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viernes, 12 de noviembre de 2010

De las cosas que acaecieron a San Vicente con el rey don Martín de Aragón

Por ser tantas las maravillas que cada día Nuestro Señor obraba por su Santo, de todos los reyes y prelados de la cristiandad era muy reverenciado: principalmente de los reyes de Aragón, don Martín y don Hernando I. Verdad es que antes de don Martín reinaron en Aragón en vida de San Vicente don Pedro IV y don Juan I: pero solo sabemos que fué confesor de la reina doña Violante, mujer del rey don Juan. En el cual oficio se hubo prudentísimamente; y le era bien menester la prudencia para saberse tratar con ella, porque era mujer terrible y quería ser adorada de todo el mundo; y en testimonio de esto tenía sujeto a su marido don Juan, como Teodora al emperador Justiníano I, y Sofia a Justino II. Con todo esto tenía mucho respeto y devoción al Santo, y deseaba grandemente ver su celda y oratorio; mas él jamás quiso conceder licencia para ello.
Estando (según me cuenta) San Vicente en Barcelona, entró la reina en el monasterio de Santa Catalina e hizo abrir mañosamente la puerta de su celda, y así vio todo lo que quiso, si no a él. Y hallando allí a ciertos frailes discípulos suyos o compañeros, les preguntó a dónde estaba el maestro. Habíale quitado Dios en alguna manera la vista a ella y a su gente. Respondieron ellos que allí estaba, y que se maravillaban cómo no le veían; y vueltos al Santo le decían: Padre, aquí está la reina, ¿cómo no os levantáis? ¿No sabéis, hijos (dijo él) que no es lícito a las mujeres entrar en nuestras celdas? Que por eso no le he querido yo dar licencia a la reina, pues por su dignidad no deja de ser mujer, y yo no quiero ser aceptador de personas. Mas pues ella sin mi voluntad ha entrado, haga lo que quisiera, que no me verá hasta que se salga fuera. Oído esto, salióse de la celda la reina y el Santo tras ella muy enojado, con el enojo del cual dice David en el salmo 4: Enojaos, y no queráis pecar. Viéndole la reina (que ya Dios le había abierto los ojos) con gran reverencia se le humilló delante, y le pidió perdón de su atrevimiento. Pero no le valió eso nada para que el Santo no le diese una muy buena mano. En verdad, señora (dijo él), si no fuera porque habéis pecado con ignorancia mujeril, que os costara caro lo hecho, y os castigara Dios, como suele a los que agravian a sus siervos; mas guardaos de aquí adelante de hacer semejante violencia. Recibió la reina esta reprensión con grande humildad y salióse del monasterio.
Mas como era curiosa, estando el Santo una noche orando, y no sabiendo lo que pasaba, consintiendo en ello el prior de Santa Catalina, entró la reina con su gente por el monasterio, y por los resquicios de la puerta lo vio rodeado de luz divina, y era tanta, que pudo muy bien ver todas las particularidades de la celda. Y volviéndose a las dueñas que la acompañaban, les dijo: hermanas, vamos de aquí, que no es lícito acechar a este padre, que más santo es de lo que se dice.
Después de esto, viendo el Santo que en la corte de doña Violante no hacía tanto fruto como deseaba, partióse de allí, y fuese para Cardona a predicar. Donde, con la devoción que el conde y la condesa (que entonces aún no eran duques) y su gente le tenía, todo el hábito le cortaron; y después de ido de allí sanaban a los enfermos con ponerles encima aquellos pedazos de la ropa.
