Ya dijimos arriba cómo el rey don Martín murió en el año de 1410. Pues, como no dejase ningún hijo legítimo, porque los tres que tuvo, ya eran muertos, hizo su testamento, en el cual ordenó que le sucediese en los reinos de Aragón y Valencia y los otros estados anejos a ellos aquel a quien los grandes de los mismos reinos y estados juzgasen que se le debían. Como éstos se detuviesen muchos días dando y tomando sobre el negocio y no acabasen de concertarse, antes viniesen en grandes rompimientos y discordias, de donde se siguieron muchas revueltas y la muerte del arzobispo de Zaragoza, determinóse al cabo en los generales parlamentos y juntas, que por bien de paz se escogiesen del reino de Aragón tres personas graves y de mucha experiencia y virtud, y otras tantas del reino de Valencia y tambien de Cataluña, para que determinasen cuál de las partes tenía justicia. Y a quien estos jueces señalasen, fuese habido por rey natural y legítimo. Por parte de Aragón fueron nombrados Domingo Ram, obispo de Huesca, (que después lo fue de Lérida y arzobispo de Tarragona y cardenal de San Sixto), el segundo fue Berenguer de Bardaxi, muy docto jurista, y el tercero Francisco de Aranda, natural de Teruel, donado que entonces era de Porta Coeli; el cual antes de turnar aquel santo estado había sido del consejo de don Pedro IV y don Juan 1, reyes de Aragón. Por parte de Cataluña salieron nombrados don Pedro de Zagarriga, arzobispo de Tarragona y Guillen) de Vallseca y Bernardo Cualbes, doctor en Derechos. Por parte de Valencia fueron escogidos el maestro fray Vicente Ferrer, de quien traíamos en este libro, y don Bonifacio Ferrer, su hermano, General de la Cartuja, y Giner Rabasa. Los pretendientes de esta cátedra sobre la cual los nueve jueces habían de votar eran muchos, pero los que más priesa se daban a negociar eran cuatro: el primero era don Alonso, duque de Gandía, y el segundo don Jaime de Aragón, conde Urgell, entrambos de la casta real de los reyes de Aragón; el tercero era don Fadrique, hijo bastardo del rey don Martín de Sicilia, y nieto del rey don Martín, de cuyo sucesor se trataba. Y el cuarto el infante don Fernando, hijo del rey don Juan I de Castilla y de doña Leonor, que era hermana del rey don Martín de Aragón.
Los nueve jueces se pusieron en la villa de Caspe para tratar de propósito el negocio y oír las partes: las cuales todas enviaron allá sus agentes y procuradores. Ante todas cosas los jueces recibieren a vista de todo el mundo el cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo, porque les diese Dios gracia para acertar en cosa tan grave y dudosa. Y como dice Laurencio Valla, (a quien en esto se debe gran crédito, pues fue muy privado del rey don Alonso V de Aragón y se pudo informar cumplidamente de lo que pasó) por espacio de treinta días oyeron las alegaciones de todas las partes, y consultaban entre sí de lo hacedero. Cuando ya los abogados y embajadores de los pretendicntes no tuvieron más que decir, encerraron a los nueve jueces en el castillo de Caspe, apercibiéndolos que no saldrían de allí hasta que hubiesen declarado la justicia. Allá dentro pasaron entre los jueces muchas disputas y no se acababan de concertar, pero en fin prevaleció la parte de San Vicente. El doctísimo cronista de Aragón, de su majestad, Jerónimo de Zurita, me mostró en Madrid el traslado del proceso que se hizo entonccs, y el primer voto de todos es el de San Vicente, el cual está con estas mismas palabras en latín de escribano:
Ego Frater Vincentius Ferrarii Ordinis Fratrum Praedicatorum, ac in sancta theologia Magíster, unus ex praedictis deputatis: dico iuxta scire et posse meum, quod ínclito et magnifico Domino Ferdinando Infanti Castellae nepoti, net, felicis recordationis Domini Petri Regis Aragonii genitoris excelsae memoriae Domini Regis Martini ultimo defuncti, propinquiori masculo ex legitimo matrimonio procreato, et utrique coniuncto in gradu consanguinitatis, dicti Domini Regis Martini, praedicta parlamenta, subditi ac vasalli Coronae Aragonum, fidelitatis debitum praestare, et ipsum in eorum verum Regem, et Dominum per iustitiam, secundum Deum, et meam conscientiam habere debent, et tenentur. Et in testimonio praemissorum, haec propria manu scribo, et sigillo meo impendente munio.
