¿Hace el Antiguo Testamento mención de Jesús el Mesías?
—Sí, señor. Los profetas del Antiguo Testamento declararon durante dos mil años que Dios les había revelado la venida de Jesús, el Mesías que había de redimir al mundo. Dios prometió a Adán (Gen 3, 15) un Redentor que nacería del linaje de Sem (Gen 9, 26), de Abraham (Gen 22, 18), de Isaac (Gen, 26, 4), de Jacob (Gen 28, 14), de la tribu de Judá (Gen 49, 8-10) y de la familia de David (Isaí 9, 7). Moisés dice de El que será un gran Profeta (Deut 18, 18); Isaías predice que a su venida al mundo habrá paz universal (Isaí 2, 4), y Malaquías nos habla de su Precursor (Mal 3, 1). Según Isaías, nacerá de una Virgen (Isaí 7, 14), en la ciudad de Belén (Miq 5, 2), antes de la sumisión completa de Israel y de la destrucción del segundo templo (Gen 49, 10; Dan 9, 24-27). Los profetas llaman al Mesías Señor (Sal 2, 2), Jesús o Salvador (Isaí 2, 5; Habac 8, 8), Dios poderoso (Isaí 9, 6), Emmanuel o Dios con nosotros (Isaí 7, 14), Padre del siglo futuro y Príncipe de la Paz (Isaí 9, 6). Nos hablan también de su pobreza (Sal 86, 16), de su obediencia y mansedumbre (Sal 39, 9; 109, 7), de su predicación (Isaí 9, 1-2), de sus milagros (Isaí 35, 5-6) y del reino universal y eterno que habrá de fundar (Sal 64, 7-8; 2, 7-8). Y así podríamos seguir discurriendo sobre las cualidades y atributos que del Mesías nos trazaron los escritores sagrados del Antiguo Testamento. Jesucristo mismo dijo que había cumplido todas las profecías, y a los judíos que rehusaban creer en El los remitió a las Escrituras: «...ellas dan testimonio de Jesús» (San Juan 5, 39). Cuando se apareció a los dos discípulos que iban camino de Emaús, «empezando por Moisés y todos los profetas, les declaró todo lo que las Escrituras decían acerca de El» (San Lucas 24, 27).
¿Nos dicen acaso los sinópticos que Jesucristo reclamase para Sí la dignidad de Dios? ¿La doctrina sobre la divinidad de Jesucristo no la importó San Pablo de las religiones paganas o de los Apocalipsis judíos?
—Llamamos sinópticos a los tres Evangelios de San Mateo, San Marcos y San Lucas, y decimos que en esos tres Evangelios aparece claramente que Jesucristo afirmó ser Dios. Es cierto que no nos hablan los sinópticos de la divinidad de Jesucristo en términos tan claros y categóricos como el Evangelio de San Juan; pero esto se debe a que ambos se propusieron fines un tanto diversos. Veamos, sin embargo, lo que los sinópticos nos dicen de la divinidad de Jesucristo. No vamos a citar todos los pasajes, porque esto daría materia para llenar un libro; sólo vamos a citar aquellos en que más claramente resalta lo que pretendemos demostrar. En los sinópticos leemos que Jesucristo:
1.° es el Juez de todos los hombres (Mat 10, 32; 16, 27; Mar 8, 38);2° tiene poder para perdonar los pecados (Mar 2, 10-12; Luc 5, 23-24);
3.° conoce los pensamientos de los hombres (Mat 9, 4; 16, 17; Mar 2, 8; 8, 17; Luc 6, 8);
4.° conoce el porvenir, y sus profecías se cumplen (Mar 9, 29-30; Mat 23, 35; Luc 19, 22);
5.° es llamado Hijo del Altísimo por el arcángel San Gabriel (Luc 1, 32);
6.° bautizado por el Bautista, es llamado Hijo por Dios desde el cielo (Mat 3, 17);
7.° mientras estaba transfigurado, una voz del cielo dijo: «Este es mi Hijo amado» (Mat 17, 5);
8.° es eterno como su Padre (Mat 21, 33-41; Luc 10, 18; Mar 12, 1-9);
9.° llama a Dios su Padre (Mat 11, 25-28), y conoce sus secretos (Luc 10, 21-23);
10. fue llamado «Cristo Hijo de Dios vivo» por San Pedro (Mat 16, 16);
11. hizo milagros sin número que prueban que fue Dios (Mat 9, 35);
