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martes, 1 de octubre de 2013

LA MADRE DEL MUNDO

María, Madre del Mundo porque gracias a su mediación son todas las cosas "recreadas", ennoblecidas, perfeccionadas.

     I. Queda por aclarar esta cuestión: si la maternidad de María, que comprende todos los órdenes de criaturas racionales, sean hombres o puros espíritus, extiende más allá sus límites y llega hasta los seres privados de inteligencia, hasta el mundo de la materia. Evidentemente que no se puede tratar de una maternidad propiamente dicha, ni siquiera una maternidad que consista en cooperar de cualquier manera a la comunicación de la vida divina propia de los hijos de adopción. Ni Dios ni María pueden tener hijos adoptivos fuera de la naturaleza racional, puesto que toda otra criatura es radicalmente incapaz de recibir el ser de la gracia y el ser de la gloria. La cuestión presente se reduce, pues, a inquirir si el mundo material ha recibido tales bienes por el ministerio de María, que se pueda decir que es su Madre en sentido impropio, como guardada la debida proporción, en la Escritura se llama a Dios padre del mundo porque ha sido su Creador (Véase Job., XXXVIII, 8).
     Sobre este punto no hay controversia ni disentimiento alguno entre los doctores. La Madre de Dios, nuestra Madre, es también la Madre de todas las cosas creadas, la Madre del mundo. Y he aquí las hermosas consideraciones con las cuales el discípulo de San Anselmo, tantas veces nombrado en esta obra, pone en evidencia este título y las razones que le sirven de fundamento.
     Comienza su estudio echando una ojeada sobre el origen de las cosas: cómo Dios produjo todas las criaturas en el cielo y en la tierra para el hombre y para gloria de su propia bondad; cómo el hombre, la más noble entre las naturalezas salidas de la mano del Creador, se rebeló contra el Dueño universal de los seres y perdió en el acto mismo, en castigo de su crimen, las prerrogativas de gracia de que había sido primitivamente investido; cómo, en fin, su rebelión y su caída introdujeron el desorden en él mismo y entre todos los seres de la creación.
     "En efecto, además de la confusión que produjo en el concierto de su obediencia la presencia del gran rebelde, ésas obras de Dios, la tierra, los animales, el cielo, los astros sufrían una humillación más vergonzosa todavía. Era el verse obligadas a prestar sus servicios a aquel para el cual sabían muy bien que no habían sido hechas. Porque habían sido criadas por Dios para utilidad del hombre justo y no para provecho del hombre injusto y rebelde que las dominaba entonces; humillación tanto más sensible cuanto que debían servir continuamente a quien continuamente ofendía a su Dios. Ahora bien, este estado de inicua sujeción duró hasta la llegada en carne de Aquella de quien hablamos, esto es, de la Santísima Virgen María. Pero cuando Ella apareció en el mundo y dió su carne al Hijo de Dios; cuando la naturaleza humana hubo recobrado su dignidad primera en el Dios que nacía para ser uno de nosotros, la confusión de los seres terminó, el peso de injusticia que pesaba sobre ellos se aligeró de tal modo que comenzaron a recuperar la libertad que tenían cuando su creación primera.
     "Y, cierto, no es maravilla si la naturaleza, cuya libertad, según la ley de su origen, era obedecer a Aquel de quien sabía que había sido creado a imagen de Dios, no tuvo ya por yugo de ignominiosa servidumbre la obligación de obedecer al hombre, cuando volvió a ver en él, reparada por la gracia y por las obras santas, la semejanza del Creador, desfigurada hasta entonces por el pecado" (
Eadmer, de Excellentia B. M., c. 10. P. L., CLIX. 576, sq.).
