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jueves, 23 de enero de 2014

Controversias bíblicas que han dado lugar a las intervenciones del magisterio eclesiástico (4)

CAPITULO IV 
De la encíclica "Providentissimus» a la "Spiritus Paraclitus»
(Primera Parte)

     Entramos en un período sumamente delicado y difícil La condenación por parte de León XIII de toda limitación en la inspiración y en la inerrancia bíblicas fue generalmente bien recibida en los ambientes católicos. No solamente los conservadores, sino muchos partidarios de l'école large, aceptaron sumisamente la enseñanza pontificia. Más arriba hemos dejado constancia de la ejemplar retractación del ilustre rector del Instituto Católico de París. Mons. D'Hulst. Si no todos se sometieron con la misma prontitud, como lo demuestra la ulterior insistencia del Pontífice en subrayar el contenido de la encíclica, es que se estaba gestando ya la herejía modernista que pronto había de deslindar los campos, dejando, no obstante, de la parte de acá, sinceramente adheridos a las enseñanzas de la Iglesia, a buen número de exegetas progresistas.
     La dificultad de discriminar los sentimientos internos de adhesión o rebeldía, al principio, y el temor justificado a posibles peligrosas connivencias con la herejía, después, hicieron al Magisterio de la Iglesia prudentemente receloso frente a algunas posturas avanzadas, y dieron pie a los conservadores a ultranza para englobar en sus condenaciones precipitadas a tirios y troyanos.
     De otra parte, como vimos más arriba, León XIII se abstuvo de señalar positivamente principios de solución para los problemas que los modernos descubrimientos planteaban a la inerrancia bíblica en materia histórica. Hombres de indudable buena fe habían creído poder resolverlos con anterioridad a la encíclica Providentissimus, limitando la inspiración e inerrancia para dejar campo libre a posibles errores del autor humano, que no comprometieran al elemento divino de la Biblia. Cerrada autoritativamente, y con razón, esa puerta, que nunca debió intentar abrirse, se hacía necesario buscar por otra parte una salida honrosa.
     En esta búsqueda sincera y leal, conservadores y progresistas, partiendo de supuestos distintos, siguieron distintos caminos. El Magisterio de la Iglesia, por un principio de elemental prudencia, que humanamente en ocasiones pudiera parecer exagerado, pero que humanamente también se explica por el peligro presente del modernismo, optó por mantener en lo posible las posiciones tradicionales, y recibió con reservas los intentos de solución ideados por los progresistas. Si a esto añadimos las pasiones y defectos humanos que Dios permite en el seno de su Iglesia por sus altísimos e inescrutables fines, estaremos en condiciones de enjuiciar serenamente este agitado período de la historia de las ideas sobre la Biblia y de sacar de él las enseñanzas en las que siempre suele ser tan rica y generosa la historia.
     Ni todo fue agonía y lucha durante estos treinta años que separan las dos grandes encíclicas bíblicas. Antes bien son los años de las grandes realizaciones en el campo de estos estudios. La Escuela Bíblica de Jerusalén, la Pontificia Comisión para los Estudios Bíblicos, la revisión de la Vulgata y el Pontificio Instituto Bíblico, con todo lo que estos epígrafes encierran de realidades y de promesas, son otros tantos monumentos de la preocupación de los Pontífices por el progreso de las ciencias bíblicas.
     El desarrollo, pues, de la amplia y delicada materia que comprende el presente capítulo, puede cómodamente dividirse en tres apartados: el movimiento herético del modernismo; los intentos católicos para solucionar los problemas planteados a la inerrancia bíblica en materia histórica, y las grandes realizaciones en el campo de los estudios bíblicos emprendidas y alentadas por los Sumos Pontífices.

I. La crisis modernista

Contenido y raíces del modernismo
     El modernismo no es tanto una herejía bíblica cuanto -según la expresión de San Pío X- "el resumen y extracto venenoso de todas las herejías". Si nosotros le dedicamos un capítulo en este recuento histórico de errores contra la Biblia, es porque sus principales corifeos fueron hombres dedicados preferentemente al estudio positivo de los libros santos y se presentaron en un principio como fervientes defensores de un nuevo método en los estudios bíblicos.
     En realidad, el contenido disolvente de la nueva herejía es amplísimo. Recoge las aguas turbias de innumerables errores anteriores, fundiéndolos en imponente catarata que amenaza el edificio entero del dogma católico y hasta los fundamentos mismos de toda religión. Riviére, en maravillosa síntesis, enumeraba las siguientes tendencias como englobadas en el movimiento modernista: "La independencia del trabajo científico, especialmente en exegesis bíblica, con relación a la autoridad de la Iglesia; el naturalismo, que reduce la inspiración de las Escrituras a un fenómeno totalmente humano y niega la inerrancia de los libros santos; el criticismo, que quita a estos escritos su valor histórico; el subjetivismo, que hace de la revelación una simple percepción de nuestra conciencia; el pragmatismo religioso, que no quiere ver en el dogma sino una regla de conducta; el evolucionismo, que, después de haber negado el origen evangélico de los dogmas católicos, explica su origen por la elaboración sucesiva de la conciencia cristiana: principio ampliamente aplicado después a la cristología, a la redención, a los sacramentos en general y a cada uno de ellos en particular, así como a la constitución de la Iglesia y a los poderes del Papado; el relativismo, en fin, que niega el valor absoluto de la revelación cristiana para someterla a una ley de perpetua evolución".
    Fundamentalmente, el modernismo tiene sus raíces en el idealismo de la moderna filosofía postkantiana. Kant había proclamado el agnosticismo de la razón pura ante lo transcendente. La religión, según él, sólo encuentra justificación en los imperativos categóricos de la razón práctica. Después de él Schleiermacher había sustituido la razón práctica por el sentimiento: la religión no es racional; la fe radica en el sentimiento religioso. El inmanentismo dará un paso más afirmando que el sujeto crea el objeto de su creencia para satisfacer una necesidad vital.
     La proyección de este idealismo subjetivista sobre la historia en general, y de una manera especial sobre la historia de los orígenes del cristianismo, terminaría negando, por una parte, la autoridad divina de la Biblia y considerando, por otra, la religión cristiana como un proceso más de evolución del sentimiento religioso de la humanidad.
     El modernismo -que en un principio es un intento apologético de armonizar la fe católica con las exigencias del pensamiento moderno- recoge estos postulados filosóficos y pretende explicar con ellos el hecho cristiano. Su conclusión había de ser forzosamente la negación del valor absoluto de los dogmas católicos y la destrucción de toda religión positiva o revelada.
     Más que una doctrina, el modernismo es una tendencia que se manifiesta en todos los órdenes de la vida, y por supuesto afecta a todas las enseñanzas y prácticas de la Iglesia. Se difunde ampliamente por Inglaterra, Francia, Alemania e Italia, y presenta facetas distintas en el relativismo evolucionista de Loisy, en el inmanentismo de G. Tyrrell y en el pragmatismo de Ed. Le Roy.

Derivaciones bíblicas.
     No nos corresponde a nosotros en este lugar tejer la historia del movimiento en general, ni siquiera reseñar los errores teológicos a que dio ocasión. Ciñéndonos al campo bíblico, destacaremos sus principales afirmaciones. Se niega en absoluto la inspiración divina y la inerrancia de la Sagrada Escritura tal como son enseñadas por la Iglesia. Los libros sagrados, y en concreto los escritos del Nuevo Testamento, son obras meramente humanos, sujetas a error, simple expresión de las vivencias religiosas de sus autores, que reflejan no lo que Cristo fue, enseñó o hizo, sino lo que de El pensó la primitiva comunidad cristiana. Deben ser, por lo tanto, interpretados no como fuentes históricas de la revelación, sino como testimonios de la evolución del pensamiento humano. Y esto sin sujeción al magisterio de la Iglesia. Esta no fué fundada por Cristo; surgió de la necesidad de acomodar el mensaje cristiano a las exigencias de los tiempos. Los dogmas son intentos de traducir en fórmulas intelectuales las experiencias vitales del sentimiento religioso, y están, por lo mismo, sujetos a los vaivenes de las corrientes del pensamiento.
     El representante más genuino del movimiento modernista, sobre todo en lo que afecta a la Sagrada Escritura, es el antiguo profesor del Instituto Católico de París Alfredo Loisy. Su proceso ideológico personifica el itinerario y la vida del modernismo bíblico.

