Nadie debe guardar para sí solo el tesoro de la verdad, ya que las convicciones fuertes engendran siempre el apostolado y el celo.
No te contentes, pues, con la predicación por el ejemplo; sé el campeón elocuente de la fe y de la virtud, aprende a darlas a conocer y respetar y, si es preciso, a defenderlas.
La palabra es el reflejo viviente de la vida, es la chispa eléctrica que comunica a la vez el pensamiento y la llama; es el vehículo rápido de las ideas; es la palanca poderosa con la que se levanta a los individuos y a las multitudes.
La palabra eleva o abaja; edifica o destruye; es arma defensiva u ofensiva; escudo o cuchilla; ¡proteje o asesina!
Viva, encendida, ardiente, la palabra en los labios del Joven, es una fuerza que subyuga y un encanto que fascina.
Pero, ¡ay cuántos entre los jóvenes, no se sirven de esta fuerza más que para abusar contra la verdad y la virtud!
Aún cuando ella no debía servirse de sus alas más que para lanzarse a las cimas inmaculadas, cuántos la arrastran por tierra en el lodo que la mancha.
He escuchado la palabra del joven y me ha parecido más frecuentemente obscena que casta, más impía que inspirada por la fe.
Era un veneno que emponzoñaba las almas; era una espada que les hacia profundas y a veces incurables heridas.
Tú, hijo mío, no te sirvas de la palabra más que para el bien, para todo lo que es verdadero, todo lo que es casto, todo lo que es justo, todo lo que es santo, todo lo que es amable y de un irreprochable renombre; la virtud bajo todas sus formas, la ciencia y la gloria que la acompañan, tal debe ser el tema de tus entretenimientos y discursos.
Que se note siempre en tus menores expresiones la modestia y la templanza, el candor y la honestidad, la franqueza y la elevación de un alma que se complace en las alturas.
Más todavía: procura atraer al deber y hacia Dios a aquellos de tus compañeros que se extravían o que éstán próximos a extraviarse.
¿Qué no podrá sobre un joven la palabra desinteresada de otro joven?
Esparce a tu derredor el conocimiento de las santas verdades tan combatidas, tan despreciadas, tan olvidadas en estos días de tanta maldad; fortalece la fe vacilante, reanima él amor que se extingue.
Que tu palabra se haga luminosa, sobre todo dulce, insinuante y tierna; por el genio se es doctor, pero por el corazón se es apóstol.
¡Feliz, hijo mío, si puedes arrancar algunas pobre almas del abismo y abrirles el cielo! Habrás imitado a los santos y trabajado para la gloria de Dios.
No te contentes, pues, con la predicación por el ejemplo; sé el campeón elocuente de la fe y de la virtud, aprende a darlas a conocer y respetar y, si es preciso, a defenderlas.
La palabra es el reflejo viviente de la vida, es la chispa eléctrica que comunica a la vez el pensamiento y la llama; es el vehículo rápido de las ideas; es la palanca poderosa con la que se levanta a los individuos y a las multitudes.
La palabra eleva o abaja; edifica o destruye; es arma defensiva u ofensiva; escudo o cuchilla; ¡proteje o asesina!
Viva, encendida, ardiente, la palabra en los labios del Joven, es una fuerza que subyuga y un encanto que fascina.
Pero, ¡ay cuántos entre los jóvenes, no se sirven de esta fuerza más que para abusar contra la verdad y la virtud!
Aún cuando ella no debía servirse de sus alas más que para lanzarse a las cimas inmaculadas, cuántos la arrastran por tierra en el lodo que la mancha.
He escuchado la palabra del joven y me ha parecido más frecuentemente obscena que casta, más impía que inspirada por la fe.
Era un veneno que emponzoñaba las almas; era una espada que les hacia profundas y a veces incurables heridas.
Tú, hijo mío, no te sirvas de la palabra más que para el bien, para todo lo que es verdadero, todo lo que es casto, todo lo que es justo, todo lo que es santo, todo lo que es amable y de un irreprochable renombre; la virtud bajo todas sus formas, la ciencia y la gloria que la acompañan, tal debe ser el tema de tus entretenimientos y discursos.
Que se note siempre en tus menores expresiones la modestia y la templanza, el candor y la honestidad, la franqueza y la elevación de un alma que se complace en las alturas.
Más todavía: procura atraer al deber y hacia Dios a aquellos de tus compañeros que se extravían o que éstán próximos a extraviarse.
¿Qué no podrá sobre un joven la palabra desinteresada de otro joven?
Esparce a tu derredor el conocimiento de las santas verdades tan combatidas, tan despreciadas, tan olvidadas en estos días de tanta maldad; fortalece la fe vacilante, reanima él amor que se extingue.
Que tu palabra se haga luminosa, sobre todo dulce, insinuante y tierna; por el genio se es doctor, pero por el corazón se es apóstol.
¡Feliz, hijo mío, si puedes arrancar algunas pobre almas del abismo y abrirles el cielo! Habrás imitado a los santos y trabajado para la gloria de Dios.
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