     He aquí la inestimable ventaja que la creación material ha recibido de Dios por mediación de María. De hoy en adelante ya no está envilecida por la necesidad de servir a un rebelde, a un caído. Sirve aún, esa es su condición; pero sirve a una humanidad reparada; mejor todavía, tiene por Rey a un Hombre-Dios. Eadmer, después de estas primeras consideraciones, vuelve al asunto desde otro punto de vista:
     "Estudiemos, si os place, continúa, pero de otra manera, cómo toda criatura ha sido hecha para utilidad del hombre; cómo por consecuencia del pecado del primer hombre esta utilidad se disminuyó en cierto modo; cómo, en fin, gracias a la Santa Madre de Dios, la Virgen María, la creación ha vuelto al primer honor de su provecho. El hombre... había sido creado por Dios para mirar constantemente con el ojo de la contemplación la inefable belleza de su Autor. Pero porque el Creador es un espíritu sin límites y ninguno de los que están aún aprisionados por la carne puede elevarse hasta ver cómo es en Sí misma la grandeza admirable de la divinidad, plugo a Dios desplegar ante las miradas del hombre el espectáculo del mundo sensible, a fin de que la vista de sus bellezas lo llevase hasta el conocimiento de las perfecciones invisibles.
     "Pero después del pecado de los primeros hombres, la raza humana, dejándose tiranizar por los deseos de su corazón, se arrastró por los vicios, y desde aquel momento no fué ya solamente la contemplación del Creador la que se desvaneció en ella, sino también la saludable meditación del orden admirable que reina entre las cosas creadas.
     "Ya veis por aquí cómo la dignidad de la naturaleza material naufragó por consecuencia de la caída de la naturaleza humana. Las criaturas debían ser como una escala que permitiese al hombre subir hacia su común autor, llevándole la consideración de la naturaleza al conocimiento de los esplendores divinos. Y esta dignidad la perdieron desde el momento que nadie había para hacer de ellas uso tan provechoso. Pérdida lamentable que perseveró hasta el día en que el Cordero de Dios, que destruye los pecados del mundo, hizo en él su aparición por ministerio de María. Entonces, en efecto, el hombre fué llevado de nuevo al conocimiento de Dios gracias al Cordero, y, al mismo tiempo, las demás criaturas volvieron a su condición primera y fueron restablecidas en su honor antiguo.
     "Ahora bien, ¿a quién imputaremos este gran bien sino a Aquella cuyo seno virginal introdujo en el mundo a Cristo, Salvador de la Naturaleza humana, y, por consiguiente, Reparador de los privilegios de toda criatura. Que aquel, pues, que nos ha seguido en esta meditación estime y pondere todo lo que la criatura inteligente o privada de razón debe a esta Sacratísima Virgen.
     "Porque, en fin, lo repetimos, todas las cosas que Dios hizo al principio, tan buenas y tan llenas de utilidad, decayeron de su estado primitivo, como lo hemos demostrado, y no volvieron a él sino por esta felicísima Virgen. De igual modo, por consiguiente, que Dios creando todos los seres con su omnipotencia y ordenándolos con una admirable sabiduría es el Padre y el Señor universal de ellos, así la Santísima Virgen, concurriendo con sus méritos a repararlos, es la Madre y la Señora de todas las cosas...
     "De igual modo, además, que Dios ha engendrado de su substancia a Aquel por el cual ha dado el sér a todas las criaturas, así María ha engendrado de su carne Aquel que debía restablecerlas en la gloria de su condición primera. Por fin, de igual modo que especie alguna de seres existe, si el Hijo de Dios no lo ha hecho, así nada puede escaparse de la ley de una justa condenación, como no sea libertado por el Hijo de María.
     "¿Quién habrá, pues, que pesando cuidadosamente todas esas cosas con un sentir recto y un corazón sincero, no perciba plenamente la excelencia de esta Virgen por quien la naturaleza de las cosas ha recobrado bienes inestimables, por quien el mundo ha recibido la gracia insigne de ser levantado de una caída tan profunda?".

     II. Aquí se detiene Eadmer. Pero hubiera podido, sin perjuicio de la verdad, llevar más lejos estas hermosas consideraciones. El mundo material, en efecto, no ha alcanzado aún el apogeo de la gloria a la cual debe llegar, gracias a la Encarnación del Verbo, y, por consiguiente, gracias a María, su Madre. La Sagrada Escritura nos lo representa gimiendo y sufriendo todavía como con dolores de parto en la espera de la completa adopción de los hijos de Dios (Rom., VIII, 22 sq.).
