Tienen de costumbre los Sumos Pontífices cuando envían un legado, a tratar con los reyes de negocios graves e importantes, darle muy anchos poderes, a fin de autorizar con esto su ministerio. Ni más ni menos, enviando Nuestro Señor por la Europa a este su legado, a tratar con los emperadores, con los reyes y Pontífices y todo género de gentes, de un negocio tan grave como el de la salvación de las almas, para acrecentar la autoridad del Santo, le dio muchas gracias gratis datas, que dicen los teólogos; las cuales le acreditasen delante de aquellos a quienes había de predicar. Estas gracias son las que cuenta el apóstol San Pablo en la primera Epístola que escribe a los de Corinto cuando dice, que a unos da Dios gracia de profecía; a otros, de hablar en lenguas; a otros de conocer espíritus; a otros de declarar las palabras de Dios; a otros de sanar enfermos. Todas estas gracias, sin faltar ninguna, hallaremos que concedió Nuestro Señor a su siervo, larga y abundantemente. Profetizó muchas cosas, habló en lenguas, conoció los espíritus de aquellos con quienes trataba, declaró las Escrituras singularmente y, en remate de todo, sanó enfermos y resucitó los muertos.
No será menester tratar aquí en particular de todas estas gracias, pues del capítulo pasado queda ya manifiesto, cómo tuvo en cierto modo las gracias de las lenguas que los apóstoles tuvieron. Digo en cierto modo, porque ordinariamente no habló con variedad de lenguas, sino con un solo lenguaje vulgar de valenciano fue entendido por todos, y a cualquier de ellos les parecía que había predicado en su propio romance de cada uno. Tanto que sobre esto disputaban algunas veces los que le habían oído. El griego decía que San Vicente predicaba en griego, el italiano porfiaba que no, sino en lengua toscana, y el francés, que no, sino en su lengua. Con todo se me acuerda haber leído en el proceso de uno, que confiesa allí por su boca, que él no le entendió a San Vicente, y debió de ser suya la culpa; pues todos los otros testigos dicen que de todos los extranjeros y advenedizos era entendido adonde quiera que predicase. Otro testigo dice que en el primer sermón no le entendió, y en los demás, sí. Tampoco será menester tratar ahora de la gracia que tuvo en sanar enfermos y resucitar muertos; porque casi todo lo que nos queda por escribir está lleno de esto. Digamos, pues, del don de la profecía, y del conocimiento de los espíritus.
Un hombre le trajo en Valencia un sobrino suyo del mismo hombre, para que le bendijese, y el Santo le dijo: Enviad este niño a las escuelas, porque vendrá a ser Papa y me honrará grandemente. Hicieron sus parientes lo que debían en proveerle para sus estudios, y él empleó su buen ingenio en las escuelas valientemente. Pasados ya algunos años, después de una predicación del Santo, fue el mozo en compañía de otros a besarle la mano, entonces, dice Flaminio que le dijo: Huélgome hijo de tu bien, que has de ser Sumo Pontífice y me has de canonizar cuando sea tiempo. Llamábase este mancebo Alonso de Borja y no Hernando como un autor piensa. Después de esta nueva se ocupó tan de veras en cosas de letras y virtud, que por su grande doctrina y buen ejemplo, estando ya San Vicente en el cielo y vacando el obispado de Valencia, por muerte del excelente y animoso prelado Hugo Lupián de Bages, fué electo en su lugar, y de ahí vino a ser cardenal de los Santos Cuatro Coronados, y, finalmente, Papa, y canonizó a San Vicente. Solía muchas veces el buen Pontífice Calixto III (que este nombre tomó él desde que se vio Papa) decir a los cardenales y al Maestro de toda la Orden fr. Marcial que siempre había tenido por cierto su pontificado desde que San Vicente se lo prometió. Encarece esto el doctor Illescas, y dice que hasta el nombre que había de tener cuando fué Papa le profetizó. Y así añade el mismo Illescas, siguiendo a Bautista Platina, que en un libro de don Alonso de Borja se hallaron las palabras siguientes escritas mucho tiempo antes de ser Papa: Yo, Calixto Papa, prometo a Dios Omnipotente y hago voto solemne a la Santa e Individua Trinidad de perseguir, y que perseguiré con guerra, maldiciones, entredicho y exsecraciones, y que por todas las vías a mí posibles molestaré a los turcos, enemigos del nombre cristiano. Pareciera cierto cosa maravillosa, que se llamase Papa antes de serlo, si no tuviera la palabra de este Santo que le asegurara. Porque no lo dijo solamente a su tío, y a él (como queda dicho) mas a la misma madre del Calixto lo había profetizado, prometiéndole que tendría un hijo Papa, como el mismo Calixto lo dijo delante de Roberto, obispo de Aquino, por más hartas veces alegado.
