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martes, 14 de enero de 2014

EL ACRECENTAMIENTO DE BEATITUD ES UNO DE LOS BIENES DE LA DEVOCIÓN A MARÍA

Qué sea la devoción a la Santísima Virgen para los Santos en la Gloria. De cómo les procura un aumento de bienaventuranza accidental: más gozo, más luces, más poder sobre el corazón de Dios, principalmente si fueron en vida más celosos del culto de María.

     I. Abordemos la tercera cuestión acerca de las ventajas que da a los siervos de María la devoción que tienen en esta divina Madre. Se trata de los bienaventurados del cielo. ¿Reciben ellos también, en su estado presente de gloria algún beneficio que proceda del amor de María? No tenemos que repetir cómo su bienaventuranza, aun substancial, es una gracia que le deben a Ella, después de Jesús, su Hijo. Esto expresan suficientemente los títulos de causa de nuestra alegría: Puerta del Cielo, Escala del Paraíso, Madre de nuestra salud, que universalmente le da el pueblo cristiano. La Iglesia no nos deja olvidar verdad tan gloriosa para su Reina, pues nos enseña a decirle, en la conmovedora deprecación de la Salve: "Vuelve a nosotros tus ojos misericordiosos, y después de este destierro muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre." No; nadie entra en la patria celestial sino sostenido, protegido e introducido por Ella. Afirmarlo no es injuriar a Jesucristo, puesto que El ha establecido este orden y procede de sus méritos.
     Pero en esto no consiste la cuestión presente. Se trata de si los siervos e hijos de María, una vez entrados en la gloria, deben, sí, darle las gracias por sus cuidados maternales y guardarle eterna gratitud, pero no esperar ya bien alguno de su influencia actual. Seguramente que, a pesar de lo poderosa que es cerca de Dios, su intercesión no pueda elevarlos ni a un grado siquiera en la beatitud substancial que poseen, porque no llega esa intercesión hasta hacer del estado definitivo del término un estado semejante al de viador. En el cielo ya no se merece, y, por consiguiente, no más cambios en la medida de gloria y de felicidad atribuidas por la Sabiduría divina a cada uno de los elegidos.
     Pero si la beatitud esencial es independiente de María, no se puede decir otro tanto de sus accesorios; y aquí es donde la presencia y la influencia de la Santísima Virgen se revelan para utilidad, consuelo y gozo de sus fieles siervos. ¿Cómo, en efecto, esta unión de la Madre con sus hijos, en la posesión de la eterna belleza, podría ser indiferente para éstos cuando para la Madre está llena de gozos?
     ¿Creéis que no será nada para el Corazón de María el contemplar esa multitud de hijos que vienen unos después de otros a tomar parte en el banquete celestial? Llegan del valle de lágrimas, sacados, gracias a su vigilante protección, de mil peligros entre los cuales han perecido tantos otros; y ¿no latirá de suave alegría el corazón de su Madre al verlos libres para siempre? Acordaos de lo que sintió la Madre de los Dolores cuando se apareció delante de Ella su Jesús, victorioso de la muerte y del sepulcro, y tendréis alguna idea de lo que debe sentir cada vez que un alma pasa del Purgatorio a las delicias del Paraíso, y la saluda como a su libertadora y Madre. Analogía tanto más exacta cuanto que María ve en cada uno de los elegidos a su Hijo glorificado, porque no hay uno solo que no sea un miembro vivo de Cristo, que forma parte de la plenitud de Cristo.
     Ahora bien: si tal es el gozo de María en estos dichosos encuentros, ¿cuál no debe ser el de sus hijos y siervos? En vez de hacer reflexiones por nuestra cuenta, que siempre resultarán frías, citemos algunos hechos capaces de darnos a sentir cuán grande alegría se experimenta al ver a esta Reina del Cielo. Más arriba hablamos del deseo ardentísimo que tenía San Estanislao de Kostka de contemplarla cara a cara, hasta el punto de hacerle su ausencia insoportable la vida. Imaginad después, si os es posible, con qué anhelos del corazón iría, una vez cumplidos sus deseos, a postrarse amorosamente en su presencia y embriagarse con su deslumbradora belleza.