     Pero cuando la adopción sea consumada, es decir, cuando el número de elegidos sea completo y venga la glorificación final, entonces, según la promesa del Señor, la morada actual de la humanidad regenerada será transformada como ellos. "Habrá nuevos cielos y nueva tierra, donde no habitará sino la justicia"
(II Petr., III, 13), y la naturaleza toda resplandecerá con bellezas, que ni aun en su principio y en el estado de la inocencia había jamás ni conocido, ni sospechado siquiera. Y esta renovación admirable será, como Aquel que la ha preparado, obra de María por Jesús; tan cierto es que merece justamente este hermoso nombre de Madre del mundo.
     El discípulo era, en las páginas que acabamos de transcribir, eco de su ilustre maestro. Lo prueba el párrafo siguiente, sacado de las Oraciones de San Anselmo: "Los astros, la tierra, los ríos, el día, la noche, todas las cosas, en una palabra, que han sido creadas, sea para obedecer al hombre, sea para servir a sus necesidades, todo esto, ¡oh Señora mía!, se felicita de haber sido restablecido por Ti en su antigua gloria y revestido de una nueva e inefable gracia. Esas criaturas estaban como muertas desde que, habiendo perdido su dignidad nativa, que hacía de ellas las siervas de los siervos de Dios, se habían convertido, por una vergonzosa opresión, en instrumentos deshonrados, puestos al servicio de adoradores de ídolos, para lo cual no habían sido creadas. Vueltas ahora al imperio de los verdaderos adoradores de Dios, y ennoblecidas por el uso que hacen de ellas, es como el gozo de una resurrección. Pero lo que las hace sobre todo estremecerse de alegría inefable es, no sólo el sentir sobre ellas a Dios, su Creador, que las gobierna invisiblemente, sino el ver también en medio de ellas al mismo Dios Creador, descendido visiblemente para santificarlo todo. Ahora bien, ¡oh, María!, todos esos bienes te los deben a Ti gracias al fruto bendito de tus benditas entrañas...
     "¡Sí! La naturaleza entera es la creación de Dios, y Dios mismo es de María. Dios lo ha creado todo, y Dios ha sido parido por María. Dios, que lo ha hecho todo, se ha hecho Él mismo de María, y así es cómo ha rehecho todo lo que había hecho. Quien ha podido hacer de nada todas las cosas no ha querido rehacerlas, después que estaban degradadas, sin María. Dios, pues, es el Padre de las cosas creadas, y María, la Madre de las cosas recreadas. El Padre que ha constituido a toda criatura es Dios, y la Madre que las ha restableció a todas es María. En efecto, Dios ha engendrado a Aquel por quien todo ha sido hecho, sin el cual no existe nada, y María ha dado a luz al mismo por quien todo ha sido salvado, sin el cual no hay nada en orden (bene)" (
Cant., Or. 50 ad S. M. V. P. L. CLVIII, 955, sq.).
     No dejemos sin respuesta una objeción que podría oponerse a las primeras consideraciones de Eadmer. ¿Es verdad que las criaturas deben a María, por Jesús, su Hijo, el haber vuelto de hecho a lo que eran en el principio y en la intención de su Autor, esto es, el libro en que los hombres leen la gloria y las perfecciones de Dios? ¿Ignoráis, pues, el uso que hicieron de ellas, antes de la venida de Cristo y de su Madre, todos los santos de la Ley Antigua para alabar y glorificar las magnificencias divinas? "Los cielos, cantaba David, cuentan la gloria de Dios, y el firmamento rinde testimonio de sus obras" (
Psalm., XVIII, 1).