Digamos ahora, las cosas que le sucedieron con el rey don Martín. Por fuerza habremos de ser algo prolijo en este capítulo, pero con las antigüedades que se irán descubriendo, creo que cualquier lector lo dará todo por bien empleado. Es pues de saber, que el rey de Aragón don Juan I, murió sin hijo alguno que pudiese ser heredero de estos reinos, y así le sucedió sin contradicción alguna don Martín, su hermano. Al cual, luego que tomó el cetro del reino, escribió San Vicente Ferrer una carta, cual la pudiera escribir uno de los profetas antiguos a alguno de los reyes de Israel. Decíale en suma, que le encargaba de parte de Dios omnipotente se acordase de las muertes del rey don Pedro, su padre, y del rey don Juan su hermano, y que en ellas reconociese los grandes y espantables juicios de Dios, con los cuales pública y manifiestamente castigaba los pecados públicos. Pues sabía él muy bien que su padre había sido emplazado, por haber puesto mano en el patrimonio de la iglesia de Tarragona, y que le mató Santa Tecla. Y que don Juan por no haber satisfecho y enmendado el pecado de su padre, como en su testamento le estaba encargado, era muerto desastradamente yendo de caza. Por tanto, que procurase él de saldar las quiebras de sus antecesores; si no, que se le tuviese por dicho, que le estaba aparejada una venganza de la ira de Dios muy espantable. ¡Oh ánimo de Santo y de invencible varón, que no temió de incurrir en la ira del nuevo rey, ni tuvo respeto mundano al que le pudiera empozar si quisiera!
Mas por que el lector no esté suspenso y con deseo de saber qué juicios fueron éstos de que San Vicente hace mención en su carta, será bien que brevemente los contemos según los escribe el venerable monje Gualberto Fabricio, de la Orden de San Bernardo. Dice, pues, este padre en substancia, que el rey don Pedro IV de Aragón, para alargar la vida, que ya por la vejez se le iba acabando, determinó de irse a residir en Tarragona, por ser tierra muy acomodada para su complisión. Mas, como después pensase que la ciudad era de la Iglesia, y no absolutamente suya, procuró por muchas mañas (que yo no tengo lugar de contar) alcanzar el dominio de ella, pareciéndole grande mengua suya, vivir en tierra de otro. Los canónigos, por algunas causas, no quisieron consentir en lo que él quería, de donde se movieron algunos humores, y no faltando malsines y parleros que acabasen de indignar al rey, él envió su ejército contra Tarragona y mandó hacer mucho daño por toda aquella tierra, y talar grande parte del campo, sin dejar cosa enhiesta. Para atajar tantos males, fueron los canónigos con su prior a Barcelona, donde el rey estaba esperando el suceso del negocio; mas halláronle tan indignado, que, por espacio casi de un mes no pudieron alcanzar audiencia, como si fueran traidores y enemigos comunes. A la postre, un día que fue a 24 de noviembre del año 1386, tuvieron modo cómo presentarle una suplicación, en la cual, después de haberle probado con muchas razones y bien fundadas, que lo que él mandaba hacer todo era injusticia y grande iniquidad, venían a concluir con esta final sentencia: que pues no hallaban justicia en la tierra, ellos tenían acordado de buscarla en otro tribunal más eminente y supremo, y por tanto que lo citaban para adelante el conspecto del Juez Eterno y Omnipotente, dándole por tiempo sesenta dias, dentro de los cuales fuese obligado a comparecer ante el trono de Dios, a dar razón de su hecho y del agravio que había hecho a la Santa iglesia de Tarragona y a la gloriosa mártir Santa Tecla, patrona de la dicha iglesia. Espantóse tanto el rey con la citación e hizósele tan nuevo aquel lenguaje que, como hombre que está fuera de sí, daba voces, llamando a los alguaciles para que luego ejecutasen en los canónigos algún ejemplar