Otra cosa trae Flaminio muy señalada, aunque no tanto como la que acabamos de contar. Una mujer en Cataluña tenía un hijo, que de llorar reciamente se quebró, cosa bien ordinaria en los niños. Entendiendo, pues, que San Vicente predicaba en el lugar de Caldes de Momboy en el obispado de Barcelona, fuese allá con su hijo, y con las lágrimas en los ojos le mostró la enfermedad del niño, pidiéndole se apiadase de él y con sus oraciones le alcanzase de Dios salud. El Santo le dijo: mujer, ten firme esperanza, que tu hijo sanará. Allende de esto te digo que será clérigo y tu serás consolada. Fue ello así, porque desde que el Santo le dio su bendición comenzó a ir de mejoría y sanó perfectamente. Después se hizo clérigo y fue maestro en teología y vicario de Tamarit, y finalmente penitenciario del papa Nicolao V, y atestiguó esto, que tengo dicho, en el proceso de la canonización del Santo. Añade Flaminio que fue insigne teólogo y privó mucho con el rey D. Alfonso el V. Llamábase este muchacho Juan Soler. Huélgome por cierto cuando hallo los nombres y sobrenombres de esta gente con quien
San Vicente trató, porque perseveran aún los linajes de muchos de ellos, y no dudo sino que a sus parientes les dará grande contento hallar aquí la memoria de sus antepasados, y serán de hoy adelante devotos de este Santo, siquiera por parecer a sus mayores, y que rogarán por mí a Dios, por la buena obra que les hago. Y así lo suplico yo a todos ellos: para que, si escribiendo este libro he perdido algunos ratos que debiera darme a devoción, suplan ellos con sus oraciones delante del acatamiento divino mis defectos.
En compañía del Santo iba un hombre llamado Hernando de Aragón, el cual aunque era malo y perverso, pero éralo de modo que sus defectos no los podía saber el Santo, sino por revelación, como él mismo lo cuenta en el proceso. Enojado, pues, el Santo de la mala vida que este hombre hacía, le dijo cierto día: verdaderamente que si no entendiese que os habéis de enmendar, que ha de venir tiempo en el cual trabajaréis mucho por mi honra, yo os despidiera luego de mi compañía; tan perverso sois. Dijóle tan presto el hombre: maestro mío muy amado, ruega por mí que no me condene. El Santo le respondió: yo lo he hecho, y no solamente me ha concedido Nuestro Señor eso, mas también que en esta vida vengáis a gran prosperidad, y viváis largos años; pero tened cuenta de leer el libro que se intitula Contemptus mundi. Después de la muerte del Santo vino Hernando a ser obispo tolosense, y trabajó mucho porque el proceso de la canonización fuese adelante. Y no sólo atestiguó esto, mas dijo también, que después de haber ayudado él algunas veces al Santo, dándole la mano para cabalgar en el asnillo o apearse de él, le quedaba en sus manos tanto olor y fragancia, que le duraba por tres o cuatro días.
Predicando un día en Lérida, llegó a tratar de la santidad de su maestro fray Tomás Carnicer, y entre otras cosas dijo, que, con haber cuarenta años que era muerto y enterrado, aún su cuerpo estaba entero. Y señalando él el lugar fueron allá y hallaron ser verdad lo que había dicho. Y así por consejo del mismo Santo pusieron el sagrado cuerpo en más eminente lugar; y hoy está en la capilla de Nuestra Señora del Rosario, tan sin corrupción, como si fuera muerto de poco tiempo acá; con todo le falta la cabeza, porque se la quitó una reina de Aragón por reliquia. He puesto esto aquí entre las profecías, porque según San Gregorio y Santo Tomás, no solamente es profecía decir lo que está por venir, sino también lo pasado, cuando se sabe por revelación de Dios, y la misma razón es de lo presente.
