Las diferencias esenciales entre el orden jurídico eclesiástico y el civil consideradas en su origen y en su naturaleza.
Una mirada rápida y superficial sobre las leyes y la práctica judicial, podría hacer creer que el orden del proceso eclesiástico y el civil, tienen diferencias solamente secundarias, semejantes un poco a aquellas que no se notan, en la administración de la justicia, en dos estados civiles de la misma familia jurídica. Aún en el fin inmediato parecen coincidir: realización y seguridad del derecho establecido por la Ley, pero en el caso particular rebatido u ofendido, por medio de una sentencia jurídica, o bien mediante juicio emanado de la autoridad competente en conformidad con la Ley. Los varios grados de las instancias jurídicas se encuentran igualmente en ambas; el procedimiento muestra aproximadamente en las dos, los mismos elementos principales: demanda de instrucción de la causa, citación, examen de los testimonios, comunicación de los documentos, interrogatorio de las partes, conclusión del proceso, sentencia, derecho de apelación.
Esto no obstante, esta larga semejanza interna y externa, no debe hacer olvidar las profundas diferencias que existen, primero en el origen y en la naturaleza, segundo, en el objeto, tercero, en el fin. (1)
La potestad judicial es una parte esencial y una necesaria función del poder de las dos sociedades perfectas; la eclesiástica y la civil. Por esto el problema del origen de la potestad judicial se identifica con el problema del origen del poder.
Por esto mismo, además de las semejanzas ya asentadas, se ha creído encontrar otras profundas. Es cosa singular ver cómo algunos partidarios de las varias concesiones modernas en torno al poder civil, hayan invocado para confirmar y sostener sus opiniones, la presunta analogía con la potestad eclesiástica. Esto vale tanto para el así llamado "Totalitarismo" y "Autoritarismo", como para el polo opuesto, la moderna democracia, pero en realidad esas profundas semejanzas, no existen en ninguno de los tres casos, como se demostrará fácilmente con un breve examen.
Es indiscutible que una de las exigencias vitales de toda comunidad humana, aun de la Iglesia y del Estado, consisten en asegurar permanentemente la unidad de la diversidad de sus miembros.
Ahora bien; el "Totalitarismo" no es el que pueda proveer a esa exigencia, porque eso da al poder civil una extensión indebida, determinada y fija, en el contenido y en la forma a todos los campos de actividad, y comprime en tal forma toda clase de legítima vida propia —personal, local y profesional— en una unidad o colectividad mecánica, bajo la marca de la nación, de la raza o de la clase.
Nosotros hemos indicado particularmente, en nuestro radio mensaje de la Navidad de 1942, las tristes consecuencias para el poder judicial de esa concesión y de esta práctica que suprime la igualdad de todos ante la ley, y deja las decisiones judiciales en poder de un instinto colectivo.
Además, ¿quién podría pensar que semejantes interpretaciones erróneas, violadoras del derecho, hayan podido determinar el origen o influir sobre la acción de los tribunales eclesiásticos?
Pero a esa exigencia fundamental está lejos de satisfacer, la otra concesión del poder civil que puede ser designada con el nombre de "Autoritarismo", porque excluye a los ciudadanos de cualquier participación eficaz o influencia, en la formación de la voluntad social. Esto divide a las naciones como consecuencia, en dos categorías: la de los dominantes y la de los dominados, cuyas relaciones recíprocas llegan a ser puramente mecánicas, bajo el imperio de la fuerza donde tienen meramente un fundamento biológico.
¿Quién no ve que de tal manera la naturaleza del poder estatal queda profundamente convulsionada? Esto, por sí mismo y mediante el ejercicio de sus funciones, debe tender a que el Estado sea una verdadera comunidad, íntimamente unida para el fin último, que es el bien común. Pero en este sistema, el concepto del bien común se vuelve tan anticuado y se manifiesta tan claramente, como un manto de intereses unilaterales del dominador que un desenfrenado "dinamismo" legislativo excluye toda seguridad jurídica, y por consiguiente suprime un elemento fundamental de un verdadero orden judicial.
Jamás un tan falso dinamismo no podría suprimir los derechos esenciales reconocidos a las personas físicas y morales en la Iglesia. La naturaleza del poder eclesiástico no tiene nada de común con este "Autoritarismo" al que, por consiguiente, no se le puede reconocer ningún punto de referencia con la constitución jerárquica de la Iglesia.