Luego tras él firman: Domingo Rain, obispo de Huesca; Bonifacio Ferrer, cartujo; Bernardo de Gualbes, Berenguer Bardaxi y Francisco de Aranda; cada uno con solas estas palabras: In ómnibus et per omnia adhaerere voló intcntioni praedicti Domini Magistri Vincentii.
Que quiere decir, en todo y por todo sigo el parecer del Señor maestro Vicente.Pedro Zagarriga dio el voto al conde de Urgel, o al duque de Gandía, asi indeterminadamente.
Guillermo de Vallseca al conde de Urgel. Mas Pedro Bertrán (que fue nombrado juez en lugar de Giner Rabasa) no quiso determinarse en ninguna de las partes.Pues como se acostasen los más al parecer de San Vicente, dentro de muy pocos días, que según Laurencio Valla no pasaron de ocho, la elección salió hecha y se publicó de esta manera, como se puede ver en la historia del rey don Juan a los 163 capítulos. Concertados entre sí los jueces y dada ya la sentencia secretamente entre ellos mismos, mandaron hacer un gran cadalso de madera, el cual cubrieron de muy ricos brocados; cerca de él se hicieron otros asientos, y entapizáronlos muy bien, para que en ellos se sentasen los embajadores y otros caballeros que de diversas partes de Europa se habían juntado a oír la sentencia. Después, el martes siguiente, día del príncipe de los apóstoles San Pedro; siendo ya día claro, para tener la plaza segura llamaron los capitanes de las tres naciones aragonesa, valenciana y catalana con sus soldados, los cuales vinieron muy lucidos, conforme la fiesta requería. Pusiéronse los capitanes cerca del palenque, y cada uno tenía delante de sí su estandarte. Hecho esto, sentáronse en lo más alto del cadalso los jueces, y los embajadores se pusieron en sus lugares. Entonces en un altar que allí habían armado se vistió el glorioso padre San Vicente para decir misa, y la dijo con la devoción que se puede pensar, haciendo gracias a Dios por tan señalado beneficio como había hecho a estos reinos en dar tan buen rey y poner fin a tantos alborotes y guerras, más que civiles, que desde la muerte de don Martín se habían levantado. Después (por no perder su buena costumbre) predicó, y acabado el sermón (como dicen Laurencio Valla y otros) tomó una cédula que le dio el obispo de Huesca y leyóla públicamente. La sentencia dice de esta manera, porque yo tengo un transunto de ella muy antiguo:
Nos Petrus de Zagarriga Archiepiscopus Tarcaconensis, Dominicus Rain Episcopus Oscensis, Bonifacius Ferrer Domnus Cartusiae, Guillelmus de Vallesicca legum Doctor, Frater Vincentius Fetravii, Ordinis Praedicatorum, Magistcr in sancta theologia, Berengarius de Bardachino, Dominus loci de Caydi, Franciscus de Aranda, donatus monasterii Portae Coeli, Ordinis Cartusiae Turolii, Bernardus de Gualbis utriusque inris, et Petrus Bertrandi decretorum doctores, novem videlicet Deputati, vel electi per generalia Parlamenta, etc. Nos igitur dicimus, et publicamus, quod Parlamenta praedicta, et subditi, et vasalli Coronae Aragonum fidelitatis debitum praestare debent et tenentur.
Aquí paró un rato San Vicente, y se detenía adrede, haciendo una digresión mediendo, burlándose (que ansí lo enseña ser lícito la virtud de eutrapelia, cuando se ofrecen algunos casos de gran fiesta y regocijo, según Aristóteles y Santo Tomás) con la gente, que revivia ya por saber el nombre del rey. Y cuanto más se iba allegando al nombre, más se detenía, echando superlativos:
Illustrissimo, ac Excellentissimo et Potentissimo Principi et Domino, Domino Ferdinando Infanti Castellae.
