TRATADO I.- Visión general
PARTE II: La misa en sus aspectos principales
6. Diversas formas en la participación del pueblo
6. Diversas formas en la participación del pueblo
Precisando el objetivo
Gracias a la explicación de las distintas partes de la Misa, que muchas veces no se entienden sino recurriendo a una explicación genética, se ha generalizado bastante el conocimiento de aquella forma del culto divino en la antigüedad cristiana, que juntaba en torno al altar a toda la comunidad cristiana para ofrecer juntamente con el sacerdote el sacrificio y alternaba con él en las oraciones y cantos.
Capitulos anteriores nos han dado noticia de las altas y bajas en el aprecio de la participación del pueblo en el sacrificio de la Misa y de su repercusión sobre la evolución del sacrificio eucarístico en determinados periodos de su historia. Otros muchos pormenores irán apareciendo al tratar sucesivamente de cada una de las partes de la liturgia de la misa.
Tratemos únicamente en el presente capítulo de resumir las características más importantes de la participación del pueblo en la liturgia, redondeándolos con algunos datos y consideraciones de tipo general para sacar de las vicisitudes de su historia algunas conclusiones y principios aplicables a todos los tiempos.
Tratemos únicamente en el presente capítulo de resumir las características más importantes de la participación del pueblo en la liturgia, redondeándolos con algunos datos y consideraciones de tipo general para sacar de las vicisitudes de su historia algunas conclusiones y principios aplicables a todos los tiempos.
Límites entre la iglesia y el mundo
291. Condición fundamental para que surjan de la celebración eucaristica formas más intensas de participación es que los reunidos se sientan realmente una comunidad penetrada de una misma fe y amor. Tal conciencia comunitaria palpita visiblemente en los siglos de la antigüedad cristiana.
Se adivina este sentimiento de que formaban una comunidad en la ceremonia externa de la despedida de los catecúmenos al principio del sacrificio eucarístico. Aquella separación en dos clases mantenía siempre viva en los cristianos la conciencia de su dignidad como miembros primarios de la comunidad. Ya analizaremos luego las distintas formas de despedida de los catecúmenos. Hasta muy entrada la Edad Media se mantuvo este rito, mandando salir a los niños durante la cuaresma, o sea en las semanas de preparación para el bautismo, (Todavia Durando (VI, 56, 11) habla de esta despedida. En algunas iglesias se guardaban las costumbres de la despedida de los catecúmenos aun en tiempos posteriores. Eisenhofer, II, 255) y hasta los umbrales de la Edad Moderna y más tarde aún se podía leer dicha costumbre cuando el miércoles de ceniza se expulsaba a aquellos que como penitentes públicos no eran dignos de participar en el culto divino de la comunidad. Tal exclusión se aplicaba también con todo rigor, durante toda la Edad Media, con relación a los excomulgados. Fuera de estos casos, no frecuentes, la Edad Media desconoció la categoría de hombres excluidos de la Iglesia. Al suprimir en la construcción de las iglesias el atrio y las otras partes que se interponían entre la calle y la nave, como si invitara el porral con sus puertas abiertas de par en par a toda la vecindad a que entrara en el sagrado recinto, se reconoció por modo explícito que había desaparecido toda preocupación de mantener alejadas a ciertas clases de gente o de expulsarlas una vez entradas. Todos los ciudadanos eran cristianos, y como tales, hijos de la casa.
Se adivina este sentimiento de que formaban una comunidad en la ceremonia externa de la despedida de los catecúmenos al principio del sacrificio eucarístico. Aquella separación en dos clases mantenía siempre viva en los cristianos la conciencia de su dignidad como miembros primarios de la comunidad. Ya analizaremos luego las distintas formas de despedida de los catecúmenos. Hasta muy entrada la Edad Media se mantuvo este rito, mandando salir a los niños durante la cuaresma, o sea en las semanas de preparación para el bautismo, (Todavia Durando (VI, 56, 11) habla de esta despedida. En algunas iglesias se guardaban las costumbres de la despedida de los catecúmenos aun en tiempos posteriores. Eisenhofer, II, 255) y hasta los umbrales de la Edad Moderna y más tarde aún se podía leer dicha costumbre cuando el miércoles de ceniza se expulsaba a aquellos que como penitentes públicos no eran dignos de participar en el culto divino de la comunidad. Tal exclusión se aplicaba también con todo rigor, durante toda la Edad Media, con relación a los excomulgados. Fuera de estos casos, no frecuentes, la Edad Media desconoció la categoría de hombres excluidos de la Iglesia. Al suprimir en la construcción de las iglesias el atrio y las otras partes que se interponían entre la calle y la nave, como si invitara el porral con sus puertas abiertas de par en par a toda la vecindad a que entrara en el sagrado recinto, se reconoció por modo explícito que había desaparecido toda preocupación de mantener alejadas a ciertas clases de gente o de expulsarlas una vez entradas. Todos los ciudadanos eran cristianos, y como tales, hijos de la casa.
