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martes, 1 de octubre de 2013

¿EL GRAN ESCOLIO DEL CELIBATO ECLESIASTICO?

CIEN PROBLEMAS SOBRE CUESTIONES DE FE
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 EL GRAN ESCOLIO DEL CELIBATO ECLESIÁSTICO
El celibato impuesto al sacerdocio, ¿nace de un precepto o de una costumbre? Y ¿por qué la Iglesia católica lo considera necesario, mientras puede ser razón de caídas que tal vez podría evitar quien pudiera crearse una familia legitima? (M. G.—Roma.)

     Agradezco al objetante M. G. la ocasión que me ofrece de decir con claridad una palabra sobre el tema vital que tanto interesa al mundo laico de hoy.
     ¿El mundo laico?
     ¡No os sorprenda, queridos lectores! Para la enorme mayoría del clero, enamorado de sus propios ideales, el problema se halla resuelto con el impulso de la generosidad y con la devota confianza en las sagradas leyes canónicas. Son los laicos quienes —amigos o enemigos— se interesan hoy tanto por el clero y se quedan estupefactos o desconfiados ante el misterio de la sagrada vida de célibes.
     No han faltado los «preceptistas», en los dos sentidos opuestos. Hay quienes, en el campo protestante, cuando San Pablo dice que los obispos, presbíteros y diáconos deben ser elegidos entre quienes «sean esposos de una sola mujer» (1 Timoteo, 3, 2-12; Tito, 1, 6), ven ahí un precepto dado al clero de casarse. Sin darse cuenta de que esto pondría a San Pablo en contradicción con el sagrado celibato escogido por él, magnificado y prudentemente aconsejado (véase 1 Corintios, 7, 7 y 32-35) y con el privilegiado consejo de Jesús: «Eunucos hay que se castraron a sí mismos por amor del reino de los cielos. Aquel que puede ser capaz de eso, séalo» (Mateo, 19, 12). La susodicha norma de San Pablo, por tanto, en lugar de en sentido imperativo, se entiende en sentido restrictivo, esto es, como prohibición de aspirar a los órdenes sagrados a los que hayan, aunque legítimamente, pasado a segundas nupcias.
     Hubo, al contrario, quien quiso afirmar la existencia de una ley del celibato de origen apostólico, mientras es históricamente cierto que en los primeros siglos se reconocía al clero el derecho de vivir en estado de matrimonio, como lo prueban las mismas susodichas normas de San Pablo.
     En realidad, no se trata sino de un consejo evangélico, abrazado, según deseos del Corazón divino, por la totalidad de los Apóstoles —que o no abrazaron jamás, o abandonaron, como San Pedro, la vida conyugal— y poco a poco del clero mejor, hasta constituir la más noble costumbre y llegar a ser al fin ley canónica. Y es significativo el diverso desarrollo de la costumbre y de la ley en Oriente y en Occidente. En Oriente, donde era más sensible la influencia seglar imperial, quedó franca toda posibilidad de estado de matrimonio. En Occidente, el precepto del celibato llegó a ser más completo.
     Aun sin pretensión alguna de erudición, os agradaría, preclaros lectores, que os recordase que la primera ley occidental que se conoce, de la continencia absoluta, es del Concilio de Elvira (Granada) hacia el 300, y que la larga serie de intervenciones papales, cada vez más favorables al estado de celibato obligatorio, tuvo su coronación en el Primer Concilio Lateranense, reunido por Calixto II (1123), en el que se extendió la ley de la invalidez del matrimonio a los subdiáconos Inclusive, ley confirmada por el II Concilio Lateranense (1139) y por Alejandro III en 1180.
     Desde entonces las sagradas órdenes han estado para siempre Indisolublemente unidas al celibato.