castigo. Pero ellos tenían ya prevenidos a algunos del consejo del rey, los cuales acudiendo al mejor tiempo del mundo, le dijeron: ¿Qué es lo que quiere V. Alteza? ¿Qué? (dijo él). Mirad; así Dios os valga, qué atrevimiento tan grande; que me han citado para que haya de comparecer delante el tribunal de Dios, y dentro de dos meses. ¿Visteis nunca tal? Dijéronle los de su consejo: Señor guardad de tomaros con Dios y acordaos que todos estos son eclesiásticos, y no os piden otra cosa más de que les oyáis. Vengan, pues, dijo él, que ya se le había un poco pasado la cólera, aunque no del todo. Los pobres canónigos cuando estuvieron delante del rey y vieron que con alguna acedía les preguntaba lo que querían, no pudieron hablar palabra. Sólo uno tuvo ánimo y dijo: Señor, nosotros nos quejamos grandemente porque mandáis destruir el patrimonio de Jesucristo y de la iglesia de Santa Tecla. Entonces (dejando otras cosas porque voy acortando) el rey puso la causa en manos de ciertos jueces arbitros, los cuales como no la trataron con la diligencia que los negocios requerían, detuviéronse hasta la fiesta de Navidad; y cuando menos se acataron, una noche, el rey don Pedro despertó dando voces cuales las pudiera dar un hombre herido mortalmente. Acudieron los pajes a los gritos, y dijoles el rey: llamadme presto los médicos y a los de mi consejo y a mi confesor, que yo soy muerto. Una doncella hermosa y resplandeciente ha entrado aquí en este punto y me ha dado una bofetada con tanto denuedo que me tengo por muerto, porque tras el golpe me ha tomado una muy recia calentura, y conozco que está muy cerca el fin de mi vida. Pues, como entendiese por relación de su confesor que la doncella era la gloriosa mártir Santa Tecla, cuyo patrimonio él había destruido, hizo codecillo, en que mandó a su primero génito y heredero don Juan que, antes de tomar la posesión de los reinos, rehiciese a la Iglesia de Tarragona todos los daños y menoscabos que se le hubiesen hecho. No fué bastante todo esto para que la ira de Dios amansase del todo, sino que dentro de cuatro días murió y fué a comparecer delante el tribunal del Juez severísimo Nuestro Dios y Señor. De manera que aun no le fué dado tanto lugar para disponer de sus cosas, cuanto en la citación se contenía. Porque fué citado a 24 de noviembre y murió a 4 de enero; acortándosele el plazo en veinte días. Semejante citación leemos que fué presentada al rey don Hernando IV de Castilla. Otras muchas cosas semejantes a éstas cuenta el docto caballero Pedro Mexia en el 3 libro de la Silva de varia lición, a los 22 capítulos. Y sin las que él trae se hallará otra en la descripción de la Europa hecha por el papa Pío II de un duque de Bretaña que mató a su hermano. Quiere Nuestro Señor que estas cosas acaezcan algunas veces, aunque raras, para que los poderosos se guarden de hacer agravios a los subditos, entendiendo que también hay para ellos su residencia.
Esta fué la muerte del rey don Pedro. La de don Juan su hijo, fué algo peor, porque no tuvo tiempo para confesarse, ni decir; ¡Dios, valme! Y ciertamente que lo mereció muy bien, porque en nueve años que reinó no quiso rehacer lo que su padre había menoscabado del patrimonio de la iglesia de Tarragona, y así, en el año 1396, un día yendo a caza, oyendo la gritería que sus cazadores, por una negra loba que descubrieron, habían levantado, dio de espuelas al caballo, para ver lo que era, y en llegando allá cayó del caballo y murió luego sin poder ser remediado. Y aun algunos escritores afirman que la más devota oración que dijo a la que ya iba a caer, fué ésta: ¿Es macho o hembra? Todo esto se ha dicho para que el lector entienda cuáles son los juicios de Dios, de quien San Vicente hace mención en su carta; la cual fué de tanta eficacia y movió tanto al nuevo