CIEN PROBLEMAS SOBRE CUESTIONES DE FE
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JONAS..., PRECURSOR DE LA NAVEGACION SUBMARINA
¿Un buen católico está obligado a creer en ciertas historias, como la de Jonás, que permaneció tres días en el vientre de una ballena —originalísimo submarino— y salió vivo de ella; que Dios hizo a la primera mujer de una costilla de Adán —¡qué costillaza!—; que en el infierno están los demonios con un tridente y que en él hay llamas? Estas cosas parece que van bien para los niños, y, realmente, se hallan en el catecismo que nos hacen estudiar a los seis o siete años, pero difícilmente se oye hablar de ellas a sacerdotes cultos e inteligentes. (L. T.—Roma.)
Los ejemplos aducidos son muy diferentes y los estudiaremos por separado para facilitar a los lectores el consultarlos. Pero hay un aspecto general en esas objeciones, que no puedo dejar de aprobar, y es la defensa crítica de la verdad religiosa y la reacción contra la credulidad ingenua que alguno podría erróneamente confundir con la fe...
Cuidado, sin embargo, con que haya verdadera preocupación crítica; de lo contrario, se puede caer en la peor de las credulidades, que es la de la incredulidad.
Hay tres posturas posibles en relación con ciertos problemas religiosos e históricos. La primera es la de la efectiva credulidad ingenua, que lo admite todo sin distinción alguna. La segunda es la de la superficialidad crítica, que se ríe a priori de toda afirmación que supere las inmediatas experiencias sensibles y naturales o que huela de algún modo a milagro y que sustituye los argumentos con la compasiva sonrisa de la ironía; postura incapaz de ver más allá de las propias narices; representante típico: Voltaire. La tercera es la de la verdadera crítica, que sin excluir nada apriorísticamente y en el marco de todas las posibilidades divinas y humanas, distingue, en efecto, la leyenda o la fábula de la realidad.
Para detenernos todavía un poco sobre las generalidades, le diré, por lo pronto, que aquella pequeña invectiva contra el catecismo de los niños no cabe en la tercera actitud, verdaderamente crítica. Dejando a un lado la historia del tridente que no hallará, ciertamente, en ningún catecismo oficial, ese librito, aun en sus formas reducidas para las primerísimas clases, es una verdadera obra maestra, precisamente porque describe en fórmulas tan sencillas y escuetas los misterios revelados y las maravillas infinitas de Dios. No hay poema, tratado filosófico u obra científica que pueda competir con ese librito y opúsculo del catecismo elemental para niños, como, por ejemplo, el publicado por San Pío X en 1913. Su valía está precisamente en reducir a fórmulas tan breves verdades tan grandes.
Viniendo a los casos particulares, analicemos el primero de los susodichos ejemplos. Es evidente que situando la historia de Jonás en un plano profético, milagroso, toda la narración puede ser verdaderísima, no obstante las risotadas de Voltaire y no obstante el juicio solemne del no menos brillante y superficial Renán: «Es el único libro de la literatura hebrea respecto al cual esté uno inducido a pronunciar la palabra: bufonería.» (Historia del pueblo de Israel, lib. III, pág. 511.) Que se trata, de hecho, de un episodio profética y milagrosamente relacionado con la redención, de la que venía más de siete siglos antes a simbolizar y predecir el mayor acontecimiento —muerte y resurrección de Jesús— y la principal característica —conversión de todos los pueblos—, se prueba por la breve cita que de él hace el mismo Jesús; «Así como Jónás estuvo en el vientre de la ballena tres días y tres noches, así el Hijo del hombre estará tres días y tres noches en el seno de la tierra. Los naturales de Nínive se levantarán en el día del juicio contra esta raza de hombres y la condenarán, por cuanto ellos hicieron penitencia a la predicación de Jonás. Y con todo, el que está aquí es más que Jonás.» (Mateo, XII, 40-41)
Hay tres posturas posibles en relación con ciertos problemas religiosos e históricos. La primera es la de la efectiva credulidad ingenua, que lo admite todo sin distinción alguna. La segunda es la de la superficialidad crítica, que se ríe a priori de toda afirmación que supere las inmediatas experiencias sensibles y naturales o que huela de algún modo a milagro y que sustituye los argumentos con la compasiva sonrisa de la ironía; postura incapaz de ver más allá de las propias narices; representante típico: Voltaire. La tercera es la de la verdadera crítica, que sin excluir nada apriorísticamente y en el marco de todas las posibilidades divinas y humanas, distingue, en efecto, la leyenda o la fábula de la realidad.