     Varias veces los Santos Padres han desplegado todos los recursos de su elocuencia para pintar el triunfo de María en su dichosa Asunción. Ahora bien: lo que más les encanta, lo que describen con más amor, son los cantos de alegría entonados por los habitantes del cielo a la llegada de su Soberana: tan cierto es que la presencia de María lleva el gozo a todos los corazones. "¡Oh, qué día más glorioso! dice el devoto Eadmero; ¡qué dichosa y admirable fiesta fue para todos los siglos! No eras Tú solamente, oh, Señora nuestra, la que brillabas de un modo tan inefable; el cielo mismo, donde entrabas, y todo cuanto en él se encierra, recibía de tu presencia un indecible brillo, porque Tú lo llenabas hasta las últimas profundidades con el esplendor, casi infinito, de tus virtudes, de tus gracias y de tus misericordias. Aquellos mismos que desde los primeros días de la Creación habían merecido ser los felices habitantes de la gloria; aquellos mismos, digo, se estremecieron con una nueva alegría, y fue para ellos un acrecentamiento de dicha el contemplar a Aquella que por el Fruto bendito de sus entrañas virginales reparaba los vacíos de sus falanges..." (De excellentia B. V. M. c. 8. P. L. CXIX, 572, sq).
     Pretender que esta gloria de la Virgen no importa, en cierto modo, a la felicidad de los elegidos es rehusar también, y por las mismas causas, toda influencia beatificante a la Santa Humanidad del Salvador. No es esto lo que pensaba el autor del libro, tan conocido, del cual citamos hace poco un fragmento. Puesto que la tierra misma, esta miserable tierra, ha sido tan prodigiosamente glorificada por la presencia de Cristo y de su Madre, "considerad, os ruego, qué gloria, qué felicidad, qué júbilo será para todos aquellos que serán admitidos a la eterna beatitud el contemplar a Dios Nuestro Señor hecho semejante a ellos en la substancia de su carne; el verlo gobernar como Dueño soberano el cielo, la tierra y los infiernos; el sentir que los rodea con un afecto más que fraternal y les concede sin retraso, sin contradicción, sin parsimonia, todo lo que pueden desear. Considerad también cuál será el transporte de su alegría, cuál su propia elevación, cuando vean con sus ojos a esta Reina, de quien les han venido todos los bienes, triunfalmente sentada al lado de su Hijo, que ha engendrado en sus entrañas, y participando, en virtud de sus derechos de Madre, de la dominación misma sobre la tierra y los cielos" (Eadmer., De excellentia B. V. M.. c. 9, 575). Poderse decir, con toda verdad: esta Reina tan universal, tan poderosa, tan gloriosa, es de mi raza; más aún: es mi Madre, una Madre de quien lo he recibido todo, que me conoce, que me mira con amor, que me lleva continuamente en su corazón. Y el contemplarla cara a cara, ¿no es un consuelo sin igual? Y en la espera misma de la visión de Dios, ¿no habría con esto para saborear un gusto anticipado del Paraíso?
     Y este gozo no se extinguirá jamás. Este estremecimiento del alma que sintieron los siervos de la Virgen en el primer momento de su entrada en el cielo no será alegría pasajera, porque ni la belleza de María, ni su amor, son cosas de que se puedan cansar de gustar y de ver. Si se hace algún cambio en el estado de los bienaventurados, será para traerles un nuevo aumento de gloria y alegría.
     Hoy, su gozo es puramente espiritual; cuando llegue la hora de la resurrección, la presencia de María será desde entonces una fiesta para todos los sentidos: fiesta para los ojos, que no podrán hartarse de contemplar su divina belleza; fiesta para los oídos, que la oirán cantar más suavemente que todas las vírgenes los cánticos del cielo, en seguimiento del Cordero; fiesta para el tacto, porque esta Madre, después de haber tantas veces posado sus labios en los de Jesús, no rehusará el abrir sus brazos a los otros hijos de su dilección; fiesta para el olfato mismo, porque de Ella se ha escrito: 'La mirra, el áloe, la casia se exhalan en perfumes de sus vestidos" (Psalm., XLIV. 8; col. Cant., IV, 14); fiesta, en fin, para el corazón de carne, que palpitará dulcemente a la vista de esta Madre por siempre bendita.
     La Virgen misma, conversando familiarmente con Santa Brígida, su muy amada, le reveló la felicidad que procura a sus hijos: "Yo soy —le decía— la Madre de los que nadan en las delicias del Paraíso. Aun cuando a los niños pequeños no les falte nada, básteles mirar el dulce rostro de su madre para sentir aumentárseles su gozo. Así, el Señor se complace en hacer gustar a los habitantes de la corte celestial singular contento y transportes de alegría al contemplar la belleza de mis virtudes y de mi esplendor virginal, aunque de una manera incomprensible su poder los ha puesto ya posesión de todo bien" (Revelat. S. Brígittae, 1. IV, c. 138, t. 1° p. 538).