rey don Martín, que no se enojó nada contra el Santo ni le captó ningún odio de allí adelante por ella, antes le agradeció mucho el aviso y luego mandó satisfacer todo el daño que su padre hizo en el patrimonio de la iglesia de Tarragona. Demás de esto, siempre se le mostró tan favorable al Santo que, según refiere Flaminio, cuando San Vicente había de entrar en algún lugar donde él se hallase, le salía a recibir en persona. A lo menos así se dice en el proceso, que lo hizo en Barcelona. Y no se contentaba con esto, sino que hacia que de todos fuese muy reverenciado. Verdad es que la gente de suyo le era tan devota; que no se hacían mucho de rogar para honrarle. Y así viendo el rey don Martín la extraña devoción con que los barceloneses le recibían, no supo más que decir, sino alabar a Dios con estas palabras: Bendito sea Dios, que a este hombre por su predicación y vida santa, le da tanta autoridad delante de todo el mundo. Gauberto dice, que cuando a este rey se le murió un solo hijo que le quedaba, llamado como él Martín, y era el rey de Sicilia, no hubo hombre que se atreviese a decírselo sino San Vicente, el cual por contemplación del papa Benedicto, se fué con los conselleres de Barcelona y le avisó de la muerte de su hijo. Y esto hizo, entendiendo cuan necesario era para el bien común de estos reinos que el rey lo supiese. Porque de otra manera no se proveyera lo que era de razón en la sucesión del reino. Y tanto le supo decir, aprovechándose del ejemplo de Cristo Nuestro Redentor y su muerte, que el rey oyó con paciencia la nueva tan triste y lastimera de la muerte de su hijo, que era la cosa que más en esta vida amaba.

Este amor y reverencia que el rey don Martín tuvo a San Vicente, no era nuevo de entonces, sino de muy atrás, cuando aún era infante de Aragón. Y para que se entienda ser ello así y juntamente se vea la simplicidad y sencillez de aquellos siglos dorados, pondré aquí dos cartas que he hallado escritas de la propia mano del Santo, para el mismo don Martín. La primera es ésta:
"Al molt senyor lo senyor Infant en Martí.
Jesús:
Molt alt senyor, la vostra letra he rebuda per mossen Pere San-chis, e molt affectuosament suplich a la Vostra Señoría, que la gracia ia otorgada a nosaltrcs per lo senyor Rey a requesta intercesió vostra, que l'aiam en breu forma auténtica, per tal senyor que tots les nostres frares ensemps ab mi, sien tenguts de suplicar nit, y dia per tots temps al Rey deis Reys per vostre exalcament. La quantitat que vos senyor voleu saber de la amortizació que nos avem menester, es de onze mil sous, segons la forma en la gracia Real áz mil florins; lo trellat de la qual vos tramet entreclus en la present letra. Del sobre pus, Senyor, teniu p:r cert del fet deis meus sermons, segons que en l'altra letra vos fiu saber. Car, puig Vos, Senyor, tanta mercé fcu al nostre Moncstir, justa cosa es que jo us servesca deis fruits del meu ort abundantmcnt. Jatsía que ja mes per ninguna persona no'ls aja volguts comunicar; é tinch-mo, Senyor, a gran honor, que Vos siau lo primer, c que la obra sía enderecada a la vostra Senyoria, per letra que posada al comencament del libre, en loch de prolech o prohemi. Lo Salvador conserve, y exalce la Vostra Senyoria en la sua bcncdictió. Amen. Escrita en Valencia lo dia de Sant Sebastiá. Laciaus, Senyor, que gireu la cara envers Sors Catherina, la qual per Vos jaquí la sua celia de Sent Miquel de Liria, en esta costa de Sogorb. Car entes he que la almoyna que Vos li manas ésser feta, es cessada del tot, e passa gran afany. Prenaus-ne pietat, Senyor. Indigne servidor de Jesu Christ, Frare Vicent Ferrer, peccador."

La segunda carta que he hallado es más breve, pero en ella se muestra más la simplicidad antigua, y dice así:
"Al molt alt Senyor Infant En Marti. Jesús.