Un fray Gilberto de la Orden de la Merced, conventual de Nuestra Señora del Puig se determinó de ir en compañía del Santo, con otros muchos frailes de otras religiones. El Santo le recibió muy bien y le dejó ir en su compañía algunos días, que no fueron muchos. Al cabo de ellos, llamándole aparte, le dijo: Hijo, volveos a vuestro convento, porque vuestros frailes desean mucho veros; pero mirad, confesaos antes de ir, y por el camino no os descuidéis de alabar a Dios. El fraile, aunque no entendió a qué fin se encaminaban aquellas palabras, cumplió lo que le fue mandado. Entendieron su venida los frailes del Puig y saliéronle a recibir con grande afición y deseo de verle. De donde parece que debía de ser muy buen religioso, pues tanto sentían los otros su ausencia y así se regocijaban con su venida. Mas acertáronlo aquellos padres, si le salieran a recibir con la cruz y el hisopo, porque en llegando a la puerta del monasterio se les murió en las manos súbitamente y fue, según se debe creer, su alma recibida en el cielo. En el mismo punto le reveló Dios al Santo lo que había acontecido, y él lo contó luego a sus discípulos.
Predicaba San Vicente en Zaragoza (otros dicen que en Bretaña, pero poco va en ello) y sin más, en medio del sermón se tomó a llorar agriamente. De allí a un poco enjugóse los ojos, y calló un ratillo para que el corazón se le sosegase, después mostró grande alegría y dijo públicamente: gracias a mi Dios, que aunque me he entristecido por la muerte de mi madre, que en este mismo punto ha expirado en Valencia, me ha querido consolar, revelándome cómo los santos ángeles le han llevado al cielo y puesto entre los bienaventurados. Advirtieron algunos muy bien en qué día y hora lo había dicho, y hallaron ser muy grande verdad. Porque no tardaron muchos días de llegar cartas de Valencia que lo confirmaron. Como dice San Antonino, lo mismo le aconteció estando en un pueblo de Aragón, que, oyéndole el rey que entonces reinaba la misa, notó que el Santo se detuvo y que lloró más de lo que acostumbraba, y como le preguntase si había algo de nuevo, respondió que entonces era muerto su padre. Había entre los compañeros del Santo un Lorenzo Peregrino, clérigo, el cual puesto que en lo demás era bueno y honrado sacerdote, tenía una falta, que era un poco vano. Su vanidad, consistía en holgarse de ir muy ricamente vestido y de colores, cuanto a las ropas que van cubiertas con la sotana. Pensaba él que San Vicente no lo entendía, y Dios ya se lo había revelado. Usó pues el Santo de este ardid para reformarle: que amonestando en el sermón a los eclesiásticos a toda modestia, dijo: ¿De qué sirve que el clérigo lleve colores y vestidos preciados bajo de la sotana? Y con tanta particularidad nombró todos los vestidos del clérigo y sus colores y aderezos, que el pobre hombre dio en la cuenta que por él lo decía, y que para el Santo no había nada escondido de lo que él hacía: aunque los demás oyentes no entendieron por quién se dijo.
Entre muchos valencianos que cada día dejaban sus casa y haciendas por irse en pos del Santo, hubo uno que se llamaba Gaya, el cual vendió toda su ropa y alhajas, y sacó de ellas 400 escudos. Tomando pues todo el dinero ofrecióle al Santo, pidiéndole que pues él le quería seguir, le dijese qué haría de él. El Santo le respondió lo que Cristo aconsejó a otros mancebos en el Evangelio: Hijo, repártelo entre pobres. Comenzó el hombre a repartir y quedóse con 200 ducados disimuladamente para las necesidades que se le podían ofrecer por tiempos, andando en aquella compañía tan pobre. Y como si fuera otro Ananías vuelve al padre San Vicente muy contento, diciendo que ya había cumplido su mandamiento. Hombre de poca fe (dijo el Santo), ¿cómo no habías de poner tú todas tus esperanzas en Dios, pues venías en mi compañía? ¿Para qué has querido mentir? ¿No sé yo como si lo viese con estos ojos, que tienes guardada la mitad de tus bienes? Apártate de mí, que no te quiero entre mis discípulos. No pudo tener el hombre las lágrimas y arrodillado le pidió perdón de su poca esperanza en Dios, y prometió de no retenerse cosa, solamente no le desechase de su compañía. En el lugar de Chauldes Aygues 0 que cae encima de Rhoded en Francia, predicó contra los que iban a los baños de aquella tierra: y como algunos caballeros y damas no curasen de lo que se les había predicado, fueron allá de noche, y al otro día, sin nombrarles, dijo en el púlpito todo lo que ellos habían hecho.