Queda por examinar la forma democrática del poder civil, en la cual algunos quisieran encontrar una más estrecha semejanza con el poder eclesiástico. Sin duda donde rige una verdadera democracia teórica y práctica, depende de la exigencia vital de toda comunidad sana, la cual hemos señalado. Pero esto se revela o puede en igualdad de condiciones revelarse, en las otras legítimas formas de gobierno.
Ciertamente, la Edad Media Cristiana, particularmente informada del espíritu de la Iglesia, con la abundancia de florecientes comunidades demócratas, demostró cómo la fe cristiana supo crear una verdadera y propia democracia, en la única base permanente. Porque una democracia sin la unión de los espíritus, al menos en las máximas fundamentales de la vida, en lo referente a los derechos de Dios y la dignidad de la persona humana, al respeto hacia la honrada actividad y libertad personal, aun en las cosas políticas, tal democracia sería defectuosa y deformada. Cuando, por consiguiente, el pueblo se aleja de la fe cristiana o no la pone resueltamente como principio del vivir cristiano, entonces también la democracia se altera y se deforma, y con el transcurso del tiempo está sujeta a caer en el "Totalitarismo" y en el "Autoritarismo" de un solo partido.
Si por otra parte se tiene presente la tesis de la democracia —tesis que insignes pensadores cristianos, propugnaron hace tiempo— valga decir que el sujeto originario del poder civil, derivado de Dios, es el pueblo (no la masa) se verá siempre más clara la distinción entre la Iglesia y el Estado democrático. (2)
Diferente esencialmente del poder civil es la potestad eclesiástica, y por consiguiente también el poder judicial de la Iglesia.
El origen de la Iglesia, en oposición al origen del Estado, no es de derecho natural. El más amplio y exacto análisis de la persona humana, no ofrece ningún elemento para deducir que la Iglesia, al igual que la sociedad civil, haya debido nacer naturalmente y desarrollarse. La Iglesia deriva de un acto positivo de Dios, y la sociedad civil de la índole social del hombre, con quien está en perfecta armonía; porque la potestad eclesiástica —y por consiguiente el correspondiente poder judicial— nació de la voluntad del acto que con el Cristo fundó su Iglesia. Esto no impide que una vez constituida la Iglesia como sociedad perfecta, por orden del Redentor, desde lo íntimo de su naturaleza, brotasen no pocos elementos de semejanza con la estructura de la Sociedad Civil.
Hay un punto, sin embargo, en el que la diferencia fundamental aparece particularmente manifiesta.
La fundación de la Iglesia como sociedad se efectuó, contrariamente al origen del Estado, no de abajo hacia arriba, sino de arriba hacia abajo, es decir que Cristo, el cual con su Iglesia ha realizado sobre la tierra el reino de Dios por Él anunciado y destinado para todos los hombres de todos los tiempos, no entregó a la comunidad de los fieles la misión de Maestro, de Sacerdote y de Pastor, recibida del Padre para la salvación del género humano, sino que la transmitió y comunicó a un Colegio de Apóstoles o enviados, elegidos por Él mismo, a fin de que con sus predicaciones, con su ministerio sacerdotal, y con el poder social de su oficio, hicieran entrar a la Iglesia la multitud de fieles, para santificarlos, iluminarlos y conducirles a la plena madurez de los seguidores de Cristo.
Examinad las palabras con las cuales Él les comunicó sus poderes: Poder de ofrecer el sacrificio en Su memoria; poder de perdonar los pecados; promesa y donación de las llaves de la potestad suprema a Pedro y a sus sucesores; comunicación del poder de legar y de escoger a todos sus Apóstoles. Meditad las palabras con las cuales antes de su Ascensión, transmite a estos mismos apóstoles la misión universal que le había dado el Padre. ¿Hay aquí en todo esto, algo que pueda dar lugar a dudas o a equívocos? Toda la historia de la Iglesia, desde su origen hasta nuestros días, no cesa de hacer eco a aquellas palabras y de hacer el mismo testimonio con una claridad y una precisión que ninguna sutileza podría turbar o velar. Ahora bien, todas estas palabras, todos estos testimonios proclaman al unísono, que en la potestad eclesiástica el punto central según la voluntad de Cristo, por consiguiente por derecho divino, es la misión dada por Él a los ministros, de la obra de la salvación cerca de la comunidad de los fieles y cerca de todo el género humano.