Mon car Senyor. Vuy que es dia de Sent Matia apóstol, jo ab deguda reverencia y honor, he, encara molt gran goig, rebuda una letra de la vostra alta Senyoria e mercé, que si fer se pot sens tor-bació de mos afers, jo sia ab Vos aquesta Quaresma en la ciutat de Sogorb, perqué Senyor meu, pus que jo aja preycat diemenge primer vinent, tantost lo dilluns aprés, entén a partir d'aci per anar a la vostra excellent presencia, per mi ab gran .enyorament d;'sijada, e res que jo pusqua fer a vostre plaer, nom será turbació, ni enug, mas consolació e honor. Jesús, lo qual vos amau, vos exalce en la sua benedictió. Amen.—Frare Vicent Ferrer, peccador."
No quiero cansarme a mí ni al lector con traducir en castellano estas dos cartas, porque es trabajo excusado, pues ellas están harto fáciles de entender. Y quien por sí no tuviere habilidad para ello, a cada paso hallará quien le quite de trabajo.
No solamente quiso mucho el rey don Martín a San Vicente cuando era infante, pero todo el tiempo que vivió le tuvo grande respeto y se aprovechó todo lo que pudo de su doctrina y consejo: así en el regimiento de sus reinos, como en el concierto de su vida y costumbres. Lo cual le aprovechó tanto, que de todos los historiadores es sumamente alabado de buen rey y mejor cristiano. Fué muy justo, muy casto y muy devoto de religiosos, en especial de cartujos. Murió en Barcelona en el monasterio de Valdoncellas, que está fuera de los muros de aquella ciudad, en el año 1410 el postrero día de mayo, y acabóse en la línea recta de los reyes de Aragón. Este mismo año (no sé si antes o después de la muerte de don Martín) volvió San Vicente a Barcelona, y predicaba junto a la iglesia de Santa Catalina Mártir, y a veces en la plaza del Palacio Real; concurriendo tanta gente a oírle, no sólo de la misma ciudad, mas también de las ciudades y villas comarcanas, que a los que le querían ver predicando, les era menester hacer tomar lugar desde la noche antes. Estaba entonces la ciudad inficionada de pestilencia, y San Vicente como buen médico, acudiendo a la raíz de la enfermedad, aconsejó a los barceloneses que todos hiciesen penitencia de los pecados pasados, los cuales ordinariamente suelen ser causa de los azotes que de manos de Dios nos vienen. Tomaron, pues, los barceloneses el buen consejo y procuraron de aplacar a Dios con la penitencia y luego cesó la pestilencia. Con esta ocasión hubo muchos que dieron de mano a todas las galas y vanidades del mundo y se fueron en pos del Santo, vendiendo primero lo que poseían y dándolo a pobres. Frecuentaban mucho las gentes los días que estuvo allí el convento de Santa Catalina Mártir, unos para alcanzar remedio de sus enfermedades, y otros para recibir consuelos espirituales, con la santa y dulce conversación del Santo. Entre otros sanó de una incurable dolencia que tenía en el cuello a una hermana de un abad Bernardo, el cual atestigua todo esto. Y también dice que muchos años después, yendo él a Borgoña al Capítulo general de la Orden del Císter, oyó contar a muchas personas notables y graves de la ciudad de Matascón, infinitos milagros de San Vicente.

Fueron tantos los caminos y tan señaladas las cosas que hizo San Vicente en los catorce años que duró la vida de su devoto rey don Martín, que me será menester hacer algunos particulares capítulos para que se entiendan. Ya dije arriba cómo San Vicente fué confesor del papa Benedicto y maestro de su Palacio hasta el año de 1398, que era el segundo año del rey don Martín. Salido, pues, San Vicente de la corte de Benedicto se vino a España; y entonces serían las fiestas y recibimientos que le hizo el rey don Martín. De aquí dio la vuelta para Italia, y predicó por todas las ciudades del Piamonte; y en un lugar que se dice Montecalerio, (Torino) entendió por relación de los moradores de él, cómo cada año al tiempo del vendimiar venían tan grandes tempestades, que toda la uva se perdía. Díjoles el Santo, que si querían librarse de aquella plaga, echasen cada año agua bendita por las viñas. Ido el Santo fueron tan descuidados y negligentes, que no hubo de ellos quien se curase de su consejo, si no fué uno que le había hospedado en su casa. Acudió, a su tiempo acostumbrado, tan grande tempestad, que no dejó grano en ninguna viña, excepto las del que se había aprovechado del aviso, porque en ellas no hizo daño, aunque estaban en medio de las otras.