Pagóse bien el pueblo del padre San Vicente, porque en nombrando al electo, fueron tantas las aclamaciones y alegrías de la gente, y la música de trompetas, cornetas y menestriles, y el estruendo de las bombardas y artillerías, que él no pudo decir más palabra: porque fue increíble el gozo que tomaron oyendo nombrar al infante don Fernando; y de cuyas santas y verdaderamente reales costumbres estaban bien informados. Era don Fernando siervo de Dios y muy devoto de Nuestra Señora; y antes de esta elección había hecho una cosa de grande ejemplo para todo el mundo, con la cual confundió de todo punto la soberbia y ambición de muchos príncipes que por sólo reinar posponen todas las leyes de cristiandad y el amor debido a su misma sangre y linaje. Fue asi, que cuando murió el rey don Enrique III de Castilla, hermano que fue de este infante don Fernando, dejó un hijo en la cuna llamado don Juan. Y como los grandes de Castilla temiesen grandemente los daños y desmanes que podían suceder en aquellos reinos, de ser gobernados por los tutores del niño, rogaron al don Fernando que, como hermano de don Enrique, aceptase el reino y se llamase rey de Castilla. Era él tan temeroso de Dios y tan enemigo de escandalizar con su mal ejemplo a sus prójimos, que en forma del mundo no quiso dar oído a cosa tan fea e injusta; antes bien les persuadió y así lo acabó con ellos que jurasen por rey al niño don Juan, que fue el segundo de este nombre en Castilla. Y pues don Fernando no quiso contra derecho (aunque de hecho se pudiera salir con ello) usurpar reino ajeno, proveyóle Dios de allí a seis años del reino propio. Que así suele ciertamente Dios galardonar las buenas obras, aun en este mundo a veces, para que entendamos que tiene en esta vida también su premio la virtud y que no se nos ha de librar solamente en el otro siglo su galardón.
Los que favorecían la parte del conde de Urgel quedaron con esta sentencia algo resabiados y mal contentos, como después lo mostraron, y les costó a muchos de ellos la vida; y el conde vino dentro de pocos años a perder todos sus bienes, y la libertad que valía más que ellos. Quiso San Vicente estorbar los males que del descontento de los amigos del conde se habían de seguir; y al otro día de la publicación de la sentencia, oídas las quejas de algunos que trataban a los jueces de enemigos de la patria porque habían quitado el reino al conde y dado a un extranjero, hizo otra plática y razonamiento en el mismo lugar donde, entre otras cosas, les vino a decir: Hermanos, cuando se trata de justicia no hay que mirar a las personas, ni se debe tener cuenta con los deseos humanos; y vosotros hacéis gran sentimiento por el conde de Urgel, con ser verdad que no tiene tanto derecho al reino no sólo como don Fernando, más aún como el duque de Gandía, que calla. Y si queréis proceder por respetos humanos, acordaos que don Fernando es hijo de madre catalana, y el conde de una lombarda; y que D. Fernando es de muy buenas costumbres, muy apacible, gentil-hombre y valiente por su persona; de manera que en todo hace ventaja al conde.
No bastó la buena diligencia del Santo para asosegar los valedores del conde; pero no obstante eso, por todos los reinos y ciudades se hicieron grandes fiestas por tan acertada sentencia. Particularmente en Valencia se holgaron tanto los oficiales y labradores, que fue necesario mandarles que volviesen a trabajar porque no se acabasen de destruir.
Vino el rey don Fernando a tomar posesión de sus reinos; y vista la contumacia y rebeldía del conde de Urgel, procedió contra él con todo el rigor posible. Y en fin, lo hubo a manos, y le castigó rigurosamente, enviándolo preso a Castilla. Y como le iba tomado de la maldición, quiso el Santo salirse al encuentro, para ver si podría ganar aquella ánima tan rebelde. Dicen que cuando el conde le vio, no pudo detener su cólera, aun en aquel estado tan abatido y afrentoso; dijo al Santo que era un hipócrita maldito, y que por sus intereses particulares le había a él quitado el reino contra toda justicia, como mal hombre que era. El Santo le respondió mansísimamente: Vos, conde, sois el mal hombre, que tal día hicisteis tal pecado, y no había Dios de permitir que un hombre tan roto de conciencia reinase en Aragón. Esto dijo, descubriéndole un grande pecado (que según algunos fue que mató a un propio hermano suyo del mismo conde), lo cual era tan secreto, que según el conde pensaba, nadie lo sabia. Pero Dios se lo había revelado al Santo. Fue de tanta eficacia esta reprensión, que desde entonces el conde comenzó a dar en la cuenta de la mala vida que había llevado, como un hombre que despierta de un sueño profundo y pidió con grande humildad perdón al Santo e hizo penitencia de su culpa.