El Canon 109 del Código del Derecho Canónico, ha puesto este admirable edificio en medio de la luz y en relieve: "Qui en ecclesiasticam hierarchiam cooptantur, non ex populi vel potestatis saecularis consensu aut vocatione adleguntur; sed in gradibus potestatis ordinis constituutur sacra ordinatione; in supremo pontificatu, ipsomet iure divino, adimpleta conditione legitimae electionis eiusdemque acceptationis; in reliquis gradibus iurisdictionis, canónica missione."
"Non ex populi vel potestatis saecularis consensu aut vocatione": El pueblo fiel y la potestad secular pueden tener en el curso de los siglos, participación a la designación de esos a quienes debían ser conferidos los oficios eclesiásticos, los cuales, comprendido el pontificado supremo, pueden ser elegidos tanto el descendiente de noble estirpe como el hijo de la más humilde familia obrera. En realidad, sin embargo, los miembros de la jerarquía eclesiástica han recibido y reciben la autoridad de lo Alto y no deben responder de la ejecución de su mandato sino a Dios, al cual está sujeto el Romano Pontífice, o bien, en los otros grados a sus superiores jerárquicos pero no tienen que rendir cuentas ni al pueblo, ni al poder civil, quedando naturalmente a salvo, la facultad de cualquier fiel de presentar en la debida forma a la autoridad eclesiástica competente, o aun directamente a la suprema potestad de la Iglesia, sus demandas y súplicas, especialmente cuando el suplicante está movido por motivos que tocan su responsabilidad personal para la salvación espiritual propia o de otros.
De cuanto hemos expuesto, se derivan principalmente dos conclusiones:
1) En la Iglesia, a diferencia del Estado, el sujeto primordial de poder, el juez supremo, la más alta instancia de apelación, nunca es la comunidad de fieles. No existe por consiguiente, ni puede existir en la Iglesia que ha estado fundada por Cristo, un tribunal popular o una potestad judicial derivada del pueblo.
2) El problema de la extensión de la grandeza de la potestad eclesiástica se presenta en la Iglesia de un modo completamente diferente al relativo al Estado. Para la Iglesia, está en primer lugar la voluntad expresa de Cristo que puede darle según su sabiduría y su bondad, medios y poderes, mayores o menores, o por lo menos el mínimo necesariamente requerido por su naturaleza y por su fin. La potestad de la Iglesia abarca a todo el hombre, su interior y su exterior, para conseguir el fin sobrenatural, puesto que él está enteramente sujeto a la Ley de Cristo, de la cual la Iglesia ha sido constituida por su Divino Fundador como depositaría y ejecutora, tanto en el fuero externo como en el fuero interno o conciencia. Potestad plena y perfecto, que se aleja del "Totalitarismo" que no admite ni reconoce la relación con los claros e imprescindibles dictámenes de la propia conciencia y viola las leyes de la vida individual y social escritas en los corazones de los hombres. La Iglesia, con su potestad, no trata de esclavizar a la persona humana, sino de asegurar la libertad y la perfección, redimiéndola de la flaqueza, de los errores, y de los extravíos del espíritu y del corazón, los cuales pronto o tarde terminan siempre en el desorden y en la esclavitud.
El carácter sacro, que a la jurisdicción eclesiástica le fluye por su origen divino y por pertenecer a la potestad jerárquica, debe inspiraros, amados hijos, una gran estima de vuestro oficio y estimularos a cumplir con viva fe, con rectitud inalterable y con celo siempre vigilante, los deberes austeros. Pero detrás del velo de esta austeridad, aparece como un esplendor, a los ojos de aquéllos que saben ver en el poder judicial la majestad de la justicia misma, cual en todas sus acciones tiende a mostraros a la Iglesia, la esposa de Cristo "Santa e Inmaculada", delante de su Esposo Divino, y delante de todos los hombres. (3)
Las diferencias entre el orden judicial eclesiástico y el civil,
consideradas en su fin.