     Ciertamente, no estamos muy lejos de desconocer el maravilloso lirismo con el cual los profetas han reconocido y celebrado a Dios en sus obras. Sin embargo, hay que observar aquí dos cosas: primera, por muy admirables que parezcan las elevaciones de los profetas contemplando las bellezas invisibles del Creador a través de las obras de sus manos, eran estos fenómenos relativamente raros. Mirad más allá de las fronteras del pueblo escogido, y ¿dónde están aquellos que saben leer el nombre del verdadero Dios en el cielo, abierto como un libro sobre sus cabezas, o en los seres más humildes que pisan sus pies? La Sabiduría, en un capítulo célebre, nos dice bastante claro que, salvo excepciones conocidas sólo de Dios, "no han sabido los hombres elevarse a comprender a Aquel que es por los bienes que parecen; que, considerando las obras, no han conocido quién era el Autor" (
Sap., XIII, 1. sqq.).     Y San Pablo, en su epístola a los romanos, confirma el testimonio de la Sabiduría cuando nos muestra hasta los mismos doctos entre los gentiles que se desvanecen en sus pensamientos, trocando la gloria de Dios incorruptible, por la imagen corruptible de sus criaturas (Rom., I, 21, 23).
     Fijad ahora vuestras miradas en los pueblos donde Jesús y su Madre han establecido su imperio, y decidnos después si el conocimiento de Dios por las criaturas, constatado en las edades antiguas, debe contarse por algo comparado al que nos ha venido, desde el parto virginal de la Virgen Inmaculada, gracias a los torrentes de luz derramados por él en los espíritus y sobre la creación.
     Añadamos otra reflexión no menos decisiva. Este conocimiento mismo de las cosas divinas, sacado de la contemplación de las criaturas o alimentado por esa contemplación, que vemos en la Ley Antigua, ¿de dónde venía sino de la misma fuente en la que nosotros mismos lo bebemos? Cristo y su Madre han brillado sobre el mundo, antes de recibir en él una existencia mortal, así como el sol envía las primicias de su luz a las regiones sobre las cuales no se ha levantado todavía. La gracia de Cristo se ha adelantado a Cristo. De igual modo, por consiguiente, que los hombres fueron santificados antes que la sangre del Calvario hubiese pagado efectivamente el rescate de los culpables, así la luz, de que fué María la fuente dando a luz al Verbo hecho hombre, refluyó sobre los siglos anteriores con menos abundancia, es cierto, pero capaz, no obstante, de iluminar los ojos que no se cerraban obstinadamente ante ella.
     ¿Queréis otra consideración muy apta para poner de relieve la dignidad de que está investida, gracias a la Madre de Dios, la naturaleza humana? Sin recordar el incomparable honor que es para ella cooperar en los sacramentos a la producción de la gracia, a la santificación de los hijos de Dios, no hemos de considerarla sino por el lado que se refiere a la caída original, y aquí también la hallamos admirablemente levantada por la influencia de la Madre de Dios: Porque esta naturaleza se ha convertido en instrumento de la divina misericordia para moldear y pulir, con los sufrimientos que les causa y con los sacrificios cuya materia les presta esas imágenes vivientes del Hijo de Dios que son los Santos. En fin, para no omitir nada, esas criaturas sensibles tienen también la gloria de entrar por la asimilación en la constitución misma de los hijos de Dios, convirtiéndose en carne de su carne y hueso de sus huesos, para ser algún día con ellos participantes de la gloria eterna. ¿Qué más? Aun suben más sus privilegios, porque las vemos, una parte de ellas mismas, concurrir a la formación de la humanidad del Salvador, y, por consiguiente, llegar purificadas y transformadas hasta el sér personal del verbo de Dios, mientras que la universalidad de la creación material, sustraída al imperio tiránico de los demonios, es desde ahora para siempre el templo donde el Verbo hecho hombre es el Sacerdote y el Pontífice. He aquí, a lo menos en resumen, lo que la naturaleza sensible debe a la Encarnación, lo que ha recibido por consiguiente de María, puesto que a Ella debemos este gran misterio.
