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jueves, 30 de enero de 2014

LA PRIMACÍA DE LA CONTEMPLACIÓN

     Hay un texto de Santo Tomás de Aquino que, para quien sepa meditarlo, se convierte en un maravilloso surtidor de sugerencias vitales.
     "Todo lo que el hombre es, todo lo que tiene y puede, ha de ordenarse a Dios."
     (Totum quod homo est, quod habet et quod potest, ordinandum est ad Deum. I.\ 11.a, 21, 3, 3.)
     El hombre, con todos sus valores, con todas sus posibilidades, es un peregrino hacia Dios; es flecha tendida hacia su último Fin.
     Lo que yo llamo mi vida, con toda su complejidad, de El procede enteramente; a El se ordena totalmente.
     El ejercicio primario del hombre debería ser contemplar y amar a Dios; su meta, unirse con El. Adherirse a El, según la expresión bíblica.
     La misma acción exterior, mi trabajo, ineludible e impuesto por el Hacedor como ley de cada día, tiene una función subordinada con respecto a esa acción interior por la cual el entendimiento debe proyectarse hacia el conocimiento de Dios y el corazón inflamarse en llamas que ansíen poseerlo.
    El mundo de hoy es un mundo de un humanismo, de un egoísmo aberrante y extremoso. Hay demasiado humanismo y escaso teocentrismo.
     Pero es también un hecho consolador que las Ordenes contemplativas reflorecen hoy, en medio de una sociedad trepidante de acción.
     Muchos hombres de nuestro tiempo, aún católicos, devorados por la fiebre de la acción y engolfados en el remolino de las terrenas realidades, miran como anacrónica y estéril la actitud del contemplativo, el ocio de María sentada a los pies de Jesús para beber codiciosamente las palabras de sus labios.
     Este menosprecio de la contemplación es uno de los indicios más alarmantes del oscurecimiento del sentido sobrenatural y teológico de la vida.
     Unos gramos de amor de un contemplativo acarrean a la Iglesia mayor utilidad que la tarea vertiginosa de muchos hombres de acción. Al menos así pensaba San Juan de la Cruz, místico y Doctor de la Iglesia.
     La trayectoria del contemplativo parte de la purificación y desasimiento, del niéguese a si mismo, para llegar a lo último del seguimiento que es la identificación espiritual con Cristo.
     Como Jesús, cuya vida oculta de años y años se hace incomprensible a los amigos de la acción febricitante, el contemplativo trenza su vivir de inmolación, de oración y de ejemplo.
    Por los que no oran, o lo hacen con poquedad, ellos son los grandes orantes y suplicantes.
     Su plegaria inclina a Dios hacia los hombres y acerca el mundo a Dios.
    Al inmolarse, ellos cumplen en sus cuerpos lo que, en expresión audaz de San Pablo, falta a la Pasión de Cristo. Y hechos penitentes y victimas, expían por sus hermanos y por los pueblos que prevarican.
    En cuanto a su ejemplo, Bougaud ha escrito que los claustros son la oficina de la belleza moral del mundo.
     ¡Qué necesaria, en estos tiempos de enfermiza actividad, la Iglesia de la contemplación, la legión amable de los orantes!
     "Hay épocas —ha escrito Baumgarten— en que los discursos y los escritos no bastan para hacer comprensible de los más la verdad necesaria. (La verdad necesaria es la de la salvación. Todo lo demás es secundario.) En tales tiempos, la vida y los sufrimientos de los santos tienen la misión de crear un nuevo alfabeto para revelar otra vez el secreto de la verdad. Hoy estamos en uno de esos tiempos..."
     Y de esta manera se colige que los contemplativos cumplen en la totalidad de la Madre Iglesia una hermosa misión de dinamismo apostólico y una función social de primerísima importancia.
     Debo insistir sobre mi radical llamada a contemplar y a poseer a Dios. Debo convencerme de la importancia fundamental de la fe para la vida interior; de la eficacia de la meditación teológica para el logro de una piedad sólida, sabrosa y eficaz.
     Debo concederle primacía a la contemplación sobre la acción.
     Debo mirar más a Dios que a mi mundillo.
     Menos meditaciones de fondo moral; menos introspección sicológica, morosa o angustiosa. Alzaré mis ojos a la faz de Dios; trataré de sorprender y de gustar el sabor recóndito de los misterios teológicos y de captar esas ráfagas con lumbre de gloria que cruzan por la noche de la fe.
     No debo reconcentrarme egoístamente en la visión de mis cavernas interiores, angostas, sombrías y mezquinas. En mi vida, sobre mi cielo, preside la antorcha de los supremos principios teológicos, de los más altos misterios, de las más apremiantes llamadas al intramundo y al trasmundo; al Reino de Dios que está dentro y al Reino de Dios que está arriba; a la vida, no parabólica ni en enigmas, sino de verdad y de luz...
     El esplendor de la verdad está encarcelado entre la niebla del misterio; subyace en las páginas de los teólogos y de los místicos, siempre incitantes al ahondamiento y al alumbramiento gozoso.
     Puesto en la presencia de Dios, y aunque soy polvo y ceniza, debo empeñarme en descubrir la vena soterraña, en percibir la música sutil, el secreto embeleso, la cena que recrea y enamora...
     Contemplaré para que mis ojos, mis paso mi vida toda se ilumine y se oriente ..
     Contemplativo permanente en irradiación permanente.
     Viviré de Dios, iluminado por El y par iluminar a mis hermanos.

R. P. Carlos Mesa C.M.F.
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Para militantes de Cristo

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