Por qué se suprimió la antigua disciplina
Esta generosidad con que las puertas de la casa de Dios estaban abiertas a todos, imposibilitaba mantener rigores anteriores, lo que hizo que en la Edad Media cambiara radicalmente la situación. Durante decenios, grandes sectores de la cristiandad estuvieron indecisos entre la disciplina de la antigua Iglesia y la nueva doctrina. En la esperanza de que volverían algún día de su pecado, no se les podía prohibir la entrada en la casa del padre. Por otra parte, resultaba impracticable el propósito del concilio de Trento de prohibir la entrada en la iglesia a los pecadores públicos (usureros, rameras, amancebados) o expulsarlos después del evangelio. Así, una vez desaparecido en nuestro culto todo límite entre la Iglesia y el mundo, pudiendo incluso los judíos y paganos llegar hasta el altar y permanecer entre los fieles aun en el momento más intimo de la consagración, resultó un estado de cosas que, aun prescindiendo de la ley del arcano, hubiera sido increíble en la antigüedad cristiana. No es fácil se altere este estado de cosas mientras los fieles no pasen de ser mudos e inactivos espectadores de una representación sagrada, y seria superado entonces solamente cuando asumieran otra vez un papel más activo.
Orden de entrada y salida
292. Un modo de producirse comunitariamente habrá que verlo en el mantener un orden fijo de entrada y salida: sus miembros se presentan a tiempo y nadie se ausenta antes de cerrarse la reunión. Es curioso el rigor contra los que llegaban tarde, que muestra en el siglo V el Testamentum Domini sirio: en él se manda a los diáconos tener cerradas las puertas mientras se celebra la misa. Si algunos llegan tarde y llaman a la puerta, no se les abra, debiéndose rezar una oración especial por ellos para que Dios les dé otra vez diligencia y caridad. En todas las liturgias encontramos al final una ceremonia especial de despedida. Desde luego se daba con frecuencia el caso de que algunos, aun de los que habían comulgado, no esperaban hasta esta ceremonia, y pronto se impuso el establecer un orden especial para los que no comulgaban, que hacia fines de la antigüedad resultaba ser la mayoría.
¿Cuándo se pueden retirar los fieles?
Según veremos más tarde con todo detenimiento, en Roma y en la Galia fué costumbre dejarles salir antes de distribuir la comunión. Y esto no se consideraba como un abuso que había que tolerar, sino como un uso legitimo, que encontró su expresión en las ceremonias de la liturgia; por ejemplo, en Roma, leyendo los anuncios para la semana siguiente en este lugar antes de la comunión y en la Galia, impartiéndoles después del Pater noster una bendición solemne. Aun así, se hizo necesario aconsejar a los fieles que esperasen siquiera hasta el fin de esta bendición, pues ya en el siglo VI había muchos que creían haber cumplido con la obligación de la misa oyendo solamente las lecciones (San
Cesáreo, Serm., 73, 2.
La misma queja se repite en el siglo XIII. Otro abuso, que
más bien se debe a una participación en la misa por devoción
particular, condena Valafrido Estrabón (De exord. et increm., c. 22: PL
114, 948 B): saepe in illis transeunter offerunt missis, ad quas
persistere nolunt; es decir, se van después de la entrega de las
ofrendas. Otro abuso encontramos en la baja Edad Media muy
característico de la piedad popular, y que consiste en entrar a la
iglesia solamente para ver alzar las sagradas formas) Cesáreo de Arles inculcaba a sus oyentes que el mínimo de cumplimiento de sus deberes como cristianos consistía en la asistencia a la consagración, la oración dominical y la bendición (En la Vita C. 2: PL 67, 1010 c, se dice de él que con frecuencia mandó cerrar la iglesia después del evangelio). La reforma carolingia consideró como parte final de la misa, y antes de la cual nadie podía retirarse, la bendición. No se referia, sin embargo, a la bendición del rito galicano, sino a la de la liturgia romana, introducida por entonces, y es la que cae al final de la misa después de la comunión. Esta nueva interpretación se debió probablemente a que entonces habia llegado a ser muy poco frecuente la comunión de los fieles. En consecuencia, Amalario, a la pregunta frecuente del vulgus indoctum a cuánto obligaba la asistencia a la misa, dió la siguiente contestación: a partir del ofertorio hasta el Ite, missa est, pues en este tiempo es cuando se daba el sacrificio. La teología moral añadió posteriormente también la antemisa, cuando ya tenia otra modalidad litúrgica y otra significación distinta de la de su origen (Es
notable que los moralistas actuales declaren que sólo el evangelio final
ya no pertenece ad integritatem missae (H. Noldin A Schmitt Summa
theol. mor., II, ed. 20 [Innsbruck 19301 245). Tal opinión corresponde
al siglo XVI, cuando el evangelio final aun no iba unido de modo
definitivo a la misa; cf. II, 656. Por lo demas,
moralistas del siglo XVII incluyeron el último evangelio entre las
partes de la misa a que necesariamente habia de asistir; cf. De Lugo, De Eucharistia, 22, 1 (Disput. schol et mor., ed. Fournais,
IV. 349). No se volvió a fijar más precisamente este carácter en colección alguna oficial de decretos eclesiásticos de la Edad Media ni de tiempos posteriores (Cod. Iur. Can., can. 1248. El Decretum Gratiant, III, 1, 63ss (Friedberg. 1311s.) apenas contiene más que la norma general formulada
por los sínodos del siglo VI, de oír misa entera).