La trayectoria de Alfredo Lois
     Cuando monseñor D'Hulst presentaba la question biblique, haciéndose el portavoz simpatizante de la tesis progresista, estaba autorizando la postura de su flamante profesor de exégesis bíblica en el Instituto Católico de París, Alfredo Loisy. D'Hulst veía en las teorías del joven sacerdote -y como tal las presentaba- un afán sincero por defender la verdad católica de manera más conforme con las exigencias de los tiempos El creía comprender la inocencia inofensiva de sus juveniles audacias, cuando cariñosamente se complacía en llamarle su "pequeño Renán".
     Nacido en 1857, Alfredo Loisy cursó deficientemente, según confesión propia, los estudios de filosofía escolástica en el Seminario de Chálons. A los veintiún años, el 30 de junio de 1878, se ordena de subdiácono bajo los efectos de una terrible crisis de fe (Loisy, A., Choses passées (París 1913) p. 45s), que se había de agudizar al estudiar el problema sinóptico y al ver la, según él, defectuosa apologética de Vigouroux. En 1881 había perdido la noción tradicional de inspiración bíblica, y en 1883 tenía en crisis toda la doctrina de la Iglesia. Desconocedor de este estado de ánimo, Mons. D'Hulst pedía en julio de 1882 al Consejo Superior de los Obispos, encargado de moderar el Instituto Católico de París, autorización para "ocupar en los estudios a un joven sacerdote de Chálons, lector en teología, el abate Loisy, con el fin de preparar en él un profesor de Sagrada Escritura".
     Comenzó, efectivamente, por enseñar hebreo en el Instituto como auxiliar del abate Martin. De 1882 a 1885 frecuentó las clases de Renán sobre crítica textual de los Salmos en el Collége de France. Aquí germinó su relativismo de las ideas, que es la base del modernismo junto con el viejo panteísmo: "II n'y a qu'une substance éternelle... Luí seul est tout, et le reste n'est ríen, puisque tout est luí, et que lui-méme n'est plus qu'une abstraction, si on le sépare de ses manifestations contingentes et finies" (Loisy, A., Mémoirei pour servir á l'histoire religiente de notre, temps).
     Con vistas al doctorado, se puso a trabajar en la tesis, cuyo título, aprobado por Mons. D'Hulst, rezaba: De divina Scripturarum inspiratione quid senserint auctores sacri et scriptores christiani antiquissimi. Paralelamente, conforme al plan del Instituto, preparaba otra tesis en francés sobre la versión griega de los Salmos. La tesis latina fue revisada privadamente por D'Hulst, quien temió presentarla y le aconsejó guardarla entre sus papeles. El diario de Loisy anotaba el 19 de mayo de 1884: Ruit thesis (la tesis se vino abajo). Si es exacta la referencia que él mismo nos da en Choses passées ("¿Qué había, pues, de tan temerario en mi latín? Una idea muy sencilla, casi elemental, de la que yo sacaba una conclusión eminentemente católica, pero desde el punto de vista de un catolicismo ideal, a la vez que destructora del catolicismo real, escolástico y romano. En pocas frases muy claras del prólogo y del epílogo decía yo que, relacionándose la inspiración de las Escrituras con libros todavía existentes y susceptibles de análisis, era una creencia que debía controlarse mediante el estudio de esos mismos libros: que la psicología de los autores inspirados era visiblemente idéntica a la de todos los demás escritores; que el concurso divino de la inspiración no alteraba la naturaleza de esos escritos; que si la revelación estaba contenida, y eso sin error, según la afirmación del concilio Vaticano, en la Biblia, era sólo bajo una forma relativa, acomodada al tiempo y al medio en que se escribieron los libros, así como a su ciencia y a sus conocimientos generales; que la insuficiencia de las Escrituras como regla de fe provenía de su misma naturaleza, y que el magisterio de la Iglesia tenía por objeto adaptar la doctrina antigua a las necesidades siempre nuevas de los tiempos, libertando la verdad sustancial de sus formas ya pasadas» (Choses passées, p. 71s.). Sobre las relaciones de monseñor D'Hulst con Loisy, puede verse el interesante estudio de V. Larrañaga La crisis bíblica en el Instituto Católico de París: Estudios Bíblicos, 3 (1944) 173-188; 383-396). los temores de Mons. D'Hulst eran fundados. Si en la letra respetaba el magisterio, en su espíritu consideraba relativistas sus decisiones, como creía relativa la verdad de la Biblia.
     "A decir verdad, el principal defecto de mi tesis era su claridad: en el primer capítulo, sobre la doctrina de la inspiración en las Escrituras, resultaba demasiado evidente que la exégesis practicada por los autores del Nuevo Testamento sobre los textos del Antiguo era puramente arbitraria, justificable por las contingencias de la historia, pero incapaz de ser sostenida como explicación verdadera; lo mismo habría que decir de la exégesis de los antiguos Padres, no menos descabellada, si es lícito hablar así; y de ahí surgía la idea de la verdad relativa, incluso para el contenido de la Biblia» (Mémoires... I 131).
     El curso 1884-1885 fue nombrado profesor auxiliar de Sagrada Escritura, y ya entonces llamó la atención su ligereza al tratar el texto de Isaías VII, 14. Esto no obstante, el curso 1889-1890 pasó a ocupar esta cátedra como titular, aunque a las órdenes todavía de Vigouroux, y se doctoró en teología, presentando una tesis sobre historia del canon.
     Así estaban las cosas, cuando el artículo de monseñor D'Hulst en Le Correspondant, de que hablamos más arriba, aceleró la intervención de León XIII con la encíclica Providentissimus, poniendo al rector del Instituto Católico en el trance de desposeer de su cátedra al futuro corifeo del modernismo.
     Retirado de la enseñanza, Loisy parece eclipsarse por unos años. En 1899 y 1900 escribe varios artículos sobre la evolución dogmática, los orígenes de la religión de Israel y las nociones de religión y de revelación, aparecidos, bajo el seudónimo de A. Firmin, en Revue du Clergé Francais. El mismo año de 1900 da un ciclo de lecciones sobre el problema bíblico en L'Ecole pratique des Hautes Etudes.
     La primera obra importante en la que definitivamente se destapa es L'Evangile et l'Eglise, publicada En París en 1902 y presentada como una reacción contra las conferencias de Harnack, Das Wesen des Christentums (Berlín 1900), que acababan de ser traducidas al francés (París 1902). Para Harnack, la esencia del cristianismo había sido deformada por la Iglesia. Consistía sencillamente en la predicación del reino, que no era sino la concreción de la esperanza escatológica que animaba al judaísmo contemporáneo. Mal pudo pensar Jesús en una organización eclesiástica, cuando creía inminente la catástrofe final. Su única preocupación era invitar a la penitencia. La Iglesia es una superestructura que no entraba en la mente del Fundador del cristianismo ni pertenece, por lo tanto, a la esencia de éste.
     Loisy pretende defender a la Iglesia. Y la justifica haciendo ver que históricamente era necesaria para salvar el mensaje de Cristo adaptándolo a los tiempos. El error de Harnack está, según Loisy, en considerar la esencia del cristianismo perfecta e inmutable. No. La esencia del cristianismo es un devenir. La Iglesia hizo bien en surgir. E hizo bien en adaptar con fórmulas dogmáticas el mensaje de Cristo a todos los tiempos. Eso mismo ha de seguir haciendo si no quiere perecer. Estando los dogmas "en relación con el estado general de los conocimientos humanos en el tiempo y en el medio en que surgieron", es natural "que un cambio considerable en el estado de la ciencia haga necesaria una nueva interpretación de las viejas fórmulas" (Loisy, L'Evangile et l'Eglise).
     L'Evangile et l'Eglise levantó una tremenda polvareda. Al radicalismo histórico de Harnack respondía Loisy con un mayor radicalismo filosófico. Partidarios y contradictores lo asediaron con preguntas y objeciones. Para responder a unos y a otros escribe en octubre de 1903 Autour d'un petit livre. Insiste en subrayar el carácter apologético de su obra anterior y en protestar de su catolicismo leal, presentando su postura como la mejor manera de armonizar la Iglesia con los resultados de la ciencia en los tiempos presentes.
     Está escrito este segundo libro en forma de cartas. Las dos primeras, dirigidas al cardenal Perraud, obispo de Autún, y a Mons. Le Camus, obispo de La Rochelle, tratan del estado actual de la cuestión bíblica, sobre todo en orden a la autoridad de los Evangelios para justificar su concepción exclusivamente escatológica del mensaje de Cristo. En la tercera carta, dirigida a Mons. Mignot, arzobispo de Albi, concluía que la divinidad de Cristo era la versión en términos griegos de la fe judía en el mesianismo de Cristo. Cristo es Dios para la fe. En la cuarta carta afirmaba lo mismo de la Iglesia. "La institución divina de la Iglesia es un objeto de fe". Finalmente, la quinta carta define la revelación como "la conciencia adquirida por el hombre de su relación con Dios", y se asegura que su posterior formulación, los dogmas, no son sino símbolos imperfectos, sujetos a los cambiantes de la condición humana.
     El 17 de enero de 1903, el cardenal Richard, seguido por otros ocho obispos franceses, condenaba L'Evangile et l'Eglise, y en diciembre del mismo año el Santo Oficio la incluía en el Indice junto con Autour d'un petit livre, Etudes évangéliques y Le quatriéme Evangile.
     En Autour d'un petit livre aparecía todavía más claro y desenmascarado el relativismo evolucionista que en 1884 había movido a Mons. D'Hulst a desaconsejarle la presentación de su tesis latina. Más aún: la aplicación de esos principios a la divinidad de Cristo y al origen de la Iglesia y de los sacramentos hacía patente su peligrosidad y la urgencia de una intervención enérgica del Magisterio.