Esto que ayer era para muchos un deber de la Iglesia y que se le exigía con modales impertinentes, de resistir a las injusticias e imposiciones de los gobiernos totalitarios y opresores de las conciencias y de denunciarlos y condenarlos ante el mundo (lo cual la Iglesia nunca dejó de hacer, pero por impulso propio y en la debida forma), hoy es para estos mismos hombres subidos al poder, un delito e intromisión ilícita en el campo de la autoridad civil. Los mismos argumentos que los gobiernos tiránicos de ayer aducían contra la Iglesia en su lucha por la defensa de los derechos divinos y de la justa dignidad y libertad humana, hoy son usados por los nuevos dominadores para combatir la perseverante acción de Ella que está al cuidado de la verdad y de la justicia. Pero la Iglesia va derecha por su camino, siempre tendiendo al fin para el que ha sido hecha por su Divino Fundador, es decir, conducir a los hombres a través de los senderos sobrenaturales de la virtud y del bien a la eterna y celestial felicidad, con lo cual promueve al mismo tiempo la pacífica y próspera convivencia humana.
Este pensamiento Nos lleva, naturalmente, a hablar del fin esencialmente diferente de las dos sociedades. Esta diferencia fundada en el fin, excluye, sin duda, aquella forzada sumisión y casi inclusión de la Iglesia en el Estado, contraria a la misma naturaleza de ambos, y que todo totalitarismo tiende, al menos en principio, a conseguir. Ella, sin embargo, no niega ciertamente cualquier unión entre ambas y mucho menos viene a determinar entre ellas un frío y disociente agnosticismo e indiferencia. Quien quisiese entender así la recta doctrina que la Iglesia y el Estado son dos distintas sociedades perfectas, estaría equivocado. No podría explicar las múltiples formas, propias del pasado y del presente, y si bien en diverso grado fructuosas, de las uniones entre las dos potestades; no tendría sobre todo en cuenta que la Iglesia y el Estado brotan de la misma fuente, Dios, y que ambas cuidan del mismo nombre, de la misma dignidad personal o sobrenatural. Todo esto no podía y no quiso dejar pasar nuestro glorioso predecesor León XIII cuando en su Encíclica "Inmortale Dei" del primero de noviembre de 1885 delineaba claramente con base de acuerdo con sus fines diversos, los límites de las dos sociedades y observaba que al Estado corresponde de cerca y principalmente, cuidar los intereses terrenos, y a la Iglesia procurar los bienes celestiales y eternos de los hombres, en cuanto éstos tienen necesidad de seguridad y de apoyo por parte del Estado para las cosas terrenas, y por parte de la Iglesia para las eternas.
¿No vemos nosotros en esto, bajo algunos aspectos, una cierta analogía con las relaciones entre el cuerpo y el alma? El uno y la otra actúan conjuntamente de tal manera que el carácter psicológico del hombre, se resiente a cada instante de mi temperamento y de sus condiciones fisiológicas, mientras que las impresiones morales, las conmociones, las pasiones se reflejan sobre la sensibilidad físíca tan poderosamente, que el alma modela muchas veces las líneas del rostro sobre el cual imprime su imagen.
Existe pues la diferencia del fin, diferencia que ejercita un profundo y diferente influjo sobre la Iglesia y sobre el Estado, principalmente sobre la potestad judicial la cual no es más que una parte y una función. Independientemente de la circunstancia sobre sí los juicios particulares eclesiásticos, son o no son conscientes, toda su actividad judicial está y permanece incluida en la plenitud de la vida de la Iglesia con su elevado fin; "caelestia, ac sempiterna bona comparare". Este "finís operis" de la potestad judicial eclesiástica le da importancia objetiva y hace de la Iglesia una institución sobrenatural. Y porque esta importancia proviene del fin ultraterreno de la Iglesia, la potestad judicial eclesiástica no cuadra con la rigidez e inmovilidad, que por indolencia o quizás por un mal entendido cuidado del bien, ciertamente alto, de la seguridad del derecho, están fácilmente sujetas las instituciones puramente terrenas.
Esto no quiere decir que el orden judicial eclesiástico sea un campo abandonado, libre al arbitrio del juez, al tratar los casos particulares.
Estos errores de una pretendida funesta "vitalidad" del derecho son tristes productos de nuestros tiempos en actividades extrañas a la Iglesia. Sin importarle un anti-intelectualismo hoy bastante difundido, la Iglesia permanece firme al principio "el juez decide en el caso particular según la Ley"; el cual principio sin favorecer un excesivo "formalismo jurídico" reprueba sin embargo aquel "arbitrio subjetivo", que quisiera poner al juez no bajo, sino sobre la Ley. Entender completamente la norma jurídica, en el sentido del legislador y analizar correctamente el caso particular, de acuerdo con la norma que tiene que aplicar, el trabajo intelectual es una parte esencial de la concreta actividad judicial. Sin tal procedimiento, la sentencia del juez sería una simple orden y no aquello que la palabra "derecho positivo" quiere expresar, es decir, en el caso particular, y por consiguiente concreto, poner orden en el mundo que como un todo fue creado por la sabiduría de Dios, para el orden y en el orden.