Para detenernos todavía un poco sobre las generalidades, le diré, por lo pronto, que aquella pequeña invectiva contra el catecismo de los niños no cabe en la tercera actitud, verdaderamente crítica. Dejando a un lado la historia del tridente que no hallará, ciertamente, en ningún catecismo oficial, ese librito, aun en sus formas reducidas para las primerísimas clases, es una verdadera obra maestra, precisamente porque describe en fórmulas tan sencillas y escuetas los misterios revelados y las maravillas infinitas de Dios. No hay poema, tratado filosófico u obra científica que pueda competir con ese librito y opúsculo del catecismo elemental para niños, como, por ejemplo, el publicado por San Pío X en 1913. Su valía está precisamente en reducir a fórmulas tan breves verdades tan grandes.
Viniendo a los casos particulares, analicemos el primero de los susodichos ejemplos. Es evidente que situando la historia de Jonás en un plano profético, milagroso, toda la narración puede ser verdaderísima, no obstante las risotadas de Voltaire y no obstante el juicio solemne del no menos brillante y superficial Renán: «Es el único libro de la literatura hebrea respecto al cual esté uno inducido a pronunciar la palabra: bufonería.» (Historia del pueblo de Israel, lib. III, pág. 511.) Que se trata, de hecho, de un episodio profética y milagrosamente relacionado con la redención, de la que venía más de siete siglos antes a simbolizar y predecir el mayor acontecimiento —muerte y resurrección de Jesús— y la principal característica —conversión de todos los pueblos—, se prueba por la breve cita que de él hace el mismo Jesús; «Así como Jónás estuvo en el vientre de la ballena tres días y tres noches, así el Hijo del hombre estará tres días y tres noches en el seno de la tierra. Los naturales de Nínive se levantarán en el día del juicio contra esta raza de hombres y la condenarán, por cuanto ellos hicieron penitencia a la predicación de Jonás. Y con todo, el que está aquí es más que Jonás.» (Mateo, XII, 40-41)
Es evidente además que en el terreno de lo milagroso todas las relativas dificultades se resuelven fácilmente. Prescindamos del monstruo marino que, en comparación con la mole del hombre, tiene el esófago estrechísimo —aunque esto no sería un obstáculo para la omnipotencia divina.—, porque el texto hebreo no habla de ballena, sino de un «gran pez». Pero en cuanto a permanecer en el vientre del monstruo sin morir, eso no es, ciertamente, más difícil al poder divino que hacer resucitar de la muerte quien había permanecido durante el mismo tiempo en el vientre del sepulcro. El dominio sobre los pescados, por otra parte, libres moradores de las misteriosas profundidades del mar, tiene a los ojos del hombre cierto aspecto especialmente expresivo del poder de Dios, que podía justificar la elección de este portentoso milagro. Recuérdese el otro extraño episodio de Jesús cuando mandó a Pedro sacase una moneda de la boca de un pescado para pagar el tributo que se le exigía: «Ve al mar y tira el anzuelo, y coge el primer pez que saliere, y abriéndole la boca hallarás una estatera de cuatro dracmas; tómala y dásela por Mí y por ti» (Mateo, XVII, 27).
Sin embargo, debo exactamente añadir que el valor didáctico del libro y asimismo el valor profético —al haber sido, ciertamente, escrito varios siglos antes de Jesús— que constituyen su finalidad principal y justifican sustancialmente la susodicha cita de Jesús, se darían lo mismo, aun suponiendo que se tratase de una narración ficticia a modo de parábola.
Así que un católico que, basándose en algunas dificultades literarias, psicológicas e históricas del libro, no insolubles pero efectivas, quisiese tomarlo por pura parábola, podría hacerlo legítimamente. Ya en la antigüedad lo interpretó —aunque casi aislado— San Gregorio Nacianceno (325-389). Y hoy lo siguen varios modernos.
Como usted ve, aquí estamos muy distantes de la sonrisa irónica de Voltaire. Aquí conviene un análisis ponderado y una valoración crítica esmerada, como exige siempre la suprema santidad de todo tema escriturario.
BIBLIOGRAFIA
C. Testore: Catechismo, EC., III, págs. 1.118-25;
L. Dennefeld: Jonas (livre de), DThC., VIII, págs. 1.497-504;
A. Condamin: Jonas, DAFC., II, págs, 1.546-59;
F. Spadafora: Giona, EC., VI, págs. 426-8.
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¡ESAS SON OPERACIONES QUIRURGICAS... BIEN LOGRADAS!
Eva sacada de una costilla de Adán. (L. T.—Roma.)