Murióse un compañero del Santo bien lejos del lugar donde él predicaba y no solamente supo su muerte por revelación, mas el lugar donde su alma estaba y las penas que padecía, que eran muy grandes: aunque como estaba en purgatorio, podía ser ayudado con los sufragios de los vivos. Juntando, pues, lo más presto que pudo a los otros compañeros que le quedaban, les dijo estas palabras: Hermanos, roguemos todos a Dios por el ánima de fray Fulano, que está en purgatorio, para que alcance remisión de las penas que padece. Hicieron todos lo que se les pedía, y él mucho más: y al otro día les dijo cómo ya había librado Dios de los grandes tormentos de purgatorio a su compañero, y estaba ya gozando de la vista de la Santísima Trinidad en la gloria. Llamábase este buen padre fray Francisco, de la Orden de Santo Domingo.
También profetizó San Vicente que había de cuñar cierto genero de moneda, la cual mucho después se vio en Tolosa no sin admiración de las gentes que nunca pensaron que se batiera. Muchas otras profecías, así de cosas venideras como de presentes y pasadas escondidas, pudiera traer aquí, pero mejor será guardarlas para cuando la historia las trajere. Bastará por ahora advertir que, como se dice en el proceso, no aconteció cosa señalada desde que el Santo murió, hasta su canonización, por espacio de treinta años, que él viviendo no la hubiese profetizado; y todas salían tan ciertas, como si él las hubiera visto antes que fuesen. Cosa, cierto, de grande admiración e indicio manifiesto de la gran privanza que tuvo con Dios, pues tan claramente le descubría las cosas que tenía tan encerradas en su pecho.
Finalmente, tuvo este Santo gran don y poder de Dios para conocer los secretos de los corazones, porque si predicaba en alguna aldea, o en un cabildo de canónigos, o monasterio de frailes, tan en particular decía los pecados secretos de los que presentes estaban, como si ellos mismos se los contaran o tratara con ellos mucho tiempo. Demás de esto, con ir por muchas tierras, donde no conocía a persona viviente, si en el sermón venía a tratar de algún pecado particular, como de la usura, del adulterio o simonía, aunque no hubiese en el auditorio más que un adúltero, usurero y simoniaco, aquél sólo miraba y en él hincaba los ojos, con tanta seguridad y energía, que cualquiera pecador decía en su corazón: no es menos, sino que Dios le ha revelado a fray Vicente mis pecados. Y así, por obstinado que estuviese en ellos, se derretía en lágrimas y proponía la enmienda. Hubo, entre los que iban en su compañía, algunos que quisieron tener cuenta con la vida secreta del Santo, para ver si era menos santo de lo que parecía. Y uno de éstos confiesa en el proceso que desde el punto que esto propuso en su corazón, luego el Santo lo conoció, según lo que después hizo. Porque al otro día en el sermón jamás el Santo apartó los ojos de él, y le miraba con tanto ahinco, añadiendo algunas palabras muy preñadas, que de allí adelante no se atrevió más a tener cuenta con la vida del Santo, y le fue más devoto que antes, pues veía que sus pensamientos le eran descubiertos.
