Hemos estudiado en los capítulos anteriores lo que la Santísima Virgen ha hecho y sigue haciendo para responder a su condición de Madre de los hombres. Importa, pues, si no hemos de dejar incompleto nuestro trabajo, demostrar ahora el modo cómo los hijos han reconocido la solicitud y los beneficios de Madre tan perfecta. Es lo que vamos a emprender, pero convencidos de que nos quedaremos por debajo de dicho empeño. Por lo mismo, sería temeridad pretender agotar en algunas páginas un asunto que para ser tratado de modo conveniente exigiría volúmenes enteros. Nos contentaremos, pues, con algunas ligeras indicaciones; dichosos nos sentiremos si los lectores, deseosos de profundizar en materia tan fecunda, se dirigen a las fuentes de donde vamos a beber; más dichosos aún, si alguno de ellos quisiera, por amor de María, condensar en un trabajo substancial la multitud de obras ya compuestas sobre las manifestaciones seculares del culto de los cristianos hacia la Madre de Dios.
I. Una de las manifestaciones más brillantes de este culto consiste en la erección de iglesias y de santuarios dedicados en honra de María (No quiere esto decir que las iglesias estén propiamente dedicadas o consagradas a los Santos: lo están sólo a Dios, pero en memoria, en honor y bajo la advocación de los Santos y de la Reina de los Santos). Ahora bien, dice el P. Crasset, tratando de esta primera manifestación del culto que la Iglesia y los hijos de la Iglesia han rendido en todo tiempo a la Santísima Virgen: "Tendría que escribir un grueso volumen si quisiera poner la lista de todos los templos que le han sido construidos en todo el mundo desde su Ascensión a los cielos" (La véritable dévotion envers la S. Vierge, p. II, tr. IV, q. 3). Merece verse lo que dice para establecer una afirmación tan asombrosa; he aquí algunas cifras que probarán bien que no es exagerada.
Hoy mismo, después de las ruinas acumuladas en los últimos siglos, el número de esas iglesias o santuarios es incalculable. Sin salir de Francia, 30 catedrales llevan la advocación de Nuestra Señora (Chartres, Amiens. París, Reims, Coutances, Bayeux, Rouen, Seéz, Clermont, Le Buy, Mende, Bayonne, Auch, Avignon, Cambrai, Digne, Evreux, Fréjus, Gap, Grenoble, Lucon. Marseille, Montauban, Moulins, Nancy, Nimes, Rodez, Tarbes et Verdum. Strasbourg completaría el número de treinta). De las iglesias parroquiales de París, 12 llevan el mismo titulo. Y sería imposible enumerar las capillas o santuarios consagrados a María en toda la extensión de nuestro territorio. Lo que puede dar alguna idea de esto es el número mismo de las localidades cuyo nombre comprende el de Nuestra Señora. El Dictionnaire des Communes señala expresamente más de 50; y es, sin duda, la menor parte de las que puede enumerar, según prueba esta nota: "Buscad por su propio nombre los "communes" o municipios que tienen el sobrenombre de Nuestra Señora y que no se hallen aquí." Por otra parte, las localidades indicadas pertenecen a todas nuestras provincias, testimonio evidente de la universalidad del culto de la Madre de Dios en la nación francesa.
¿Quién podría decir ahora cuán numerosos son los lugares de peregrinación que llevan el mismo título? En Lorena solamente el catálogo de los santuarios de Nuestra Señora registra hasta 50; y la proporción parece la misma en las demás antiguas provincias nuestras.
Un libro muy interesante publicado en estos últimos tiempos es el que lleva por título La herencia de Nuestra Señora (Our Lady's Dowry, by Rev. T.-Bridget, redempt. London, 1875). En esta obra se indican la multitud de iglesias que en el siglo XV, antes de la seudorreforma, estaban dedicadas en Inglaterra a la Santísima Virgen. Londres sólo contaba 18. Además, en aquellas mismas que llevaban el título de otro Santo, iglesias de abadías, iglesias colegiatas y parroquiales, había, por lo menos, salvo raras excepciones, un altar de Nuestra Señora con Misa diaria; el sacerdote que la celebraba se llamaba Sacerdote de María. Las grandes iglesias, tuviesen la advocación de María o bien la de cualquier Santo, tenían siempre su capilla de María (Our Lady'a Dowry, p. II, c. 3, pp. 156. sigs, c. 7, pp. 250, sigs); tanto la Inglaterra católica de entonces procuraba merecer su título de Dote o Herencia de Nuestra Señora.