Condenación del modernismo
     A partir de 1906 se suceden las condenaciones contra los diversos focos y tendencias del modernismo. El 5 de abril de 1906 se incluye en el Indice la obra inmanentista de Laberthonniére; el 28 de noviembre, el cardenal Richard y los obispos de la región de París condenan la revista Demain, y el 11 de diciembre del mismo año va igualmente al Indice La question biblique au XIX siécle, de A. Houtin; el 29 de abril de 1907, el arzobispo de Milán condena la revista Rinnovamento; el 28 de mayo hace lo mismo con Revue d'Histoire et de Littérature religieuse el cardenal Richard, y el 26 de julio queda incluida en el Indice Dogme et Critique de Ed. Le Roy.
     Pero la condenación solemne del movimiento en su totalidad es obra del Santo Oficio con su decreto Lamentabili y de San Pío X con su encíclica Pascendi, fechados, respectivamente, el 4 de julio y el 8 de septiembre de 1907.
     El decreto "Lamentabili sane exitu".—Ya en octubre de 1903, a raíz de la publicación de L'Evangile et l'Eglise, los teólogos parisienses G. Letourneau y P. Bouvier habían presentado al cardenal Richard una lista de 33 proposiciones malsonantes sacadas de los escritos de Loisy. El cardenal las envió al Santo Oficio. Este nombró una comisión, de la que formaban parte los cardenales Rampolla, Steinhuber y Vives y Tutó, para redactar contra el modernismo una especie de Syllabus. Se encargó la redacción al franciscano David Fleming. De la lista francesa sólo quedan unas 20 proposiciones. El documento consta de 65.
     En la Introducción se advierte que numerosos católicos, "bajo el pretexto de una inteligencia más profunda y de la investigación histórica, buscan un progreso de los dogmas que es en realidad su corrupción". La Sagrada Congregación tiene el encargo del Romano Pontífice de señalar y reprobar sus principales errores.
     Las 65 proposiciones se distribuyeron en siete grupos: autoridad del magisterio de la Iglesia, especialmente en materias bíblicas (1-8); inspiración e historicidad de los libros santos, especialmente de los Evangelios (9-19); nociones fundamentales de revelación, dogma y fe (20-26); origen y desarrollo del dogma cristológico (27-38); origen y desarrollo del dogma de los sacramentos en general y de cada uno en particular (39-51); institución y constitución de la Iglesia (52-57); caracteres generales y valor de la doctrina cristiana en su conjunto (58-65). La mayoría de las proposiciones están sacadas de las obras de Loisy; algunas reflejan el inmanentismo de G. Tyrrell, y otras el pragmatismo de Ed. Le Roy.
     Los modernistas se quejaron de que había sido mal interpretado su pensamiento. Ciertamente no fue así. Pero, de todos modos, lo condenado son esas proposiciones tal como suenan, y la enseñanza positiva de la Iglesia se contiene en el enunciado de sus contradictorias. Dicha enseñanza, en gran parte, repite y sanciona lo establecido en anteriores documentos eclesiásticos y sigue teniendo la misma certeza teológica que allí tenía. Es enseñanza nueva —porque antes no había habido necesidad de proponerla—cuanto se refiere al origen evangélico y al desarrollo histórico del dogma cristiano.