Estoy con el segundo ejemplo y pronto seguirá el tercero acerca del... tridente. Ciertamente, no obstante los adelantos de la Cirugía moderna, ¡seria una empresa un poco dificililla! Estamos por completo de acuerdo.
Pero tampoco pensaría hoy nadie intentar con resultado el fabricar un hombre del polvo de la tierra. Sería una cosa todavía más difícil, ¿no? Al menos aquella materia sacada del costado de Adán —costilla en el sentido lato de la palabra— era ya una parte viva de hombre.
Y además, esto lo hizo el Artífice omnipotente. Y fíjese bien que aun en la hipótesis evolucionista, si no se quiere cerrar los ojos ante el maravilloso finalismo de la Naturaleza, la aparición de la vida y su progresiva ascensión hacia las especies más elevadas, no puede explicarse sin la intervención divina, y la formación del hombre sería también resultado de la acción omnipotente del Creador sobre el polvo amorfo inicial, elevado, en definitiva, a la perfección del cuerpo humano y hecho idóneo para la infusión del alma.
¿Qué hay de extraño, pues, en que la acción transformadora llevada a cabo —de golpe o a lo largo de tantos siglos— por Dios sobre el polvo para formar al hombre, la haya luego realizado sobre el hombre, para sacar de su materia viva el cuerpo de la primera mujer?
Dejemos que sigan en este punto las quisquillas de critica decadente, acerca de los efectos de esta amputación de Adán. Es una critica que o interpreta demasiado pedantemente ciertos pormenores de ese relato bíblico de carácter evidentemente antropomórfico u olvida la omnipotencia de Dios para la que, ciertamente, no era más difícil reconstruir de repente la integridad corporal de Adán que crea a Eva de aquella porción viva.
Más bien se pueden hacer reflexiones interesantes sobre la profunda conveniencia social y moral de esa acción divina. Era, realmente, el único modo de crear la unidad plena de toda la especie humana. Para los hijos de los mismos padres, la unidad se sigue, evidentemente, de haber nacido del mismo matrimonio. Pero para la primera pareja eso era imposible. Aunque producidos uno y otro por el mismo Autor, habrían procedido de diversa materia. Habrían sido iguales, pero no del mismo linaje. En el origen del género humano habría habido un poligenismo sexual irreparable.
No se puede responder que en la hipótesis evolucionista Adán y Eva habrían nacido de una misma pareja animal anterior. Ante todo, esta respuesta no satisfaría a los antievolucionistas (creacionistas). Y además Adán y Eva habrían procedido de la misma pareja evolucionada anteriormente como animales —habiéndose tenido luego que infundir el alma— y no como hombres, y continuaría la cisura original.
En cambio, así se afirma espléndidamente la unidad. Asimismo, el hecho de haber tomado un trozo de carne viva precisamente del costado de Adán, es simbólicamente como haber hecho salir la compañera de su vida del corazón.
El hombre amará a la mujer como a parte suya y la mujer se apoyará en él como en su cabeza.
Es lo que Adán magistralmente entendió y dijo cuando Dios le presentó la compañera de su vida: «Esto es hueso de mis huesos y carne de mi carne. Llamarse ha, pues, hembra, porque del hombre ha sido sacada.» (Génesis, II, 23) Pero para captar todo el valor de la frase es necesario pensar que en hebreo el sexo femenino respecto al masculino se expresa con la misma palabra terminada en femenino. Es como si Adán hubiese dicho: «Se llamará hombra, porque del hombre ha sido sacada.» La unidad se subraya perfectamente. De un modo análogo los latinos junto al nombre vir para nombrar al esposo tenían vira para nombrar a la esposa.
Asimismo San Pablo en este sentido real y no metafórico se refiere al hecho en la primera a los Corintios: «El varón..., pues él es la imagen y gloria de Dios; mas la mujer es la gloria del varón. Que no fue el hombre formado de la hembra, sino la hembra del hombre» (XI,7-8). Cuando luego místicamente señala en la unión matrimonial la imagen de la unión de Cristo con la Iglesia, nacida de Él, es también aquel hecho real primordial el que confiere a la imagen su más expresivo valor. (Efesios, V, 23-32)
Y creo que ningún alma pensadora que medite el último acto de la pasión de Jesús —la lanzada que le atravesó el costado, haciendo brotar de él sangre y agua— reflexionando en el conocido simbolismo de la Iglesia nacida del corazón de Cristo podrá olvidar el nacimiento de Eva del costado del primer Adán. Así salía la Iglesia del costado del nuevo Adán.
Ahora podéis juzgar, señor L. T. y amigos lectores, si se trata de puerilidades o de cosas profundas. Son puerilidades para los superficiales, pero cosas importantísimas para las personas reflexivas.
