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viernes, 17 de enero de 2014

El aviso en peligro de muerte

CAPITULO II
LA PENITENCIA
Articulo V
El aviso en peligro de muerte


     68.- Leyes eclesiásticas y ley natural
     En relación con el Sacramento de la Penitencia, incumbe también al médico el deber de avisar a su cliente el peligro de muerte, como requisito previo y necesario muchas veces, para que ajuste sus cuentas de conciencia que, entre católicos, deben de ajustarse de ley ordinaria en dicho Sacramento. No se trata de que exija o procure directamente que lo reciba. Dispuso el Papa Inocencio III (Decretales de Gregorio IX, cap. XIII, De poenit, Iib. V, tít. XXXVIII) que ningún médico tomase a su cargo la curación de un enfermo de peligrosa enfermedad acometido, si primero no se hubiera confesado. San Pío V (Constit. Super gregem (8 de marzo de 1566). en Bullarium Romanum, 1859-1872, pág. 49, t VI) confirmó este decreto, y al propio tiempo mandó que ningún médico fuese admitido al doctorado sin previo juramento de cumplir este deber. Pero estas leyes, en tiempos ya de San Alfonso de Ligorio (Libro VI, núm. 664. La razón de prohibir a los médicos judíos, prohibición que dictó Paulo IV en 1555 para los Estados pontificios, y renovó Gregorio XIII en 1581, no era otra que el evitar que no se avisara a los enfermos el peligro de muerte. Sixto V, el 22 de octubre de 1486 sólo exigía a los judíos la licencia pontificia para asistir a los cristianos. Cfr. A. DE SOBRADILLO: Normas de Deontología médica emanadas de la Iglesia), habían caído en desuso. El nuevo Código Canónico tampoco las recoge. No queda, por tanto, otra ley que la natural, a la que debemos atenernos para explanar la esencia del deber y sus circunstancias. La ley natural, en efecto, por sí misma, aun sin el refuerzo de una disposición de autoridad humana, nos obliga a evitar al prójimo un mal cuando ello está en nuestra mano y no se nos siguen iguales o mayores inconvenientes. En otros términos: obliga a todo hombre, de cualquier religión o raza, la ley de la caridad. Los males que pueden seguirse de no saber el enfermo su estado de gravedad nadie hay que los ignore. En el orden espiritual, que, según nuestra doctrina católica, es el primero, de ese conocimiento puede pender la salvación eterna para quien no esté al corriente en sus cuentas de conciencia con Dios. En el orden moral, según los casos, puede acontecer la necesidad de un matrimonio in extremis o una legitimación o reconocimiento de hijo natural. Aun en el plano de los asuntos mundanos, de que se haya hecho un testamento depende la evitación de una serie de litigios acerca de una herencia. Esos inconvenientes debe obviarlos quien puede en virtud del principio antes sentado. No está, pues, el fundamento de ese deber en el cuasi-contrato entre médico y cliente, porque es asunto ajeno a la curación. Pero, aunque al margen de la profesión médica, es el propio ejercicio profesional el que le proporciona al médico la ocasión de tener que ejercitar aquel deber en los términos que expondremos. Claro es que, si existe algún compromiso acerca de este importante extremo, obligará la fidelidad a cumplirlo. Del cual cumplimiento no libra una piedad mal entendida. Porque, si el médico puede y debe causar un dolor físico por bien del cuerpo, con mayor razón deberá, para salvaguardar los intereses que hemos señalado, tener valor y la caridad suficiente para proporcionar un dolor moral. Ni tampoco hay que exagerar ese dolor, por cuanto tiene su contrapartida, en multitud de casos, en la satisfacción del enfermo de haber puesto en regla los intereses sobredichos.