Las aclamaciones
293. Por lo que se refiere al desarrollo mismo de la celebración litúrgica, la participación activa del pueblo se manifestaba principalmente por el hecho de no contentarse con oír en silencio las oraciones del sacerdote, sino que las subrayaba por medio de aclamaciones. Es evidente que la Iglesia habia copiado esta costumbre de la sinagoga, como se deprende de la forma gramatical de algunas de estas aclamaciones: Et cum spiritu tuo y Amen. Por observaciones incidentales de los Santos Padres sacamos que el pueblo pronunciaba realmente estas contestaciones. San Justino da fe de ello y San Jerónimo escribió en una ocasión que el Amen resonaba como un trueno celestial en las basílicas romanas. También San Agustín se refiere con frecuencia en sus escritos a las aclamaciones del pueblo.
El problema está ahora en ver cuánto tiempo duró esta costumbre en la Edad Media. Cesáreo de Arlés la supone todavía Parece que se daba también en la liturgia galicana de los siglos VI y VIII; y aun en la liturgia romana de principios de la Edad Media, a pesar de haberse solemnizado ya mucho por la introducción de la Schola y el aumento considerable de los clérigos se sigue hablando de las aclamaciones del pueblo.
Esto se nota perfectamente en el ordinario de la misa de Juan Archicantor, que, cada vez que se trata de una contestación, usa frases como las siguientes: respondent omnes, respondentibus omnibus (Silva-Tarouca, 197-201). La misma observación se hace ambién en el Ordo de S. Amand con ocasión del Deo gratias después de los anuncios (Duchesne, Origines, 482). El que el Ordo Romanus I no mencione al pueblo, no prueba nada en contra; véase Nickl, llss. Los manuscritos de los sacramentos por regla general no dicen quién ha de contestar las contestaciones solamente se señalan con la «R»). Una excepción hace el Gregoriano, que se encuentra en el cód. Pad. 47 Cs. IX), y que por su contenido pertenece al siglo VII. En las contestaciones pone repetidas veces: Respondeat populus (Mohlberg-Baumstark, nn. 874 889s 893) Más adelante vuelven con frecuencia tales rúbricas, que no siempre hay que tomarlas al pie de la letra
El problema está ahora en ver cuánto tiempo duró esta costumbre en la Edad Media. Cesáreo de Arlés la supone todavía Parece que se daba también en la liturgia galicana de los siglos VI y VIII; y aun en la liturgia romana de principios de la Edad Media, a pesar de haberse solemnizado ya mucho por la introducción de la Schola y el aumento considerable de los clérigos se sigue hablando de las aclamaciones del pueblo.
Esto se nota perfectamente en el ordinario de la misa de Juan Archicantor, que, cada vez que se trata de una contestación, usa frases como las siguientes: respondent omnes, respondentibus omnibus (Silva-Tarouca, 197-201). La misma observación se hace ambién en el Ordo de S. Amand con ocasión del Deo gratias después de los anuncios (Duchesne, Origines, 482). El que el Ordo Romanus I no mencione al pueblo, no prueba nada en contra; véase Nickl, llss. Los manuscritos de los sacramentos por regla general no dicen quién ha de contestar las contestaciones solamente se señalan con la «R»). Una excepción hace el Gregoriano, que se encuentra en el cód. Pad. 47 Cs. IX), y que por su contenido pertenece al siglo VII. En las contestaciones pone repetidas veces: Respondeat populus (Mohlberg-Baumstark, nn. 874 889s 893) Más adelante vuelven con frecuencia tales rúbricas, que no siempre hay que tomarlas al pie de la letra
Desaparecen pese al esfuerzo de la reforma carolingia
Parece que la reforma carolingia insistió con especial empeño en el mantenimiento de esta costumbre. En la Admonitio generalis de Carlomagno del año 789 se exige la participación del pueblo (MGH, I, 59): El pueblo debe cantar el Gloria Patri y el Sanctus. Cf. Rodolfo de Bourges (+ 866), Capitulare, c. 10: PL 119, 708). Amalario exhorta a los que no entienden la lectura latina del evangelio a que por lo menos digan con los demás el Gloria tibi, Domine (De eccl. off., III, 18: PL 105, 1125s. Respecto al diálogo antes del prefacio, cf. 1. c. III, 19 : pl 105, 1128 A 1131s). Otros autores carolingios hablan de intervenciones del pueblo como de una cosa natural (La Expositio «Primum in ordine» observa de paso que al Dominus vobiscum
antes del prefacio y lo mismo al Pax Domini contestan et clerus et
plebs (PL 138, 1175 B 1185 B). Rabano Mauro (De inst. cleric., I, 33: PL
107, 323) enseña al sacerdote antes de la oracion: populum salutans
pacis responsum ab illo accipiat Amen hebraeum est, quod ad omnem
sacerdotis orationem seu benedictionem respondet populus fidelium.