12. Preguntado por el sumo sacerdote si era El el Cristo, Hijo de Dios, lo afirmó (Marc 14, 61).
A la segunda pregunta respondemos que San Pablo no importó del paganismo la doctrina que nos dio sobre la divinidad de Jesucristo. «Hermanos—nos dice él mismo—: entended que el Evangelio que os he predicado no lo recibí de hombre alguno ni lo aprendí de nadie, sino que Jesucristo me lo reveló» (Gal 1, 11-12). San Pablo protestó enérgicamente contra la deificación pagana de reyes y emperadores: «No tenemos más que un Dios, el Padre..., y un Señor, Jesucristo» (I Cor 8, 4-6). No quiere con esto decir que Dios y Jesucristo sean dos dioses, sino un solo Dios y dos Personas, como él mismo dice claramente en otras epístolas (Filip 2, 6-7). Al hablar de Jesucristo, San Pablo lo hace con los nombres más excelsos y regalados. Jesucristo es: «el único Señor», «nuestro gran Dios y Salvador», «Hijo amadísimo de Dios», «la imagen del Padre invisible», «el creador de todas las cosas», «aquel en quien habita toda la plenitud de la divinidad corporalmente», etc. Y este testimonio de San Pablo tiene un valor tanto más subido cuanto que antes de su conversión era perseguidor acérrimo de los cristianos y se había propuesto borrar de la faz de la tierra el nombre de Jesús. Y notemos que empezó a predicar diez años después de la Pasión del Señor, cuando aún estaba fresca aquella muerte afrentosa en la cruz, y los Apóstoles y discípulos eran pobres y se veían perseguidos doquiera ponían los pies. No era, pues, muy halagador emprender en tales circunstancias una defensa sincera y decidida de la divinidad de Jesucristo.
Cuando Cristo exclamó en la cruz: "Dios mío. Dios mío, ¿por qué me has desamparado?", ¿no dio a entender claramente (al desesperar de ese modo) que era simplemente un hombre?
—De ninguna manera. Jesucristo entonces no hizo más que cumplir una de tantas profecías, pues esas palabras están tomadas del salmo 21. Este es un salmo mesiánico. La primera parte (versículos 1-22) habla del abandono de Jesucristo en la cruz y cómo Dios le dejó a merced de sus enemigos durante la tormenta de la Pasión; pero eso no quiere decir que Jesucristo desesperase, ni que su Padre le perdiese el afecto; porque luego, en la segunda parte del salmo (versículos 23-32), vemos que la oración de Jesucristo fue oída y favorablemente despachada, pues con su Pasión y muerte había de atraer hacia Sí a los pueblos y naciones.
Basta pasar la vista por las páginas de los Evangelios para convencerse plenamente de que nada hay tan ajeno de Jesús como la desesperación. Los evangelistas le pintan siempre lleno de fe y confianza en Dios. Sabe que su Padre le puede enviar más de doce legiones de ángeles (Mat 26, 53). Ya en vísperas de su Pasión consolaba a sus Apóstoles con estas alentadoras palabras: «Tened confianza, que Yo he vencido al mundo» (Juan 16, 33). En la cruz prometió el Paraíso al buen ladrón, y continuamente en su vida pública echa en cara a sus Apóstoles su falla de fe. «Hombres de poca fe, ¿por qué teméis?» (Mar 4, 40; Luc 8, 25). Algunos predicadores, más celosos que instruidos, pintan con vivos colores los sufrimientos de Jesucristo en la cruz, hasta llegar a decir que permitió le inundasen los tormentos del infierno lejos de su Padre y abandonado. Jamás en medio de sus crueles tormentos perdió Jesús de vista que era el Hijo amado del Padre, cuyo rostro tuvo siempre ante los ojos desde el primer momento de su Encarnación. Jesucristo tomó sobre Sí nuestros pecados para expiarlos, pero no fue reo de pecado. El reato de la culpa no puede pasar de un alma a otra. Decir, pues, que el reato de nuestras culpas fue traspasado al Señor cuando moría en la cruz, es proferir una blasfemia.
Jesucristo dijo: "¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino Dios» (Mat 19, 17). ¿No dio a entender con esto que El no era Dios?
—Jesucristo, en esta respuesta, no niega ni su bondad ni su divinidad. Lo que quiso dar a entender al joven que le preguntaba era que el único infinitamente bueno era Dios, el autor de los Mandamientos del Sinaí; como quien dice. «El único bueno es mi Padre celestial.» Luego, cuando el joven dijo que había cumplido los Mandamientos desde su juventud. Jesucristo replicó: «Pues si quieres ser perfecto, anda y vende todo lo que posees y sigúeme»; significando con esto que seguir a Jesús en perfecta pobreza es más perfecto que guardar los Mandamientos. Ahora bien: Jesucristo no hubiera dicho semejante cosa si no hubiera sabido que El era Dios. De otro modo, hubiera blasfemado.