69. Cuándo existe obligación de avisar.
     En dos casos hay obligación de advertir al enfermo la gravedad de su estado: a) en peligro, aunque sólo sea probable, de muerte próxima; b) cuando exista peligro de muerte, que puede ser remota, pero sobrevenir de súbito. No se puede concretar más, ni orientar mejor al médico que con los términos expresados. Pero no queremos dejar de llamar la atención sobre la conveniencia de no retrasar mucho el hacer la advertencia. Para todos los actos que hemos indicado «se necesita que persista la lucidez y conviene no esperar demasiado —dice el doctor Le Gendre— para advertir a los allegados o al enfermo indirectamente» (Doctor Le Gendre: La vida del médico. Deontología, pág. 296. Traducción española. Barcelona, 1928). Pero, además de esta ventaja, el avisar a tiempo la gravedad tiene otras de no escasa importancia; pues si los médicos tuvieran por costumbre —lo que también es un deber— el hacer la advertencia cuando hemos dicho, sin esperar a que la muerte sea inminente, como el número de los que se libraran del terrible trance sería mayor, por una parte, el médico que así procediera sentiría menos recelo de perder su reputación y estaría más autorizado para afirmar que la esperanza de curación no estaba perdida; y, por otra, ni el enfermo recibiría la notificación con tanta alarma, ni la familia se vería dominada por tanta Inquietud, como por desgracia acontece, con daño para unos y otros por la lesión que sufren los intereses de este mundo o los del alma de los enfermos que sucumben (Scotti-Massana: Cuestionario médico teológico, pág. 394.—G. Payen: Déontologie médicale. cap. IX, pág. 131. Changhaí 1935). ¿No confirman estas razones lo que antes decíamos de la piedad mal entendida? Por esas razones, precisamente, la Iglesia, madre piadosísima, dictó las leyes de que hicimos referencia.


70. Advertencia directa e indirecta.
     En consecuencia, el deber empieza en el momento mismo en que el médico conozca la presencia del peligro. El es quien, ordinariamente, primero lo conoce. Ni debe descansar en las conjeturas que tal vez la familia, no pocas veces para indagar la verdad, hace ante el propio médico. Llegados, pues, dichos casos, hará la advertencia a los consanguíneos, amigos o allegados del enfermo, eligiendo para confidente a la persona más ponderada y en condiciones para realizar la misión cerca del paciente (Le Gendre, ob. y loe. cit.—G. Payen, ob. y lib. cit.). Aun antes, cuando la ley mandaba al médico hacer la intimación personalmente, se reconocía que podía cumplir su deber por medio de las personas indicadas o del párroco o un sacerdote (Doctor Fontecha: Speculum Medic, christ. Lum., I. pág. 8).
     «Normalmente —dice el Dr. Hubert— es la familia (la Que debe hablar al enfermo); esto es evidente; viniendo de ellos alarmará menos que viniendo de vosotros (los médicos); pues será considerada como expresión de cuidados producidos por una alarma, no como un fallo condenatorio. Haced valer esta consideración a los ojos de los parientes que quisieran echar sobre vuestros hombros una misión muy delicada siempre, y no la aceptéis como un deber, si no es que sea absolutamente necesario, porque falte el valor o el tacto a los que están naturalmente obligados» (Le devoir du Médecin, pág. 60. Brujas, 1926).
     Conviene, por tanto, distinguir: el pronóstico es el médico el que debe darlo; pero el aviso al enfermo, directamente, son los familiares los que deben hacerlo, porque así conviene, no porque el médico haya quedado libre con la notificación del pronóstico. Hay, a nuestro entender, una obligación solidaria, que si es cumplida por aquéllos, no pesa ya sobre el médico; pero, si no lo fuera, está el médico obligado a usar de su caridad cerca del enfermo.
     Así, pues, deberá hacer la advertencia por si mismo: a) si no existen personas en condiciones de hacerla; b) si, aunque existan, no quieren o no pueden; c) si no reúnen la prudencia y habilidad necesarias; d) si existiera oposición entre la ideología de los familiares y la del enfermo, o interés por parte de aquéllos de que no haga éste disposición testamentaria.