Las otras comarcas de la cristiandad no eran menos ricas en santuarios de la Virgen Santísima. Roma, con justicia, sobrepujaba a todas las otras ciudades; júzguese por el tiempo presente, pues no hallaréis menos de 50 iglesias notables dedicadas, bajo diferentes títulos, a la Reina del Cielo. "Diríanse —escribe un piadoso autor— verdaderas letanías de mármol y de oro".
Leíamos hace poco una obra titulada Plain reassons against joining the Church of Rome, by Richard Fred. Littledale (London, 1884). El autor, un anglicano, cuenta, entre las razones para permanecer separado de la Iglesia Romana, el hecho de que en ella es más adorada la Santísima Virgen que el mismo Cristo. "En efecto —dice—, según el Año litúrgico de Roma (5* ed., 1870), hay 20 fiestas de Nuestro Señor y 39 de la Virgen". Y lo que le indigna, sobre todo, es que de 153 iglesias o capillas, cuatro están dedicadas allí a la Santísima Trinidad; 15, a Nuestro Señor, con cuatro al Crucifijo y dos al Santísimo Sacramento, mas dos al Espíritu Santo. Total 27 para las tres personas de la Trinidad. En cuanto a la Santísima Virgen, cuenta 121 para Ella sola: es decir, cuatro veces más que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo reunidos. Igual escándalo le produce el Rosario, que contiene diez veces más Avemarias que Padrenuestros, etc. (XVIII. pp. 63 y sigs.), como si toda oración a la Virgen no fuese a Dios, y como si la dedicación de una iglesia a la Madre de Dios excluyese una dedicación más alta al culto de Dios.
El resto de Italia no cedía a la capital del mundo cristiano, si miramos las cifras que daba en el siglo XVII el P. Spinelli en su hermosa obra de María Madre de Dios, Trono de Dios, porque contaba solamente en la ciudad de Nápoles 55 iglesias o capillas notables erigidas en honor de María, y además, 11, por lo menos, eran célebres por sus insignes reliquias o por el esplendor de sus milagros (María Deipara. Tronus Deis. pp. 740, 747. El mismo autor contaba 52 iglesias de la Virgen en Roma, "y este número, añadía, está por debajo de la realidad").
Vayamos a épocas más lejanas; sabemos, por las historias que las iglesias de las 27 abadías y de los 10 obispados fundados por Carlomagno estaban en su mayor parte consagradas a la Madre de Dios. San Enrique, que murió en los principios del siglo XI, le habría levantado mil santuarios (Adobald., trajectens., Vita S. Henrici), y Jaime de Aragón, el Conquistador, hasta dos mil, en acción de gracias por sus victorias sobre los moros (Gomesius, De Gestis Jacobi, I. 1, I).
Para hablar especialmente de los lugares de peregrinación en donde se conservaban y veneraban imágenes milagrosas de Nuestra Señora, el Atlas Mariano contaba en su tiempo más de un millar en nuestro Occidente (exactamente 1005). Y este censo no había sido hecho a la ligera, porque el autor, para hacerlo con más exactitud, había interrogado acerca de cuatrocientos religiosos de su Orden, extendidos en todas las provincias, y, basándose en sus declaraciones, había compuesto su precioso catálogo, según él mismo se complace en afirmarlo.
"Atlas Marianus", in quo S. Dei Genitricis M. imaginum miracul. origines... describuntur; Auctore Guill. Gumppenberg. S. J. , Monachii, 1172. Este atlas se encuentra en la Summa Aurea, de Bourassé (t. XI et XII), con Additamenta para los tiempos más cercanos a nosotros.
Para más pormenores, consúltese también al P. Ant. Spinelli, Tract. de Festis Deiparae, t. II; al P. Justino de Miechow, Dicursos praedicabiles, disc. 220; al P. Poiré, Tripple couronne, tr. I, ch. 12; al P. Grasset. 1. c.; a San Pedro Canisio, De María Virgine..., 1. V, c. 23, spp; al Abad Pouget. Histoire des principaux Sanctuaires de la Mere de Dieu: al Abad Boisuard, Les Sanctuaires de Marie, etc.