También Remigio de Auxerre (Expositio; PL 101. 1252s) menciona
expresamente la contestación y el Amen del pueblo y, además, sus
respuestas en el diálogo antes del prefacio). Burcardo de Worms (+ 1025) menciona en su Poenitentiale la omisión de las aclamaciones entre los ejemplos de comportamiento indebido en la iglesia. Más tarde se alude a estas aclamaciones como un ideal a que ya no se llega (Bernoldo, Micrologus, c. 2 7: PL 151, 979 981s. Con sus palabras exige
todavía Radulfo de Rivo (+ 1403) (De canonum observ. prop., 23 [Mohlberg
II, 139] a todos los presentes fomnes adstantes) el Amen como signum
conjirmationis. incluso en el Ordo missae de Burcardo de Estrasburgo
(1502), que se refiere, ante todo, a la missa lecta, se exige a los
interessentes que contesten juntamente con el avudante también en las
oraciones ante las gradas y el Suscipiat (Legc, Tracts, 135ss 152). En
Italia parece que el pueblo dió entonces efectivamente estas
contestaciones; véanse los ejemplos en Ellard, The Mass of the future,
103. El misal de Pío V no contiene acerca de las contestaciones
disposiciones tan claras. Cf. Kramp, Messgebrciuche der Gldubigen in der
Neuzeit: StZ (126. II) 209 nota 2). Con todo, esta costumbre ha ido cayendo en olvido de tal manera, que en nuestro siglo se imponía salir por los fueros del pueblo a intervenir en la misa con tales aclamaciones 25.
A. Barin defiende la tesis de que en la missa lecta la Iglesia ha confiado las contestaciones exclusivamente al ayudante; por lo tanto, la intervención del pueblo es contra el can. 818. Contra esta opinión se dirigen los trabajos de Hanssens y Saponaro, mencionados en 285 y 285.
A. Barin defiende la tesis de que en la missa lecta la Iglesia ha confiado las contestaciones exclusivamente al ayudante; por lo tanto, la intervención del pueblo es contra el can. 818. Contra esta opinión se dirigen los trabajos de Hanssens y Saponaro, mencionados en 285 y 285.
El ordinario de los cantos
294. Además de este dialogismo corto, existió ya desde los tiempos más remotos un número cada vez más crecido de textos poéticos con carácter de himnos que solían recitarse o cantarse por el pueblo. El más venerable entre ellos es el Sanctus con el Benedictus, cuyo uso como canto popularse mantuvo durante más tiempo que otros. La misma edad cuentan los versículos responsoriales que se cantaban en forma de estribillos después de cada verso de salmo entre las lecciones (En
otras liturgias se usaban cantos responsoriales sobre todo en la
comunión. Entre las disposiciones para la comunión, se dice en los
Cánones Basilii. can. 97 (Riedel, 275): «La comunidad debe contestar
vigorosamente después de los salmos»). Sin embargo, por la variedad de sus textos, pronto pasaron en la liturgia romana a la Schola. Los Kiries, que al principio de la misa solían cantarse como contestaciones a cada una de las invocaciones de la letanía, presentaban características parecidas al canto alternado de los salmos, aunque datan de tiempos más recientes, cuando los salmos ya se cantaban de otra forma, o sea entre dos coros que dialogaban alternando (canto antifonal). Más tarde se añadió el Agnus Dei. Es muy probable que el Gloria jamás lo rezase el pueblo, puesto que, cuando se generalizó, el clero asistente había asumido ya en gran parte las funciones del pueblo. Lo mismo hay que decir del Credo, que, prescindiendo del rito mozárabe, se usaba en los países germánicos con anterioridad a los latinos. Las vicisitudes sufridas por estos cantos nos ocuparán más adelante, al tratar en particular de las diversas partes de la misa. Todos juntos, prescindiendo del estribillo de los cantos entre las lecciones, forman la teoría del llamado ordinario de los cantos de la misa, que, junto con las antiguas aclamaciones del pueblo, han pasado a las atribuciones del coro de los clérigos y, finalmente, al coro de seglares.
Al paso que por haberse señalado las contestaciones del pueblo a los clérigos no ha quedado en éste casi ningún vestigio, cuando más tarde las atribuciones del clero pasan al coro de cantores seglares se mantuvo la prescripción de que los clérigos debían pronunciar a media voz estas contestaciones mientras se cantaban. Esta prescripción fué renovada por un decreto de la Sagrada Congregación de Ritos del 22 de julio de 1892 (Decreta auth. SRC, numero 3786). Cf. Caeremoniale episc. II, 8 36 39 52. Caso parecido tenemos en el Ordo Rom. XIV (PL 78, 1175s) en las normas para el cardenal que asiste a la misa de su capellán mientras se ejecutan los cantos. El cardenal con su séquito debe recitarlos sine cantu, sine nota.
Al paso que por haberse señalado las contestaciones del pueblo a los clérigos no ha quedado en éste casi ningún vestigio, cuando más tarde las atribuciones del clero pasan al coro de cantores seglares se mantuvo la prescripción de que los clérigos debían pronunciar a media voz estas contestaciones mientras se cantaban. Esta prescripción fué renovada por un decreto de la Sagrada Congregación de Ritos del 22 de julio de 1892 (Decreta auth. SRC, numero 3786). Cf. Caeremoniale episc. II, 8 36 39 52. Caso parecido tenemos en el Ordo Rom. XIV (PL 78, 1175s) en las normas para el cardenal que asiste a la misa de su capellán mientras se ejecutan los cantos. El cardenal con su séquito debe recitarlos sine cantu, sine nota.