71. Excusas legítimas
     Pero hay, además, circunstancias que relevan al médico de toda advertencia. Teniendo ésta como finalidad el arreglo de las cosas de conciencia y de los asuntos temporales, cuando cesa el fin, la obligación de la advertencia cesa. Por tanto, está dispensado el médico de advertir el peligro de muerte: 1) cuando le conste de modo cierto que el enfermo ya se ha preocupado de poner en regla sus asuntos de orden espiritual y temporal; 2) si con la misma certeza le consta que la advertencia seria por completo inútil, porque el enfermo esté tan aferrado a su irreligiosidad que de seguro rechazaría los Sacramentos y, por otra parte, ha dispuesto de sus intereses temporales; 3) en aquellos casos en que se tema de parte del enfermo una desesperación que le ponga en trance de suicidio; 4) si el médico teme para él mismo serios inconvenientes, por parte de la familia, cuya oposición haría, por sí misma, muy problemática la utilidad del aviso (Navarro: Manuale confess., cap. XXV, núm. 63. H. Noldin; Theologia moralis. vol. 111, núm. 745. Ferreres: Compendium theologiae moralis, vol. II, número 43. Payen, ob. cit., pág. 128, cap. IX).
     Lo que acabamos de decir bajo el número 2) merece una explicación. Todos los autores moralistas convienen en los términos en que hemos resumido la excusa de advertir el peligro de muerte. La dificultad está en saber apreciar cuándo puede ser tanta la obstinación en la impiedad y el mal, que la advertencia sería inútil. ¡Cuántos ejemplos hay verdaderamente sorprendentes! La gracia de Dios obra de diversas maneras incomprensibles para el hombre, y espera acaso la concurrencia de la obra humana para manifestarse en los casos de mayor obstinación. Por eso aconsejamos al médico que no se fíe fácilmente de su juicio, y menos del de los familiares, propensos a buscar pretextos para no perturbar al enfermo. Desde luego, en los casos bastante frecuentes de católicos que no practican asiduamente o son abandonados en su religión, o de personas acatólicas, es un deber la advertencia susodicha, pues tanto unos como otros, en todo caso que no se reconcilien con Dios mediante los Sacracentos de la Iglesia católica, pueden arrepentirse de sus faltas y hacer una reconciliación, en caso de necesidad, mediante una contrición perfecta (E. Hubert, ob. cit., núm 60, nota del P. Salsmans. Payen, ob y loc. cit.).

72. Cooperación con acatólicos
     Al médico católico se le puede presentar, sobre todo en hospitales, un conflicto de conciencia que no queremos soslayar. ¿Qué debe hacer cuando un enfermo acatólico reclama la presencia de un ministro de su religión? La dificultad proviene de la prohibición de cooperar en actos religiosos con los acatólicos (Código de Derecho Canónico can. 1258). En virtud de su doctrina dogmática de que ella, la Iglesia católica, es la única verdadera Iglesia de Jesucristo, prohíbe actos o intervenciones que impliquen aprobación de otras religiones. No puede, en consecuencia, el médico católico andar en busca de un ministro de otra religión para suplicarle que acuda a ejercer su ministerio con un enfermo.
     Esta sería cooperación directa e ilícita (Sagrada Congregación del Santo Oficio, 14 de marzo de 1848 y 26 de diciembre de 1898). Pero no está prohibida una intervención puramente material, que no implique aprobación de dicho ministerio, como sería diciendo a un ministro acatólico que en tal hospital hay un enfermo que desea hablarle. Esta cooperación está a veces justificada por el bien común, en países y circunstancias políticas en que, obrando de otra manera, se suscitaría el odio contra los católicos, y aun por bien del mismo enfermo, si el médico (o quien le asista en su caso) juzga que sería perjudicial para el mismo desatender sus vehementes deseos (Scott:-Massana, ob. cit., pág. 401. Doctor Luigi Scremin: Apunti de morale professionale per medici, pág. 95 (primera edición, 1931). P. Prümmer: Theologia moralis, vol. 1, núm. 526). Recordamos que una acción indiferente, que no es de suyo mala, puede ponerse, aunque se siga algún mal, siempre que una causa razonable lo aconseje.