     Hay que oír también al santo Obispo Amadeo de Lausana, mostrándonos aquella multitud innumerable de toda edad, de todo sexo, de todo orden y de toda dignidad, salvada por los méritos y por las oraciones de María, aclamando a su Bienhechora y proclamándola bienaventurada en medio de un júbilo inmenso. Al menos, deseemos, con él, "pertenecer algún día a tan dichosísima asamblea de hijos tuyos, ¡oh, clemente, oh, piadosa, oh, dulce María!" (S. Amed. Lausan., hom. 8 de Mariae V. plenitudine... P. L. CLXXXVIII, 1346).
     Esta manifestación que María hará de Sí misma a sus hijos glorificados no es sino lo accesorio de la bienaventuranza de la gloria, es cierto. Sin embargo, ¡cuántas delicias encierra! Citemos aquí también algunos hechos que nos ayudarán a formarnos idea de esta dicha futura. La historia de los Santos habla muchas veces de las apariciones de la Virgen y sobre todo, de visiones con las cuales consoló esta Señora a sus siervos en la hora de la muerte. ¿Veis a esos hombres agotados por largos sufrimientos, pálidos, desfallecidos, sin más que un soplo de vida? De repente, el moribundo parece revivir: sus ojos se iluminan, brilla su semblante. Se diría que ya no está en la tierra, según la irradiación celestial y divina que se nota en toda su persona. ¿De dónde proviene esta súbita transformación? De la presencia de María, que vislumbra a través de las sombras de la muerte. Si una vista muy imperfecta a esta divina Madre basta para producir tales efectos en el alma y en el cuerpo de un moribundo, juzgad lo que producirá cuando aparezca en todo el esplendor de su belleza de Madre y de Virgen y en la plena manifestación de su incomparable bondad.
     Conocida es la encantadora leyenda contada por Juan Hérolt en su Magasin de miracles de la V. Vierge. Es el ejemplo número 79. Un clérigo muy devoto de la Madre de le suplicaba con frecuencia a la Señora que le dejase ver su hermosura, pues se dice de en el Cantar de los Cantares: "Todo hermosa eres, amiga mía, y no hay en ti mancha alguna." La Madre de Misericordia, compadecida de su piadoso deseo, le mandó uno de sus ángeles para decirle que su oración había sido oída. La verá; pero debes saber que ojos que una vez la contemplen no verán más nada de la tierra. El clérigo respondió que le importaba poco quedar ciego, con tal de ver a la Reina del Cielo. Sin embargo, después de irse el ángel comenzó a pensar, no sin inquietud, que si se quedaba ciego del todo tendría que pedir limosna para vivir. Resolvió, pues, no mirar a la aparición más que con un ojo. Pero fue tan grande el enajenamiento que le causó la inefable belleza de María, que ya pensaba abrir el otro ojo cuando el visión desapareció. Grande fue su tristeza. "Desgraciado de mí —decía llorando—, ¿por qué no fui todo ojos para mirarla mejor?" Y volvió a pedir a la divina Madre que se le mostrase otra vez, protestando que estaba dispuesto a perder el otro ojo con tal de contemplarla de nuevo. Y la piadosísima Virgen, condescendiendo con los ruegos de su siervo, se le apareció por segunda vez; pero al inefable consuelo que le dio con su vista, añadió otro favor más: le conservó el ojo que estaba sano y le volvió la vista del ciego 
     Podemos, pues, con derecho, suscribir esta conclusión que Suárez atribuía a no se sabe qué libro de San Buenaventura sobre las Alabanzas de la Virgen, Madre de Dios: "Glorioso privilegio es de la gloria de María que nuestra mayor gloria y nuestro mayor gozo nos vengan, después de Dios, de parte suya y por Ella" (Suárez, de Mysteriis vitae Christi, D. XXI, s. 3. in fine).

