¿No fue Lutero el primero que tradujo la Biblia a la lengua vernácula? ¿Por qué se le opusieron tan tenazmente los católicos?
—Cincuenta y cuatro años antes que Lutero publicase en alemán el Nuevo Testamento habían empezado a traducir la Biblia los católicos alemanes. Cuando Lutero dio a la imprenta su traducción ya había en alemán diecinueve ediciones de la Biblia, publicadas todas por los católicos, como prueba apodícticamente Janssen en su Historia de Alemania (14, 388). Desde 1450 hasta 1520 publicaron los católicos ciento cincuenta y seis ediciones en latín, seis en hebreo y veintiséis en diferentes lenguas europeas, incluso en ruso.
Los católicos se opusieron a la traducción de Lutero porque traducía a su capricho, introduciendo novedades en el sagrado texto, añadiendo y quitando palabras y tergiversando conceptos, para llevar adelante sus ideas preconcebidas sobre la fe y las buenas obras. Emser descubrió en esa traducción peregrina mil cuatrocientas inexactitudes, y Bunsen, protestante, nada menos que tres mil. Lutero se mofaba del Eclesiastés, rechazó la Epístola a los Hebreos y negó que el Apocalipsis fuese apostólico. Omitió los dos libros de los Macabeos porque hacen mención de las oraciones por los difuntos y ridiculizó la Epístola de Santiago, porque alaba las buenas obras. Donde San Pablo dice que basta la fe para salvarse (Rom III, 28), Lutero añadió «sola». Y cuando los comentaristas católicos le preguntaron por qué había interpolado así el texto paulino, respondió: «El doctor Lutero lo quiere así, y así tiene que ser, pues lo que yo quiero, eso es lo razonable; los papistas y los burros son una misma cosa» (Janssen, ibídem, 419). Esta respuesta nos da la clave para conocer los motivos que movieron a las autoridades para prohibir la traducción luterana en el ducado de Sajonia, en Austria y en la Marca de Brandemburgo, mientras encomiaban las traducciones católicas de Dietenberfer (1534), Eck (1537) y Blanchardt (1547), que fueron luego acogidas en la alta y baja Alemania.
En la Edad Media, cuando la Iglesia estaba en su apogeo, ¿no era la Biblia prácticamente desconocida?
—No, señor. Lutero exageró demasiado cuando dijo que «antes de él la Biblia yacía empolvada bajo el banco». En la Edad Media, la Biblia era el libro que más circulaba y el que más influía en la vida de los pueblos. En ella se inspiraban los sacerdotes para predicar sus sermones, leyéndola diariamente en el misal y en el breviario. Los monjes gastaban gran parte del día sacando traslados y adornándolos con viñetas, y otra buena parte del día la empleaban en meditarlas, como nos dice San Bernardo y como leemos en el Kempis (4, 11).
El pueblo, antes que se inventase la imprenta, como los manuscritos de la Biblia eran pocos y muy costosos, conocía la Sagrada Escritura de oírla constantemente explanada en los pulpitos y cátedras, y de verla con los ojos en esculturas, cuadros, frescos y mosaicos, en que tanto abundan las iglesias. Los libros y sermones que nos quedan de la Edad Media están saturados de textos bíblicos tan atinadamente comentados, que los protestantes de nuestros días se han pasmado de que prevaleciese más tarde la calumnia de que entonces no se lela la Biblia. «Mientras más estudiamos la Edad Media —dice Kropatscheck—, más tiende a desvanecerse la fábula de que la Biblia entonces era libro sellado, tanto para los teólogos como para el pueblo.»
¿Está permitido a los católicos leer la Biblia?
— No solamente les está permitido, sino que se les aconseja que la lean. Lo que prohibe la Iglesia es que lean Biblias comentadas por herejes o traducidas y publicadas sin licencia eclesiástica, no sea que, en vez de sacar provecho de la lectura, se dejen engañar por los sofismas y falsas interpretaciones y vengan a naufragar en la fe miserablemente.
Pío VI escribía así, en 1788, al arzobispo de Florencia: «Te alabo la feliz idea de hacer circular por la masa del pueblo ejemplares de la Biblia. Ella será antídoto contra esa peste de libros infames, hoy tan divulgados y leídos, hasta por el vulgo ignorante. La Sagrada Escritura es un manantial riquísimo del que se puede y debe sacar en abundancia pureza de doctrina con la que se han de mejorar las costumbres y se han de arrancar de raíz los errores.»
Pocos años más tarde, Pío VII escribió a los vicarios apostólicos de Inglaterra una carta concebida en idénticos términos.
En 1893, León XIII escribió una Encíclica sobre la Biblia, en la que nos urge que «bebamos en esa gran fuente de revelación católica, que debe ser asequible a todo el rebaño de Jesucristo; fuente purísima de aguas siempre cristalinas, porque no sufriremos jamás el menor atentado de enturbiarlas o corromperlas. Con la lectura de la Biblia se ilumina y robustece la inteligencia, el corazón se enciende y todo el hombre se resuelve a progresar en la virtud y en el amor divino».
En 1893, León XIII escribió una Encíclica sobre la Biblia, en la que nos urge que «bebamos en esa gran fuente de revelación católica, que debe ser asequible a todo el rebaño de Jesucristo; fuente purísima de aguas siempre cristalinas, porque no sufriremos jamás el menor atentado de enturbiarlas o corromperlas. Con la lectura de la Biblia se ilumina y robustece la inteligencia, el corazón se enciende y todo el hombre se resuelve a progresar en la virtud y en el amor divino».
Finalmente, Benedicto XV, en su Encíclica sobre San Jerónimo, cita varios pasajes de cartas del santo donde se ve lo mucho que encareció a sus amigos la lectura de la Biblia. «Ama la Biblia —dice a Demetrio—, y ella te guardará; ámala, y la sabiduría te amará a ti; hónrala, y ella te abrazará.»
¿Por qué encadenaban las biblias en las iglesias y bibliotecas los monjes de la Edad Media?
—En la Edad Media era costumbre atar la Biblia y otros libros con cadenas para que nadie los pudiese robar de las iglesias o bibliotecas y para que todos tuviesen entrada libre a ellos, especialmente los estudiantes. Las bibliotecas de entonces solían tener los libros en cofres cerrados con llave; pero como así se dificultaba mucho su lectura, se inventó atar los libros con cadenas. En el catálogo de libros del monasterio de San Pedro de Wiessenburg (Alsacia), el año 1040, leemos que en la iglesia había cuatro Salterios encadenados. Cuatro siglos más tarde (1441), todos los libros de la biblioteca de San Marcos, de Florencia, estaban encadenados, como lo estaban también los de la Biblioteca de Malatesta en Cesena (452). Entonces era considerado como obra pía dejar en el testamento Biblias, Salterios y libros de Horas para que, atados con cadenas, sirviesen de lectura a los devotos que frecuentaban las iglesias. Así lo hicieron, entre otros, el conde Federico de Heildelberg, el conde de Ormond y un católico holandés. Los protestantes adoptaron esta costumbre de encadenar las Biblias, práctica que duró más de trescientos años, pues hubo bibliotecas inglesas que no dieron libertad a los libros hasta el siglo pasado, como las de Manchester, Cirencester y Llambadarn.
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