II. Otra manifestación de la universal devoción hacia María es la consagración de provincias y reinos enteros a su gloria. Ya hemos visto cómo la capital del Imperio del Oriente la reconoció por su protectora y Patrona. Conocido es también el título, tan querido para Francia, de Reino de María, regnum Galliae, regnum Mariae; título confirmado por un solemne acto de Luis XIII en la primera mitad del siglo XVII. La Inglaterra católica se gloriaba de ser el Dote de María; Irlanda llama todavía a la Virgen la Dama o Señora de las tribus (Lady or Mistress of the Tribes). Hungría es la Familia de María, Familia Mariana (Bolland., Act. S. S., t. XLV, p. 772); Méjico, la Nación de María (Pareri de' Vescovi sulla definiz. dell' lmmac. Concept., t. III, p. 175). Un decreto de la Dieta de 1655, bajo el rey Juan Casimiro, proclamó a la Santísima Virgen Reina de Polonia; desde entonces, los polacos la invocan en las letanías como Reina del cielo y de Polonia, a lo que añaden los lituanos: Duquesa de Lituania (Montalembert, OEuvres, t. IV, p. 245. París, 1860). Flandes se gloria de ser el Patrimonio de la Virgen bendita (Cf. P. Possoz, Le Pélerinage de N. D. de la Paix á Emetiére-en-Wappe, p. 7).
Para las otras particularidades interesantes sobre las naciones consagradas a Nuestra Señora, véase cf. Bonnifinius, Rerum Hungariae, Decad. II. 1. I, p. 179; Dom Guéranger, L'Année Liturg., l'Avent.; Gravois, De ortu et progressu cultus ac Festi Imm. Concept. sum., p. 32 (Lucae, 1764); Pareri de Vescovi, vol. I, p. 262; vol. IX, p. 129; Maracci, Caesares Mariani, c. 5, § 6; Fr. Coster. Libellus de Sodalit. B. M. (Antwerp., 1607) in praefat; Mundus Marianus, sive specificatio omnium mundi locorum in quibus B. Virgo Deipara colitur (Coloniae, 1644); Regna, provinciae et oppida sub patronatu B. Virginis, auctores Ferreolo Lorio Paulinate, in D. Nicolai apud Atrebates parocho (en la Summa Aurea, t. XI, pp. 1065-1108); Pietas mariana britannica, by Edmond Waterton (London, 1879), etc.
De esta obra he sacado las últimas advertencias sobre la consagración de las naciones a María. Hay que leerla para concebir hasta qué punto el culto de la Santísima Virgen había penetrado en toda la vida religiosa, social y privada del pueblo inglés antes de que el cisma y la herejía viniesen a echar a María de su dote y herencia. Es consolador el esperar que la Reina del Cielo tomará de nuevo posesión de una tierra donde fué tan universalmente honrada.
Si no hemos hablado, hasta ahora, de Portugal ni de España no es porque estas dos naciones estén menos consagradas a María. Nadie ignora la costumbre, tan extendida en uno y otro país, de tomar en el bautismo los nombres de los principales misterios de la Virgen. No es menos notable que en el Nuevo Mundo, adonde llevaron ambos pueblos la civilización cristiana, tuvieron la devoción de dar a las colonias fundadas por ellos los nombres de esos misterios para honrar a su querida Señora. Echad una mirada sobre un mapa de la América del Sur, y se os antojará una página de un libro de Horas en honra de la Virgen Santísima. En todas partes veréis: Concepción, Natividad, Asunción, Dolores, Loreto y otros apelativos semejantes (Philpin., Union de Marie aux fideles, p. 212).
Las colonias protestantes prevalecieron en la América del Norte; pero allí donde los católicos fueron los primeros en poblar un suelo que no llevaba todavía nombre alguno conocido, le impusieron el de María; testigo, el Maryland de Lord Baltimore; testigo, la Villa-María del Canadá (Villa-María es el nombre dado por los franceses a la ciudad de Montreal cuando su primera fundación).
Señalado hemos más arriba como prueba de la universalidad del culto de María el gran número de localidades que llevan en Francia el nombre de Nuestra Señora. Subiendo a los países del Norte hallamos un fenómeno semejante. Nada más ordinario que ver el nombre de María en las denominaciones de abadías célebres, semillero de ciudades y aldeas. Tales son, por ejemplo, en la antigua Alemania, Marienfeld, Marienstern, Marienthal, Marienvald, Marienzell; es decir, Campo de María, Estrella de María, Valle de María, Bosque de María, Celda de María; tales en Prusia: Marienberg, Marienburg, Marienwerder; Montaña, Fortaleza o Prado de María. Dinamarca, Suecia y Noruega nos presentan nombres del mismo género. Y ¿qué es todo esto sino el reconocimiento universal de la realeza de María sobre las tierras sometidas a Jesús, su Hijo?