La encíclica "Pascendi"
     El decreto Lamentabili era un extracto de los principales errores modernistas, simplemente yuxtapuestos. No se veía en él la trabazón lógica de unas proposiciones con otras dentro de un orden sistemático. Ni se estudiaban las causas del error ni se indicaban sus remedios. Esto fue lo que hizo el papa San Pío X en su inmortal encíclica Pascendi Dominici gregis, de 8 de septiembre de 1907.
     Ya en su alocución consistorial de 17 de abril de 1907 el Papa había hablado de un "asalto que no constituye una herejía, sino el resumen y extracto venenoso de todas las herejías".
     El Papa subrayaba a continuación que este movimiento tendía a socavar los fundamentos de la fe y a aniquilar el cristianismo. «Sí, aniquilar el cristianismo, porque la Sagrada Escritura para estos herejes modernos no es ya la fuente segura de todas las verdades que pertenecen a la fe, sino un libro común; la inspiración para ellos queda restringida a las enseñanzas dogmáticas, si bien entendidas a su manera, y apenas se diferencia de la inspiración poética de Esquilo u Homero. Legítima intérprete de la Biblia es la Iglesia, pero sometida a las reglas de la llamada ciencia crítica que se impone a la teología y la hace esclava. Para la Tradición, filialmente, todo es relativo y sujeto a mutaciones, con lo cual queda reducida a la nada la autoridad de los Santos Padres»...). 
     En este nuevo documento solemne, San Pío X aborda, en tres partes claramente destacadas, la exposición y refutación del modernismo, sus causas y sus remedios:
     1. La primera parte de la encíclica tiene el gran mérito de haber hecho ver el carácter de sistema lógicamente trabado que presentaba la nueva herejía. El Papa analiza sucesivamente los varios papeles que el modernista se arroga:
     a) Como filósofo, el modernista parte del agnosticismo, que niega la posibilidad racional de conocer la existencia y el ser de Dios, y del inmanentismo vital, que hace surgir la religión de las necesidades vitales subjetivas. La noción de Dios es una intuición del corazón. Las fórmulas racionales con que lo piensa son meros símbolos.
     b) Como teólogo, el modernista sostiene que la fe es la percepción de Dios presente en lo más íntimo de su alma. El dogma es la expresión conceptual de esa experiencia vital. Las necesidades vitales del sentimiento religioso dieron origen a los sacramentos y a la institución de la Iglesia. Los libros sagrados no son más que una colección de experiencias hechas por los creyentes de Israel o por los apóstoles del cristianismo.
     c) Como historiador, el modernista aplica a la historia las categorías del idealismo filosófico. Por agnosticismo rechaza en la historia de los orígenes cristianos el elemento sobrenatural. El mismo elemento humano que queda se considera falsificado por un doble proceso de transfiguración y de deformación. Los libros sagrados no nos dicen lo que sucedió, sino lo que la fe creyó. Hay en ellos una evolución vital paralela y consecuente a la evolución de la fe.
     d) Como apologeta, el modernista preconiza un nuevo método basado en la inmanencia. Hay que llevar al incrédulo a la experiencia de la fe católica. Históricamente, debe presentársele la permanencia divina en la Iglesia adaptando vitalmente el germen evangélico a las mentalidades de los diversos tiempos. Subjetivamente, muéstrese —dicen— cómo el catolicismo es absolutamente postulado por las exigencias de un pleno desarrollo vital.
     e) Como reformador, en fin, el modernista exige la reforma de la enseñanza en los seminarios; la expurgación de las devociones populares; la adaptación del gobierno despótico de la Iglesia, especialmente del Santo Oficio y del Index, a las formas democráticas modernas; la rehabilitación de la primacía concedida por el americanismo a las virtudes activas, y la supresión del fausto eclesiástico y del celibato de los clérigos.
     2. La segunda parte de la encíclica examina las causas y tácticas del modernismo. El Pontífice ve la raíz próxima de la desviación modernista en una profunda perversión del espíritu originada remotamente por causas de orden moral e intelectual. Entre las primeras enumera la curiosidad y el orgullo, y entre las segundas, la ignorancia de la sana filosofía. Su táctica es insidiosa: denigran al adversario y se ayudan mutuamente, se infiltran en seminarios y universidades, escriben con seudónimos, se unen contra las censuras.
     3. Por último, la tercera parte señala los remedios en siete artículos. En orden a los estudios, se recomienda la filosofía y teología escolásticas, aunque reforzando el estudio de la teología positiva; se manda a los obispos privar de la cátedra o negar las órdenes a los profesores o seminaristas que se muestren imbuidos de modernismo. En cuanto a los escritos modernistas, se impone la más rigurosa censura, estableciendo que en cada diócesis se forme un especial Consejo de Vigilancia, limitando los congresos sacerdotales, imponiendo censores para cada revista o periódico y exigiendo a los prelados relación de las medidas adoptadas antes del año después de la publicación de la encíclica y cada tres años en lo sucesivo.
     A lo largo de la exposición, el Pontífice pondera la gravedad de los errores modernistas y refuta sus principales afirmaciones. Así, contra el inmanentismo, que presenta la religión cristiana como una exigencia vital de la naturaleza humana y producto de ésta, recuerda la condenación del canon 3.° de Revelatione, del concilio Vaticano. Rechaza el principio de la mutua sujeción entre la ciencia y la fe, confirmando la superioridad de la teología sobre la filosofía con las palabras de Gregorio IX en su Epistula ad Magistros Theol. Paris., de 7 de julio de 1223, y con las de Pío IX, en su Breve ad Episcopos Vratislaviae, de 15 de junio de 1857. Condena la verdad relativa en la Biblia y en las definiciones dogmáticas de la Iglesia. Contrapone a los errores modernistas sobre los sacramentos el dogma del Tridentino. En una palabra: declara estar fuera de la enseñanza de la Iglesia la doctrina global del modernismo.
     La condenación es solemne y expresa. La encíclica es sólo un documento del Magisterio supremo ordinario. Las siguientes intervenciones de que hablaremos en seguida, a través de los "motu proprio" Praestantia Scripturae Sacrae, de 18 de noviembre de 1907, y Sacrorum antistitum, de 1 de septiembre de 1910, no parecen haber modificado, aunque lo confirman amenazando a los contradictores con graves censuras, el carácter jurídico de este documento.
El modernismo después de su condenación
     La intervención del Magisterio supremo desenmascaró definitivamente el movimiento modernista, que había logrado arrastrar a muchos hombres de buena fe tras el señuelo de una proposición del dogma y de una apologética más en conformidad con las necesidades de los tiempos y con el progreso de las ciencias. La aparición de la encíclica hizo saltar a Loisy. En enero de 1908 publicó su libro Simples reflexions sur le décret du Saint-Office "Lamentabili" et sur l'encyclique "Pascendi". Acusaba a los teólogos de la Santa Sede de haber falseado el pensamiento de los modernistas, y concretamente el de él: No habían captado el sentido profundo de la reforma de la Iglesia defendida por el modernismo y de raíces más hondas que lo que habían llegado a descubrir los documentos pontificios. Esto le enajenó los apoyos que todavía le pudieran quedar en el seno de la Iglesia.
     El 7 de marzo de 1908 caía sobre él la excomunión mayor.
     El mismo año de 1908, como para justificar esta suprema y enérgica decisión de Roma, escribió Quelques lettres sur des questions actuelles, donde confiesa, adelantando lo que dirá más tarde en Choses passées, que hacía muchos años —desde su ordenación de subdiácono— tenía perdida la fe. A partir de este momento, sus escritos serán los de un racionalista absoluto.
     Igualmente fueron excomulgados en años sucesivos los principales modernistas italianos, y sus obras incluidas en el Indice.
     No es de este momento ni de este lugar seguir el desarrollo histórico de los acontecimientos que siguieron a la condenación del modernismo hasta su desaparición. Puede verse esta historia detallada en el interesante artículo de J. Riviere en DTC (t. II col. 2009-2047, especialmente 2035-2045).
     La resistencia, abierta unas veces y sorda otras, de los modernistas más destacados, así como el deseo de conjurar definitivamente el peligro que se cernía sobre la Iglesia, motivaron todavía otras dos intervenciones de la suprema autoridad.

El motu proprio "Praestantia Scripturae Sacrae"
     El documento trata en general del valor de las decisiones del Magisterio en materia bíblica. La primera parte sanciona el valor de las respuestas de la Pontificia Comisión Bíblica. A continuación, saliendo al paso de los modernistas, que sofísticamente trataban de desvirtuar la condenación del decreto Lamentabili y de la encíclica Pascendi, fulmina sentencia de excomunión contra sus contradictores, y declara incurso en excomunión latae sententiae Summo Pontifici simpliciter reservatae al que defienda alguna de las proposiciones en ella condenadas, sin perjuicio de las censuras en que pueda incurrir como propagador de herejía, ya que a menudo resultan tales los adversarios de dichos documentos.
     El motu proprio termina recordando las recomendaciones hechas a los pastores de la Iglesia en la mencionada encíclica sobre la prohibición de enseñar o de recibir las sagradas órdenes a los profesores o seminaristas imbuidos de modernismo y sobre la vigilancia de las publicaciones de este género.