Pero tampoco pensaría hoy nadie intentar con resultado el fabricar un hombre del polvo de la tierra. Sería una cosa todavía más difícil, ¿no? Al menos aquella materia sacada del costado de Adán —costilla en el sentido lato de la palabra— era ya una parte viva de hombre.
Y además, esto lo hizo el Artífice omnipotente. Y fíjese bien que aun en la hipótesis evolucionista, si no se quiere cerrar los ojos ante el maravilloso finalismo de la Naturaleza, la aparición de la vida y su progresiva ascensión hacia las especies más elevadas, no puede explicarse sin la intervención divina, y la formación del hombre sería también resultado de la acción omnipotente del Creador sobre el polvo amorfo inicial, elevado, en definitiva, a la perfección del cuerpo humano y hecho idóneo para la infusión del alma.
¿Qué hay de extraño, pues, en que la acción transformadora llevada a cabo —de golpe o a lo largo de tantos siglos— por Dios sobre el polvo para formar al hombre, la haya luego realizado sobre el hombre, para sacar de su materia viva el cuerpo de la primera mujer?
Dejemos que sigan en este punto las quisquillas de critica decadente, acerca de los efectos de esta amputación de Adán. Es una critica que o interpreta demasiado pedantemente ciertos pormenores de ese relato bíblico de carácter evidentemente antropomórfico u olvida la omnipotencia de Dios para la que, ciertamente, no era más difícil reconstruir de repente la integridad corporal de Adán que crea a Eva de aquella porción viva.
Más bien se pueden hacer reflexiones interesantes sobre la profunda conveniencia social y moral de esa acción divina. Era, realmente, el único modo de crear la unidad plena de toda la especie humana. Para los hijos de los mismos padres, la unidad se sigue, evidentemente, de haber nacido del mismo matrimonio. Pero para la primera pareja eso era imposible. Aunque producidos uno y otro por el mismo Autor, habrían procedido de diversa materia. Habrían sido iguales, pero no del mismo linaje. En el origen del género humano habría habido un poligenismo sexual irreparable.
No se puede responder que en la hipótesis evolucionista Adán y Eva habrían nacido de una misma pareja animal anterior. Ante todo, esta respuesta no satisfaría a los antievolucionistas (creacionistas). Y además Adán y Eva habrían procedido de la misma pareja evolucionada anteriormente como animales —habiéndose tenido luego que infundir el alma— y no como hombres, y continuaría la cisura original.
En cambio, así se afirma espléndidamente la unidad. Asimismo, el hecho de haber tomado un trozo de carne viva precisamente del costado de Adán, es simbólicamente como haber hecho salir la compañera de su vida del corazón.
El hombre amará a la mujer como a parte suya y la mujer se apoyará en él como en su cabeza.
Es lo que Adán magistralmente entendió y dijo cuando Dios le presentó la compañera de su vida: «Esto es hueso de mis huesos y carne de mi carne. Llamarse ha, pues, hembra, porque del hombre ha sido sacada.» (Génesis, II, 23) Pero para captar todo el valor de la frase es necesario pensar que en hebreo el sexo femenino respecto al masculino se expresa con la misma palabra terminada en femenino. Es como si Adán hubiese dicho: «Se llamará hombra, porque del hombre ha sido sacada.» La unidad se subraya perfectamente. De un modo análogo los latinos junto al nombre vir para nombrar al esposo tenían vira para nombrar a la esposa.
Asimismo San Pablo en este sentido real y no metafórico se refiere al hecho en la primera a los Corintios: «El varón..., pues él es la imagen y gloria de Dios; mas la mujer es la gloria del varón. Que no fue el hombre formado de la hembra, sino la hembra del hombre» (XI,7-8). Cuando luego místicamente señala en la unión matrimonial la imagen de la unión de Cristo con la Iglesia, nacida de Él, es también aquel hecho real primordial el que confiere a la imagen su más expresivo valor. (Efesios, V, 23-32)
Y creo que ningún alma pensadora que medite el último acto de la pasión de Jesús —la lanzada que le atravesó el costado, haciendo brotar de él sangre y agua— reflexionando en el conocido simbolismo de la Iglesia nacida del corazón de Cristo podrá olvidar el nacimiento de Eva del costado del primer Adán. Así salía la Iglesia del costado del nuevo Adán.
Ahora podéis juzgar, señor L. T. y amigos lectores, si se trata de puerilidades o de cosas profundas. Son puerilidades para los superficiales, pero cosas importantísimas para las personas reflexivas.