La universalidad del culto de María, universalidad en el espacio y en el tiempo, se revela también en la multitud, siempre creciente, de fiestas celebradas en la Iglesia en honor suyo, y más aún quizá, en el número casi infinito de solemnidades locales y particulares. (II parte, 1. VII, c. 2. Véase la obra titulada Fasti Mariani... Auctore Fr. G. Holweck. Friburgi Brisgoviae, 1892).
III. Otra universalidad no menos admirable es la de los servidores de la Santísima Virgen. Libros se han compuesto sólo para recoger una breve noticia de los más célebres. La Suma de oro (Summa Aurea), publicada por el Abate Migne, ha reunido estas noticias bajo el título general de Familia de María. Son obra del clérigo regular P. Hipólito Maracci, y formaban, en su original, diez volúmenes. Están divididos en grupos: Papas, Cardenales, Obispos, Emperadores, Reyes, Príncipes, fundadores de religiones, las heroínas, las azucenas (es decir, las Vírgenes) y las Ordenes consagradas a María. Finalmente, la Suma de oro hace entrar en la Familia de María, las Cofradías y Congregaciones de esta Señora y, sobre todo, las que florecen actualmente en Francia (Para completar esta Familia Mariae falta un tomo sobre los Niños, y no sería el menos interesante, porque la divina Madre, así como el Hijo, halla su perfecta alabanza en los labios de los inocentes).
Recorramos las Congregaciones y Ordenes religiosas porque aquí encontramos una de las más espléndidas manifestaciones de la devoción a María. ¿Hay que asombrarse de ello, cuando se sabe que la vida religiosa es, por su naturaleza, una escuela de perfección? Lo que resultaría inexplicable sería el no encontrar el culto más ferviente y más asiduo hacia Aquella a la que ha hecho Dios Madre de la divina gracia, modelo de todas las virtudes, singular protectora de los hijos de Dios, entre hombres destinados por vocación especial a reproducir la vida de Nuestro Señor en sus diferentes misterios. Ya lo hemos visto: la Santísima Virgen está junto a la cuna de todas las Ordenes religiosas. De Ella han nacido, después de Dios, y por Ella también conservan o restauran el espíritu de su primera institución.
Una de las cosas que prueba más palpablemente la alianza íntima que existe entre las familias religiosas y la benditísima Madre de los hombres es que gran número de ellas han sido fundadas con el fin especial de glorificar alguno de sus misterios o alguno de sus maternales oficios. Un autor, que hace poco citábamos, lo ha mostrado con numerosos ejemplos. Así, las hijas espirituales de Santa Isabel, hermana de San Luis, debían ser la conmemoración viviente de la Humildad de Nuestra Señora, y las de la Anunciada, instituidas por una hija de uno de nuestros reyes, Santa Juana de Valois, tenían por fin el imitar a las diez virtudes que fueron para la Santísima Virgen preparación a su divina Maternidad. Así también, los Hospitalarios y Hospitalarias de Nuestra Señora continúan los castos cuidados prodigados por Ella a la humanidad en la persona de Jesús, de José y producen la vida contemplativa y laboriosa de la Santísima Virgen en Nazareth. Los Servitas y los de Santa Brígida honran el misterio de la Compasión; los religiosos de la Merced, la cooperación de la Virgen a la redención del mundo; la Orden de Fontevraul, la adopción de San Juan por María al pie de la Cruz del Salvador. ¿Quién puede enumerar, una por una, todas las Congregaciones que se honran con los nombres de María, o de sus misterios, o de sus funciones auxiliadoras? Existen las Congregaciones de los Siete Dolores, de la Consolación, de la Asunción, de la Caridad de Nuestra Señora, de su Visitación, de la Concepción Inmaculada, del Corazón de María, de Nuestra Señora del Calvario, de la Misericordia, de María Reparadora, de María Auxiliadora y cien más por el estilo; multitud siempre viviente y siempre creciente a pesar de los obstáculos suscitados por el infierno y sus aliados.