El motu proprio "Sacrorum Antistitum"
     El modernismo, desde sus comienzos, pero sobre todo a partir de su condenación en 1907, trabajaba en el anónimo y en el seudónimo. Sus publicaciones aparecían sin censura y sin nombre o con nombres ficticios. El peligro se hacía sentir de manera especial en los seminarios. El Papa, después de señalar el mal, recordaba una vez más las recomendaciones de la encíclica Pascendi sobre el particular, y añadía que en adelante los profesores de los seminarios debían presentar al ordinario el texto de sus lecciones a principio de curso, e imponía a éstos la más estrecha y rigurosa vigilancia sobre la manera de enseñar.
     Pero el núcleo del motu proprio era el establecimiento de un especial juramento antimodernista, que deberían prestar en aquella ocasión todos los sacerdotes con cura de almas y en adelante todos los clérigos antes de ser ordenados, los profesores al comenzar su docencia y todos los designados para cualquier cargo eclesiástico al entrar en funciones.
     El texto del juramento obliga a "aceptar la demostración racional de la existencia de Dios, el valor probativo de los motivos de credibilidad, la institución de la Iglesia por Cristo durante su carrera mortal, la inmutabilidad de los dogmas y el carácter intelectual de la fe. Los principios enunciados en el concilio Vaticano eran reasumidos y aplicados a los errores del día. En la segunda parte, el juramento se refiere especialmente a los actos de Pío X contra el modernismo. Contra los que querrían poner el dogma en oposición con la historia y desdoblar, por consiguiente, el católico instruido en dos personajes: el creyente y el crítico, el juramento impone la obligación de interpretar la Escritura y los Padres a la luz de la enseñanza de la Iglesia y de respetar el carácter divino de la tradición".

II. Intentos católicos para resolver los problemas planteados a la inerrancia bíblica en materia histórica

     Frente a esta corriente desviada, que terminó en la heterodoxia, hubo por este tiempo dentro de la Iglesia otro movimiento que dio en llamarse progresista, y cuyos nombres más representativos son los de Lagrange, Prat y Hummelauer. Ya no se trata en estos autores de limitar la inspiración ni la inerrancia bíblicas, que se reconocen absolutamente y se extienden a toda la Biblia. Se trata más bien de una limitación en el campo de la historicidad de la Biblia. Limitación que, según ellos, para nada afecta a la total inspiración y absoluta inerrancia de la Escritura.
     La verdad que se debe exigir a la Sagrada Escritura, en virtud de la inspiración, no consiste —porque la verdad no es siempre eso— en la correspondencia exacta entre la letra, tal como suena, y la realidad, sino entre lo que el autor ha querido decir o enseñar y la misma realidad.
     Para nadie es un secreto que hay o puede haber diversas clases de verdad, según el diverso género literario empleado por el autor. No es que la verdad pueda mezclarse con el error ni que en la verdad puedan darse grados, sino que existen diversas maneras de proponer la verdad.
     La verdad de la frase "Pedro mató a Juan" no es la misma si se escribe como ejemplo de una gramática, como episodio de una novela o como noticia en un periódico o en una historia. Ahora bien, Dios pudo inspirar una gramática, una novela y una historia. En los tres casos, por razón de la inspiración, la frase citada tiene que ser verdad. Pero no quiere esto decir que en los tres casos haya de ser igual la relación entre el significado de la frase y la realidad histórica. La inspiración, aun exigiendo, como hemos visto, verdad absoluta en el escrito inspirado, no cambia la naturaleza del género literario elegido por el autor —gramática, novela, historia—, y de esto depende la clase de verdad que se debe buscar.
    En otros términos: la verdad de un escrito no está siempre en la correspondencia exacta entre la frase escrita y la realidad histórica. Esto se requiere absolutamente en la historia si el autor quiere hacer historia, pero no de igual manera en los demás géneros literarios. Si un gramático dice: "Abel mató a Caín", como ejemplo de una oración primera de activa, dice verdad, aunque históricamente no sea verdad que Abel mató a Caín.
     Por eso se dice que la verdad no es la correspondencia exacta entre lo que un escritor materialmente dice y la realidad histórica, sino entre lo que quiere decir o enseñar y la misma realidad.
     Dirá alguno: Luego en último término tenía razón Mons. D'Hulst: la medida de la inerrancia es lo que Dios y el hagiógrafo nos quisieron enseñar, o sea, puramente las cosas de fe y costumbres.
     Si lograra probar alguien que Dios y el hagiógrafo sólo nos quisieron enseñar eso, eso sería la medida de la verdad que hay que buscar en las Sagradas Escrituras. Pero aun entonces no cabría decir que en lo demás hay lugar a error, sino que en lo demás no se podría hablar ni de verdad ni de error formal, porque el autor, ex supposito, no quiso enseñar nada.
     Quede, pues, bien clara la diferencia entre esta manera de hablar y la de los autores de l'école large. Decir que la verdad absoluta que compete a toda la Escritura en cuanto inspirada se ha de buscar en lo que el hagiógrafo quiso enseñar (Empleamos el término enseñar de manera universal, por todo lo que el hagiógrafo quiso decir —asertos, enunciados, insinuaciones—, y no en sentido restringido, por oposición a lo que simplemente afirma o insinúa), no es lo mismo que decir que la inerrancia se mida por o se coarte a lo que el hagiógrafo quiso enseñar. En este último caso se coloca la razón formal de la inerrancia en lo que el autor quiso enseñar, o sea, en el fin de la inspiración, y, consiguientemente, se admite error en lo demás.
     Por el contrario, en el primer caso no se admite la posibilidad de error alguno. Lo que el autor inspirado quiso enseñar no es el criterio para definir el ámbito de la inerrancia, sino para definir en qué está toda la verdad de un escrito en el que no cabe error.
     Puesta esta esencial relación que la inerrancia dice a la mente del autor, los exegetas católicos que nos vienen ocupando pensaron que acaso el autor sagrado no intentó escribir historia cuando nosotros creemos que lo hizo. Tal vez el campo de sus afirmaciones históricas sea más restringido de lo que nosotros pensamos. Y aquí vienen los intentos de estos hombres de indudable buena fe, que acaso no fueron juzgados en el fragor de la polémica con la debida caridad cristiana. La prudente actitud de reserva adoptada por el Magisterio fue, sin duda, desorbitada por algunos hijos de la Iglesia, que sinceramente creyeron prestarle así mejores servicios. Ha faltado la debida comprensión hacia "los conatos de estos esforzados operarios de la viña del Señor" —como los ha llamado el Pontífice reinante—, que, llevados por una indudable buena fe, pero deslumbrados por la proximidad y urgencia del peligro, perdida por eso mismo la perspectiva de sus verdaderas proporciones, se dejaron llevar en las aplicaciones de sus principios exegéticos por esa impaciencia, entonces explicable, contra la que nos advierte Pío XII en su encíclica Divino affiante Spiritu.
     Nosotros, por caridad y justicia hacia ellos y porque sinceramente creemos que tienen sus soluciones mucho de aprovechable, vamos a estudiar sus principios serenamente.