Allende de todas estas gracias tuvo una otra, de la cual ya se ha hecho mención arriba. Pero la quiero repetir aquí por una cosa muy particular que se halla en el proceso y en Flaminio. La gracia era que le entendían todos, así los que estaban cerca del púlpito, como los de bien lejos. En confirmación de esto hizo Nuestro Señor una maravilla bien grande. Habiendo predicado en un monasterio de monjes Bernardos, un religioso quedó muy aficionado a sus sermones y pidió licencia al abad de irse con el Santo hasta un lugar donde había de predicar. No quiso el abad, por lo que le pareció, darle licencia; de lo cual recibió el monje gran tristeza. Pero como si supiera ya lo que había de acontecer, inspirado por Dios, subió tinta y papela un lugar alto del monasterio, de donde por la gracia de Dios oyó todo el sermón del Santo y él ló escribió. Entre tanto, viendo el abad que no parecía el monje, mandóle buscar por el monasterio, temiendo que por la tristeza no hubiese hecho algún desmán. Pero no le pudieron hallar hasta cerca del medio» día que el fraile bajó; y preguntándole el abad dónde había estado, respondió con grande alegría: Vos, padre mío, no me quisisteis dar licencia de ir tras el maestro Vicente hasta el lugar donde hoy predica (que no fuera para mí pequeña consolación) y Dios, viendo mi tristeza, me ha hecho tan grande merced, que de tal lugar he oído el sermón del maestro Vicente, y por más señas de esto os lo puedo mostrar escrito de mi mano en este papel. Por una parte quedó atónito el abad de lo que oyó, y por otra muy deseoso de saber la verdad de aquel milagro. Así despachó luego un criado suyo para el lugar donde el Santo estaba con el sermón que el monje le dió, y allá fué comprobado, y hallaron ser muy grande verdad lo que el monje decía. Sin esto, queda memoria en Valdigna, que es casa también de Bernardos, que un fraile desde allí oyó predicar a San Vicente en Valencia, que está ocho leguas lejos del monasterio. Ni más ni menos en el libro de los Varones Ilustres dominicos de la provincia de Aragón, que compuso Baltasar Sorio, hallamos que dos o tres veces acaeció esto en este reino. Porque a un sacristán de Sueca no le permitió su amo que fuese con él a Valencia a oír el sermón del Santo, y después que volvió el cura le contó todo el sermón el bueno del sacristán, porque en efecto le había oído desde Sueca, la cual está cuatro leguas de Valencia. Lo mismo le aconteció a una mujer recién desposada en la ciudad de Alicante, a quien su marido no quiso llevar consigo a Valencia. Esto es mucho, y más por haber entre Valencia y Alicante mayor distancia; de suerte que esta manera de milagro, aunque no era muy ordinaria, no dejó de acontecer hartas veces, a honra de Dios, cuyo ministro era el padre San Vicente. En Mallorca también queda memoria de otro milagro como éste.
Del maravilloso fruto que hizo San Vicente con su predicación
El evangelista San Mateo, después de haber escrito en el cap. 3 de su Evangelio la austeridad de vida de San Juan Bautista, luego añade el efecto que hizo este ejemplo en toda la comarca de Judea, por estas palabras: Juan iba vestido de pelos de camello, llevaba una cinta de piel a los lomos, y su comida eran langostas y miel silvestres. ¿Qué se siguió de eso? Entonces (dice el evangelista) los de Jerusalén y Judea y toda la ribera del Jordán se iban a él y confesando sus pecados, pedían que les bautizase. También San Pablo en el cap. 4 de la I Carta que escribe a Timoteo, después de haberle encargado que no solamente predicase, sino que procurase vivir santamente, y dar buen ejemplo, añade: Haciéndolo así te salvarás a ti y a los que te oyeren. De manera que es doctrina muy verdadera y canonizada, que si el predicador es santo, por fuerza ha de hacer grande fruto en las ánimas de los que le oyen. Si lo queremos, como dicen, tocar con las manos, pongamos los ojos en el fruto que hizo este Santo: el cual después de la gracia de Dios, nació de su grande ejemplo y vida penitente, de que arriba tratamos. En el proceso de la canonización hallamos que en sólo seis meses convirtió en Castilla y Aragón más de 15.000 infieles, entre judíos y moros. En las liciones del Breviario antiguo de Valencia se escribe que convirtió con su predicación 25.000 judíos. Escríbese también que convirtió 8.000 moros; porque entonces no iban las cosas como ahora, sino que había judíos que públicamente profesaban la ley de Moisés y la defendían con grande pertinacia, teniendo pública Sinagoga, celebrando sus pascuas, guardando los sábados y demás fiestas y cerimonias de la Ley Vieja. A este mismo tono los moros guardaban su Alcorán a la descubierta, y sus ayunos y comidas y oraciones, o (por mejor decir) idolatría. Tenían sus mezquitas, y alfaquíes que les predicasen en ellas. Los unos y los otros usaban de esta libertad no sólo por lugarejos y aldeas, mas en villas muy principales y en las ciudades más célebres de España. La cual permisión duró hasta que el católico y dichoso rey don Hernando el segundo de Aragón y quinto de Castilla, echó de nuestra España a todos los que no quisiesen dejar sus leyes y tomar la fe de Nuestro Señor Jesucristo y su bautismo. A los judíos en el año 1492 y en el de 1499, y los moros el año de 1502. Aunque esto de los moros no se ejecutó en nuestro reino de Valencia hasta que reinó el invictísimo emperador Carlos V. Y porque se vea cuántos eran los judíos que entonces había en España, dicen los autores que sin una infinidad de ellos, que se bautizaron, hubo 420.000 personas que por sólo no bautizarse se salieron de ella. De aquí vea el lector cuán necesaria fué la predicación de San Vicente, pues estos infieles tan a rienda suelta y con tanta desvergüenza blasfemaban de Jesucristo, Nuestro Señor, no en Turquía o Berbería, sino acá en nuestra España, y dentro de nuestras puertas.