Acciones exteriores
A las palabras con las cuales se expresaba la participación del pueblo debían corresponder también acciones. La participación por antonomasia, por medio de la comunión, vino a limitarse, después de un florecimiento en los primeros siglos, a contadas ocasiones del año litúrgico. A esta participación, pasiva más bien y receptora, se añade otra más activa, que consiste en dar. Tal es la significación dinámica de la procesión que marcha a entregar las ofrendas, rito que viene desde fines de la antigüedad cristiana y sobrevive más de mil años. Como ceremonia introductoria al ofertorio (en los ritos orientales) o a la comunión (en el rito romano) encontramos el ósculo de la paz, en uso ya en la Iglesia primitiva, y que ha perdurado posteriormente hasta la época actual en formas estilizadas. También encontramos vestigios de un rito de lavatorio de manos para los seglares.
Actitud corporal
295. La participación interior de los fieles en la misa tenia que exteriorizarse de algún modo por actitudes corporales correspondientes. Prescindiendo del período primitivo con su celebración en forma de cena, la postura fundamental que se adopta es la de estar de pie. Se está de pie ante un superior a quien se quiere honrar, sobre todo si median relaciones de servicio. Y así como el sacerdote en el altar está de pie ante Dios en señal de reverencia y en ademán de servicio, lo mismo corresponde a los fieles circumstantes. Más aún, fué norma general en la antigüedad que los fieles durante la oración del obispo o sacerdote imitasen la actitud de éste en todos los detalles con las manos levantadas y la mirada puesta hacia oriente.
El que los simples fieles elevaban durante la oración las manos, se
desprende ya de la frecuente representación de la orante en las pinturas
de las catacumbas. Textos de la literatura de los siglos III hasta V
sobre este tema, véanse en Quasten (Mon., 174, nota 4) y en la
explicación de San Ambrosio (De sacr.. VI, 4, 17). Este pasaje de San
Ambrosio prueba por su contexto que la elevación de las manos (según i
Tim. 2,8) se observaba por los fieles precisamente durante el culto. Cf.
también San Crisóstomo. In Phil. hom. 3, 4: PG 62, 204. Por cierto, se
usa también actualmente en nuestras iglesias como expresión de una
oración especialmente fervorosa, mientras que en los países del centro
de Europa ha desaparecido por completo (N. del T. En Oriente, el
encargado de dirigir en las liturgias egipcias la postura corporal
durante la oración eucarística era el diácono. Inmediatamente después
del Dignum et iustum est, el diácono mandaba que se extendieran los brazos (Brightman, 125), dirigiéndose —y esto va contra Brightman,
601—, lo mismo que en el aviso siguiente, al pueblo; algo más tarde el
levantarse: (1. c., 131 174 231); finalmente, un
poco antes del Sanctus, la dirección hacia Oriente (1. c., 131 175 231). Para la mirada hacia Oriente se
encuentran las pruebas más importantes en Quasten (Mon., 35 184, entre
las notas a la Didascalia, II, 57, y consi. Apostólicas II, 57, 14) y en
las investigaciones fundamentales de Dolger (Sol salutis 136ss). Parece
que la dirección hacia Oriente se exigía absolutamente, sin tener en
cuenta la construcción de la iglesia. Por esto, cuando más tarde, en
contra de la costumbre antígua de construir las iglesias con el
frontispicio hacia Oriente, se impuso la de dirigir hacia el este el
ábside, parece muy probable que esto se debió al deseo de evitar el
inconveniente de obligar a los fieles a que volviesen la espalda al
altar.
Estando de pie con las manos extendidas
Estar de pie fue la postura normal de oración en los pueblos de la antigüedad, aun fuera del cristianismo (F.
Heiler, Das Gebet, (Munich 1921). Habla también de que, en
el lenguaje judio antiguo, estar de pie queria decir orar, y sospecha
que statio significaba originariamente oración o lugar de oración
(Schümmer, Die altchristliche Fastenpraxis). Sobre estar en pie, levantaban las manos y dirigían la mirada hacia Oriente, región del sol nuevo. Los cristianos no hicieron más que copiar esta misma costumbre sin reparo alguno, viendo en el sol naciente el símbolo de Cristo resucitado (Dóiger, Sol salutis, 1-258. En el siglo II era ya costumbre señalar la
dirección este por una cruz fijada en la pared (cf. Mt. 24, 30; E
Peterson, La croce e la preghiera verso oriente: «Eph. Liturg» 49
[19451 52-68). Sólo cuando el sacerdote decía una oración con carácter de bendición, por ejemplo, la Oratio super populum, se cambiaba de postura, a tono con la exhortación Humiliate capita vestra Deo.