"El catálogo de las Ordenes religiosas —dice también nuestro autor— parece un calendario más que secular, en donde cada una de las fiestas de María está inscrita para ser celebrada día y noche, en la continuidad de las edades, por algunas milicias de ángeles terrestres." Francia, sobre todo en estos últimos días, y aun en estos últimos siglos, se ha apresurado a demostrar su abnegación hacia la Madre de Dios con el nombre mismo de sus familias religiosas. La sola lista de las comunidades de religiosas en la diócesis de París comprende treinta, por lo menos, que llevan el nombre de María o el de alguno de sus atributos. Júzguese por aquí qué lista se formaría si hubiera que nombrar a todas las congregaciones y comunidades de este género extendidas por todo el mundo cristiano.
IV. Otro testimonio de la devoción universal y profunda hacia la Madre de Dios son las obras de todas clases compuestas en la serie de los siglos para darla a conocer mejor, amarla y glorificarla más. En esto, como en todo lo demás, se ha realizado el antiguo adagio: de María numquam satis. Ninguna revelación es más notable que ésta, porque si tanto se ha hablado y escrito sobre María es manifiestamente porque los corazones estaban ávidos de extenderse en sus alabanzas e insaciables también de alimentarse de ellas. Cuéntanse por millares las homilías, panegíricos, discursos y tratados de toda clase que ofrece la Patrología griega y latina, publicada por el Abate Migne; por millares también se cuentan los himnos y cánticos de todo género, de todo ritmo, de toda forma que nos han dejado los poetas de Oriente y Occidente desde las épocas más lejanas hasta la aurora de los tiempos modernos; y sabido es que no se ha marchitado esta florescencia desde entonces hasta nuestros días. Apelamos a la multitud de Compendios, populares o eruditos, que nos sería imposible enumerar.
Si creemos a Augusto Nicolás, en uno de sus libros sobre la Virgen María, no hay menos de 22.000 obras que tratan de las glorias, de los privilegios y de los beneficios de la Madre de Dios; y todo mueve a pensar que no hay que contar en este número las obras de los antiguos autores eclesiásticos. Benedicto XIII, un Papa de la Orden de Predicadores, contaba en su familia religiosa, y durante un período de cerca de cuatro siglos, 344 escritores que se habían ocupado especialmente en celebrar las alabanzas de María. Por falta de documentos auténticos, es imposible dar aquí el estado de la literatura sagrada concerniente a la Santísima Virgen en las otras Ordenes religiosas. Podríase, tal vez, juzgar de ella por la Biblioteca Mariana de la Compañía de Jesús (Por el P. Ch. Sommergovel). Aparte de los tratados doctrinales, de los panegíricos, de los sermones y de las otras piezas que se encuentran esparcidas en los cursos de Teología, en los sermonarios o en los libros de meditaciones y en los tratados ascéticos, esta biblioteca contiene la indicación de dos mil y más obras especialmente consagradas a establecer o a propagar el culto de la Santísima Virgen.
No creemos que nadie haya emprendido todavía la tarea de reunir todo lo que la ciencia y la piedad de los siervos de la Reina del Cielo han escrito para glorificarle, y dudamos de que jamás se pueda hacer. Pero sí sabemos que todas esas obras juntas bastarían para formar una inmensa biblioteca, que sobrepujaría muy mucho a la cifra que daba Augusto Nicolás, por muy asombrosa que parezca. Ahora bien: nada nos hace sospechar que este movimiento literario esté en vísperas de decrecer. Quizá el tiempo de los in-folio está en vísperas de pasar, aunque todavía se publican en nuestros días grandes y hermosos volúmenes. Pero, cualquiera que sea la fórmula que se adopte, no se dejará de escribir de la Madre de Dios: de María numquam satis. Es que, por una parte, el amor no se cansa nunca, y por otra, la materia es inagotable, porque siempre se puede estudiar a María desde nuevos puntos de vista: tanto Ella es la llena de gracias.