Pues no fué menor el fruto que hizo en los cristianos. Porque en aquel tiempo, como el negocio del cisma andaba muy encendido, los obispos y prelados no podían hacer su oficio como debian, y la gente se tomaba gran licencia para pecar. Cuando un obispo quería castigar a algún subdito suyo, no tenía el otro más que hacer que pasarse a la otra parte del cisma, y así se libraba del castigo: como en los pueblos que están en frontera, se suelen cometer grandes delitos, porque en verse los delincuentes perseguidos de la justicia se pasan al otro reino, y con esto están seguros. En consecuencia de esto, había grande ignorancia de las cosas necesarias para la salvación; había muchos robos, blasfemias, deshonestidades, muertes y usuras por la Europa, que toda hervía en pecados. Mas predicando este bendito padre comenzó la gente a reconocer el estado en que vivía. Restituíase lo mal ganado, aprendíase lo que es razón que sepa un cristiano, hacíanse amigos los que antes eran contrarios, honraban el nombre de Dios. Las mujeres deshonestas dejaban la mala vida, las honestas moderaban sus galas y trajes, los taúres dejaban el juego, y en especial el de los naipes y dados, y, finalmente, cada uno procuraba reformarse cuanto mejor podía. Dice el mismo Breviario que convirtió 40.000 pecadores a pública penitencia. Así que los demás pecadores que convirtió no tenían número, pero los cristianos señalados en mala vida, como corsarios, salteadores, usureros públicos, rameras, homicidas y otras gentes malas, llegaban a 40.000. Cosa, por cierto, que yo de ningún Santo me acuerdo haber leído. Su ordinario apellido en los sermones era éste: Poenitentiam agite, appropinquavit enim regnum caelorum.
Mas será bien que tratemos algunas cosas en particular. San Antonino dice que muchas veces predicaba del juicio final, y esto con tanto sentimiento, que con el grande miedo que los oyentes concebían de aquel día y sus cosas, decían lo que dirán los hombres en aquel tiempo: Montes, caed sobre nosotros y cubridnos de la ira grande del Cordero. Flaminio dice, que predicando el Santo algunas veces con extraño fervor, movían tan de veras sus palabras a los pecadores, que muchos se levantaban de su lugar y sin esperar que acabase de predicar, con grandes lágrimas se postraban delante del púlpito, confesándose por pecadores y pidiendo perdón de sus maldades. Hacía en sus sermones grande hincapié en persuadir a los hombres que perdonaran las injurias, y decíalo tan bien, que los hombres enemistados no pudiendo sufrir el fuego de caridad y amor de los enemigos, que por las palabras del Santo se les encendía en los corazones, con grandes voces y lágrimas se levantaban, de manera que pudiesen ser vistos y el uno decía: Padre santo, yo perdono a fulano la muerte que me debe de mi padre; el otro: yo perdono la injuria que me hizo en quemar mis casas; y el otro salía con otro tanto. Mandaba luego el Santo llamar a los contrarios, que por mucho miedo no osaban parecer en público, y hacía que se abrazasen como amigos los que una hora antes bebieran de la sangre de sus prójimos; y porque no pudiesen después salirse de las paces, traía notarios siempre (como arriba se dijo) para que lo tomasen todo por auto y fuese de cosa más firme. Tenía grande cuenta de informarse en cada pueblo de las enemistades que había, y no salía de él hasta que todo lo dejaba apaciguado. Para lo cual le dió Jesucristo especial gracia, como lo dice Pepín.