BIBLIOGRAFIA
Bibliografía de las consultas 18 y 19.
E. Mangenot: Eva, DThC., V, páginas 1.640-55 ;
V. M. Jacono: Eva, EC., V, págs. 874-5;
Galbiati-Piazza: Pagine difficili della Bibbia, Milán, 1955;
Ch. Hauret: Origini dell'Universo e dell'uomo secondo la Bibbia, Turín, 1953.
37
EL DEMONIO CON EL TRIDENTE EN LA CALDERA ARDIENTE
¿Un buen católico está obligado a creer... que en el infierno están los demonios con un tridente y que en él hay llamas? (L. T.—Roma.)
Dos palabras sobre el tridente y luego pasamos al fuego, que es el tema más... candente. De intento los he reunido en el título, incluso porque riman.
Casi me he arrepentido de haber antes desvalorizado la historia del tridente. Pero ¿sabe usted que, en cambio, es una imagen precisamente bien hallada? Ciertamente, no querréis de ningún modo preguntarme, ilustres lectores, ¡qué longitud tiene el mango y si por casualidad tiene cuatro puntas en lugar de sólo tres! Podemos prescindir de ello... En resumen; es claro que se trata de una metáfora.
Es certísimo, sin embargo, que los condenados se encontrarán allí un día con el alma unida de nuevo al cuerpo, y el castigo recaerá sobre la una y el otro, puesto que con la una y el otro (Más exactamente con las facultades de la una y del otro con que los pecadores y, por tanto, no su alma ni su cuerpo, sino ellos. compuestos de organismo y alma, cometieron el pecado eo la tierra. Nota del traductor) cometieron el pecado en la tierra; justicia perfecta. ¿Qué imagen más adecuada para expresar la aguijada del inexhausto y penetrante dolor, como un despiadado tridente? Es más, metafóricamente hablando, la imagen se ajusta solamente al alma. El «gusano» que roe, que muerde, penetrando cada vez más y sin detenerse jamás, expresa un concepto del todo semejante: «Donde el gusano que les roe nunca muere, ni el fuego jamás se apaga» (Marcos, IX, 47; véase Isaías, 66, 24).
Si en lugar del tridente se quisiese pensar en el garfio dilacerador de Dante, hágase también: «... y le cogió el brazo con el garfio, tanto que, desgarrando, arrancó de él un músculo» («Infierno», XXII, 71-72); o también en los filos de la tremenda espada en el noveno círculo: «Un diablo está aquí dentro que separa de allí —tan cruelmente al golpe de la espada— lanzando a cada cual de esta ralea» (XXVIII, 37-39).
Nada hay de pueril en todo esto sino sabio esfuerzo de imaginación para ayudarnos a comprender la grandeza de un tormento que supera, en realidad, a cuanto se imagine.
Diversa y mucho más exacta es la imagen del fuego. El cual no es una metáfora.
Es verdad que la pena de «daño» a saber la pérdida de Dios es la mayor del infierno, pero la pena de «sentido» —para el hombre que pecó con el alma y con el cuerpo (Más exactamente, como se dijo en la nota anterior, con las facultades o potencias de estos dos componentes del hombre que no son instrumentos suyos, pero proporcionan al hombre para que le sirvan de instrumentos sus facultades propias. Nota del traductor) —no puede dejar de ser proporcionalmente enorme. Y el fuego—bastante más que la metáfora del tridente y de los garfios— indica el tormento que penetra en todo el organismo y que en lugar de atenuarse está fomentado por la masa del mismo organismo.
Ciertamente, debe ser un fuego especial y milagroso, dado que se destina a atormentar también, es más, antes que a nadie, a los demonios que son espíritus y a las almas antes de volverse a unir al cuerpo: «Destinado para el diablo y sus ángeles» (Mateo, XXV, 41). E incluso en lo tocante al organismo tendrá el poder tremendo de atormentar sin consumir.
Sin embargo, se debe hablar de un fuego verdadero y no metafórico, como prueban las divinas palabras de Jesús.
Indudablemente, la reacción instintiva de nuestro entendimiento ante estas afirmaciones es de incredulidad, como siempre que se habla de un mundo no experimentado y tan diferente del modo actual de vida.
Es una reacción psicológica comprensible, pero no razonable. Le falta toda justificación objetiva en cuanto se haya comprendido la indiscutible realidad de las enormes penas del infierno (véase la respuesta anterior, número 12).