Inclinación profunda y estar de rodillas
296. Durante la Edad Media, la actitud corporal de los fieles se fue diferenciando cada día más de la del celebrante. La inclinación profunda que hacían los fieles durante la bendición, se interpreta ahora como un homenaje de sumisión ante Dios y se adopta durante todas las oraciones en general, sobre todo durante el canon. El estar de rodillas, en cambio, se usó durante el primer milenio sólo en los días no festivos y, aun en éstos, únicamente en la antemisa; el diácono indicaba: Flectamus genua, para que el pueblo se arrodillase a orar antes de que recitase la oración el sacerdote. Algo más tarde, la postura de rodillas se prolongaba durante la recitación de la oración (Ordo Rom. antiquus), y en los días de carácter no festivo, la inclinación que se usaba durante el canon y las oraciones se cambió por estar de rodillas (El Ordo de S. Amand pide ya al principio del siglo IX que en estos días
se arrodillen durante el canon los sacerdotes que están junto al altar
(Duchesne, Origines, 481); algo semejante se prescribe mas tarde para el
coro en el Ordo eccl. Lateran. (Fischer 29) Con la diversa
interpretación que se da al canon cambia también la duración del tiempo
que se está de rodillas. Para el Pater noster se pide el estar de
rodillas o la prostratio ya desde el siglo IX; véase II, 410. En el
siglo XIII se nota la tendencia a extender el estar de rodillas o la prostratio por todo el tiempo en que el Santísimo Sacramento está en el
altar; cf. el Ordo Rom. XIII (n. 19- pl 78 1116) compuesto bajo Gregorio
X (+ 1276) Fr. Titelmans (+ 1537) en su explicación de la misa
solemne Mysterii missae expositio (Lyón 1558, p. 18), supone que los
fieles se ponen de rodillas cuando el sacerdote se acerca al altar,
significando con esto la adoración del Niño Jesús por los pastores). Esta postura la defendió ya el sínodo de Tours en el año 813 como postura adecuada en la oración cristiana, pero exceptuando los días en los que, en recuerdo de la resurrección del Señor, se oraba en pie Los domingos y días de fiesta —entendiendo la palabra fiesta en un sentido amplio— se guardaba la postura de pie (Can. 37. Mansi, XIV, 89). Decididamente, el movimiento eucarístico del siglo XIII hizo triunfar aun para estos días la costumbre de permanecer de rodillas durante la consagración. El ordinario de la misa de Juan Burcardo, publicado en el año 1502, pide a los fieles que estén de pie durante la misa cantada; pero esta actitud se cambiaba para arrodillarse al Confíteor y a la consagración (Legg, Tracts, 134. La genuflexión se pide también al Et incarnatus est
(1. c., 135). Así la Laienregel des 15. Jahrhunderts de la baja Alemania
(c. 6; R. Langenberg, Quellen und Forschungen sur Geschichte der
deutschen Mystík [Bonn 1902] 86-88), que desea que los fieles se
arrodillen también para la colecta y la bendición final, mientras que
para el canon deja completa libertad). De las inclinaciones ya no se habla.
Postura de sentado
297. La postura de estar sentado no se adoptó en las iglesias de la Edad Media, por la sencilla razón de que no había bancos en ellas (A
pesar de que existen testimonios aislados de que se estaba sentado en
el suelo, parece que no había costumbre de ello; cf. Dekkers,
Tertullianus, 77. Distinta era la costumbre en los países en que también
en la actualidad es corriente sentarse en el suelo. En la Didascalia
siria, II, 57 (Quasten, Mon., 35s) se habla repetidas veces de los
diversos grupos que están sentados en la iglesia hasta que empiezan las
oraciones. En las misiones asiáticas y africanas, el estar sentado o en
cuclillas es la postura general de los fieles en la iglesia (Kramp,
Messgebrauche der Glaubigen in den ausserdeutschen Landern: StZ [19271
II, 3656). En las colegiatas e iglesias conventuales si que habia sillería en el coro para los clérigos. Para éstos se fueron redactando reglas cada vez más detalladas sobre su postura durante las oraciones (Un ejemplo de reglas exactas para el coro en misa y oficio se nos
ofrece en el Líber ordinarius del convento de Santiago, de Lieja, del
año 1285 (Volk, 102-109). Las prescripciones actualmente en vigor para
la asistencia a misa en el coro, que por cierto se determinan aún más
por las costumbres locales, están resumidas en el Missale Romanum. Rubr. gen.. XVII, 5) y Caeremoniale episc. (II. 8. 69: 11. 5 7). Cf.
también P. Martinucci, Manuale sacrarum caeremoniarum, I, 3.a ed.
(Ratisbona 1911) 9-88). Y que, algo simplificadas, se podían aplicar fácilmente a los simples fieles. En ellas se cuenta con la postura de sentado, que por cierto ya se prescribía detenidamente para obispos y sacerdotes en los más antiguos Ordines Romani. Los clérigos se sentaban durante la epístola y durante los cantos que le seguían, si ellos mismos no eran los que tenían que cantarlos (Líber ordinarius, de Lieja (Volk, 102s; cf. 1051. La postura
fundamental sigue siendo en el Líber ordinarius el estar de pie. La
inclinación se prescribe sólo para la colecta, el Sanctus, el Pater
noster, el primer Agnus Dei y la poscomunión; además (con el capucho
hacia atrás), para la oración antes de la bendición y durante la misma.
Se pone de rodillas solamente durante la consagración (y al homo factus
est del Credo). Pero tempore prostrationum se arrodilla desde el
Sanctus hasta el Agnus Dei, o sea durante el tiempo en que antiguamente
se inclinaba. Reglas semejantes para el coro contiene el Líber usuum O.