Estando en aquellas partes, le trajeron un endemoniado, al cual como San Vicente conjurase y le echase del agua que le habían traído por bendita, el diablo sin más vergüenza recogía del agua y lavábase con ella la cara, diciendo en valenciano: a, tan bona es aquesta aygüa. Entonces dijo el Santo que aquella agua no era bendita, y así bendiciéndola de nuevo se la echó encima y el demonio a su pesar hubo de salir del hombre.
Del Piamonte pasó a Lombardía, y predicó en algunas ciudades de ella, particularmente en Alejandría de la Palla, que es una ciudad edificada en honra del papa Alejandro III, de cuya jurisdicción ahora en nuestros días es salido el resplandeciente lucero Pío V. Entre otros que vinieron a esta ciudad a oír los sermones del maestro Vicente hubo un mancebo llamado Bernardino, natural de Sena (o como otros dicen de Massa, aunque Pío II en su Europa se ríe de ellos) al cual como viese el Santo y conociese por revelación de Dios cuan señalado hombre había de ser, le convidó a comer, y al otro día dijo a todos los que se hallaron en el sermón: hermanos, unas muy buenas nuevas os traigo. Sabed que en este mesmo auditorio hay un mancebo que será gran lustre de la Orden de San Francisco y de toda Italia, y será luz de la Iglesia, y primero le honrará la Iglesia que a mí: y yo cuando me vaya a España le dejaré el cargo de predicar en Italia. Fué esto cerca del año de 1401, y luego en el año de 1402 el Bernardino tomó el hábito de San Francisco, y fué persona señaladísima y le honró la Iglesia primero que a San Vicente, porque San Bernardino fué canonizado por el papa Nicolas V, y San Vicente por Calixto III sucesor de Nicolas.
Visitó también la ciudad de Alba y fué aposentado en la celda de fray Teobaldo, gran predicador y hombre muy deseoso de experimentar la santidad de su hermano y huéped. Retúvose este buen padre otra llave de la celda, sin la que dio al Santo; y muchas veces entraba tan quedito como podía, así a media noche, como antes que amaneciese, y nunca le pudo hallar durmiendo, sino siempre orando o estudiando, y a veces hablando con otro, y, no viendo allí más que a él mesmo, entendió que hablaba con Dios, como si hablase un hombre con otro cuando le tiene presente.
De Lombardía bajó San Vicente a Genova, y en un mes que estuvo en la ciudad hizo Nuestro Señor por él grandes maravillas. Quiso la desgracia de un valenciano, que se le averiguasen no sé qué delitos, por los cuales le condenó la justicia a un género de muerte muy áspero y cruel, y rogándole muchos al Santo que hablase con el juez para que perdonase a su coterráneo, pues era cosa de creer que alcanzaría lo que pidiese, respondió: Guárdeme Dios que yo impida la justicia, y que por mí respeto dejen de ser castigados los malhechores. Con todo haré por él una cosa, y será, que se le trueque la pena en otro género de muerte más tolerable. Esto querría yo considerasen los eclesiásticos, que bajo de color de piedad van a la mano de los jueces y con sus importunos ruegos estorban la justicia; y así hay tantos delitos en el mundo. A estas Martas piadosas les pueden responder los jueces lo que respondió el rey don Fernando el Católico al prior de San Pablo de Burgos, el cual le rogaba que perdonase a un hombre que tenía ya el proceso cerrado. Díjole este rey con muy gentil donaire: Huélgome por cierto, padre, de veros hacer tan bien vuestro oficio; y así creo que os holgaréis vos de que haga yo bien el mío; y diciendo y haciendo, mandó justiciar al delincuente. Verdad es que, si estos ruegos se hiciesen con las calidades que trae San Agustín en la Epístola 54 a Macedonio, no serían tan reprensibles. Y no se piense nadie que San Vicente dejó de hacer lo que le rogaron porque se temiese de no salir con ella, porque estaba sobremanera bien quisto en la tierra, y el gobernador que residía allí por parte del rey de Francia le iba a visitar muchas veces, y algunas comía con él por gozar de su grande santidad.