1° La verdad relativa.
     Uno de los principios más traídos y llevados en las discusiones de la cuestión bíblica ea el de la llamada "verdad relativa" de la Biblia. Convengamos en que la expresión es desafortunada, por la ambigüedad en que de suyo queda el segundo término de la relación. De aquí que no todos los autores que la emplearon la entendieran en el mismo sentido.
     Si el término de la relación es la verdad infinita de Dios, indudablemente la verdad de la Escritura es relativa. Como decía muy bien el P. Pesch, S. I., "en la Sagrada Escritura habla Dios; los dichos de la Escritura son palabras de Dios; luego son absolutamente verdaderos. Pero la Escritura no es el mismo Dios; luego su verdad, comparada con la infinita verdad de Dios, es solamente verdad relativa" (Ch. Pesch, De inspiratione Sacrae Scripturae. Supplementum continens disputationes recentiores et decreta de inspiratione Sacrae Scripturae (Friburgi Brisgoviae, Herder, 1926) n.13).
     Esto es tan cierto, que nadie —que sepamos— lo ha puesto en duda. No obstante, el término "verdad relativa" nunca se barajó en este sentido.
     Tampoco se empleó para designar la necesaria relatividad de ciertas expresiones temporales: que Cristo había de nacer en Belén era verdad en el Antiguo Testamento; hoy, ya nacido, no es verdad. Lo mismo se diga de la relatividad de ciertas formas de hablar, propias de la especial idiosincrasia de cada lengua y de cada pueblo.
     Para Loisy, el término "verdad relativa" dice relación a las concepciones vulgares de la época, de las cuales es tributario el hagiógrafo. No hay para el fundador del modernismo ninguna verdad objetiva estable: lo que ayer era verdad no lo es hoy, y lo que hoy es verdad no lo será mañana. Y así, lo que hoy son errores en la Biblia no lo eran en tiempos del hagiógrafo que escribía. No hay, por lo tanto, en la Biblia ninguna verdad absoluta, porque ésta no se da en lo humano (Loisy llamó también en un principio a esta clase de verdad «verdad económica», por cuanto, según él, la Providencia divina la había destinado a ser administrada en cada época por la Iglesia como intérprete infalible). Pero todo en ella es verdad relativa, es decir, con relación al tiempo en que se escribió. Este absoluto relativismo de la verdad que, aplicado a las verdades religiosas, terminaría por destruir el Dogma y la Revelación, no podía ser admitido por ningún autor católico, y fue condenado en la proposición 58 del decreto Lamentabili.
     Para Zanecchia (Scriptor Sacer, P. 84SS.), el término de la relación es la intención del hagiógrafo, que puede ser distinta de lo que suena materialmente la letra, pero que tiene que ser, en virtud de la inspiración, absolutamente verdadera. Oigamos sus palabras :
     "Todo lo que el hagiógrafo enseña es divinamente inspirado y verdadero, pero no absolutamente, es decir, de todos modos, sino de aquella peculiar manera bajo la cual es intentado y enseñado por el hagiógrafo. Y así, no basta la simple presencia de un aserto en la Sagrada Escritura para que dicho aserto, tal como suena a la letra, sea tenido por divinamente inspirado y verdadero, sino que se debe investigar si el aserto aquel es verdaderamente enseñado por el hagiógrafo o si solamente lo emplea para enseñar una verdad que por divina inspiración ha concebido e intenta y quiere escribir. En la primera hipótesis, aquel aserto, tal como suena a la letra, es absoluta e intrínsecamente inspirado y verdadero; en la segunda hipótesis, es sólo relativamente inspirado y verdadero, es decir, en orden a la verdad que el hagiógrafo intenta y quiere enseñar por medio de él". Esto, que es evidente en las metáforas y parábolas claras, vale, según Zanecchia, con la debida proporción y salvo siempre el juicio de la Iglesia, aplicado a los pasajes aparentemente históricos, donde acaso el hagiógrafo "usaba de noticias históricas, como corrían entre el vulgo, para enseñar verdades religiosas y morales". Como se ve, es cuestión de metodología y de hipótesis. Zanecchia admite la inspiración e inerrancia de toda la Biblia sin limitaciones. Pero relacionadas una y otra con la intención del hagiógrafo. Es digno de meditación el siguiente párrafo del ilustre teólogo romano:
     "El que en la llamada historia sagrada presume encontrar por doquier una historia estricta y verdadera, se expone al peligro cierto de encontrar, en lugar de verdadera historia, verdaderos errores históricos, que no son imputables a Dios inspirador ni al hagiógrafo escritor, sino al que busca verdad histórica donde ni Dios ni el hagiógrafo pretendieron enseñarla" (Loisy decía: «Si alguno se empeña en encontrar en la Escritura demasiada verdad, se expone al peligro de encontrar en ella muchos errores»).
     La postura de Zanecchia no contradice, como algunos han creído, a la observación de León XIII, que condenaba a los que limitaban la inerrancia a las cosas de fe y costumbres atendiendo más a la causa por la cual Dios decía las cosas que al mismo hecho de que Dios las dijera. Efectivamente, Zanecchia distingue entre lo que se dice en la Escritura y la intención con que se dice. Pero esta distinción no se introduce para discriminar lo inspirado de lo no inspirado, ni para distinguir de los posibles errores de la Biblia lo que en ella es inerrante, sino para determinar cuál es toda la verdad de un libro en el que no hay más que verdad.
     Las consecuencias lamentables a que condujo la "verdad relativa" de Loisy y de los modernistas hicieron que poco a poco desapareciera del léxico de los católicos un término de suyo tan ambiguo (Lagrange opinaba ya en 1896 que se debía prescindir de él. Revue Biblique, 5, 1896); pero la doctrina de estos católicos avanzados nada tiene que ver con el modernismo, y ofrece puntos de estudio, como el de los géneros literarios, que con tanto calor recomienda Pío XII en su encíclica Divino afflante.
     Cuando Benedicto XV vuelve a condenar a los defensores de la sola "verdad relativa" de la Biblia, no se refiere ya a los modernistas, sino a aquellos que, extendiendo a la historia lo que León XIII había dicho de la legítima descripción vulgar de los fenómenos naturales según las apariencias, hablaban de una manera de historia bíblica que sólo hubiera intentado transcribir las fuentes, sin pronunciarse sobre la realidad de los hechos narrados. Este concepto de "historia según las apariencias" pudo legítimamente ser rechazado, ya que por su carácter apriorístico y por la ligereza con que a veces era aplicado parecía no salvar la inerrancia bíblica. Otra cosa sería y otro juicio merecería si el estudio comparado de los géneros literarios llegara a probar a posteriori la existencia de tal concepto especial de historia entre los antiguos, como insinúa la Pontificia Comisión Bíblica en su carta de 16 de enero de 1948 al cardenal Suhard.
     Pero no adelantemos acontecimientos.
     Otro principio introducido para resolver las dificultades de orden histórico es el de las

2° Narraciones sólo en apariencia históricas
     Bien pudiera ser —pensaron algunos— que, cuando nosotros creemos ver contradicciones entre la Biblia y la Historia, estemos atribuyendo al escritor sagrado una intención que no tuvo. Existe esa contradicción realmente si el hagiógrafo quiso escribir verdadera historia. Pero tal vez él no intentó eso, y, bajo la forma aparente de una historia, lo que pretendió escribir fue una novela, una alegoría o una parábola.
     ¿Quién se atreverá a negar que en algún caso pudo suceder así? La misma Pontificia Comisión Bíblica, que se vio obligada a restringir la exagerada aplicación de este principio, admite la posibilidad "si con sólidos argumentos se llega a probar que el hagiógrafo no quiso hacer historia, verdadera y propiamente dicha, sino, bajo la forma y apariencia de historia, proponer una parábola, una alegoría o algún sentido distinto de la significación propiamente literal o histórica de las palabras".
     El pecado de los primeros defensores de este principio estuvo en la excesiva facilidad, como dijo Benedicto XV, con que lo aplicaron y en el fundamento peligroso que establecieron para afirmar a cada paso la existencia de tales narraciones sólo en apariencia históricas. Hay que distinguir —decían— en la Escritura un doble elemento: el primario o religioso, formado por las verdades que se escribieron para nuestra salvación, y el secundario o profano, constituido por las cosas de orden puramente natural que en ella se contienen, y que sólo como adorno y ropaje literario acompañan a las primeras. Según ellos, a este segundo elemento pertenecen las narraciones históricas, que son, con las descripciones de las cosas naturales, simple ropaje en que se envuelve el elemento religioso, único que Dios se propuso enseñarnos; nadie piense, por lo tanto, cuando encuentre en la Biblia una narración aparentemente histórica, que Dios haya pretendido enseñarnos historia; se tratará simplemente de parábolas o, a lo más, de ejemplos —hechos sucedidos, pero elaborados literariamente— que solamente se insertan para ilustrar una verdad de orden religioso. No es que se restrinja la inspiración o la inerrancia o sólo el elemento religioso. Todo está inspirado e inmune de todo error. Pero no hay que buscar ninguna verdad histórica, porque Dios no la intentó.
     Tiene de bueno esta teoría exegética que, salvando el dogma de la total inspiración e inerrancia, considera a la Biblia como un libro en la mente de Dios eminentemente religioso por la finalidad del contenido. Pero olvida que muchos hechos históricos narrados en ella no son simple ropaje del elemento religioso, sino parte constitutiva esencial del mismo. Tal, por ejemplo, la preparación histórica de la venida del Mesías; la vida, pasión y muerte redentora de Cristo, etc.
     Resumiendo: el principio es ciertamente recto, como dice Benedicto XV, aunque habrá que restringir su aplicación a los casos previstos por la Comisión Bíblica, que tal vez serán más de los que a primera vista pudiera parecer, si bien no tantos como los primeros defensores de la teoría creyeron encontrar. Los argumentos sólidos exigidos por la Comisión y por el sentido común hay que buscarlos por camino distinto del que ellos emplearon. No es suficiente argumento la arbitraria distinción entre elemento primario y secundario de la Biblia.