     ¿Es esto todo? No, porque si queremos tener la plena y total inteligencia de los bienes que el universo material ha recibido de María, debemos contemplarla a Ella misma con su divino Hijo en la cima de la creación, en todo el esplendor y el brillo de su belleza, porque el uno y la otra le pertenecen, con el mismo título que nosotros formamos parte. Ved esa aldea perdida en la soledad; si a ella viene un rey magnífico y fija su morada, acompañado de su madre y de los grandes de su corte, ¡cómo cambia todo en aquel humilde hogar, y qué lujo y esplendor habrá allí en vez de la mísera situación de antes! Pálida imagen de la transformación que se ha hecho en el mundo gracias a la Madre de Dios. De hoy en adelante tiene su Rey, el más glorioso y más victorioso de todos; tiene su Reina, que lleva en su frente la más esplendente corona después de la del Rey; tiene una multitud innumerable de santos, el más hermoso adorno del mundo, cortejo incomparable de la Madre y del Hijo. Después de haber traído al mundo tantos y tan grandes bienes, ¿puédese negar que la Virgen bendita sea saludada por él como su Señora, su Reina y su Madre?
     Por eso no nos asombramos de verle prestar, lleno de gozo, todo lo que hay más precioso, más puro, más fecundo, más hermoso, para simbolizar los atributos de esta divina Virgen. María es la Estrella del Mar que nos guía en medio de las tinieblas y de la tempestad; la aurora que promete el sol; la luna, cuyo pudoroso resplandor nos alumbra de noche; el blanco vellocino sobre el cual cae sin ruido el rocío celestial; el tallo inmaculado de donde sale la flor para siempre bendita que recrea la tierra; es el campo donde nace sin cultivo humano el trigo de Dios; el jardín celestial, la fuente de aguas vivas, la torre de marfil, la puerta del cielo.
     Más adelante, Dios mediante, estudiaremos el uso universal y constante que nuestros Santos Doctores han hecho de estos emblemas, tomados de las cosas de la naturaleza física para alabanza de María.
     No basta a las criaturas insensibles el rendir homenaje y gratitud a su Libertadora plegándose al simbolismo que la glorifica. En otro lugar, en un discurso de Gerson, oímos a la Naturaleza que se ofrecía a adornar a María de todos cuantos tesoros encerraba en riquezas y hermosuras. ¡Sí!, diremos con el piadoso canciller, haced todo lo que podáis por Ella; jamás le pagaréis la milésima parte de lo que recibisteis de Ella. Por muy lejos que lleves, ¡oh, naturaleza!, tus liberalidades, serás vencida. Que no se nos reproche, pues, el prodigar demasiadas flores, adornos y esplendoras para vestir los altares y santuarios de la Madre de Dios. Si las cosas inanimadas pudieran sentir lo que Nuestra Señora ha sido para ellas, su gozo más puro consistiría en estar consagradas a su culto. Porque, de nuevo lo repetimos, Ella es su bienhechora más insigne, y, en un amplio sentido, su Madre.
     Nosotros, que estamos encargados por Dios de llevarlas a su fin, no temamos el que nos culpen jamás de haber abusado de ellas, por haber empleado sus tesoros y sus gracias en glorificar a María. Nos figuramos a los antiguos solitarios hundirse en las regiones más desiertas y construir allí modestos santuarios a la Virgen; los valles, los bosques y los pájaros debieron estremecerse de alegría, dichosos de ofrecer sus retiros, su sombra y sus cantos a la Reina del mundo y de todo cuanto en él se contiene, porque de hoy en adelante su oficio y su destino es honrar, por medio de nosotros, a la común Libertadora y a la Madre universal de todos los seres creados.

     III. Hasta aquí todos los cristianos, doctos y simples fieles, están de acuerdo; pero los primeros se dividen en una cuestión conexa con la precedente. Hay, en efecto, quien no se contenta con saludar en María a la Reparadora del mundo, a la madre de la naturaleza restablecida en su honor antiguo, y aun más glorificada de lo que estuvo en los orígenes de la humanidad. Según ellos, para gloria suya de María, en los primeros designos de Dios fué sacado el mundo de la nada. Ella fué, en el plan divino de la creación de los seres, la primera después de Jesucristo, su Hijo. El pensamiento de estos sabios se resume en estas pocas palabras, atribuidas a San Bernando: "Por Ella ha sido inspirada toda la Escritura; por Ella ha sido hecho todo el mundo".