Tenían los genoveses tanta satisfacción de la sagacidad y cordura del Santo, que solían decir en su alabanza que bien pensaban que se podrían hallar en el mundo algunas personas tan santas como San Vicente; pero que no esperaban verles tan prudentes en los días que viviesen. No iban nada engañados en esto, porque un hombre que sabía tratar con gente tan extraña, en tiempo que el mundo estaba hirviendo en odios y discordias, así por causa de la squisma, como por particulares intereses y pretensiones de los príncipes, y esto sin incurrir en desgracia de ninguna de las partes, cierto gran prudencia debía tener en su tratar. Con su prudencia remedió muchos males allí en Genova y, entre otras cosas, introdujo una muy santa costumbre. Solían las mujeres genovesas (que comúnmente son hermosas) ir a la iglesia con la cara muy descubierta, lo cual no dejaba de ser alguna ocasión para los flacos y que están poco firmes en la virtud. Pero él las reprendió por ello, de manera que comenzaron de allí adelante a no ir tan profanamente y a traer el rostro cubierto cuando habían de ofrecer en la misa.
Salido de la ciudad, cerca del año 1402, íbase predicando por los puebles que se llaman de la ribera de Genova. Y entre otros predicó ocho días en San Rómulo 0 (que, como algunos dicen ahora, se llama San Ramón y antiguamente Matutiana) con grande ejemplo y luz de doctrina. Un ciudadano que le hospedó en su casa, dice que le acechó algunas veces de noche para ver lo que haría, y que le vio dormir sobre una tabla, teniendo por cabecera la Biblia, y que antes o después de dormir se disciplinaba, haciendo oración por espacio de una hora. Sería ya el año de 1402, y dio el Santo la vuelta a predicar por otras partes del mundo, donde entendía que era necesaria su presencia. Verdad es que, cerca del año 1405, se halló otra vez en Genova, juntamente con el papa Benedicto, aunque (como está dicho) no era ya su confesor: y no obstante que siempre le fué muy notada la gracia de ser entendido por diversas naciones, entonces se le notó más. Porque para ver si el cisma se pudiera remediar habían acudido allí muchas gentes de extrañas lenguas, como griegos, húngaros, ingleses, alemanes y sardos.
Sin esas dos veces, volvió San Vicente otra vez a Italia, aunque solas dos de ellas llegó a la Lombardía. En el capítulo siguiente veremos por qué se ha de decir necesariamente que después del año de 1405 volvió a Italia. Rogáronle en esta sazón los caballeros de Florencia que fuese a su tierra a predicarles como lo hacía en otras ciudades de Italia. Pero considerando él que en Florencia predicaba ordinariamente un santo padre llamado fray Juan, dominico, de quien si se nos ofreciera ocasión adelante diremos algo, respondió por estas palabras: en vuestra ciudad, señores, yo no soy menester, pues tenéis en ella un predicador cuya doctrina es bastante para poneros y guiaros en el camino del siglo. Y si por él no creéis, no creeréis aunque resuciten los muertos y os vengan a predicar. Esto respondió entonces, pero después cuando ya entendió que el sobre dicho padre, había sido sublimado a la dignidad del arzobispado de otra ciudad, y que torno a cardenal (que también lo fué) seguía la corte de Gregorio XII, y se empleaba en otros negocios en que el papa le ocupaba, se determinó de ir a predicar a la Toscana, y lo pusiera por obra si no se lo estorbara el rey don Juan de Castilla, como veremos luego.

Vicente Justiniano Antist O.P.
VIDA DE SAN VICENTE FERRER

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