Este caso es muy sabido por acá entre todo género de personas; sólo se engañan algunos pensando que aconteció estando el conde preso en el castillo de Játiva, acá en nuestro reino; lo cual es muy falso. Porque el conde, primero fue llevado a Castilla, y no fue traido a Játiva hasta el tiempo del rey don Alonso V, sucesor e hijo del rey don Fernando. Y holguéme cierto mucho, cuando el doctísimo señor Zurita me dijo en Madrid que él tenía instrumento de ello; en el cual se averiguaba que el conde de Urgel, don Jaime de Aragón, no fue traído al castillo de Játiva hasta el año 1429, cuando ya el Santo era muerto en Bretaña.
El mismo año que se publicó esta sentencia en favor del rey don Fernando, que (como queda dicho) fue el de 1412, fue el Santo a Barcelona y bajando del púlpito de Santa Catalina púsose de rodillas delante de él un barcelonés, y díjole: Dos años ha, padre, que me atormenta un dolor de cabeza tan recio que no he podido hallar remedio ni los medicos me lo saben dar. Vos, padre, que tanto podéis, sanadme. El Santo le respondió: Hermano, yo no soy médico, ni soy Dios tampoco para que te haga de sanar. Parece que se había en esto San Vicente como el Redentor, de quien leemos que a veces se hacía de rogar para dar salud, porque con esto creciese la fe de los enfermos. El hombre replicó: Padre, yo confío que me sanaréis. Y fue así que le sanó, poniéndole las manos sobre la cabeza y rezando a Dios por su salud.
En remate de este capítulo, en el cual tan a la larga hemos tratado de la sentencia publicada en Caspe, quiero satisfacer a dos dudas que quedan La primera es, cómo pudo decir San Vicente que el duque de Gandía tenía más derecho al reino que el conde de Urgel, siendo averiguado que el conde era biznieto por línea legítima y masculina del rey don Alonso IV de Aragón y el duque era biznieto también por la misma línea del rey don Jaime II de Aragón, que ya era más lejos del rey don Martín. A esto dirá yo una de dos cosas: o que San Vicente no hablaba del derecho de la sangre solamente, sino del derecho positivo, por el cual el conde no merecía ser rey; pues es cosa averiguada que no sólo había muerto (como otro Caín) a un su hermano por heredarle, por lo cual era digno de muerte y no del reino, mas había hecho matar a un arzobispo de Zaragoza, y por consiguiente estaba descomulgado y, como tal, no podía tener acción en ningún proceso de justicia hasta ser absuelto. O diría que realmente el duque tenia más derecho; y la razón está en la mano, porque (según es fama) al tiempo que murió el rey don Martín, aún era vivo don Alonso de Aragón el Viejo, el cual era no biznieto, sino nieto del rey don Jaime II, y por consiguiente era más cercano pariente de los reyes de Aragón que el conde de Urgel, y así se le debía más el reino: y como ya adquirido este derecho se muriese y le sucediese en el ducado de Gandía don Alonso su hijo (aunque antes de la declaración), parece que el mozo sucedía en el derecho y grado adquirido por su padre, y que aunque biznieto se había de contar como nieto y ser preferido al conde, aunque no al infante: porque el infante era nieto del rey más cercano al rey don Martín, que no el duque de Gandía.
La segunda duda es cómo San Vicente no dio el rey a don Juan II de Castilla, pues era hijo de don Enrique III, el cual era hermano mayor del infante don Fernando. Bien pudiera yo responder a esto jurídicamente, pero no quiero perder tiempo en ello, pues la historia del mismo rey don Juan nos saca de escrúpulo a lo cierto, y treinta y ocho capitulos. Porque allí se hallará cómo los letrados de Castilla determinaron que su propio rey don Juan no tenía tanto derecho a los reinos de Aragón como el infante don Fernando.
Fray Justino Antist O.P.
VIDA DE SAN VICENTE FERRER
B.A.C.
VIDA DE SAN VICENTE FERRER
B.A.C.
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