Cuanto al número de los convertidos por el Santo, cuadra Flaminio con el Breviario valenciano, y añade dos cosas más: la una, que entre los cristianos que convirtió a pública penitencia y los otros que se contentaron con enmendar sus vidas en particular eran más de 100.000, sin los moros y judíos. La otra, que de la conversión de los moros y judíos se sacó grande provecho, porque muchos de ellos eran muy entendidos, así en la Sagrada Escritura como en las artes liberales, y ellos o sus hijos alcanzaron algunas dignidades eclesiásticas y en ellas sirvieron a la Iglesia. Dice, finalmente, este autor, que la cosa sirque más movía a lágrimas a los oyentes y aun a sí mismo, era cuando trataba de la pasión de Nuestro Redentor Jesucristo, o de las penas del infierno, o del día del juicio. Para acabar de decir el fruto que este Santo hizo en la Iglesia y cuán bien trabajó en la viña de Dios, quiero contar un particular efecto que hizo su predicación en un alma de una doncella de Valencia, del lugar de Moneada. Predicando en la Iglesia de Santa Tecla, día de la misma Santa, y contando grandes loores de la virginidad, y cómo Santa Tecla había dejado a su esposo por seguir a San Pablo, hallóse en el sermón una doncella, a quien sus padres habían enviado a vender hortaliza a la plaza de Santa Tecla. Movida ella por las palabras que allí oyó, hizo voto de perpetua virginidad; y porque sus padres la molestaban que se casase, hizo una cosa, más para alabar y engrandecer las maravillas de Dios que para imitarla, ordinariamente hablando, y fué la que mucho antes habían hecho Santa Eugenia y Santa Eufrosina. Tomando ropas de varón, se fué hacia el monasterio de Porta-Coeli, y en una cueva entre unas peñas y riscos del monte casi inaccesibles, vivió quince, o como otros quieren, veinte años, desconocida de alguna manera por los hombres y muy conocida de Dios y sus santos ángeles que la guardaban de los inconvenientes que la podían acontecer en un estado tan particular como el que ella había escogido. Al cabo del sobredicho tiempo, queriendo nuestro Señor pagarle sus trabajos y llevarla a la gloria en compañía de las santas a quienes había imitado, estaban unos pastores en sus apriscos, y vieron entre las tinieblas de la noche bajar sobre la cueva columnas de fuego. Como no osasen llegar allá, vieron otro tanto la noche siguiente; y pareciéndoles que no era cosa de poca importancia, fuéronse al monasterio de Porta-Coeli a dar cuenta a los monjes cartujos: los cuales movidos por esta relación, y también porque uno de ellos saliendo de maitines había visto lo mismo, fuéronse para la cueva y hallaron muerta la santa mujer, que entonces fué por ellos conocida; porque queriéndola amortajar, vieron que no era varón. Tenía esta bienaventurada mujer, por nombre, Inés. Y vínose a saber su nombre porque, como este milagro se divulgase en Moneada, fueron algunos al convento, e informándose de lo que pasaba, así por el tiempo como por otras conjeturas, vieron en la cuenta que ella era la que tanto tiempo había que faltaba en Moneada. Queda también en memoria en aquel monasterio, que el día de su muerte se tocó por sí la campana, hasta que se quebró; y cuando la refundieron le pusieron por nombre Inés. Queda hoy día la montaña con nombre y título de Santa Inés, la cual está muy verde y fresca; y quemándose diversas veces los montes que tiene al derredor, en llegar a ella el fuego se acaba. De estas cosas me han dado aviso los padres de aquel convento por sus cartas, y así yo las he querido poner aquí, no sólo para honra de San Vicente, sino también para que la bienaventurada Inés allá en el cielo ruegue a Dios por mi.
Sería nunca acabar si quisiésemos contar la infinidad de gentes que encaminó al cielo San Vicente, a unos convirtiéndolos de sus pecados y malas maneras de vivir, a otros encaminándolos en el servicio de Dios, al cual ya antes estaban dedicados. A lo menos esto es averiguado, que por donde San Vicente pasaba las escuelas y universidades se despoblaban, porque muchos estudiantes se iban tras él, o movidos por sus pláticas se metían en alguna religión. Y así cuando Nuestro Señor el día del juicio pida cuenta a los predicadores y doctores de cómo emplearon el talento que les encomendó, será cosa de grande admiración ver cuán buena cuenta dará este Santo, mostrando infinidad de almas que granjeó para Dios. Y si es verdad que al otro que con un mna, o mina, que era cierta moneda, había ganado diez minas, le mandó Nuestro Señor dar diez ciudades, que significa grande poder y majestad, ¿a este varón apostólico, que con el talento que Dios le puso entre manos supo granjear una infinidad de ánimas, qué galardón le dará? Cierto, muy grande.
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