Si Jesucristo fue Dios, ¿por qué le pudo tentar Satanás? La narración de las tentaciones del Señor más parece leyenda, o al menos son una parábola con la que El nos quiso enseñar cómo nos las habíamos de haber en tiempo de tentación.
—Jesucristo, en cuanto Dios, no podía experimentar la lucha que nosotros sentimos entre la carne y el espíritu, ni las pruebas que nos sobrevienen de los errores de la razón o de la debilidad de voluntad. Pero Jesucristo fue también verdadero hombre, y así pudo ser tentado externamente por el demonio. San Pablo, hablando de Jesucristo, dice que «debió en todo asemejarse a sus hermanos, a fin de ser un pontífice misericordioso y fiel para con Dios en orden a satisfacer por los pecados del pueblo. Ya que, por razón de haber El mismo padecido y sido tentado, puede también socorrer a los que fueron tentados». «Experimentó todas las tentaciones y debilidades, excepto el pecado» (Hebr 2, 17-18; 4, 15).
En rigor, la narración de las tentaciones del Señor puede ser tomada literalmente o en sentido figurado. Para tentar a Jesús bastaba llevarle con la imaginación al pináculo del templo o pintarle ante la imaginación la gloria y grandeza de los reinos terrenales, sin que fuese necesario llevarle en volandas por los aires o trasladarle de nación en nación como en viaje de turismo. Por esta razón, creemos que no va descaminado el que opine que el evangelista nos cuenta metafóricamente el triple combate interno que Cristo sostuvo contra Satanás, y del cual salió victorioso.
El Evangelio de la infancia de Jesucristo debería suprimirse, ya que las dos genealogías de San Mateo y San Lucas son diferentes e irreconciliables. ¿Cómo puede Jesús ser Hijo de David, si José, por el cual El es entroncado con David, no es su padre verdadero?
—Para resolver esta dificultad, se han excogitado a través de los siglos varias teorías. Según Julio Africano (221), a quien sigue Eusebio, el verdadero padre de San José fue Jacob (Mat 1, 16) y Helí fue su padre legal, conforme a la ley mosaica del levirato (Luc 3, 23). Cuando una viuda sin hijos se casaba con su cuñado, los hijos de este matrimonio llevaban el nombre del primer marido ya difunto (Deut 25, 5). Esta interpretación estuvo en vigor hasta el siglo xv. Hay contra ella la dificultad de que también tuvo que cumplirse la ley del levirato en Salatiel, Neri, Mathan y Leví. En 1490, Antonio de Viterbo propuso la teoría de que San Mateo nos da la genealogía de San José, mientras que San Lucas nos da la de la Santísima Virgen. No nos satisface esta opinión, pues va contra la tradición de los Padres de la Iglesia y contra la costumbre judía de trazar las genealogías sólo por vía paterna.
Según otra teoría que hoy tiene muchos seguidores y parece la más verosímil, San Mateo nos da la sucesión legítima por la cual le vinieron a Jesús por San José los derechos davídicos; mientras que San Lucas nos ofrece los antepasados reales y legales que, por San José, entroncaron a Jesús con David. Los judíos contemporáneos de Jesucristo estaban persuadidos de que el Mesías había de venir del linaje de David (Mat 15, 22; 20, 30; 22, 40-46), hecho que San Pablo da por supuesto en sus epístolas. Ya los rabinos disputaban si el Mesías había de venir de David por la línea de Salomón o por la de Natán, pues Salomón había muerto idólatra y su último descendiente antes del cautiverio, Jeconías, había sido rechazado por Dios (Jer 22, 30). Las dos teorías encuentran fundamento en las genealogías de San Mateo y San Lucas. Los derechos de David descendieron a San José y a su Hijo legal Jesús por Salomón (Mat 1, 6-7), mientras que la verdadera ascendencia davídica le vino a Jesús por vía de Natán (Luc 3, 31). En este caso, la genealogía que nos ofrece San Mateo tiene un valor convencional. Consiste en tres grupos de catorce hombres cada uno, porque las tres letras hebreas que forman el nombre de David significan también el número catorce. Para formar estos tres grupos simétricos hubo necesidad de saltar muchos nombres que vemos mencionados en el Antiguo Testamento. Sea como fuere, los católicos aceptamos incondicionalmente las dos genealogías de la Biblia, porque así nos lo manda la Iglesia infalible. El punto de vista racionalístico de negar simplemente el valor histórico de un documento que echa por tierra sus planes preconcebidos es muy fácil y muy absurdo.
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