     II. Pero no paran en esto los bienes que los elegidos del cielo reciben actualmente de María. Ciertamente que ya no les ayuda, como a nosotros, a merecer, a expiar, a combatir, a vencer; todas cosas incompatibles con el estado de la gloria. ¿En qué, pues, puede asistirlos? Ante todo les ayuda a rogar más eficazmente a la divina misericordia por sus devotos de la tierra y del Purgatorio. Los vemos volviéndose a ella, antes de elevar sus peticiones hacia el trono del mediador, a fin de que Ella les apoye con su autoridad maternal. Y María, mezclando su voz con las voces de ellos, les presta una confianza de ser escuchados que no tendrían sin Ella; porque lo mismo en el cielo que en la tierra es Ella, junto a Jesús, la Mediadora universal.
     ¿Por qué no añadiremos también que Ella les obtiene de su Hijo ciertos privilegios de gracia que no están encerrados en la beatitud substancial que poseen? Los ángeles de las jerarquías más elevadas pueden, fuera de la visión beatífica, recibir inmediatamente de Dios ciertas revelaciones particulares por las cuales les son manifestadas las libres disposiciones de la Providencia en el gobierno del mundo y de los hombres; revelaciones que ellos a su vez, comunican de un modo más o menos amplio a los ángeles de las órdenes inferiores, y por ellos llegan hasta los hombres. ¿No es soberanamente justo que la Reina del Cielo sea, o por revelación divina, o por privilegio de su visión, instruida más extensamente en los divinos consejos que las jerarquías angélicas y, por consiguiente, más apta para comunicar lo que Dios se sirva manifestar de ellos a las criaturas?
     Otro bien de los Santos del cielo, aunque no aumente en nada su gloria esencial, es el ser mejor conocido en esta tierra de destierro, y recibir nuestros votos y oraciones; porque esto mismo es para ellos ocasión de ejercer, allá arriba, por nosotros, el oficio más dulce y agradable para corazones llenos de la divina caridad, esto es, el de abogados, protectores y bienhechores de los desgraciados. Ahora bien: no se puede dudar que María deje de concurrir en gran parte a procurarles esta alegría. Las historias ofrecen más de un ejemplo a quien las consulte con cuidado. En todo caso es seguro que si Dios Nuestro Señor se digna admitirnos algún día en la corte de su gloriosa Madre, veremos a los Santos, y nos veremos a nosotros mismos, participar, por medio de esta divina Reina, de muchos otros favores; y con un mismo afecto, con un mismo corazón y una misma voz repetiremos, con el cielo todo: 'Tú eres la gloria de Jerusalén; Tú, la alegría de Israel; Tú, la honra de nuestro pueblo" (Judith XV, 10).

     III. Antes de dejar este asunto debemos resolver una objeción que ya se ha presentado tratándose del Purgatorio. Tratábase de exponer en el presente capítulo las ventajas actuales que procuran a los siervos de María la devoción que le tienen y los homenajes que le rinden. Ahora bien: todo lo que hemos dicho parece que es la porción de todos los bienaventurados del cielo, cualquiera que haya sido la medida de su culto a María. La primera solución de la dificultad es que en el cielo no hay ni puede haber más que siervos de María. ¿No es Ella la Madre y la Reina de todos, una Madre incomparablemente más amada, una Reina más honrada de todos que la innumerable multitud de los elegidos? Por consiguiente, en todo lo que hemos dicho de los beneficios de María no hay nada que no responda a la amorosa devoción que cada uno de los que reciben siente hacia Ella. Pero hay que añadir también, que aunque la presencia de María sea para todos causa de alegría; aunque tenga para todos los habitantes del cielo ternura de Madre, y nadie esté privado de los efectos de esta ternura, sin embargo, hay algo especial para los que la han amado más y servido mejor en su vida mortal.
     Aquí mismo, en este mundo, ¿no tiene María atenciones más maternales para las almas que le están especialmente consagradas? Hablábamos hace poco de las apariciones con las cuales ha consolado y fortificado a los justos moribundos. ¿Puédese citar una sola de esas gracias que no haya sido la recompensa de una devoción particular a la Reina del Cielo?
     Doctrina es de Santo Tomás, ya lo hemos notado, que aun en el cielo, aparte del amor de caridad que abrasará a todos los elegidos en la medida de su gracia y de su gloria, habrá en el corazón de los predestinados algo particular para aquellos de entre los justos con los cuales estuvieron unidos por lazos más estrechos en los días de la peregrinación (S. Thom., 2-2, q. 26. a. 12. Cf. La grace et la Gloire, 1. IX, c. II, pp. 213, 214). Pensamiento consolador que nos sirve para entender mejor lo que los siervos de la Virgen tienen derecho a esperar para cuando la muerte los haya llevado a la presencia de su Madre.