Es el dulce Maestro quien, precisamente porque nos ama infinitamente y quiere que las huyamos, nos las describe con un verismo impresionante y habla y vuelve a hablar del «lugar de tormentos», del «crujir de dientes», del «gusano roedor», del «fuego inextinguible». Citaré aquí sólo algunas frases que se refieren al fuego. Comienza el Precursor, San Juan Bautista: «Todo árbol que no produce buen fruto será cortado y echado al fuego» (Mateo, III, 10); «Limpiará perfectamente su era...; mas las pajas quemarálas en un fuego inextinguible» (id., III, 12). Y oigamos a Jesús: «... será reo del fuego del infierno» (Mateo, V, 22; véanse V, 29-30; X, 28, etc.); «todo árbol que no da buen fruto será cortado y echado al fuego» (Mateo, VII, 19); «coger primero la cizaña —o sea los hijos del demonio— y haced gavillas de ella para el fuego» (id., XIII, 30); «enviará el Hijo del hombre a sus ángeles, y quitarán de su reino a todos los escandalosos y a cuantos obran la maldad; y los arrojarán en el horno del fuego; allí será el llanto y el crujir de dientes» (id., XIII, 41-42); «más te vale entrar en la vida manco o cojo, que con dos manos o dos pies ser precipitado al fuego eterno» (id., XVIII, 8); y lo repite un versículo después: «... al fuego inextinguible..., donde el gusano que les roe nunca muere, ni el fuego jamás se apaga» (Marcos, IX, 42-47).
En la parábola del rico epulón, Jesús pone en su boca este tremendo clamor: «Envíame a Lázaro, para que, mojando la punta de su dedo en agua, me refresque la lengua, pues me abraso en estas llamas» (Lucas, XVI, 24). Y además: «Apartaos de mí, malditos: al fuego eterno, que fue destinado para el diablo y sus ángeles» (Mateo, XXV, 41); «El que no permanece en mí, será echado fuera como el sarmiento, y se secará, y le cogerán y arrojarán al fuego y arderá» (Juan, XV, 6). San Juan, en el Apocalipsis, proclama para quien haya servido al demonio en lugar de a Dios: «Ha de ser atormentado con fuego y azufre a vista de los ángeles santos, y en la presencia del Cordero; y el humo de sus tormentos estará subiendo por los siglos de los siglos, sin que tengan descanso ninguno de día ni de noche, los que adoraron la bestia...» (Apocalipsis, XIV, 10-11); la Babilonia del pecado «será abrasada del fuego» (id., XVIII, 8); «y el humo de ella está subiendo por los siglos de los siglos» (id., XIX, 3); «entonces fue presa la bestia, y con ella el falso profeta... Estos dos fueron lanzados vivos en un estanque de fuego que arde con azufre» (id., XIX, 20); «y el diablo... fue precipitado en el estanque de fuego y azufre, donde también la bestia y el falso profeta serán atormentados dia y noche por los siglos de los siglos» (id., XX, 9-10); «el que no fue hallado escrito en el libro de la vida fue asimismo arrojado en el estanque de fuego» (id., XX, 15).
¿Y si fuesen —pensará alguno— expresiones sólo metafóricas? Y bien, ¿qué atenuación habría en ello? Siempre quedaría algo que atormenta de ese modo. A efectos dolorosamente... prácticos, sería lo mismo. Pero no habiendo razón para interpretar metafóricamente esa repetidísima expresión, es natural tomarla en sentido propio.
¡Terrible! Pero siendo palabra de Dios, infaliblemente verdadera.
Una última observación que puede constituir la confirmación de lo irrazonable de nuestras objeciones, probando su falsa presuposición psicológica.
¿Cuál es el estado de ánimo del que arranca nuestra actitud desconfiada? Un estado de ánimo de superioridad, de mirada a distancia, de adecuada valoración del verdadero mal, de las penas verdaderamente dignas y de los verdaderos valores. Parece como si dijésemos: «el fuego, ¡quita allá!, ¡qué pequeñez, qué puerilidad, la pena debe ser algo mucho mayor! La privación de Dios: ¡ésa sí, es digna de Dios juez y del hombre pecador!» Pero mientras así se habla, cada uno debe confesarse a sí mismo que la repugnancia por el fuego es sensiblemente mayor que la otra, y nos parece —siempre en nuestra espontánea valoración terrena— demasiado cruel para admitirla en Dios.
La objeción, pues, se basa toda ella en un falso estado de ánimo, en una psicología falta de sinceridad, incluso en una contradictoria psicología.
Reconózcase en cambio sinceramente que la pena de sentido no podrá faltar en castigo de un pecado cometido también con los sentidos, y no podrá dejar de tener una intensidad proporcional a todo el nivel de la pena del infierno de la que da alguna idea —pero ciertamente, a priori, inadecuada por ser todo en ese reino inmensamente más intenso— el tormento del fuego, que conocemos en la tierra. Y añádase luego que la pena de daño será todavía mayor...