3° Historia según las apariencias
     Tratando de la inerrancia en las descripciones de fenómenos naturales, hemos oído a León XIII decir que los hagiógrafos se acomodaron a la manera común de hablar en su tiempo conforme a las apariencias sensibles.
     El mismo principio —pensaron algunos— es aplicable a las narraciones históricas. El autor no intenta referir los hechos tal como realmente sucedieron, sino como aparecen de las fuentes que empleó. Lo que son en los fenómenos naturales las apariencias sensibles, eso mismo son, respecto a los hechos históricos, los documentos que los refieren. Si no culpamos a los escritores sagrados por habernos referido los fenómenos físicos según las apariencias externas, sin pronunciarse sobre su íntima naturaleza, ¿por qué hemos de vituperarlos si nos narran los hechos históricos según los documentos orales o escritos en que los encontraron referidos, sin comprometer su juicio en ello?
     Los defensores de esta teoría creyeron ver un fundamento para ella en las mencionadas palabras de León XIII, quien a continuación de ellas añadía: "Esto debe extenderse a las dificultades provenientes de otras disciplinas similares, principalmente de la historia". Y les pareció verla confirmada en algunas expresiones de San Jerónimo y San Agustín. En los años siguientes a 1894, la frase de León XIII dio lugar a múltiples discusiones. Ya el P. Brucker, que en su artículo de Etudes (t.62 p.619-641) se mostraba sensato, rechazaba la opinión de un seglar defensor de la encíclica que en la Gazette de France de 2 de diciembre de 1893 había ido demasiado lejos afirmando que, según León XIII, "los autores sagrados, al hablar de hechos históricos, han podido hablar como hablaron de los hechos científicos, sensibiliter, según las apariencias más bien que según las realidades verdaderas"; es decir, que los hagiógrafos habrían referido "lo que se contaba alrededor de ellos, lo que sus contemporáneos y ellos mismos tenían por verdadero, sin que esto estuviera siempre de acuerdo con la realidad objetiva". El P. Lagrange dedicó a esta asimilación entre las ciencias y la historia varias páginas de la tercera conferencia de su libro La méthode historique (p.104-109), aunque salvando la inerrancia del autor sagrado, el cual, según él, no se habría pronunciado sobre la realidad histórica.
     El fallo de este principio proviene de haber pasado por alto la profunda diferencia que existe entre la descripción de fenómenos físicos y la narración histórica. En el primer caso, la manera vulgar de hablar se basa en lo que externamente aparece a los sentidos y no pretende afirmar más que eso; en la intención del que habla y en la mente del que escucha, responde a la expresión una verdad: la realidad experimental de la apariencia externa. La historia, por el contrario, pretende narrar las cosas no como aparecen en las fuentes, sino como sucedieron realmente. Esa intención anima siempre aun al hombre vulgar en la manera corriente de relatar un hecho. Sólo en el caso de que explícita o implícitamente el autor declare que su propósito no es escribir historia, sino sólo referir lo que ha oído o leído (relata referre), puede el lector contentarse con la simple relación de testimonios o fuentes. ¿Sucede así alguna vez? La posibilidad no se puede negar; el hecho debe probarse.
     Las palabras de León XIII que servían de fundamento a los defensores de esta teoría, han sido auténticamente interpretadas por Benedicto XV, según el cual se referían, no a la frase citada anteriormente, sino a todo el contexto anterior. León XIII quiso decir con ellas, como ya en 1919 insinuaba el P. Lagrange (Revue Biblique, 28 (1919) 593-600), que de igual modo se ha de proceder prudentemente en buscar soluciones apropiadas a las dificultades procedentes de las disciplinas similares, y en concreto de la historia; o que igualmente se debe proceder con reserva al aceptar las conclusiones que se dicen ciertas de las ciencias profanas (lo mismo históricas que naturales).
     Cf Asensio, Félix, S. I., Los principios establecidos en la encíclica "Providentissimus Deus» acerca de la descripción de los fenómenos naturales ¿autorizan su extensión al relato de los hechos históricos según la doctrina de León XIII y Benedicto XV?: Estudios Bíblicos, ,s (1946) 245-270.
     Igualmente carece de base sólida la confirmación que se pretende encontrar en las expresiones de San Jerónimo y de San Agustín. San Jerónimo solamente dice que Jeremías 28,15-17, al dar el nombre de profeta a Ananías, y los evangelistas, al llamar a San José padre de Jesús, hablaron "no según lo que era, sino conforme a lo que en aquel tiempo se creía" "según la opinión de aquel tiempo en que se refiere haber sucedido, y no conforme a la verdadera realidad", "de tal manera que hasta los evangelistas, refiriendo la opinión del vulgo, como exige realmente la historia, le llamaron padre del Salvador".