73. El proselitismo
     Otro punto de interés para el médico es saber si puede, y hasta qué punto, hacer proselitismo a la cabecera de un enfermo. El doctor Le Gendre (La vida del médico. Deontología, pág. 296) es contrario, y dice: «Desde el punto de vista religioso, no puedo aprobar que un médico haga obra de proselitismo a la cabecera de los moribundos; tampoco puedo admitir que manifieste escepticismo o desdén por sentimientos que no son los suyos.» Ya anteriormente hemos precisado los términos de la obligación estricta en el orden moral, a saber: debe el médico advertir, por sí o por otra persona, el peligro probable de muerte a un enfermo, condición para evitar muchas veces daños de alma y otros temporales irreparables. Cumplido este deber, el médico puede no tocar el asunto religioso. Pero ¿existe algún inconveniente en que insinúe discretamente y en términos de la mayor cortesía la importancia de los intereses espirituales como su celo le aconseje? El desdén de que nos habla Le Gendre puede constituir una falta de justicia, si no se atiende, como la ciencia enseña en cada caso, al enfermo; podrá ser una falta de caridad si existe desprecio que molesta y deprime o desespera. El celo es otra cosa Es precisamente discreto y caritativo. Tampoco es violento. Por eso no sería celoso el que quisiera arrancar por la fuerza una conversión que, desde luego, siendo forzada, no sería conversión verdadera. Según sea el concepto que se tenga de la vida humana, es la resolución de este punto: para el materialista, como todo acaba aquí, es inoportuno todo recuerdo del más allá; no así para el creyente en una vida futura, eternamente feliz o desgraciada. Por otra parte, ¿se ha pensado bien en el consuelo que puede sentir un alma cuando, a punto de despegarse del cuerpo y del mundo terreno, se ve iluminada por la idea de una vida infinitamente mejor que ésta material que acaba? Cumplidos los deberes médicos, nada puede oponerse a esta obra de celo. Lo que sí repugnaría habría de ser el caso de un médico que arrancara esa fe y esa esperanza y sumiera a las almas en el abismo de una duda desesperante.

74. Medidas de prudencia
     Por último, sea cual fuere la persona encargada de realizar la misión enojosa de dar al enfermo ese aviso que hemos dicho, es de deber estricto, dice la prudencia, de acuerdo con la caridad, que se dé con todo género de miramientos, para evitar o atenuar el mal efecto en el ánimo del paciente. Tanto mayor necesidad habrá de industria y rodeos cuanto más ajeno esté aquél a su gravedad y mayor apego haya demostrado a las cosas terrenas de la vida mundana. Si el enfermo supone ya la gravedad de su estado, y pregunta por la oportunidad de ordenar sus asuntos, no es difícil salir airoso de la empresa. Difícil resulta el desempeño del cometido si el enfermo se mece en un mar de esperanzas. Entre esos dos extremos hay, una gama de casos que no se pueden reducir a número, ni cabe dar otra norma que la sobredicha. Bien entendido, no obstante, que la advertencia debe ser lo suficientemente clara para que el enfermo comprenda la gravedad o el peligro en que se encuentra (P. Payen, ob cit., cap. IX).
     El doctor Le Gendre propone esta fórmula, que puede servir de modelo (p. 296):
     «Aunque no estáis en gran peligro, no deja de todos modos de ser seria la situación, y es conveniente que dispongáis de todas vuestras energías para triunfar de la enfermedad. La observación ha demostrado que un enfermo es tanto más resistente cuanto menores son sus inquietudes respecto a sus intereses materiales y morales; siempre es prudente medida poner en orden los asuntos de índole temporal y espiritual.»
     De este modo se evita, como es debido, la pérdida de toda esperanza de curación. Es menester armonizar el deber de que venimos hablando con la piedad para con el enfermo. Por otra parte, nada más disconforme con la condición médica que dar pronósticos a plazo fijo.
     Payen, ob. cit., cap. IX. Conviene Que el médico no olvide la diferencia entre la muerte real y muerte aparente, y que la Teología moral aconseja administrar, sub conditione. los sacramentos mientras no existan pruebas claras de muerte real.
Dr. Luis Alonso Muñoyerro
MORAL MÉDICA EN LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA

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