Cist. (II. 56 : PL 166, 1430-1432), bastante más antiguo. De éste ha
adoptado el Líber ordinarius e. o. la disposición de que los hermanos se
dirijan al altar en determinados pasajes de la misa, mientras por lo
demás está chorus contra chórum, y la indicación de ciertas palabras, a
las que se deben inclinar, como. p. ej„ al adoramus del Gloria). Sólo hacia fines de la Edad Media se admitió también para el pueblo el estar sentado en la iglesia (Predicadores alemanes del siglo XV mandan a los fieles sentarse durante
la epístola, gradual y el sermón (Franz, 21s). La Laienregel, de 1473, desea que se siente durante la
epístola y el ofertorio. También el Ordo missae de Juan Burcardo (Legg,
Tracts, 134s) toma en consideración el caso de que hay asientos para los
fieles, deseando que en este caso se sienten al Kyrie y Gloria (después
de haberlo rezado el celebrante y mientras lo canta el coro), a la
epístola y los cantos intermedios, al Credo (como antes), después del
canto del ofertorio hasta el prefacio, después de la comunión hasta la
poscomunión), a medida que se fue dando cada vez más importancia a la predicación como consecuencia del movimiento de reforma. Fue entonces cuando se empezaron a introducir en los países germánicos los bancos dentro de la Iglesia (Entre los cartujos se sientan va en el coro
mientras se canta todavía el ofertorio (Ordinarium Cart. [1932] c. 31,
6).
Cambios de postura
298. Estos bancos se construían generalmente de tal manera que podían usarse al mismo tiempo como reclinatorios. Se ve en esta costumbre la importancia que ha adquirido la misa rezada y el código de normas para asistir a ella. Parece que en la misma baja Edad Media se aplicaban a la misa rezada y a las otras de menor solemnidad las antiguas normas que regían en las ferias simples (También para la missa matutinalis, menos solemne, había durante la Edad
Media a veces otras reglas de coro que la de la misa conventual; asi, en
el siglo XII, en los Canónigos de San Víctor, de París (E. Marténe, De
ant. Eccl. ritibus, app.) es decir, la posición de rodillas durante las oraciones, el canon y el Confíteor (El Layfolks Massbook (ed. Simmons, p. 6ss), compuesto para seglares
para la misa en la capilla de un castillo normando, manda a los
asístentes arrodillarse o estar de pie; desconoce el estar sentado; cf.
las notas del editor pp. 191 307. Para el obispo que asiste a la misa de
un sacerdote da el pontifical de Durando la siguiente regla: estar de
rodillas hasta la colecta, de la secreta hasta la comunión del cáliz y
otra vez a la poscomunión (durante las oraciones ante las gradas, el
obispo está al lado del sacerdote (Andrieu, III, 643-647). Reglas
parecidas da también el Ordo Rom. XV, n. 35: PL 78, 1291). Solamente para oír el evangelio se mandaba expresamente ponerse de pie. Habidas estas reglas generales, se comprende que, para simplificarlas y para evitar el tener que cambiar a cada paso de postura, pronto se llegó —por lo menos en los países del centro y norte de Europa— a la costumbre actual de quedarse arrodillado durante la misa, fuera del evangelio, que se debía escuchar de pie (Así ya en el ordinario de la misa de Juan Burcardo (Lego, Trocís, 134).
La regla ha pasado a nuestro misal (Rubr. gen.. XVII, 2). Las costumbres de varios países, especialmente de España, prueban que no se exigía con mucho rigor el cumplimiento de estas reglas. Predicadores alemanes del siglo XV exigen el estar de rodillas casi
únicamente para la consagración (Franz. 21s). En el concilio de Trento,
un portugués criticó la costumbre italiana de levantarse los fieles
inmediatamente después de la elevación del cáliz; debían quedarse
arrodillados mientras estaba presente el cuerpo del Señor, porque así
era costumbre en otros sitios (Jedin en «Liturg. Leben» [19391 35). Ya entonces los nobles se resistían a estar de
rodillas (por ensuciarse los vestidos, incomodidad por el calzado, etc.)
(Franz, 31).
Sentido más profundo
299. No tendrían sentido estas posturas exteriores, como participación en la misa, si no fueran expresión de una participación más plena, la interior. Sólo por las diversas actítudes corporales comprendemos ya la diferencia entre lección y oración, y aun dentro de las oraciones, sacamos por la postura su diversa categoría e importancia. Las aclamaciones, sobre todo antes del prefacio, ponen esto aún más, de relieve (No se puede negar que la unión del Per omnia saecula saeculorum final
con el principio de la parte siguiente no contribuye a hacer más clara
la estructura de la misa). Al participar los fieles, al principio de la Edad Media, en la procesión de entrega de las ofrendas, al cantar el Sanctus y el Agnus Dei y, aunque no recibieran el Sacramento, al darles por lo menos la Pax, necesariamente tenían que caer en la cuenta y seguir por lo menos las grandes líneas del sacrificio eucarístico. Fue ciertamente un inconveniente notable el no poder seguir las lecciones y oraciones por haberse ido alejando las lenguas romances del latín, pero ni esto impidió en absoluto la participación devota en el sacrificio. Allá en la antigüedad se pedía a los fieles que durante el misterio eucarístico orasen en silencio. (San Cipriano, De dom. or., c. 4: CSEL 5, 269; Const. Ap., II, 67, 21 (Quasten, ilion., 186).