Casi me he arrepentido de haber antes desvalorizado la historia del tridente. Pero ¿sabe usted que, en cambio, es una imagen precisamente bien hallada? Ciertamente, no querréis de ningún modo preguntarme, ilustres lectores, ¡qué longitud tiene el mango y si por casualidad tiene cuatro puntas en lugar de sólo tres! Podemos prescindir de ello... En resumen; es claro que se trata de una metáfora.
Es certísimo, sin embargo, que los condenados se encontrarán allí un día con el alma unida de nuevo al cuerpo, y el castigo recaerá sobre la una y el otro, puesto que con la una y el otro (Más exactamente con las facultades de la una y del otro con que los pecadores y, por tanto, no su alma ni su cuerpo, sino ellos. compuestos de organismo y alma, cometieron el pecado eo la tierra. Nota del traductor) cometieron el pecado en la tierra; justicia perfecta. ¿Qué imagen más adecuada para expresar la aguijada del inexhausto y penetrante dolor, como un despiadado tridente? Es más, metafóricamente hablando, la imagen se ajusta solamente al alma. El «gusano» que roe, que muerde, penetrando cada vez más y sin detenerse jamás, expresa un concepto del todo semejante: «Donde el gusano que les roe nunca muere, ni el fuego jamás se apaga» (Marcos, IX, 47; véase Isaías, 66, 24).
Si en lugar del tridente se quisiese pensar en el garfio dilacerador de Dante, hágase también: «... y le cogió el brazo con el garfio, tanto que, desgarrando, arrancó de él un músculo» («Infierno», XXII, 71-72); o también en los filos de la tremenda espada en el noveno círculo: «Un diablo está aquí dentro que separa de allí —tan cruelmente al golpe de la espada— lanzando a cada cual de esta ralea» (XXVIII, 37-39).
Nada hay de pueril en todo esto sino sabio esfuerzo de imaginación para ayudarnos a comprender la grandeza de un tormento que supera, en realidad, a cuanto se imagine.
Diversa y mucho más exacta es la imagen del fuego. El cual no es una metáfora.
Es verdad que la pena de «daño» a saber la pérdida de Dios es la mayor del infierno, pero la pena de «sentido» —para el hombre que pecó con el alma y con el cuerpo (Más exactamente, como se dijo en la nota anterior, con las facultades o potencias de estos dos componentes del hombre que no son instrumentos suyos, pero proporcionan al hombre para que le sirvan de instrumentos sus facultades propias. Nota del traductor) —no puede dejar de ser proporcionalmente enorme. Y el fuego—bastante más que la metáfora del tridente y de los garfios— indica el tormento que penetra en todo el organismo y que en lugar de atenuarse está fomentado por la masa del mismo organismo.
Ciertamente, debe ser un fuego especial y milagroso, dado que se destina a atormentar también, es más, antes que a nadie, a los demonios que son espíritus y a las almas antes de volverse a unir al cuerpo: «Destinado para el diablo y sus ángeles» (Mateo, XXV, 41). E incluso en lo tocante al organismo tendrá el poder tremendo de atormentar sin consumir.
Sin embargo, se debe hablar de un fuego verdadero y no metafórico, como prueban las divinas palabras de Jesús.
Indudablemente, la reacción instintiva de nuestro entendimiento ante estas afirmaciones es de incredulidad, como siempre que se habla de un mundo no experimentado y tan diferente del modo actual de vida.
Es una reacción psicológica comprensible, pero no razonable. Le falta toda justificación objetiva en cuanto se haya comprendido la indiscutible realidad de las enormes penas del infierno (véase la respuesta anterior, número 12).
Es el dulce Maestro quien, precisamente porque nos ama infinitamente y quiere que las huyamos, nos las describe con un verismo impresionante y habla y vuelve a hablar del «lugar de tormentos», del «crujir de dientes», del «gusano roedor», del «fuego inextinguible». Citaré aquí sólo algunas frases que se refieren al fuego. Comienza el Precursor, San Juan Bautista: «Todo árbol que no produce buen fruto será cortado y echado al fuego» (Mateo, III, 10); «Limpiará perfectamente su era...; mas las pajas quemarálas en un fuego inextinguible» (id., III, 12). Y oigamos a Jesús: «... será reo del fuego del infierno» (Mateo, V, 22; véanse V, 29-30; X, 28, etc.); «todo árbol que no da buen fruto será cortado y echado al fuego» (Mateo, VII, 19); «coger primero la cizaña —o sea los hijos del demonio— y haced gavillas de ella para el fuego» (id., XIII, 30); «enviará el Hijo del hombre a sus ángeles, y quitarán de su reino a todos los escandalosos y a cuantos obran la maldad; y los arrojarán en el horno del fuego; allí será el llanto y el crujir de dientes» (id., XIII, 41-42); «más te vale entrar en la vida manco o cojo, que con dos manos o dos pies ser precipitado al fuego eterno» (id., XVIII, 8); y lo repite un versículo después: «... al fuego inextinguible..., donde el gusano que les roe nunca muere, ni el fuego jamás se apaga» (Marcos, IX, 42-47).
