífice indigno, por sus faltas, de representar a Cristo, de quien es Vicario, ha perdido sus títulos a la veneración de los fieles? ¿Podríamos, bajo pretexto de que su vida no responde a su dignidad, negarle, no digo solamente la obediencia, como sí el derecho de mandar dependiese de la santidad de las costumbres, sino también las demostraciones de honor reclamadas por la tiara?.
Y, sin elevarnos, ¿acaso nos está permitido rehusar toda demostración de reverencia a los padres porque sean infieles a sus deberes para con Dios y estén privados, por consiguiente, de su gracia y amistad?
Por consiguiente, y para concluir, el honor que debemos rendir a la Madre de Dios no radica únicamente sobre su santidad. La santidad puede ser una condición para que su cualidad de madre exija de hecho la veneración que le viene de derecho; pero no es ni el único ni el principal motivo. Según el testimonio de los Santos Padres, María debía ser la pureza y la santidad misma para concebir al Verbo de Dios. Por esto, nos dicen, lo concibió en el espíritu antes de concebirlo en su cuerpo. Prius concepit mente quam ventre... ¿Diremos, por eso, que lo que la ha hecho en realidad Madre de Dios es su inefable santidad y no su concurso físico a la formación de la carne de Cristo? Pero bastante hemos hablado ya de los motivos que legitiman el culto de la Madre de Dios, puesto que de ellos estamos convencidos; la maternidad divina, con todo lo que requiere y encierra en ella está de tal modo sobre toda otra dignidad natural y sobrenatural, de tal modo aparte, que jamás podremos, no ya sobrepujarla, pero ni igualarla siquiera con nuestros homenajes.
J. B. Terrien S.J.
LA MADRE DE DIOS Y MADRE DE LOS HOMBRES
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