La atención a las oraciones
El orden natural, desde luego, pedia que esta devoción interior se orientase en el desarrolle de la liturgia, calcando sus pasos sobre la del sacerdote, aunque, naturalmente, a cierta distancia. Este fué, no cabe duda, el ideal que guió a aquellos que en la reforma carolingia y también en la baja Edad Media abogaron por la observancia de las antiguas formas de participación exterior. El devocionario de Carlos el Calvo presenta oraciones para la oblación durante el ofertorio, para las deprecaciones, cuando el sacerdote ruega que se pida por él, y para la preparación de la comunión; son textos que coinciden enteramente con las líneas generales de la misa. Un misal inglés para seglares (Th. F. Simmons, The Layfolks Massbook) exige conocimiento serio del espíritu litúrgico en los que lo usan (Además, se
santiguaban al evangelio, y «en algunos sitios», se besaba el libro
después del evangelio trazando otra señal de la cruz, se rezaba con los
manos en cruz al alzar (y «si quieres», también en la secreta); la
entrega de ofrendas se deja a discreción del que usa el libro). No siempre es tan exacta la adaptación de las oraciones del pueblo a las del sacerdote (Oraciones que contienen pensamientos tomados de las correspondientes
del sacerdote se dan (8ss) al Confíteor, Gloria, evangelio, Credo
(cuando reza el sacerdote el Credo, «di el tuyo»), Sanctus, Memento
(ambos), elevación del Sacramento, Pater noster, que se ha de
contestar; Sed libera nos a malo, la única contestación que se pide;
Agnus Dei. En otros pasajes (p. ej., a la colecta y epístola,
a la secreta, al primer Memento, al alzar) se debe rezar sencillamente
el Pater noster (a veces repetido), al que se suma a veces el Credo y
una vez también el Ave). En los umbrales de la Edad Moderna, Burcardo de Estrasburgo tiene una observación larga en este sentido sobre la participación de los fieles, diciéndoles que, aunque no entendiesen las palabras del sacerdote en lengua latina, sin embargo, no rezasen otras oraciones, sino que estuviesen atentos a lo que decía y hacía el sacerdote, pidiendo, intercediendo y haciendo con él un ofrecimiento espiritual, a excepción únicamente del tiempo de ia adoración del Sacramento y durante el canon, cuando el sacerdote oraba en silencio (memento); en estas ocasiones podían orar libremente, encomendándose a Dios a sí mismos y a quienes ellos quisieran. El mismo Burcardo aboga por la conservación de las respuestas de los interessentes.
Con todo, sigue dominando la interpretación alegórica
300. Sólo a sectores cultos podia exigírseles tal vez esta participación tan activa durante la época del humanismo: al gran público le faltaba sencillamente la base, como era la posibilidad de entender las oraciones sacerdotales y de seguir el ordinario de la misa (Por otra parte, es cierto que en la Edad Media no se mantenía el secreto
del canon con tanto rigor como antes y más tarde; con todo, se urgía (Franz, 631s). Era demasiado exigir a la zona media de los fieles el acompañar al sacerdote en sus oraciones (Esta dificultad se refleja bien en un ejemplo que cita Simmons (The
Layfolks Massbook). En una introducción a la conversación inglesa
escrita en 1527, una señora recuerda a su capellán el consejo de que en
la misa no se debe orar, sino oir, ya que se dice I go here masse; pero
pregunta: —¿Por qué entonces dice el sacerdote: «Orad por mí»? El
capellán contesta: —Esto lo dije sobre todo para el tiempo anterior a
esta exhortación. E insiste la señora: —Entonces, ¿qué debe hacer hasta
el Orate, fratres quien no entiende latín? El capellán: —Mirar, oír y
pensar). Y como, por otra parte, se habían ido olvidando las formas exteriores de participación, la corriente de la piedad popular echó en su mayoría por otros derroteros ya a partir del siglo IX. Las explicaciones de la misa se contentaban con llamar la atención sobre las ceremonias más plásticas, interpretándolas como representaciones de la pasión del Señor; y aunque no fuera precisamente el sentido exacto de cada ceremonia en particular, por lo menos no dejaba de estar en armonía con el sentido más general de la institución de Cristo. El sentido alegórico vino dominando hasta muy entrada la Edad Moderna. Se necesitaría una larga preparación mental y habría que recorrer muchas etapas hasta que fuera otra vez posible al seglar participar más directamente en la oración y el sacrificio del sacerdote y con esto volver a las formas más antiguas de participación. Sólo después de muchos decenios de iniciación por medio de los cantos en lengua vulgar, adaptadas a las diversas partes de la misa, y por medio de las traducciones de las oraciones del misal romano, que despertaron gran interés en los fieles, pero que antes estaban prohibidas, se fué poco a poco encontrando el camino de la verdadera participación en el santo sacrificio, uniéndose a la oblación del sacerdote.
P. Jungmann S.I.
EL SACRIFICIO DE LA MISA
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