Basten estos testimonios en favor del culto universal rendido por sus hijos a la Madre de los hombres. Y, sin embargo, sería una ilusión el creer que, después de enumerarlos todos se ha agotado la materia. Arriba hemos nombrado una obra recientemente publicada por un católico inglés, en que demuestra hasta qué punto se había apoderado el culto de la Santísima Virgen de las instituciones, de las costumbres y de la vida toda de los habitantes de la Gran Bretaña antes de la triste separación del siglo XVI (Pietas Mariana Britannica). Allí es donde hay que leer, con sus particularidades, las innumerables manifestaciones, públicas y privadas, del amor de los cristianos a su Madre en las épocas en que la fe y la devoción podían desarrollarse a plena luz, libremente, completamente y sin trabas. Reyes, príncipes, Universidades, colegios, Ordenes de caballería, corporaciones, marineros, soldados, todos rivalizaban en celo por la gloria de María. En todas partes hallaréis su nombre, sus imágenes, sus altares, con mil prácticas que recuerdan incesantemente la Madre a los hijos y los hijos a la Madre. Ahora bien: lo que este autor ha hecho respecto de Inglaterra, otros lo han hecho también, o podrían hacerlo, respecto de las otras naciones católicas, porque en todas ellas se veía el mismo amor, la misma veneración y el mismo culto de la Madre de Dios.
Y si en nuestros días no está ya permitido exteriorizar una profesión tan general de la devoción a la Virgen María, gracias a Dios, su culto no se ha encerrado en los templos ni restringido a las ceremonias que se celebran ordinariamente en las iglesias. Cuando leemos en los autores de los pasados siglos tan piadosas y santas industrias destinadas a glorificar a nuestra Madre del cielo, a motrarle la confianza, las oraciones y los votos de sus siervos: peregrinaciones, erecciones de estatuas de Nuestra Señora en los caminos públicos, en las fachadas de las casas, en las esquinas de las calles; procesiones recorriendo los campos, recitación del Oficio Parvo, del Rosario, del Angelus; abstinencias, obras de misericordia en honor de la Virgen, alistarse en sus Congregaciones y Cofradías, ofrendas de cirios y de exvotos delante de sus imágenes, oraciones rezadas en común en el seno de las familias, consagración de los recién nacidos a María; cuando, repetimos, leemos esas formas tan múltiples y tan variadas de rendir a la Madre de Dios los homenajes que se merece, podemos sentir, en verdad, que algunas de ellas tiendan a desaparecer; pero, al mismo tiempo, nos place comprobar que la mayor parte sobrevive a tantas revoluciones, y que la piedad de los cristianos sabe inventar otras que fueron desconocidas en los siglos anteriores. Tales, el mes de María, por ejemplo, y el mes del Rosario.
¡Sí!, nos atrevemos a decirlo: nuestra Madre del cielo no es menos universalmente honrada en nuestro tiempo que lo fue en los más hermosos días de las antiguas edades. Jamás ha habido tan devotas y entusiastas peregrinaciones, jamás tan numerosos santuarios erigidos en alabanza de María, jamás muchedumbres tan fervientes corriendo a sus altares. Jamás, tampoco, ha mostrado María con señales más brillantes que es una Madre para nosotros. Allí mismo donde parecía estar abolido su culto para siempre, vuelven a Ella los corazones para que Ella misma, a su vez, los devuelva a la Iglesia que habían abandonado. Hablamos, sobre todo, de Inglaterra. Vese este fenómeno, lleno de esperanza: hombres separados todavía de la unidad católica, rompiendo con las viejas tradiciones protestantes y cantando las alabanzas de la Reina del Cielo, tan largo tiempo blasfemada por sus padres; prenda y medio de una vuelta, más o menos pronta, pero infalible, para un número mayor cada día al redil de la Santa Iglesia, esa otra madre de los verdaderos cristianos.
Los tiempos felices en que María será Reina, no sólo de derecho, sino de hecho, podemos esperarlos para la Gran Bretaña y para otros países igualmente alejados de nuestra dulce Madre; porque, la Historia lo atestigua; la Reina del Cielo es una conquistadora por el amor y los beneficios.
Ya se ha realizado desde hace mucho tiempo, el oráculo profético pronunciado por la misma Santísima Virgen: "Todas las generaciones me llamarán bienaventurada", y no sin razón pone la iglesia en labios de María estas palabras de la Sabiduría divina: "In Sion firmata sum, et in civitate sanctificata similiter requievi, et in Jerusalem potestas mea, et radicavi in populo honorificato" (Eccli., XXIV, 15-16)
Mientras llega esta hora bendita, dígnese Ella reinar sobre nuestros corazones de hijos de la Iglesia, y que nada de nuestra parte resista a su amabilísimo imperio.
J. B. Terrien S. J.
LA MADRE DE DIOS Y MADRE DE LOS HOMBRES
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