4.° Citas implícitas
     Acabamos de conceder la posibilidad de que, en algún caso, el historiador o el hombre vulgar, al referir un hecho, confiese explícitamente que sólo intenta contar lo que le han dicho a él o él lo ha leído en otros documentos que lo refieren. Claro está que en ese caso no se hace responsable de la versión que ofrece de los hechos, y, aunque ésta sea falsa, con tal que él haya referido fielmente los testimonios, nadie le culpará de error o engaño.
     Pocas veces sucederá esto en las narraciones bíblicas; y si en algún caso se diera, no habría posible conflicto con la inerrancia.
     Pero ¿no podríamos decir —han sugerido algunos— que muchas veces el autor sagrado hace implícitamente esa confesión al transcribir documentos que acaso no menciona expresamente, pero que inserta en su obra sin intención de hacerlos suyos? No nos lo dice, pero en rigor está sencillamente refiriendo lo que sobre ese hecho ha llegado hasta él, sin pronunciarse ni en favor ni en contra de lo que dicen los testimonios aducidos.
     Mientras los conceptos de inspiración y de revelación no se distinguieron netamente en la Escritura, y cuando no se conocían todavía documentos anteriores a la Biblia y paralelos con ella, la cuestión de las fuentes empleadas por los hagiógrafos, sin ser absolutamente desconocida, no se planteó nunca en serio. Pero estos dos adelantos inclinaron a admitir la presencia de fuentes escritas u orales en pasajes de la Biblia donde no aparecen referencias explícitas. Y, admitido el hecho de las citas implícitas, se planteó la hipótesis de su introducción en la Biblia sin aprobación de su contenido por parte del hagiógrafo. El patrono principal de esta idea, alumbrada ya por el P. Lagrange, fue el P. Fernando Prat, S. I., que la defendió en varios artículos de Etudes a partir de 1901 y especialmente en su obra La Bible et l'Histoire (París 1904) p.46ss.
     La hipótesis es absolutamente posible. Pero no basta esa posibilidad para afirmar que realmente se dé. Y probado que se diera en algún caso, sería aventurado extenderlo ligeramente a otros. El P. Prat da por cierto el hecho, en general, de la existencia de las citas implícitas. Y considera verosímil que el autor no las apruebe, ya que, según él, no hay historia en la que el escritor se muestre menos juez que en la historia bíblica; a menudo se refieren dichos y hechos malísimos, sin que el autor deje traslucir una palabra de condenación moral. Y si en las cosas morales —continúa Prat— el silencio del autor no puede interpretarse como aprobación, mucho menos en las cosas puramente históricas, dado que la Escritura tiene más de código moral que de manual de historia.
     La Pontificia Comisión Bíblica, preguntada sobre el valor de este principio, exige que se prueben con sólidos argumentos estas dos cosas: 1) que el hagiógrafo realmente cita dichos o documentos de otro, y 2) que ni los aprueba ni los hace suyos. Si se cumplen estos dos requisitos, estamos en el caso anterior: el hagiógrafo no se hace responsable de lo que refiere con testimonios de otros, y desaparece por esta parte toda dificultad contra la inerrancia.
     Lo difícil será probar esos dos extremos. Y así, de hecho, prácticamente, el principio tendrá aplicación segura en pocos casos. La dificultad radica en que, de ley ordinaria, el que narra un hecho, aunque lo haga refiriendo testimonios de otros, intenta decirnos lo que él cree, a menos que expresamente afirme lo contrario. Tal es hoy día la mentalidad de todo historiador y aun la del hombre de la calle en el lenguaje corriente. Mucho más si, aun empleando testimonios extraños, ni siquiera los cita expresamente como dichos por otro. ¿Tendrían acaso en esto los antiguos distinta mentalidad? ¿Concebían quizá la historia de diversa manera que nosotros hoy?
     A esto responde afirmativamente la quinta solución presentada por muchos autores católicos para resolver las aparentes antinomias entre la historia profana y la Biblia.

LOS GÉNEROS LITERARIOS DE LA ANTIGÜEDAD
     Todos admiten fácilmente que a cada género literario distinto corresponde una distinta manera de proponer la verdad.
     En todas las literaturas existen los tres grandes tipos de géneros literarios: didáctico, parenético y poético, que responden a las tres categorías trascendentales de verdad, bondad y belleza. Todo el que escribe intenta enseñar una verdad, inculcar un bien o expresar algo bello. Las preceptivas clásicas introducen después innumerables subdivisiones. Lo que especifica el género literario de un libro es principalmente la intención del autor, y secundariamente la forma literaria que escoge. Atendiendo sólo a esta última podríamos equivocarnos. Apariencia histórica tiene una novela, y, sin embargo, en la mente del autor no es una historia. Apariencia histórica tiene una fábula, una parábola, un diálogo, y en la mente de su autor no son historia. Este era el fundamento de los autores católicos que sospecharon la existencia en la Biblia de narraciones sólo en apariencia históricas.
     Absolutamente hablando, en la Escritura caben todos los géneros literarios "con los cuales pueda compaginarse la íntegra y perfecta verdad de la palabra divina". Existen variadísimos géneros poéticos y didácticos, y bajo la apariencia de historia, fábulas, alegorías, parábolas, etc.
     Los autores que introdujeron este quinto principio —Lagrange, Prat y, sobre todo, Hummelauer (Exegetisches zur Inspirationfrage), que lo redujo a sistema—, aun reconociendo en el autor humano cierta intención de escribir historia, distinguían en la Biblia varios géneros infrahistóricos o medio históricos, a los cuales asignaban distinta —mayor o menor e incluso nula— intención y, por lo tanto, verdad histórica.
     Por criterios puramente internos, observando las distintas maneras de narrar que se advierten en la Biblia, establecieron, aparte de los géneros ya conocidos como sólo en apariencia históricos (fábula, parábola, etc.), otros de carácter mixto en cuanto a la historicidad.
     Para los antiguos —dicen—, la historia, más que una ciencia, era un arte: "Próxima poetis et quodammodo carmen solutum", al decir de Quintiliano. Su finalidad era, sí, referir hechos sucedidos, pero con libertad artística en la exposición; libertad que los llevaba a fingir discursos y ponerlos en boca de personajes históricos, a emplear esquemas y recursos mnemotécnicos, números sagrados, etimologías ad sensum, etc. Por otra parte, se limitaban a transcribir las fuentes sin hacer crítica científica de las mismas. Es, por lo tanto, la historia antigua un género literario distinto de los que hoy empleamos, y su verdad propia en la mente del autor es una conformidad general con los hechos mezclada con una libertad casi épica en los detalles.
     A esto se debe añadir que la historia bíblica, aparte de ser historia antigua con todas sus peculiaridades, tiene una finalidad eminente y exclusivamente religiosa. Esto constituye, para los autores de esta teoría, un nuevo género literario: la historia religiosa, a la cual compete una libertad mayor en la selección de la materia, en la exposición de los hechos y, sobre todo, en la redacción de los discursos, ordenada por el autor más a la edificación de los lectores que a la instrucción histórica.
     Un género especial dentro de la historia antigua y de la religiosa constituyen las tradiciones populares, que, por haber sido recogidas con fin artístico o religioso de la tradición oral, revisten en torno a personajes y hechos fundamentalmente históricos un carácter legendario de epopeya por obra del estro poético popular y sin intervención refleja del escritor. Es histórico el núcleo nada más.
     Por ser obra del redactor y no simple fruto del genio popular, se distingue del anterior otro género literario que los autores de esta teoría dicen existir en la Biblia y llaman narración libre. Viene a ser lo que modernamente conocemos bajo la denominación de novela histórica. En torno a hechos o personajes reales se construye una ficción encaminada a deleitar artísticamente o a inculcar una tesis religioso-moral. Tales serían para estos autores los libros de Ruth, Tobías, Judit y Ester.
     Una forma particular de narración libre es entre los hebreos el Midrash Haggádico, que consiste en una elaboración libre y arbitraria de los hechos narrados en la Biblia. Se trata de simples cuentos morales en los que Caperucita Roja o Blancanieves son Abrahán o Rebeca, y las aventuras que les suceden son hechos completamente fingidos acaecidos a David o a Betsabé.
     Hemos enumerado sólo los principales géneros infrahistóricos o medio-históricos que los autores de esta teoría propusieron a fines del siglo pasado o principios del presente.
     Tres defectos principales se les ha echado en cara: la desmedida preocupación apologética, que los hizo atender sólo a los géneros relacionados con la historia para establecer diversos grados de historicidad; el método puramente interno que emplearon para discernirlos, y la ligereza en descubrirlos.
     Creemos, no obstante, que la reacción fue demasiado dura e injusta, con perjuicio de la luz. Hay mucho de aprovechable en sus afirmaciones. Si su campo, por la sensación de peligro entonces inminente para la historicidad, fue restringido, amplíese enhorabuena. Si los criterios puramente internos son insuficientes, habrá que ayudarse del estudio comparativo de los géneros literarios usados en el antiguo Oriente. Si en las aplicaciones fueron demasiado lejos, se impone una revisión de las mismas con mayor ponderación y prudencia. Pero el principio es bueno y útilísimo, con perspectivas mucho más amplias de lo que acaso pensaron sus mismos introductores. Hoy es el mismo Romano Pontífice quien en su encíclica Divino afflante Spiritu nos autoriza, exhorta y hasta impulsa a la utilización de este importante instrumento para la refutación de las impugnaciones racionalistas y para la más recta inteligencia del sagrado texto.
     Pero sobre esto volveremos más adelante.
DOCTRINA PONTIFICIA
TOMO I
B.A.C.

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