¿No está tal vez este campo de la actividad judicial lleno de vida? Aún más: la Ley Eclasiástica está dirigida al bien común de la sociedad eclesiástica y por consiguiente inseparablemente ligada al fin de la Iglesia.
Mientras el juez aplica la Ley al caso particular, coopera a completar la plenitud del fin que vive en la Iglesia. Cuando por el contrario se ve frente a casos dudosos o bien cuando las legislaciones le dejan la libertad, la conexión del orden judicial eclesiástico con el fin de la Iglesia lo ayudará entonces a encontrar y a motivar la correcta decisión y a preservar su oficio de la máquina del simple arbitrio.
De cualquier modo, la relación de la potestad judicial eclesiástica con cualquier fin que se considere, aparece como la más segura garantía de la verdadera vitalidad de sus decisiones, y en tanto constituye al juez eclesiástico en un oficio querido de Dios, le inspira aquel alto sentido de responsabilidad, que es aun en la Iglesia la tutela indispensable superior a cualquier otro orden legal de la seguridad del derecho.
Con esto no intentamos de ningún modo, desconocer las dificultades prácticas que, a pesar de todo, la vida moderna causa a la potestad judicial eclesiástica, bajo varios aspectos así como también en el campo civil. Piénsese solamente en algunos bienes espirituales, frente a los cuales el poder judicial del Estado se siente menos ligado o se mantiene a sabiendas indiferente.
En tal sentido son típicos los casos de delitos contra la Fe o de apostasía, los relacionados con la "libertad de conciencia" y la "tolerancia religiosa", como también los procesos matrimoniales. En estos casos la Iglesia, y por consiguiente también el juez eclesiástico, no puede adoptar la actividad neutral de los Estados de religión mixta y aun menos de aquellos de un mundo caído en la incredulidad y en la indiferencia religiosa, sino que debe dejarse guiar del fin esencial dado por Dios.
De tal manera volvemos a encontrar la profunda diferencia que la diversidad de fines determina entre la potestad judicial eclesiástica y la civil. Sin duda nada obsta para que la una se valga de los resultados conseguidos por la otra, no tanto en los conocimientos teóricos, como en las experiencias prácticas.
Sin embargo, sería un error el querer transferir mecánicamente los elementos y las normas de una a la otra y mucho más el quererlas igualar correctamente.
La potestad judicial eclesiástica y el juez eclesiástico, no tienen que buscar su ideal, sino que deben llevarlo en sí mismos; tienen que tener siempre presente que la Iglesia es un organismo sobrenatural el cual es un principio vital divino, principio que debe mover y dirigir aún la potestad judicial y el oficio de juez eclesiástico.
Los jueces de la Iglesia son en virtud de su oficio y por voluntad divina, los obispos, de los cuales dice el Apóstol que "han sido constituidos por el Espíritu Santo para regir la Iglesia de Dios". Pero el "regir" incluye el "juzgar", como una función necesaria. Por consiguiente según el Apóstol, el Espíritu Santo llama a los obispos tanto al oficio de jueces como al gobierno de la Iglesia. Del Espíritu Santo pues se deriva el carácter sagrado de este oficio. Los fieles de la Iglesia de Dios "conquistada por Él con su propia sangre", son aquellos a los que se refiere la actividad judicial. La ley de Cristo es fundamentalmente aquella según la cual se dictan las sentencias en la Iglesia, el principio vital divino de la Iglesia dirige a todos y todo lo que está en ella hacia su fin, por consiguiente, también a la potestad judicial y a los jueces: "caelestia ac sempiterna bona comparare". (4)
NOTAS:
1 Alocución. Inauguración del año jurídico S. Romana Rota. Oct. 2 de 1945.
2 Alocución en la Inauguración del Año Jurídico de S. Romana Rota. 2 de octubre de 1945.
3 Alocución. Inauguración del Año Jurídico S. Romana Rota. 2 de octubre de 1945.
4 Alocución. Inauguración del Año Jurídico S. Romana Rota. 29 de octubre de 1947.
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