     Humanamente hablando, hay, sin duda, para quedarse pensativo. Puede parecer extraña esta progresiva intervención de la Iglesia para estrechar a su clero con las cadenas de oro de lo que no era más que un libre consejo evangélico, chocando así contra tan potentes inclinaciones naturales y desafiando a lo largo de los siglos las más obstinadas resistencias teóricas y prácticas. Bastaría pensar que en el siglo XI hubo un obispo, enemigo del celibato, que llegó incluso a recopilar y fraudulentamente atribuir al obispo San Ulrico de Augusta (muerto en 973) un libelo contra el celibato. Y ¿de dónde sacó el monje Lutero los íntimos impulsos de su trágica rebelión (y tanta parte de su poder de proselitismo), sino de no sufrir (él y otros) la continencia prometida? Sus confesiones sobre la dilacerante mordedura de su propia carne son explícitas: «Me' abraso con el gran fuego de mi indómita carne» (a Melachton, 13 de julio de 1521). Impresionante es el episodio de Pio IV, ante el hecho consumado, para curar de algún modo la sangrienta herida protestante y bajo la infalible presión de los emperadores seglares, pensó seriamente en una transitoria dispensa del celibato en favor de aquel clero alemán; pero cuando menos pensaba le sobrevino la muerte, y su sucesor, San Pío V, no pensó más en ello.
     Desde un punto de vista de prudencia humana habría parecido tanto más natural que la Iglesia condescendiese en ese punto, concediendo el elegir el estado corriente de vida, bendecido también por el Señor, y de ese modo facilitase el reclutamiento de sus sacerdotes y su régimen de vida.
     Pero el error está precisamente en mirar con mirada humana lo que, en cambio, debe considerarse con mirada divina. O, si se quiere, el error consiste en reducir a problema de facilidad lo que es, en cambio, problema de nobleza, de altura de vida; en reducir a un problema negativo y restringido de apartamiento del pecado, lo que, en cambio, se considera en relación con la positiva entrega al apostolado.
     La Iglesia, intérprete de los deseos de Cristo, no trata de facilitar la vida del clero, sino de acomodarla a la sublimidad de su vocación y de su misión, la cual exige la donación total y la exclusiva orientación de las preocupaciones hacia Dios y las amas. Lo cual, según la susodicha enseñanza de San Pablo, es incompatible —para su total realización— con el estado de matrimonio que implica la división del corazón y de las preocupaciones entre Dios y la familia de la tierra.
     El celibato eclesiástico es un «si» de íntima y total entrega al divino Esposo, realizada bajo el impulso de las gracias especiales de la vocación.
     Ni debe temerse que aleje a los fieles, creando una especie de separación de su experiencia de vida, porque, al contrario, por la fascinación misma de la virginidad, los lleva a venerar el sacerdocio y a una mayor confianza en quien aun estando en contacto con el mundo goza de la superior imparcialidad que se sigue de vivir por encima del mundo; y además lo alienta a la lucha contra los sentidos, propia del estado mismo conyugal, por el ejemplo vivido de la superior victoria virginal del sacerdote.
     Pero, aun humanamente hablando, habrá que hacer unas advertencias prácticas.
     Que el celibato implique, en general, un régimen de vida más mortificado, es cierto. Pero que ponga en mayor peligro de pecar no es verdad. El desprendimiento claro y generoso -llevado a cabo con la ayuda de las gracias especiales sacerdotales— de la esfera de los sentidos, facilita en muchos aspectos la victoria.
     Y, por otra parte, todos saben qué difícil puede ser en ciertos casos la lucha de la castidad en el estado de matrimonio; si no por otra cosa, por los gravísimos problemas vinculados a la santa multiplicación de la prole.

BIBLIOGRAFIA
Código de Derecho Canónico, cánones 132, § 1, y 1.072; 
Pío XI: Encíclica Ad catholici sacerdotii, 20 de diciembre de 1935 («Acta Apostolicae Sedis», 28, 1936, págs. 5-53); 
Pío XII, Exhortación Mentí nostrae, 23 de septiembre de 1950 («Acta Apostolicae Sedis», 42, 1950, páginas 657-702), núm. 21; 
G. de Maistre: Il Papa, III, pág. 3; 
D. Caracciolo de T.: Il celibato ecclesiastico (studio storico e teologico), Roma, 1912; 
T. Veggian: Il celibato ecclesiastico, Vicenza, 1914; 
L. Soremin: Appunti di morale professionale per i medici, Roma, 1947, págs. 391-8; 
E, Vacandart: Célibat ecclésiastique, DThC.', II, páginas 2.068-88; 
A. Auffroy: Sacerdoce et célibat, DAFC., IV, páginas 1.040-62; 
M. Scaduto: Celibato ecclesiastico, EC„ m, pgs. L261-65.
Pier Carlo Landucci
CIEN PROBLEMAS SOBRE CUESTIONES DE FE

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