CIEN PROBLEMAS SOBRE CUESTIONES DE FE
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EL CRISTIANISMO NACIDO DE LA ILUSIÓN DE UNA MUJER
Quien ama sueña con la persona amada. Ningún corazón más amante ni ninguna fantasía más encendida que la de María Magdalena. Impulsada por su enamorada fe, confundió la alucinación con la realidad, creyó que veía en el guarda del huerto a Jesús, comunicó esta noticia a los Apóstoles, y, por un fenómeno de contagio de fantasías, todos los crédulos y enamorados amigos de Jesús creyeron, acá y allá, que lo habían visto resucitado. Así nació el cristianismo... (L.—Florencia.)
No sé si el ilustre interlocutor florentino sabe que su drástica objeción se ajusta a la célebre tesis de Renán (1823-1892). Con su acostumbrado virtuosismo estilístico y conceptual exclamó: «¡Oh feliz ilusión de una mujer que nos proporcionó un Dios resucitado!» El señor L. va, por tanto, en óptima compañía artística, pero no racional.
En ningún punto podía resaltar más la superficialidad y arbitrariedad del brillante escritor francés. Basta enfrentar, el uno junto al otro, su Vida de Jesús y el Evangelio. Es lo que hizo la gran Isabel Leseur (1866-1914), cuando su impío marido —que al morir su esposa... ¡se convirtió y se hizo dominico!!— que quería quitarle la fe, después de haber atrofiado sus prácticas religiosas mediante la disipación de la gran vida mundana, creyó le daba el tiro de gracia de la incredulidad haciendo que leyese a Renán. En cambio, con semejante ataque se le presentó tan evidente la falsificación de los hechos, ¡que volvió por completo a la fe!
La psicología de todos los discípulos, incluyendo a los Apóstoles, incluyendo a la amantísima Magdalena, aparece realmente del Evangelio por completo opuesta a la que supone Renán.
No hay ninguna propensión fantástica y amorosa a creer en la profetizada resurrección, hasta el punto de confundir una sombra u otra persona con el resucitado Jesús; no hay, por tanto, proyección alguna posible del puro fantástico y amoroso deseo sobre la realidad. En cambio, resultan todos obstinadamente descorazonados, olvidadizos e incrédulos.
Es un hecho grandemente deshonroso para ellos, pero que Dios lo permitió para deshacer en nuestro espíritu la susodicha objeción, que en el fondo es la única dificultad contra la realidad de la resurrección, esto es, contra la prueba básica de la divinidad de Jesús y el fundamento del cristianismo. Lo permitió para que nos resultase evidente que los Apóstoles y los discípulos cedieron sólo a la evidencia de los hechos y sólo esa evidencia los condujo hasta el supremo testimonio del martirio.
Indudablemente, si de un corazón amante podía esperarse la crédula ilusión, era precisamente de la que, vibrando de entusiasmo, había derramado públicamente el bálsamo sobre la cabeza de Jesús y regado con lágrimas sus pies.
Pero los hechos son hechos. En la Magdalena, como en los demás, se había oscurecido la ardiente fe amorosa. La amargura terrible de la pasión, el tormento del cuerpo divino de Jesús, el epilogo humillante de aquella muerte y de aquel sepelio, aun haciendo estremecerse su corazón de dolorosísima pena, había abatido su confiada fe. Corre ella al sepulcro el domingo por la mañana con los perfumes preparados para un embalsamamiento completo y definitivo sin pensar que era ya el tercer día predicho para la resurrección. Al hallar vacío el sepulcro, en lugar de recordar, como era natural, la promesa de Jesús: «Al tercer día resucitaré», piensa sólo en un secuestro: «Han cogido a mi Señor, y no sé dónde lo han puesto.» Se le acerca finalmente Jesús, y lo toma por el jardinero, repitiendo obstinadamente: «Si te lo has llevado, dime dónde lo has colocado.» Por fin tiene que rendirse a la evidencia, lo reconoce en el sonido, en la voz; se abraza a sus pies y escucha su larga exhortación: es Él precisamente. No había sido, pues, el jardinero con quien confundió a Jesús, según la novela de Renán, sino, todo lo contrario, Jesús tomado obstinadamente por el jardinero...
No me detengo a hablar de los demás, para no salirme de la consulta particular del objetante. Baste recordar de paso que las noticias de la resurrección, dadas por los piadosas mujeres a los Apóstoles, las tomaron ellos por «delirio», y San Lucas añade rotundamente que «no las creyeron» (24, 11), mientras San Juan declara abiertamente que «aún no habían entendido de la Escritura que Jesús debía resucitar de entre los muertos» (20, 9). Ni parece que San Pedro se convenciese tampoco cuando, acudiendo con San Juan al sepulcro, comprobó que, efectivamente, estaba vacío; Juan dice realmente en singular —de sí mismo—que «vio, y creyó» (20, 8). El príncipe de los Apóstoles no cedió hasta que personalmente se le apareció Jesús (Lucas, 24, 34). También es conocido de todos el célebre episodio de incredulidad de los discípulos de Emaús. Ni nadie ignora la del Apóstol Tomás, que se obstinó en no creer en la aparición a todos los demás Apóstoles, en la cual Jesús se había dejado ver y palpar en las manos y en los pies atravesados—«Mirad mis manos y mis pies...; palpad y considerad» (Lucas, 24, 39)— y había incluso comido con ellos (ibid., 43), y no se rindió sino cuando ocho días después pudo él también, como había pretendido, tocar las sagradas llagas del Señor.
No por la fe crédula, pues, sino por la desconfianza crítica; no por la ilusión visionaria, sino por la experiencia más múltiple y cierta; no por un sugestionable corazón de mujer, sino por el varonil testimonio de los Apóstoles y discípulos; no por la cómoda aquiescencia, sino por el convencimiento que llevó a todos al supremo testimonio del martirio, resulta demostrada la resurrección y nació el cristianismo.
BIBLIOGRAFIA
J. M. Lagrange: La vie de Jésus d'aprés Renán, París, 1923;
H. Psicaru: Renán d'aprés lui-méme, París, 1937;
A. Penna: Renán Ernest, EC., X, pág. 768:
P. C. Landucci: Esiste Dio?, Asís, 1951, capítulo XVI, y en particular, págs, 187-196;
M. A. Leseur: Vie d'Eliswbeth Leseur, París, 1931, págs. 125-26;
P. Dore: Elisabetta Leseur, Brescia, 1Ó35, págs. 89-90.
Pier Carlo Landucci
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