     Y volviendo a los ejemplos ya citados, ¿creéis que la vista de María no procurará al corazón de Estanislao una alegría muchísimo más grande que la de otros mil Santos? ¿Cómo? En esta bienaventurada patria de las almas, un hijo que encuentra allí a su madre siente, al arrojarse en sus brazos, un gozo más vivo, sin comparación, que al saludar a los otros elegidos, aunque estén más elevados en gloria; ¿y no será un goce especial para los que fueron aquí, en el mundo, hijos y abnegados siervos de María el contemplarla en toda su belleza y regocijarse de su triunfo? Y la misma Virgen, ¿no les demostrará que se acuerda de lo que fueron para Ella, prodigándoles caricias que nadie envidiará en el cielo, ciertamente? Balbuciendo hemos hablado de tales cosas; pero o estamos equivocados del todo o hay que reconocer en ellas un fondo de verdad. Ni la gracia ni la gloria hacen callar a la naturaleza, si bien la perfeccionan. Ahora bien: supuesta la devoción que hemos dicho, apelamos a la naturaleza misma para confirmar con su voto los privilegios atribuidos a los siervos más vehementes y constantes de la Virgen María.
     Dante, en la Divina Comedia, expresa de un modo admirable la dicha de contemplar a María en la gloria. San Bernardo mostraba al poeta los Santos de los dos Testamentos. Y he aquí que después le hace admirar a la Madre de Dios:
     "Mira ahora esa faz, la más parecida a la de Cristo, cuya hermosura puede ella sola prepararte a contemplarlo a Él mismo.
     —Y vi llover sobre Ella una alegría tan grande que se derramaba sobre los santos espíritus creados para volar en aquellas alturas.
     —Nada de lo que había contemplado hasta entonces me había llenado de tal admiración, ni me había mostrado tan perfectamente el parecido con Dios.
     —Y aquel Amor que en otro tiempo bajó a la tierra, le cantó, con las alas extendidas ante Ella: Ave María, gratia plena.
     —De todas partes la corte celestial respondió el cántico divino, y todos los rostros brillaron con nueva serenidad.
     El poeta, ante un espectáculo tan divino, se vuelve hacia su guía, para decirle:
     — ¡Oh Santo Padre!, que para acompañarme has querido dejar el sitio tan dulce que la Bondad divina te ha señalado eternamente.
     — ¿Quién es ese ángel que mira con tanta alegría a los ojos de nuestra Reina, de tal modo abrasado en amor, que parece todo de fuego?
     —Así acudí de nuevo a aquel que se bañaba en la belleza de María como la estrella de la mañana en el sol.
     —Y me dijo: Toda la inocencia y toda la gracia que puede haber en un ángel o en un alma, las posee éste, y así lo queremos todos.
     —Porque él fue el que llevó la palma a María, cuando el Hijo de Dios se dignó tomar sobre sí nuestra carga."
(Dante. Paradiso, c. XXXIII)

     Restaría todavía que decir lo que la Madre de Dios hace en el cielo por esa multitud innumerables de niños cosechados por la muerte antes de su regeneración en Cristo. ¡Ay!, preciso es confesarlo. María ni los atrae, ni los rechaza; es como si no los conociese. No son ni sus siervos, ni sus hijos; y jamás lo serán, les es imposible. Salidos de este mundo sin la gracia y sin la caridad, nunca podrán adquirir ni una ni otra. Tomad un infiel; por perdido que parezca en el error y en el vicio, las fuentes de las gracias están abiertas para él; en su infidelidad misma es, por destinación, hijo de María, como es hijo de Dios. Quizá algún día pueda ser, en realidad, ambas cosas. Y la Iglesia ruega por él, mientras que no tiene plegarias para "esos hombres de algunos días", cuyo estado no puede ser cambiado por nada ni por nadie. No quiere esto decir que su suerte sea tan miserable que les valiera más ser del número de los que jamás recibirán el ser. Privados de la visión divina, para la cual habían sido hechos, ignoran su desgracia; y esta pérdida, por espantosa que sea, no puede serles un suplicio; pero, lo repetimos, la Madre de Dios no es su Madre, y, por consiguiente, no puede comunicarles nada de su gloria, ni de su alegría.
J.B. Terrien S.J.
LA MADRE DE DIOS Y LA MADRE DE LOS HOMBRES

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