     Por consiguiente, el universo y todo lo que en él se encierra ha sido querido por Dios para ser, no sólo después de la caída y de la reparación, sino en su estado original, el imperio de Dios hecho hombre y el dote de María. Angeles, hombres, mundos, todo lo han recibido por el Uno y la Otra; de tal modo que no se podría hacer abstracción de la existencia futura de la Madre y del Hijo sin descomponer el proyecto primordial del Arquitecto divino y dar de lado a lo que era razón de todo el edificio. La ausencia de Cristo y de María del mundo hubiera sido el aborto de la creación entera, porque Ellos eran los primeros en el pensamiento divino, los primeros en la voluntad creadora.
     Esta es una opinión que es permitido tener y defender si se la juzga apoyada en un cimiento sólido. El peligro estaría en no dar una idea suficientemente exacta del dogma de la Concepción Inmaculada de María, es decir, eliminar el elemento de preservación que encierra, como si la Santísima Virgen, por razón de la predestinación más alta que la ha hecho Madre de Cristo antes de ser hija de Adán, no hubiera contraído de manera alguna, no ya el pecado original, sino la deuda del pecado. Sin embargo, aun apartando ese peligro, no sabríamos nosotros suscribir esa brillante teoría. Lo que nos aparta de ella son, ante todo, los mismos textos que citábamos hace poco y otros semejantes. María aparece en ellos, no ya simplemente como la Madre de las cosas creadas, sino como la Reparadora, y, por consiguiente, como la Madre del mundo recreado, rehecho, reparado, lo que va diametralmente contra la opinión de la cual nos separamos. Es también pensamiento muy corriente entre los escritores eclesiásticos, que María debe hacer en todo y por todo misericordia, porque no existe sino por los miserables, y que si no hubiera habido pecadores, no hubiera habido tampoco Madre de Dios. Es, por fin, el sentimiento casi unánime de los Padres, según el cual la Encarnación supone el pecado, de tal modo que la razón determinante del misterio sea únicamente la reparación del pecado.
     Por lo demás, les falta mucho a los argumentos alegados por la opinión contraria para que tengan el valor que se les atribuye. El mundo mismo, en la hipótesis de que Jesucristo y su divina Madre no lo hubiesen realzado con su presencia, no hubiera dejado de ser una obra digna del Creador. ¿No es una tesis absolutamente cierta que Dios podía producirlo sin decretar la Encarnación de su Verbo?.
     Y, en la misma hipótesis, Cristo y María no hubiesen dejado tampoco de ser los primeros en el pensamiento divino, porque sin llamarlos a la existencia podía en su infalible sabiduría estimarlos a los dos como una obra que sobrepujaría incomparablemente a toda obra de sus manos. En fin, para no omitir nada, no era una necesidad el hacerles entrar en todos los planes de creación para que fuesen después de Dios, por el hecho mismo de su introducción en el mundo, el fin de los seres creados. Es manifiesto, en efecto, que supuesto el misterio de la Encarnación, esto es, el misterio tal como se ha operado para la salud de los hombres, Cristo, y en un orden inferior la Madre de Cristo, deben tener la primacía sobre toda criatura, y toda criatura debe cantar su gloria (
I Petr., II, 17).
     ¡No! No tenemos que figurarnos un Cristo cuya existencia fuese independiente de la Redención, para representarnos a los felices habitantes del Paraíso yendo del trono del Hijo al trono de la Madre, inclinar sus palmas, arrojar sus coronas y rendir, con el homenaje de la creación entera, el culto de su eterna aleluya, de su gratitud y de su amor.
 
J. B. Terrien S.J.
LA MADRE DE DIOS Y MADRE DE LOS HOMBRES

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