Hijo mío, observa la religión del recuerdo: el recuerdo es también una de las flores hermosas que se abren en las almas buenas.
En nuestro agitado siglo, en que cada uno lucha para sí, muchos corazones, llenos de un empedernido egoísmo, son ingratos sin saberlo.
Ahora es uno indiferente para aquellos a quienes se amaba ayer, y apenas si se recuerdan los nombres de aquellos que uno se había prometido amar eternamente.
Jamás los muertos se han ido tan de prisa y jamás la hierba ha crecido tan rápidamente sobre las tumbas cerradas.
¡Dormid, amigos y bienhechores! ¡Será muy raro que aquellos que habéis colmado de vuestras atenciones y cuidados, vengan a turbar el reposo de vuestras cenizas!
Más todavía: aún se está en plena vida, cuando ya se ha olvidado por completo; y he visto hombres venerables, cuya existencia toda no había sido más que un puro sacrificio, terminar sus días en la más íncomprensible soledad.
Tú amarás a todos aquellos que te han hecho un bien, sea del cuerpo, sea del alma; rogarás a Dios por ellos cada día, y no dejarás nunca de mostrarles, tanto por tus palabras como por tu conducta, la santa fidelidad del recuerdo.
Cuando la ingratitud está en todas partes, es preciso que el agradecimiento encuentre un refugio siquiera en los corazones cristianos.
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