En la parábola del rico epulón, Jesús pone en su boca este tremendo clamor: «Envíame a Lázaro, para que, mojando la punta de su dedo en agua, me refresque la lengua, pues me abraso en estas llamas» (Lucas, XVI, 24). Y además: «Apartaos de mí, malditos: al fuego eterno, que fue destinado para el diablo y sus ángeles» (Mateo, XXV, 41); «El que no permanece en mí, será echado fuera como el sarmiento, y se secará, y le cogerán y arrojarán al fuego y arderá» (Juan, XV, 6). San Juan, en el Apocalipsis, proclama para quien haya servido al demonio en lugar de a Dios: «Ha de ser atormentado con fuego y azufre a vista de los ángeles santos, y en la presencia del Cordero; y el humo de sus tormentos estará subiendo por los siglos de los siglos, sin que tengan descanso ninguno de día ni de noche, los que adoraron la bestia...» (Apocalipsis, XIV, 10-11); la Babilonia del pecado «será abrasada del fuego» (id., XVIII, 8); «y el humo de ella está subiendo por los siglos de los siglos» (id., XIX, 3); «entonces fue presa la bestia, y con ella el falso profeta... Estos dos fueron lanzados vivos en un estanque de fuego que arde con azufre» (id., XIX, 20); «y el diablo... fue precipitado en el estanque de fuego y azufre, donde también la bestia y el falso profeta serán atormentados dia y noche por los siglos de los siglos» (id., XX, 9-10); «el que no fue hallado escrito en el libro de la vida fue asimismo arrojado en el estanque de fuego» (id., XX, 15).
¿Y si fuesen —pensará alguno— expresiones sólo metafóricas? Y bien, ¿qué atenuación habría en ello? Siempre quedaría algo que atormenta de ese modo. A efectos dolorosamente... prácticos, sería lo mismo. Pero no habiendo razón para interpretar metafóricamente esa repetidísima expresión, es natural tomarla en sentido propio.
¡Terrible! Pero siendo palabra de Dios, infaliblemente verdadera.
Una última observación que puede constituir la confirmación de lo irrazonable de nuestras objeciones, probando su falsa presuposición psicológica.
¿Cuál es el estado de ánimo del que arranca nuestra actitud desconfiada? Un estado de ánimo de superioridad, de mirada a distancia, de adecuada valoración del verdadero mal, de las penas verdaderamente dignas y de los verdaderos valores. Parece como si dijésemos: «el fuego, ¡quita allá!, ¡qué pequeñez, qué puerilidad, la pena debe ser algo mucho mayor! La privación de Dios: ¡ésa sí, es digna de Dios juez y del hombre pecador!» Pero mientras así se habla, cada uno debe confesarse a sí mismo que la repugnancia por el fuego es sensiblemente mayor que la otra, y nos parece —siempre en nuestra espontánea valoración terrena— demasiado cruel para admitirla en Dios.
La objeción, pues, se basa toda ella en un falso estado de ánimo, en una psicología falta de sinceridad, incluso en una contradictoria psicología.
Reconózcase en cambio sinceramente que la pena de sentido no podrá faltar en castigo de un pecado cometido también con los sentidos, y no podrá dejar de tener una intensidad proporcional a todo el nivel de la pena del infierno de la que da alguna idea —pero ciertamente, a priori, inadecuada por ser todo en ese reino inmensamente más intenso— el tormento del fuego, que conocemos en la tierra. Y añádase luego que la pena de daño será todavía mayor...
BIBLIOGRAFIA
Bibliografía de la consulta 12. En especial:
M. Richard: Nature des peines de l'enfer, DThC., V, págs. 103-13;
P. Bernard: Nature des peines de l'enfer, DAFG., I, págs. 1.381-9;
A. Piolanti: Natura delle pene dell'inferno, EC., VI, págs. 1.945-47.
Pier Carlo Landucci
CIEN PROBLEMAS SOBRE CUESTIONES DE FE
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